Archivo del Autor: Inma Escribano

El relato de Martín – Toscanini

toscanini

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Próximamente, el texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 17/02/2015

No se fiaba de la orquesta del teatro Colón….

16-02-2015 Vivaldi

nieve

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Próximamente, el texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 16/02/2015

Era el verano más frío que creyera haber vivido…

El relato de Martín – Arvo Pärt

lontananza

Autor: Martín Llade

Relato de Martín, especialmente dedicado a su encuentro con Arvo Pärt.

Extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 06/03/2015

Arvo Part

El relato de Martín de 11-02-2015

haydn1

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Próximamente, el texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 11/02/2015

Era una deliciosa tarde de primavera…

12-02-2015 LULLY

Lully

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Próximamente, el texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 12/02/2015

Lully, el hombre que nunca reía, el temible, el todo poderoso…

 

 

 

El relato de Martín – El vagabundo

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/03/2015

Era una agradable noche de primavera en Baden y el comisario Paul Rohmer se encontraba degustando una cena entre amigos, en el marco de la fiesta anual para las viudas de la guerra napoleónica. En esto, se presentó su subalterno Schultz, circunspecto como siempre, con un hematoma a modo de lente ahumada en torno al ojo derecho. Parecía reciente y era evidente que ennegrecería con los días.

-¿A qué viene a estas horas, Schultz?- repuso molesto Rohmer, que estaba aprovechando los postres para contar chistes picantes al alcalde, el párroco y el director del Gymnasium local.

-Un caso un tanto grave…-explicó éste- hemos detenido a un vagabundo.

Rohmer se encendió. ¿Para eso le molestaba? Que lo metieran en la celda más oscura de la comisaría y que se lo comiesen los piojos. Era una noche de primavera, de postre había tarta de manzana y le había prometido, medio en serio, medio en broma, un baile a la mujer del alcalde.

-Y además, ¿qué le ha pasado en el ojo?

-Ha sido el vagabundo, señor- explicó.

Las risitas iniciales en la mesa dieron paso a la estupefacción.

-¿Ha dejado que un pordiosero le haga eso?

-No es que me haya dejado… Es que me ha dado un cabezazo mientras se resistía. He tenido que llamar a los compañeros para meterlo entre cuatro al calabozo.

Como había damas escuchando, Rohmer se limitó a mascullar, con la sonrisa a flor de piel y los ojos inyectados en sangre.

-¿Y tiene que venir a decirme todo esto aquí? ¿Volverá luego para comentarme que ha visto una mancha en el techo?

Schultz parecía más bien azorado. Lo que iba a decir sonaría ridículo, pero lo dijo:

-Es que afirma… Ése individuo afirma ser Beethoven, señor.

¿Beethoven? Ahí sí que se rieron todos. Hasta Schultz sonrió de medio lado.

-Beethoven está en Viena- repuso secamente Rohmer -y nosotros estábamos tranquilos aquí conversando-. Es evidente que han encerrado a un loco o un borracho, que se quede ahí hasta que se le pasen las ganas de molestar.

Schultz no se movió. Toda la mesa estaba pendiente de sus movimientos.

-Verá… ese pordiosero afirma que Herr Herzog, el director de la banda local podría identificarle. En realidad, he venido a ver si estaba aquí.

Una de las damas presentes, vecina del citado, acertó a oír lo que hablaban y exclamó:

-Herzog está en la cama, no le apetecía venir. Dice que se aburre en estas fiestas.

Hubo más risas. Rohmer no dio crédito cuando Schulz propuso ir a despertarlo. ¡Hasta ahí podían llegar!

-Haríamos el ridículo más espantoso. Váyase de una vez…y si se pone tonto, palo y tente tieso- añadió  en un susurro. El agente asintió y se fue.

Media hora después Schulz volvió a aparecer y su otro ojo ¡también estaba hinchado! Rohmer, que para aquel entonces estaba contando, a petición popular, su famoso chiste de los pescadores sordos, estuvo a punto de abalanzarse sobre su subordinado. Pero el nuevo moratón lo contuvo.

-Ya no podemos más- exclamó Schultz- Müller trató de darle algo de cenar y le tiró la escudilla a la cara. Müller se agachó y me dio a mí, que me había acercado a poner paz. Hemos logrado encadenarlo a la pared, pero antes nos ha dado patadas, puñetazos… ¡Y ha mordido a Misch en el cuello! ¡Por Dios! -exclamó ya a gritos- ¡Deje de contar sus estúpidos chistes y vayamos donde Herr Herzog! Porque quiero averiguar ya si ese tipo es o no Beethoven… ¡Para saber si puedo matarlo!

Rohmer, atónito, se rascó la cabeza. Todas las miradas estaban clavadas en él. Ni siquiera con su mejor chiste, el del amante de la mujer del panadero, había atraído semejante atención hacia sí. Ni tampoco había visto de esa manera antes al aparentemente inofensivo Schultz. Se puso el sombrero y se encaminó con él a casa de Herzog. Les siguieron todos los asistentes a la fiesta por las viudas napoleónicas.

El maestro Herzog a punto estuvo de sufrir un soponcio cuando, todavía en camisa de dormir, se vio sobresaltado por un centenar de parroquianos a la puerta de su casa. Cuando escuchó el motivo por el que venían no perdió tiempo y se echó un abrigo encima. La comitiva se encaminó a la comisaría de la pequeña ciudad. Aún desde la calle se escuchaban los alaridos infrahumanos provenientes del calabozo, que se hubieran dicho los de un oso hambriento a punto de despedazar una presa. A Rohmer le hubiese gustado impedir la presencia de nadie más, pero el alcalde, el párroco y un noble local venido a menos, al que empezaban a pasársele los efluvios alcohólicos de la cena, insistieron en bajar con él a las celdas. El resto de los presentes se quedó en la calle, discutiendo animadamente sobre si el misterioso personaje sería o no el gran compositor. Incluso hasta se aceptaron apuestas.

A la luz de un candil, los guardias descubrieron a un hombre con una mata de cabellos completamente grises, enmarañados como una zarza en torno a un rostro broncíneo, de mandíbulas cuadradas, con los ojos sepultados bajo una poderosa frente. Aquella en la cual presumiblemente habían germinado la Quinta sinfonía o el Concierto Emperador. Tenía el rostro surcado de arañazos y lucía una mancha de sangre seca en torno a los labios.

-¡Es la mía!- protestó Misch mostrando la marca de sus dientes en el cuello.

-¿Y bien?- quiso saber Rohmer temiéndose lo peor. La estampa del hombre encadenado a la pared era lamentable. ¿Pero cómo podría ser aquel tipo de ropas raídas, barba de tres días y uñas amarillentas una persona importante? Como consecuencia de sus gritos se había quedado sin voz.

-Es Beethoven- confirmó Herzog con horror y luego, observó con dureza a los magullados policías: Son ustedes unos salvajes.

Al parecer, el genio se alojaba en el balneario de Baden y una tarde decidió dar un paseo por el bosque. El caso es que se perdió y como había olvidado su cartera, decidió pedir a algunos vecinos algo de comer. Debido a su aspecto y a su mirada de loco lo tomaron por un vagabundo y avisaron a la policía. Cuando ésta trató de detenerle, se defendió con uñas y dientes, hasta el punto de que hubo que llevárselo a rastras. Herzog, sin importarle el frío, le dejó su propio abrigo, quedando él en camisa de dormir y se lo llevó a su casa, para que pasara el resto de la noche en una buena cama.

-¡Salvajes!- volvió a repetir al marcharse. El alcalde, de brazos cruzados, le espetó a Rohmer:

-¡Idiota! ¡Ha arruinado usted la imagen de Baden! ¡Mira que detener a Beethoven!

Parecida impresión tuvieron los congregados, que decidieron volver a sus respectivas casas comentando con indignación el efecto que aquel lamentable suceso podría tener sobre la afluencia de visitantes al balneario. El noble venido a menos, en cambio, preguntó si alguien sabía cómo acababa el chiste de los pescadores sordos.

-¡Idiota!- le fue a decir Rohmer a su vez a Schultz una vez se hubieron marchado todos. Pero descubrió que éste también se había ido a su casa.

A partir de ese día, el comisario Paul Rohmer introdujo una nueva normativa que los policías locales debían cumplir a rajatabla si no querían ser expulsados del cuerpo. Y era que antes de detener a cualquier sospechoso de vagabundeo debía hacérsele la siguiente pregunta:

-Disculpe, ¿no será usted por casualidad un compositor famoso?

El relato de Martín – Rusos

RUSIA

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 26/02/2015

Siempre se habían evitado y ello, pese a tener tantas cosas en común. Ambos eran rusos. Llevaban muchos años exiliados de su patria y fascinaban al público norteamericano. Pero ya desde su formación acusaban marcadas diferencias. Sergei Vasilievich se consideraba el sucesor natural de Tchaikovski, mientras que Igor Fiodorovich era de la cantera de Rimski-Korsakov. Y los dos maestros ya habían mantenido en su día ásperas diferencias. Ahora, a través de los pupilos, dichas diferencias habían alcanzado el mayor grado posible de exacerbación. Sergei Vasilievich era considerado por muchos, él entre ellos, un rancio, que no se había dado cuenta de que hacía tiempo que estaban en otro siglo. Su lenguaje romanticoide le parecía detestable, su virtuosismo, mera pirotecnia exhibicionista, ni tampoco le gustaba la pátina pseudorreligiosa de la que le parecía que pretendía imbuir a su obra. También Sergei Vasilievich tenía su peculiar opinión de Igor Fiodorovich. Encontraba su supuesta modernidad muy forzada en ocasiones, y aunque no desdeñaba sus logros, le parecía que creía haber inventado la rueda por futesas como haber reorquestado a Pergolesi o retornar a las plantillas orquestales del siglo XVIII. Además, detestaba las lindezas que sabía que salían de su boca, tales como que Vivaldi escribió el mismo concierto quinientas veces, que Verdi era sólo “la la lá”, que Wagner era una “charanga sofisticada” o, incluso, que Beethoven era basura. Además, también estaba al tanto de lo que decía de él, entre otras cosas, que le refería con el calificativo de “paquebote de dos metros de alto” o “el dedos”.

En fin, que el encontrarse cara a cara era algo que habían evitado durante mucho tiempo allá en el exilio americano, pero era natural que, frecuentando los mismos ambientes, acabaran por encontrarse. Esto tuvo lugar en un restaurante de Los Ángeles que regentaba otro ruso. Rachmaninov y su esposa Natalia se encontraban ya cenando en él cuando Stravinski entró con su segunda mujer, Vera de Bosset.  Kolia, el dueño del restaurante, se dio cuenta de lo incómodo de la situación, pero trató de quitarle hierro, pregonando:

-¡Qué maravillosa coincidencia!¡Los dos compositores más grandes del mundo, aquí en mi restaurante!

Sergei Vasilievich palideció, pero educado como era, les invitó a compartir su mesa. Stravinski se acercó y le dio la mano. La tenía fría. Aún de pie era más bajito que Rachmaninov sentado. Al principio, no sabían de qué hablar. Sus estéticas musicales eran muy distintas, estaban al tanto de la negativa impresión que generaba el uno en el otro y la Rusia que habían conocido quedaba ya muy lejos como para evocarla.

-He oído que Schoenberg anda por aquí-le dijo Rachmaninov, por sacar un tema.

-¿Quién es ese Schoenberg? No he oído hablar de él-repuso con causticidad su colega.

-¿Le apetece vino?-propuso Rachmaninov.

-Pero usted está bebiendo agua…-observó Stravinski.

-Es que yo soy abstemio…

-¡Bah, tonterías! ¿Cree que eso le hace mejor tipo? Hitler también lo es, y mire. Yo tomaré un whisky-pidió a Kolia, y luego realizó su chiste favorito: Strawhisky.

Cuando trajeron la botella, sirvió también en la copa de su colega y su esposa. Éste la miró con estupor. Pero, acaso por no ser maleducado, se la llevó a los labios. En realidad su aversión al alcohol se debía al estrepitoso fracaso de su primera sinfonía, que Rachmaninov dirigiera borracho. Pero no le apetecía hablar con Stravinski de eso. Probaron más temas. Conocidos comunes. ¿Prokofiev? Ambos lo tenían por imbécil. No sacaron más de ese tema. ¿Toscanini? Un engreído. Como les bastaba apenas un epíteto para describir a sus mutuos conocidos, apenas les duró cada posible tema un par de frases. En esto, Rachmaninov, paladeando lentamente el whisky, se lamentó de haber tenido que empezar prácticamente de cero en América, al haberle privado los revolucionarios de sus derechos de autor rusos.

-¡Ah!-saltó Stravinski-eso nos ha pasado a todos. Yo mismo, me hice millonario apenas con mis tres primeros ballet para Diaghilev y esos ladrones me dejaron sin un céntimo. Tanto es así que llegué a América con una mano delante y otra detrás. ¿Sabe que tuve que revisar El pájaro de fuego y Petruchka, sin necesidad de ello? Era la única manera de volver a registrarla…Aunque claro está, los directores roñicas, cogen las primeras versiones para no pagarme nada. Estimo que habré dejado de ganar en ese tiempo un millón de dólares…O dos…

-¡Eso no es nada!-repuso Rachmaninov-mi segundo concierto para piano es el más interpretado del siglo XX…

-¿Del siglo XX?-ironizó Stravinski. Le hizo caso omiso.

-De haber percibido los beneficios de todas las veces que lo he tocado, ahora podría comprarme toda la Gran Manzana de Nueva York.

-¿La gran manzana?-Stravinski volvió a servirse y también a Rachmaninov. Huelga decir que sus esposas se miraban entre sí, sin decir nada-¡Yo, que soy el músico más programado de la actualidad, podría haberme comprado Manhattan entero con lo que he dejado de ganar!

Y le contó cómo el avaro de Disney le llamó para proponerle introducir “La consagración de la primavera” en Fantasía. Él, por supuesto, se negó. A lo que Disney replicó: Le puedo dar quinientos dólares e incluirla, o puedo no darle nada, e incluirla igualmente. Al fin y al cabo, esa obra está libre de derechos en América.

-¡Pues menos mal que yo soy el mejor pianista de nuestro tiempo!-salió al paso Rachmaninov-gracias a eso, aunque no me pagaban por mi concierto número 2, me llamaban para interpretarlo y así, he podido sobrevivir. Hasta cinco mil dólares me han pagado por una sola actuación. Es grande poder vivir de tu ingenio y de tus manos.

Eso era claramente un dardo a Stravinski, pianista regular, en opinión de muchos. Saltó:

-¡A mí me han pagado esa cifra y aún el doble por obras de tres minutos de duración! Por ejemplo, acaban de encargarme una polka para que la bailen los elefantes de un circo y me van a dar quince mil dólares.

-¡Elefantes!-Rachmaninov se echó a reír-menos mal que yo me he guardado ases en la manga, aquí en América. Por ejemplo, mi Rapsodia sobre un tema de Paganini me ha reportado no menos de cincuenta mil dólares hasta la fecha en derechos…Y eso sin contar otros treinta, como intérprete.

-¡Si yo he reorquestado hasta el himno americano!-exclamó Stravinski-y eso sí que me hubiese generado ingresos…Porque la orquestación original es que da pena…Pero al final se presentó la policía en mi casa, me dijeron que estaba prohibido hacer eso y hasta se llevaron la partitura. Kolia, trae otra botella.

Al final de la velada, resulta que sí tenían más cosas en común de las que creían. Sus esposas llamaron a sendos taxis y hubo que luchar para despegarlos entre sí, pues no cesaban de despedirse una y otra vez a la rusa, con besos en la boca.

-¡Eres un tío grande, Sergei Vasilievich!-repuso Stravinski-Y no sólo en sentido literal ¡Y yo que te tenía por un beato!

-¡Pues tú eres la mente más preclara del cosmos musical!-repuso el otro-tanto, que se te perdona esa lengua de víbora.

A Rachmaninov, debido a su envergadura, tuvieron que meterlo en el taxi entre Kolia y tres de sus camareros. La cara de Natalia era un poema, pero Vera de Bosset se encogió de hombros y le dijo:

-¿Pues qué querías hija? Mucha sofisticación y ser luminarias de nuestro tiempo y todo eso, pero por encima de filias y fobias, si rascas un poco al final no dejan de ser lo que son…¡Rusos!

El relato de Martín – Cosa de familia

Granados

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella – Transcripción: Vicente Rojas

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 13/02/2015

Contempló el ancho de la piscina, aguas de un falso azul zócalo, mansamente varadas en su parálisis química. Aguas sin sabor a salitre, sin reflejos escamados de vientre de pez, ni cicatrices de ahogados en su superficie. Pero al fin y al cabo capaces de deparar una muerte arrullada. Vio su silueta en las aguas, los brazos en jarras, los muslos tensos como cuerdas de violín, buscando con la mirada el reflejo de su propia sangre, pero no la veía.

-¿A qué espera?-le dijeron-adopte la posición o llegará el último.

Contrajo su cuerpo, los dedos de las manos cruzados como un filo caudal capaz de cortar en dos las aguas. Las abriría de cuajo y los sacaría de allí. Sonó un disparo. Se arrojó de cabeza y su cuerpo restalló en mil burbujas. Ya estaba dentro. Los buscó.

La detonación que escucharon en el barco hizo alarmarse de inmediato al pasaje. Habían disfrutado de una travesía tranquila desde Londres, donde hicieron escala imprevista, al haber perdido en Nueva York el barco que debía traerles de vuelta a España. Pero claro, ¿quién iba a decirle que no al presidente de los Estados Unidos? Wilson, el ahora adalid de la paz, le invitó a tocar para él música española. “Que hermoso es lo que usted hace-le había dicho- ¿por qué los hombres no emplean sus fuerzas y su talento para cosas así, en lugar de inventar mil nuevas maneras de matarse?”. Él se había encogido de hombros. No era algo a lo que pudiera tener respuesta. En el fondo se sentía algo culpable porque el mundo estuviera en guerra y él se encontrase en el mejor momento de su vida. “Es increíble-le había dicho a Amparo- ningún compositor español ha vivido lo que yo ahora”. Y pensaba que en el fondo no se lo merecía, que sus piezas para piano, sus cuadros cantados que constituían una pequeña ópera y un puñado de canciones, no valían para tanto. Las encontraba hermosas porque no eran sino su expresión de la música que pugnaba desde que tuviera uso de razón por aflorar de su interior. Pero ahora llegaban personalidades como Fritz Kreisler y Paderewski y le decían que era un nuevo Schumann o el Grieg español y él no acababa de creérselo.

-Son ustedes demasiado amables. Yo no merezco tanto-afirmaba. Hasta que Pau Casals le señaló el público que aplaudía extasiado a Goyescas y le preguntó si aquello era la respuesta lógica a la vulgaridad que él pensaba seriamente que había creado.

-Enric, paisano-le dijo en catalán, que era la lengua en la hablaban entre sí, lo que de alguna manera le hacía dudar de si realmente no se encontraría en la cama, en su casa de Barcelona, a punto de despertar, en lugar de en el Metropolitan Opera House- mira, lo han entendido. Son americanos, no saben una palabra de castellano, las jotas son tan raras para ellos como las montañas de la luna, y, en cambio, les han llegado al corazón. Disfruta de tu triunfo, pero no te ahogues, el éxito es una marejada bravía, y le puede engullir a uno al primer golpe de viento.

-Ja,ja-rió Enric-no te preocupes, que no sé nadar. No dejaré que me engulla.

Y salió a saludar. Los últimos días fueron muy especiales. Un artista hizo una mascarilla con su rostro. “Ahora me parezco un poco más a Beethoven” bromeó, y sus amigos músicos le entregaron una copa llena de monedas que sumaban cuatro mil dólares. “Cuanto pesa el éxito-exclamó esa noche, en la primera travesía del barco, al guardarlo en el cinturón que llevaba consigo durante los viajes para tal cometido. A Stravinski le había hecho gracia el detalle del cinturón cuando lo conoció en París. “Tenga usted cuidado-bromeó- como se corra la voz le van a partir por la mitad como a una alcancía para sacar lo que lleva dentro”.

-¿No éramos más felices cuando no teníamos que llevar tantas cosas encima?-le dijo a Amparo-Al fin y al cabo, la música la llevo conmigo en la cabeza y no me pesa nada.

-Mientras nos tengamos el uno al otro y a nuestros hijos, nada nos faltará- le dijo Amparo rodeándole con sus brazos.

Y ahora era Amparo la que le faltaba. Tras la detonación los pasajeros  creyeron que se trataba de una colisión con un iceberg, pero en el Canal de La Mancha no los había. Otros pensaron que era una mina alemana, pero él supo de inmediato que se trataba de un submarino. Aquellos engendros diabólicos, curiosamente inventados por un español, sembraban el terror en las costas británicas hundiendo todos los barcos que trataran de avituallar a la isla. Se habían producido algunos ataques a pesqueros y otras embarcaciones civiles. Pero nadie pensó que una nave de recreo, con pasajeros, como era el Sussex, fuese a correr una suerte así.

Granados buscó a su esposa desesperadamente por la cubierta inclinada, resbaló y se golpeó contra un bote a punto de caer por la borda. Un marinero lo cogió de los hombros y lo metió en él. Dejaron caer el bote, que rebotó contra las aguas, pero se mantuvo estable.

“Mi esposa, mi esposa” gemía. Los marineros le gritaban en inglés que se estuviera quieto. La vio entonces en medio de las olas, rodeada de maletas y cuerpos de otros pasajeros, agitando las manos.

“Enric, Enric”. Le recordó a aquella vez que se encontraron casualmente en la Barceloneta e iba acompañada de unas amigas. Como profesor suyo que era de piano le parecía poco apropiado tratarla fuera de las horas de clase y trató de hacer como que no la veía. Pero ella le llamó entre la multitud, agitando el brazo, con su boca contraída, como una gaviota carmesí, en una sonrisa cómplice. Y se acercó. Y aquella noche acabaron cogidos del brazo, él tarareándole al oído una serenata pícara de su invención. Y ahora Amparo se debatía, devorada por la espuma herida del mar. Era buena nadadora, y siempre se burlaba de él en ese sentido. “Mucho componer, pero no sabes ni chapotear como un perro. Estos genios…”. Se soltó de los brazos de los marineros y se arrojó a por ella. Milagrosamente, pudo bracear hasta asirla por la cintura.

“Amparo” le dijo. Acaso hubieran podido mantenerse a flote un poco más, pero el peso del éxito, los cuatro mil dólares que llevaba en el cinturón de viaje lo arrastraron. Ella aún tuvo tiempo de susurrarle mientras se hundían abrazados:

“T’estimo molt”.

No quedó rastro de ellos, ni tumba a la que llorar. Enrique hijo braceó dentro de la piscina. Tras lo sucedido había decidido aprender a nadar, quien sabe si no lo necesitaría en el futuro. Y puso tanta tenacidad en ello que llegó a ser campeón nacional. Y cada vez que se sumergía en el fondo de la piscina los buscaba desesperados, bailando un vals lento, al son del arrullo de las anémonas. Pero nunca los encontraba.

-¿Cómo nada tan rápido este chico?-se preguntaban sus entrenadores-¿de dónde saca la fuerza con tan poca cosa de cuerpo?

-Es cosa de familia-decía él al salir de piscina. Y las gotas de agua disimulaban maravillosamente las lágrimas que vertía en cada zambullida por sus padres, Amparo Gal y Enrique Granados.

El relato de Martín – ¿Aquí se cena o no se cena?

liszt

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 09/02/2015

La por entonces aún nueva Sala Pleyel se dispuso a acoger a quien ya se empezaba a conocer como el Paganini del piano. Consciente de las posibilidades del muchacho, Camille Pleyel quiso contar con él en una serie de recitales que fueran la sensación de París. Sin embargo, ya la primera noche el propio empresario fue consciente de su precipitación. Sólo había diez personas en la sala y uno era él mismo. El joven, sentando frente al lujoso piano calentaba sus dedos en el piano, a la espera de que el público acabase de entrar de una vez. Finalmente, uno de los acomodadores meneó la cabeza, constatando que no se habían vendido más entradas.

-¡Maldición!-rugió Pleyel-¿Pero cómo es posible? ¿Dónde está esa masa que suspira por los músicos rebeldes? ¡Esto es cosa del diablo!

-No anda usted muy desencaminado-le dijo el acomodador-más bien de “Fra Diabolo”.

-¿Cómo?

-Sí, la nueva ópera de Auber. “Fra Diabolo o la hostería de Terrasini”. La estrenan a esta misma hora en la Ópera Cómica. Todo París está allí- el acomodador atemperó su entusiasmo, para no provocar la irritación de Pleyel-quizás no era la fecha más adecuada para que este señor diera su recital.

Pleyel se rascó la frente, taciturno, luego se sacó el reloj del bolsillo y lo miró.

-¡Se estrenaba hoy!¡Valiente patán estoy hecho, que ni me di cuenta!-luego miró al escenario-Liszt…¿Te importa empezar? Estos señores han pagado por escucharte…En cuanto a mí-Pleyel se levantó- creo que si tomo un carruaje llegaré al segundo acto.

-¿Segundo acto?-inquirió sorprendido el pianista desde el escenario.

-Sí, a la cosa esa, como se llame…

-“Fra Diabolo o la hostería de Terrasini”, de Auber-puntualizó el acomodador.

-Pues eso-Pleyel se embutió en su abrigo- si todo París está allí, está claro que no puedo faltar. Suerte.

Y el empresario se marchó. Liszt suspiró. Luego se pasó la mano por su mata de cabellos, que le caía salvajemente sobre los hombros y empezó a tocar. Fueron dos horas de temperamento, rabia, pasión, desesperación, delirio y gloria. Cuando acabó, sus nueve espectadores aplaudían con la misma intensidad que lo hubiese hecho el auditorio completo de la Ópera Cómica. Liszt se inclinó y recibió estoicamente los aplausos. Luego les preguntó la hora que era. Meditó.

-Yo iba a irme a cenar, porque la verdad es que tengo un hambre de lobo. ¡Qué diablos! ¿Por qué no me acompañan?

Y se los llevó consigo al Café Procope. Y allá donde se reunieron en tiempos los enciclopedistas y después el Club de los Cordeliers, departió alegremente aquel revolucionario musical con sus contados entusiastas. La cuenta corrió de su bolsillo.

Al día siguiente la noticia de que el Paganini del piano había invitado a cenar a todo el público asistente a su recital se extendió como la pólvora, aunque Liszt, que se levantó tarde, no se enteró hasta el mediodía. Fue Pleyel quien le despertó, aporreando la puerta de su casa.

-¿Todavía entre las sábanas?¡Despierta, truhán, que traigo buenas noticias!

Él ya daba por cancelada la segunda actuación, ante el fracaso del estreno, pero el empresario le comunicó que todas las entradas se habían vendido esa misma mañana.

-Y todavía me siguen viniendo a docenas preguntando dónde pueden conseguir una. Confieso que anoche te daba por acabado, pero mira…¡Qué vueltas da la vida!

El músico sonrió. No hubiera esperado un giro así de los acontecimientos, aunque de alguna manera intuyese qué podía haberlos puesto a su favor de aquella manera.

Llegó a la sala esa tarde y tuvo que insistirles a los porteros que era el intérprete, pues no eran pocos los que, deseosos de verle, trataban de colarse. Liszt se tomó todo su tiempo para sentarse frente al piano, calentar, hacer crujir sus nudillos y buscar la inspiración entre la mata de mechones que coronaba sus sienes con la presteza de un general romano. Dejó que sus manos se hicieran de la misma sustancia que el marfil del teclado y la música brotó de su ser igual que un manantial al deshielo de la primavera. Los presentes estaban exultantes. Hubo hasta quien sangró de las manos de los aplausos. Y sin embargo, el joven intuía que el milagro se había obrado sólo en parte. Lo ovacionaron hasta arrancarle media docena de piezas fuera de programa. Pero a la sexta, porción en suma del número de la bestia, se levantó decidido y colocó la tapa sobre el teclado con manifiesta intención de retirarse de forma definitiva del escenario. Los aplausos se disiparon, dando paso a un silencio estupefacto. ¿De veras iba a irse? Alguien del público le gritó entonces lo que todos ardían en deseo de manifestar:

-¡Maestro!¿Y qué pasa con la cena?

Liszt se rascó la cabeza y sonrió.

-La cena…

-¡Sí!¿Es que no nos la hemos ganado nosotros también?

La respuesta ya la tenía estudiada a conciencia:

-Queridos señores. Habida cuenta de que ya saciaron ustedes sus ansias más terrenas ayer en “La hostería de Terrasini”, y que por tanto venían a este recital con esa necesidad ya cubierta, yo les he procurado lo que más ansiaban ahora, esto es, alimento espiritual. Dense por satisfechos con él, que no lo hallarán tan contundente como el ahora aquí degustado.

Estupor. Otra voz:

-Pero entonces, ¿aquí se cena o no se cena?

-Se cena-replicó el intérprete- cada uno en su casa, lo que haya dispuesto para él el Señor.

La respuesta fue un rugido indignado de la turba.

-¡Aporreador de pianos!¡Musicucho de pacotilla!-le gritaron al par que arrojaban los cojines de los asientos sobre el escenario.

Liszt, que ya había previsto esto, se escabulló hasta la puerta trasera del teatro, donde ya tenía esperándole un carruaje dispuesto a salir al galope. Por poco no escapó del linchamiento. Y una vez se hubo sentido lejos de sus perseguidores, dio ruidosamente rienda suelta a la risa que llevaba pugnando por estallarle en los pulmones desde el comienzo del recital. Afuera, en el pescante, el cochero empuñó con precaución su látigo, temiendo haber cometido el error de haber dejado subir a su coche a un loco peligroso.

El relato de Martín – Dvorak en Nueva York

dvorak

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 10/02/2015

La señora Jeannette Thurber pidió al crítico artístico James Huneker un favor un tanto delicado. Que se hiciera cargo unos cuantos días de un ilustre compositor europeo que acababa de llegar a Nueva York para dirigir el Conservatorio Nacional.

-¿Está hablando de Dvorak?-exclamó con emoción Huneker. Miss Thurber le explicó que no hablaba una palabra de inglés y que como su familia no había venido aún de Europa, era lógico que se sintiera sólo y agradeciera algo de compañía. Y al recordar que Huneker chapurreaba algo de alemán y era un hombre de inquietudes artísticas supuso que tendría a bien quedar con él. Éste aceptó sin dudar, pues ardía en deseos de poder tener frente a sí al autor de obras como las Danzas eslavas o la maravillosa Sinfonía en Sol mayor. La mañana que quedó con el maestro se quedó impresionado por su rostro mitad de mapache, mitad de bull dog, que le escrutaba con aquellos ojillos rasgados con lo que parecía cierta fiereza. Sus facciones daban la impresión de estar talladas en madera, tal era su angulosa geometría. En verdad sí que era un tótem.

-Encantado de conocerle-dijo con una vocecilla inofensiva. La verdad es que su fuerte acento checo dificultaba un tanto la comprensión de su alemán. Dvorak, que se reveló como un ferviente católico, le pidió que le acompañase hasta una iglesia bohemia, en la que quería escuchar misa. Huneker así lo hizo y le aguardó fuera, un tanto descorazonado, pues deseaba hablar de música con su ídolo y éste no parecía ciertamente muy hablador.

A la salida Dvorak debía de haber aliviado un tanto su alma, ya que se mostraba más relajado. Pero para sorpresa de su cicerone, no estaba demasiado interesado en hablar de música. Le desveló que su verdadera afición eran las palomas. Probablemente construyera un palomar en la azotea del Conservatorio. ¿Sabía por ventura él si Miss Thurber le pondría algún inconveniente?

-No tengo la más mínima idea-repuso Huneker. Tras media hora de estéril paseo y un interminable monólogo de su acompañante sobre tórtolas, plumones y nidadas le propuso entrar a un pub. Acaso fuera una descortesía para con alguien importante, pero necesitaba un trago para despejarse. Pidió un cóctel de güisqui y preguntó a Dvorak si no le apetecía un té o algo así.

-No, no-le dijo-tomaré lo mismo que usted.

Les pusieron dos copas. Huneker iba a advertirle que era una bebida un tanto fuerte a la que es probable que él no estuviera acostumbrado, pero antes de que pudiera siquiera acabar de prevenirle el compositor ya había dado buena cuenta de la suya.

-Qué descortés soy-repuso Dvorak al ver su expresión-tendría que haber brindado con usted. Pídame otra, por favor.

Se la sirvieron. Brindaron. “Por la ciudad de Nueva York”, propuso el ilustre personaje. Y una vez hubieron acabado, hizo ademán de que salieran a la calle.

-No estaba mal ese coctel. Nosotros tomamos Becherovka, muy digestivo también. Entremos ahí.

Y le señaló el pub adyacente. En realidad se encontraban en el cinturón del centro exacto de Nueva York, donde se aglutinaban la mayor parte de establecimientos en los que se servía alcohol.

-¿Está usted seguro?-le preguntó su ya temeroso anfitrión.

-¿Cómo?¿De qué tengo que estarlo?¿Es que no es usted un hombre?-le dijo. Y una risita incitante surcó como un remolino la espesura castaña de su barba. Huneker entró. Era un hombre sí…Pero y a pesar de no haber querido entrar a la iglesia -pues no era católico- bastante temeroso de Dios. Dvorak pidió dos cócteles de güisqui. ¡Para cada uno!

-Ya hemos brindado por Nueva York-explicó-ahora toca hacerlo por mi país, por la gloriosa nación checa. Na zdravi!

Entrechocaron los vidrios. En la docena de pubs siguientes que visitaron Dvorak brindó por Nelahozeves, su localidad natal; por su benefactor y amigo Johannes Brahms; por la vieja Praga; por su mujer e hijos, por los patriotas checos, por Piotr Illich Tchaikovski y por la fraternidad eslava. E igualmente maldijo a los Habsburgo Lorena, al Imperio Austro-Húngaro y a su editor Simrock, que además de ser un cicatero, insistía en escribirle el nombre en alemán en las portadas de sus obras: Anton.

-¡Y yo me llamo Antonin, malditos sean todos los demonios del infierno!-exclamó golpeando con su copa el mostrador de uno de los pubs con tal saña que el contenido de la copa fue a parar al abrigo de Huneker, que, del susto, dejó caer la suya.

-Mil perdones-pidió Dvorak-espere, que le pediré otra.

A esas alturas, James Huneker ya no sentía las piernas y creía que era la ciencia infusa la que le sostenía en pie. Sus ojos apenas le permitían distinguir más que una amalgama opaca de formas, entre las que destacaba obscenamente ensortijada la barba de aquel eslavo del Averno. Porque el señor Dvorak apenas daba muestras de verse afectado por todo aquel trasiego de agua de fuego. Más al contrario, cuanto más bebía, más lúcido lo encontraba, menos tímido y más bravío. De hecho, ya no es que le entendiera mejor el alemán, sino que hasta se había arrancado a hablar inglés ¡con acento de Queens!

Salieron del último pub de la calle. Dvorak lo sujetó por el brazo.

-¿Se encuentra usted mal? Pues no se preocupe, que conozco un buen remedio.

-¿Cuál?

-Cuando bebemos mucha cerveza en Praga, luego nos tomamos el Slivovitch, que ayuda a asentarla. Quema como un manojo de ortigas en la garganta, pero luego uno se siente como si hubiese vuelto a nacer. Espere, que aquí en la calle Houston hay un restaurante que regenta un bohemio. Allí tendrán Slivovitch.

Una vez en el citado local, Huneker pidió ir al baño de forma urgente. Apenas se hubo soltado del brazo de Dvorak, buscó la puerta trasera y escapó como pudo. Aquel ser lo arrastraba a una perdición irremisible a menos que él pusiera remedio. Lo hizo. Paró un carruaje y le pidió que le llevara a su casa.

-¡Oiga!-le abroncó el chofer durante el trayecto-¡Eso lo va a limpiar usted, eh!

A partir de ese día, Huneker no volvió a probar una sola gota de alcohol. Unos meses después, asistió al Carnegie Hall en compañía de una amiga cuando se encontró de frente en el vestíbulo con aquella figura grotesca, de cejas puntiagudas y ojos oblicuos de serpiente. Era Dvorak, que dio muestras de reconocerle al instante. Huneker cogió el brazo de su amiga y la instó a que se marchasen inmediatamente de allí.

-¿Pero qué pasa?-inquirió-¿quién es ese?

-¡El demonio, querida!¡El mismísimo Satanás en persona!