El cuento de Edu :: El dragón y el hombre gruñón

EL DRAGÓN Y EL HOMBRE GRUÑÓN

Érase una vez… eeeh… hace mucho mucho tiempo… mmm… en un lejano país… y ¡uf! Bien… bueno… es que resulta que esto es un cuento. Es que contar un cuento no es tan fácil. Hay días que no se me ocurre nada y… vamos a ver… ¡Ah, ya!

Ésta es la historia de un dragón… pero no era como los dragones que conocéis.

Todo empezó en una lejana montaña en la que había un nido con cinco huevos de dragón. Cuatro eran grandes, brillantes como si fueran de plata… o mejor, como acero muy brillante. El quinto… el quinto era pequeñito y gris como un pedrusco pequeñito y gris. Papá dragón y mamá dragona ni siquiera se habían fijado en él confundiéndolo con un pedrusco pequeñito y gris.

Un mañana los huevos grandes y brillantes se abrieron soltando humo y vapor. Como una cazuela al fuego, ya me entendéis. Cuatro hermosos dragoncitos salieron de ellos bostezando. Estiraron colas y patas cubiertas de escamas brillantes como el acero y aletearon con alas finas como la seda. Y sí que eran hermosos. Si cogierais uno en brazos (suponiendo que fuerais valientes como el más valiente de los caballeros) no aguantaríais el peso ni medio minuto. Papá dragón y mamá dragona estaban felices. Les lanzaron chorros de fuego, que era su forma de dar besos y les empujaron fuera del nido, que era su forma de decir: “Ya está bien, niños, a volar fuera de casa”. Aquí muchos padres pensarán: “¡Ojalá fuera tan fácil!”.

Los seis dragones se alejaron volando muy contentos dejando atrás un montón de cáscaras vacías… y un huevo pequeñito y gris.

El huevo se movió, tembló y se abrió con un diminuto ¡pluf! El dragón que salió de él era tan pequeñito que si lo cogierais en las manos os sobrarían dedos por los dos lados. Y lo cogeríais seguro porque era tan mono como esos cachorritos que cuando la gente los ve pone una sonrisa tonta y dice: “¡Oooh!”

Aunque no deberíais coger dragones con las manos, eso lo sabe todo el mundo. Y menos todavía nuestro dragón que si bostezaba, echaba fuego; estornudaba y echaba fuego. Se le escapaba el fuego como a los niños pequeños el pis. Pero claro, a un dragón no se le puede poner un pañal en la cabeza porque lo quemaría y… ya, ya, lo sé. Ya me estoy despistando. Volvamos al cuento.

El dragón pequeñito (tan pequeñito que le podríamos llamar draguín en vez de dragón) se asomó por el borde del nido y miró para abajo. Desde lo alto de la montaña se podían ver ríos, campos, árboles.

El dragón abrió unas alas pequeñas como las de un gorrión, aleteó y despegó dándose un susto enorme. Nadie le había avisado que si movía las alas saldría volando. Así que dejó de aletear y se cayó dentro del nido dándose un porrazo. Movió la cabeza confundido y pensó que las cosas eran difíciles para un dragón que estaba solo. Como nuestro dragón era pequeño pero valiente, cogió aire, abrió las alas y salió volando como un cohete… como un cohete manejado por un astronauta que no supiera volar.

Bajaba cuando quería subir, se iba para la derecha cuando parecía que iba a la izquierda… es decir que no sabía por donde iba… como un político, que dirían los mayores.

Consiguió esquivar un árbol, no se dio de milagro contra una piedra muy gorda y por un pelín no terminó en la boca de una vaca que estaba bostezando.

Voló y revoloteó de acá para allá. Vio hombres y animales. Vio ríos y lagos. Pero no vio ningún dragón. No sabía que los dragones se escondían de los hombres. Seguro que pocos de vosotros habéis visto un dragón.

Al final, por casualidad, acertó a entrar por una ventana, chocó con la pared y aterrizó dando botes en una mesa. Tropezó con un frasco lleno de líquido negro que se volcó. Todavía mareado, se levantó mojándose en el líquido que sí, era tinta. La mesa estaba llena de papeles llenos de rayas. Tambaleándose, intentó andar dejando un montón de huellas pequeñitas en los papeles. El dragón miró los papeles. ¡Vaya, aquello era divertido! ¿Podría andar por aquellas rayas sin caerse?

Se mojó más en la tinta y jugó a hacer equilibrios. ¡Ahora a la pata coja! ¡Más difícil, con las manos!

¡Andá, si se mojaba las manos podía dejar filas de gotitas! Jugó a ver si acertaba con las gotas en las rayas.

Al final todos los papeles estaban llenos de puntos, huellas y extraños dibujitos. Quedaba bonito.

Y en aquel momento ocurrieron dos cosas. Que se oyó un ruido y que el dragón se dio cuenta de que, a lo peor, aquello que estaba haciendo no estaba demasiado bien. Así que por si las moscas, salió volando y se escondió detrás de un montón de papeles que había encima de un mueble.

Y entonces entró el hombre. Tenía cara de enfadado y los pelos revueltos. Daba miedo.  El hombre cogió los papeles con los que había jugado el dragón y, sin fijarse en ellos, se acercó a un piano. El dragón no sabía que aquella cosa negra enorme era un piano pero se iba a enterar enseguida. Desde su escondite vio como el hombre abrió la tapa, colocó los papeles y sin pensárselo dos veces empezó a tocar.

Sí, lo habéis adivinado aquellos papeles con rayas y dibujitos eran partituras. Los que utilizan los músicos para escribir música. Y el hombre tocaba aquello como si estuviera distraído. De pronto miró los papeles fijamente sin dejar de tocar. Su cara parecía más enfadada que nunca. Cogió otro papel y volvió a tocar.

Y después otro más.

Miraba el papel después miraba las teclas como si alguien se las hubiera cambiado y entonces soltó un grito.

-¡Esta no es mi música! ¿Qué es esto? ¿Quién?

Y en ese momento algo de polvo debió entrar en la nariz del dragón porque le dieron unas ganas horribles de estornudar. Y estornudó y ¡una llamarada salió de su boca y quemó los papeles tras los que se escondía!

 

El hombre vio aquello, se levantó de golpe y corrió hacia el incendio. El pobre dragón no sabía qué hacer para ayudar. Sopló y sopló y nuevas llamaradas salieron de su boca.

-¡Mi música, mi música! -gritaba el hombre agarrando los papeles y tirándolos al suelo.

Los pisoteó para apagarlos pero era tarde. Un montón de trocitos negros de partituras era todo lo que quedaba.

El hombre se volvió al dragón.

-¡Tú, tú has hecho esto! ¿Qué será de mi concierto? ¡Dos días tengo para…!

El dragón se asustó tanto que huyó por la ventana y se sentó muy triste en el tejado de la casa. Él no sabía, no había querido…

Y entonces… y entonces el dragón oyó el piano. Muy enfadado no debía seguir aquel hombre si tocaba aquello. Así que se asomó a la ventana y lo vio tocando. No parecía muy contento pero tampoco más enfadado. El hombre vio al dragón en la ventana.

-¡Tú, ven aquí! ¡Vamos!

El dragón fue a posarse en la esquina del piano.

-¿Tú has hecho eso? -el animal bajó la cabeza avergonzado-. No está… mal. He pensado seguir así. Escucha…

En fin, que el dragón escuchó con atención moviendo la cola.

-Si vas a ayudarme, por lo menos deberías saber mi nombre: Ludwig van Beethoven ¿y tú?

El dragón se encogió de hombros.

-Ya -murmuró Beethoven-. Creo que te llamaré Coriolano. Sí. ¡Ah! Coriolano, por favor, nunca, nunca te acerques a las partituras.

Y así fue cómo Beethoven y el dragón Coriolano se hicieron amigos y compusieron la música más bonita que se haya compuesto nunca.

¿Qué os parece muy raro? No me extraña… porque esto es un cuento.

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