El relato de Martín – El relato de un loco

berlioz

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 30/01/2015

El policía, ante tanta agitación determinó arrinconarle bayoneta en mano contra una pared del puesto de guardia. El extraño personaje jadeaba sin parar, exudando un torrente de sudor que destilaba gota a gota la punta de su enorme nariz. Pidió permiso para quitarse el pañuelo de la cabeza. El policía encontró en su poder dos pistolas y un frasco con un líquido ambarino que, a todas luces, parecía ser algo más que un potente narcótico. El tipo, pues no era sino un hombre ridículamente travestido de vieja, trastabillaba al hablar de tal manera que su relato sonaba al oído más increíble si cabe de lo que ya era de por sí:

-“Tenéis que entenderlo-decía el hombre. No tendría todavía treinta años-yo la amaba…y la amo aún. Sólo le pedía un tiempo. Un año, a lo sumo dos, para labrarme un nombre y una fortuna. Camille es su nombre, tan apropiado para un ángel como para un demonio.

Su familia ha estado siempre en mi contra. Comenzando por ese esperpento de su madre, Madame Moke. Pero Camille, que se enamoró de mí por mi talento…Y también por mi apostura…no penséis que voy por ahí siempre con este aspecto de mamarracho…La conocí en el Instituto Ortopédico, por mediación de mi amigo Ferdinand Hiller, quien ya antes había estado perdidamente enamorado de ella. ¿Pero sabéis que al ver mi pasión decidió renunciar a la suya? “No he visto, me decía, ni aún en Ariosto hablando de Angélica, un amor tan demencial como el que ha despertado en ti esta coqueta? Te cedo el relevo de todo el sufrimiento y las noches en vela que me ha hecho pasar”. ¡Y yo lo acepté! No me importaba, porque Hiller, aunque buen pianista, no es sino un compositor mediano, y yo era capaz de brindarle a ella un universo como el que Miguel Ángel hizo brotar del dedo divino en la Capilla Sixtina. ¿Sabéis que hasta un crítico alemán escribió de mí lo siguiente: “Dentro de ese francés hay metido todo un Beethoven”? Pienso que fue eso y no mi victoria en el Premio de Roma lo que motivó que la maldita vieja cediera y me permitiese prometerme con Camille. Ya para entonces la había convertido en la fuente inagotable de la que manaban mis mejores creaciones. La imaginé bajo la piel de Ariel y Ofelia e incluso le hice creer que era ella el objeto inspirador de mi sinfonía…Pero la verdad es que la escribí pensando en otra. Pero daba igual, una flecha saca a otra. Y la saeta de Camille me había penetrado de forma que sólo la muerte podría desprenderme de ella.

Y después de ganar el Premio me vine a Italia e intercambiamos tiernas cartas, pensando en que a mi regreso nos casaríamos. Pero en esto, con la llegada del invierno las cartas comenzaron a escasear tanto como los rayos del sol. Y me escribe Hiller advirtiéndome de que algo se trama contra mí en la distancia. Y luego llega la fatal carta, traición. De la madre de Camille diciéndome que, sintiéndolo mucho, mi prosperidad no parece sino la quimera de un fumador de opio, y que por el bien de la niña y de su nombre han decidido casarla con Pleyel, ¡el fabricante de pianos!

Y yo que recibo esto en Villa Medicis, donde nos alojan a los ganadores del Premio de Roma, entro en cólera y observo que el piano en el que compongo no es sino un Pleyel. Cojo lo primero que tengo a mano, un candelabro, y destrozo el maldito piano, con lo que me expulsan de la Villa y tengo que irme a dormir bajo un puente…Pero no me importa, porque cuento el dinero que tengo y, por un milagro, suma exactamente lo que me costará ir a una botica y comprar un frasco de veneno, y luego dos pistolas en una armería y finalmente un uniforme de criada y un billete en carruaje hasta París. Mi idea no es otra que penetrar en la casa de la infamia, así, disfrazado de criada, y sorprenderles a la hora del té, hablando de los preparativos de sus negros esponsales. Y me digo “si lo he hecho en una sinfonía, que es una creación sólo reservada a genios de la altura del mío, más fácil ha de ser llevarlo a cabo en la vida real, donde los asesinos son con frecuencia mequetrefes y zoquetes consumados”. Pienso “entraré en el salón tras haber maniatado en la cocina a la auténtica criada. Les llevaré el té, pero al verles, Camille sentada con el gato en el regazo, cogidas sus manos de ébano de las frecuentemente abultadas de billetes de Pleyel, y a la asquerosa bruja a su lado, haciendo un bordado, tiraré la bandeja al suelo. Sacaré las dos pistolas a la vez y dispararé sobre la alcahueta y el usurpador…Y luego ingeriré el veneno ante los horrorizados ojos de mi amada…Y así, quedará justamente castigada, ante la visión de nuestros tres cuerpos”.

El plan era perfecto y con ánimo de llevarlo a cabo, salí de Roma en carruaje. Pero con la emoción de los preparativos olvidé el uniforme de criada. Dado que ya no tenía ni un céntimo más, aproveché la parada del coche en Pietra Santa donde tuve que robar estos andrajos de un tendedero. Me quedan ridículamente pequeños y llamo demasiado la atención, como habréis visto. Pero sigo camino hacia aquí y llegando a Niza, experimento en La Corniche la llamada del mar rugiendo contra los escollos vecinos. Y entonces siento resonar dentro de mí la llamada del arte por encima de la del amor. Y comprendo que el plan es ridículo y pienso en escribir urgentemente a Vernet, el director de la Academia de Roma, para pedirle que no me expulsen, prometiendo pagarle el destrozo del piano a mi regreso. Y en esto habéis parado el coche y me habéis sacado de aquí. Y bien, ésta es mi historia. Si alguna vez habéis sido hombre enamorado, comprenderéis lo que es pasar por esto y confío en que…bueno, me dejéis libre para regresar cuanto antes a Roma”.

No había ni concluido el relato el atormentado joven, cuando el capitán de la policía se les acercó.

-Y bien Pierre-preguntó al gendarme-¿qué has sacado en claro?

-Al verle así, vestido de espantajo, pensaba era un espía-dijo el soldado bajando la bayoneta-pero después de lo que me acaba de contar, no me queda ninguna duda de que es un loco. Habrá que llevarlo a un manicomio.

Una idea genial relampagueó en la mirada del compositor.

-¡Tenéis razón! y señaló al horizonte-¡Mirad al cielo, y decidme qué grande ha de ser mi locura, que estoy viendo un burro con alas!

A pesar de lo ridículo de la visión propuesta, el capitán y el policía se volvieron el tiempo suficiente como para que Hector Berlioz se escurriera hábilmente y se montase en un penco que, oh milagro, aguardaba sin atar a su jinete, en la puerta del puesto de guardia. Lo espoleó y salió al galope de allí, ignorando los gritos y las amenazas de pegarle un tiro.

-¡Libertad!-musitó acariciando la crin de su rijosa montura que acaso sí tuviera alas, pero en las patas, a juzgar por su veloz galope-¡Qué extrañas formas adoptas a veces!

 

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