El relato de Martín – Un encuentro en el campo

chaikovski

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 11/11/2014

Como caída del cielo, con alas de tafetán negro, había surgido ella en el momento en el que más la necesitase. “Escriba usted sus maravillosas obras y no se preocupe por el resto, que eso será cosa mía” le escribió. A partir de ese momento, su posición quedó asegurada. Cada año podía dedicarse a componer la música que le dictaba el corazón, sin ninguna cortapisa. Y todo gracias a ella. Sólo le impuso una condición. Bajo ningún concepto debían verse jamás. Aunque lo encontró extraño, aceptó, si bien no hubiera tenido nada que temer de él.

Y así, al no mediar la mirada del día entre ambos, pudieron desnudarse mutuamente a través de sus cartas. Y ella le habló de los terribles estragos de su matrimonio y de su resistencia a volver a someterse a hombre alguno. Él también le habló entonces de lo desgraciado que fuera tras su boda, de su intento de suicidio, y de cómo su madre, que tan pronto se marchase, le cantaba “El ruiseñor” cuando lo acunaba las noches de invierno.

En ocasiones la palabra “dinero” enturbiaba la elegante caligrafía de él, pero ella blanqueaba el borrón con una nueva confidencia y una letra de cambio. También solía invitarles los veranos a su finca de Simaki, para que disfrutase allí de la calma que la ciudad no le brindaba, y pudiera escribir alguna sinfonía nueva. Dado que en ocasiones ella también se encontraba en la residencia, la consigna era la siguiente: ocuparía un ala de la mansión en la que ella no pondría jamás el pie, y saldrían a pasear a horas distintas para no cruzarse. Por otro lado, los criados estarían a su completa disposición.

Piotr Illich encontraba aquello divertido, como si fuese el huésped de la Bestia en el cuento de “La bella y la Bestia”. Si bien los retratos que encontró de ella con su familia en las paredes la mostraban como una mujer enjuta y de mirada penetrante, todavía con algunos vestigios de su belleza anterior desperdigados a modo de lentejuelas por su rostro y talle.

Una tarde se encontraron en un caminito que daba al bosque contiguo a la mansión. Debió ser ella quien se despistó y se retrasó, porque él era impecablemente puntual. Al verla, Piotr Illich, sintió que el alma se le escapaba por los quicios de la mirada. ¿Qué debía hacer? ¿Pararse y hacerle una reverencia?¿Acaso besarle la mano? La sociedad en la que vivía lo había convertido en un maestro de la compostura, aunque el alma le ardiera como estopa. En su lugar echó mano al sombrero y se lo levantó de la cabeza unos instantes, para volver a ponérselo. Ella, rígida como en sus fotografías, asintió de forma casi imperceptible. La distancia entre ellos era aproximadamente la del piano que habían instalado en las habitaciones de él. No salió ninguna palabra de sus bocas y ambos continuaron su camino sin echar la vista atrás.

“Lamento haber sido brusco” escribió él en la nota que le hizo llegar esa noche.

“De brusco nada” replicó Madame von Meck “Le agradezco que no haya hablado. Eso hubiese acabado con la voz que usted tiene para mí en las cartas”.

Él pensó lo mismo. La ventaja de estar tan cerca, a la vez que tan lejos, era que los criados traían los mensajes en apenas unos minutos. Lamentándolo mucho, prosiguió ella, se ausentaría para que no volviera a repetirse aquel episodio. Al menos, así él podría moverse ya a sus anchas por la finca, sin restricción alguna. Piotr Illich estuvo de acuerdo, pero añadió una postdata. Ahora que se habían visto, ¿por qué no reforzar ese vínculo?

¿A qué se refería? Quiso saber la mujer.

Era curioso, pensó el músico. La única mujer del mundo de la que más cerca se había sentido, después de su madre, era aquella que en realidad siempre estuvo más lejos. La única a la que quizás hubiera podido amar, la que no le exigía otra cosa sino que fuera él mismo, transmutado en papel, tinta y lacre. Ardiente pasión templada por el viento que iba de San Petersburgo a Moscú, de París a Florencia, del todo a la nada.

Piotr Illich le habló de su sobrina Anna, pizpireta e inteligente y en edad casadera. ¿Por qué no la prometían con el hijo de ella, Nikolai? Así estarían unidos de alguna manera, a través de su sangre, fluyendo por las venas de otros. Y quizás así hubiese una línea sucesoria Tchaikovski-von Meck.

“¿Pero y la boda?” replicó ella. Eso implicaba encontrarse en los festejos. Volver a verse, levantar el sombrero, bajar la sombrilla. ¿Y qué más?

“Hay bodas que duran dos días” escribió él. “La madrina puede ir al banquete del primero. Al compositor le bastará con el café de la despedida”.

La Señora Von Meck replicó entonces en su último mensaje antes de abandonar Simaki que le parecía una maravillosa idea.

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