Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 26/02/2015
Siempre se habían evitado y ello, pese a tener tantas cosas en común. Ambos eran rusos. Llevaban muchos años exiliados de su patria y fascinaban al público norteamericano. Pero ya desde su formación acusaban marcadas diferencias. Sergei Vasilievich se consideraba el sucesor natural de Tchaikovski, mientras que Igor Fiodorovich era de la cantera de Rimski-Korsakov. Y los dos maestros ya habían mantenido en su día ásperas diferencias. Ahora, a través de los pupilos, dichas diferencias habían alcanzado el mayor grado posible de exacerbación. Sergei Vasilievich era considerado por muchos, él entre ellos, un rancio, que no se había dado cuenta de que hacía tiempo que estaban en otro siglo. Su lenguaje romanticoide le parecía detestable, su virtuosismo, mera pirotecnia exhibicionista, ni tampoco le gustaba la pátina pseudorreligiosa de la que le parecía que pretendía imbuir a su obra. También Sergei Vasilievich tenía su peculiar opinión de Igor Fiodorovich. Encontraba su supuesta modernidad muy forzada en ocasiones, y aunque no desdeñaba sus logros, le parecía que creía haber inventado la rueda por futesas como haber reorquestado a Pergolesi o retornar a las plantillas orquestales del siglo XVIII. Además, detestaba las lindezas que sabía que salían de su boca, tales como que Vivaldi escribió el mismo concierto quinientas veces, que Verdi era sólo “la la lá”, que Wagner era una “charanga sofisticada” o, incluso, que Beethoven era basura. Además, también estaba al tanto de lo que decía de él, entre otras cosas, que le refería con el calificativo de “paquebote de dos metros de alto” o “el dedos”.
En fin, que el encontrarse cara a cara era algo que habían evitado durante mucho tiempo allá en el exilio americano, pero era natural que, frecuentando los mismos ambientes, acabaran por encontrarse. Esto tuvo lugar en un restaurante de Los Ángeles que regentaba otro ruso. Rachmaninov y su esposa Natalia se encontraban ya cenando en él cuando Stravinski entró con su segunda mujer, Vera de Bosset. Kolia, el dueño del restaurante, se dio cuenta de lo incómodo de la situación, pero trató de quitarle hierro, pregonando:
-¡Qué maravillosa coincidencia!¡Los dos compositores más grandes del mundo, aquí en mi restaurante!
Sergei Vasilievich palideció, pero educado como era, les invitó a compartir su mesa. Stravinski se acercó y le dio la mano. La tenía fría. Aún de pie era más bajito que Rachmaninov sentado. Al principio, no sabían de qué hablar. Sus estéticas musicales eran muy distintas, estaban al tanto de la negativa impresión que generaba el uno en el otro y la Rusia que habían conocido quedaba ya muy lejos como para evocarla.
-He oído que Schoenberg anda por aquí-le dijo Rachmaninov, por sacar un tema.
-¿Quién es ese Schoenberg? No he oído hablar de él-repuso con causticidad su colega.
-¿Le apetece vino?-propuso Rachmaninov.
-Pero usted está bebiendo agua…-observó Stravinski.
-Es que yo soy abstemio…
-¡Bah, tonterías! ¿Cree que eso le hace mejor tipo? Hitler también lo es, y mire. Yo tomaré un whisky-pidió a Kolia, y luego realizó su chiste favorito: Strawhisky.
Cuando trajeron la botella, sirvió también en la copa de su colega y su esposa. Éste la miró con estupor. Pero, acaso por no ser maleducado, se la llevó a los labios. En realidad su aversión al alcohol se debía al estrepitoso fracaso de su primera sinfonía, que Rachmaninov dirigiera borracho. Pero no le apetecía hablar con Stravinski de eso. Probaron más temas. Conocidos comunes. ¿Prokofiev? Ambos lo tenían por imbécil. No sacaron más de ese tema. ¿Toscanini? Un engreído. Como les bastaba apenas un epíteto para describir a sus mutuos conocidos, apenas les duró cada posible tema un par de frases. En esto, Rachmaninov, paladeando lentamente el whisky, se lamentó de haber tenido que empezar prácticamente de cero en América, al haberle privado los revolucionarios de sus derechos de autor rusos.
-¡Ah!-saltó Stravinski-eso nos ha pasado a todos. Yo mismo, me hice millonario apenas con mis tres primeros ballet para Diaghilev y esos ladrones me dejaron sin un céntimo. Tanto es así que llegué a América con una mano delante y otra detrás. ¿Sabe que tuve que revisar El pájaro de fuego y Petruchka, sin necesidad de ello? Era la única manera de volver a registrarla…Aunque claro está, los directores roñicas, cogen las primeras versiones para no pagarme nada. Estimo que habré dejado de ganar en ese tiempo un millón de dólares…O dos…
-¡Eso no es nada!-repuso Rachmaninov-mi segundo concierto para piano es el más interpretado del siglo XX…
-¿Del siglo XX?-ironizó Stravinski. Le hizo caso omiso.
-De haber percibido los beneficios de todas las veces que lo he tocado, ahora podría comprarme toda la Gran Manzana de Nueva York.
-¿La gran manzana?-Stravinski volvió a servirse y también a Rachmaninov. Huelga decir que sus esposas se miraban entre sí, sin decir nada-¡Yo, que soy el músico más programado de la actualidad, podría haberme comprado Manhattan entero con lo que he dejado de ganar!
Y le contó cómo el avaro de Disney le llamó para proponerle introducir “La consagración de la primavera” en Fantasía. Él, por supuesto, se negó. A lo que Disney replicó: Le puedo dar quinientos dólares e incluirla, o puedo no darle nada, e incluirla igualmente. Al fin y al cabo, esa obra está libre de derechos en América.
-¡Pues menos mal que yo soy el mejor pianista de nuestro tiempo!-salió al paso Rachmaninov-gracias a eso, aunque no me pagaban por mi concierto número 2, me llamaban para interpretarlo y así, he podido sobrevivir. Hasta cinco mil dólares me han pagado por una sola actuación. Es grande poder vivir de tu ingenio y de tus manos.
Eso era claramente un dardo a Stravinski, pianista regular, en opinión de muchos. Saltó:
-¡A mí me han pagado esa cifra y aún el doble por obras de tres minutos de duración! Por ejemplo, acaban de encargarme una polka para que la bailen los elefantes de un circo y me van a dar quince mil dólares.
-¡Elefantes!-Rachmaninov se echó a reír-menos mal que yo me he guardado ases en la manga, aquí en América. Por ejemplo, mi Rapsodia sobre un tema de Paganini me ha reportado no menos de cincuenta mil dólares hasta la fecha en derechos…Y eso sin contar otros treinta, como intérprete.
-¡Si yo he reorquestado hasta el himno americano!-exclamó Stravinski-y eso sí que me hubiese generado ingresos…Porque la orquestación original es que da pena…Pero al final se presentó la policía en mi casa, me dijeron que estaba prohibido hacer eso y hasta se llevaron la partitura. Kolia, trae otra botella.
Al final de la velada, resulta que sí tenían más cosas en común de las que creían. Sus esposas llamaron a sendos taxis y hubo que luchar para despegarlos entre sí, pues no cesaban de despedirse una y otra vez a la rusa, con besos en la boca.
-¡Eres un tío grande, Sergei Vasilievich!-repuso Stravinski-Y no sólo en sentido literal ¡Y yo que te tenía por un beato!
-¡Pues tú eres la mente más preclara del cosmos musical!-repuso el otro-tanto, que se te perdona esa lengua de víbora.
A Rachmaninov, debido a su envergadura, tuvieron que meterlo en el taxi entre Kolia y tres de sus camareros. La cara de Natalia era un poema, pero Vera de Bosset se encogió de hombros y le dijo:
-¿Pues qué querías hija? Mucha sofisticación y ser luminarias de nuestro tiempo y todo eso, pero por encima de filias y fobias, si rascas un poco al final no dejan de ser lo que son…¡Rusos!