Archivo del Autor: Inma Escribano

El relato de Martín – Dejadme morir en paz

 verdi

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/01/2015

Se dio cuenta de que despertaba recelo en el jurado, apenas entró en la sala. Eran tres examinadores, todos enjutos y con perilla, expresión adusta y un reloj en la mano. Evidentemente, consideraban que su tiempo era demasiado precioso como para perderlo con un provinciano.

-¿Pero dónde está el aspirante?-le preguntaron. Les dijo que era él. Menearon la cabeza con contrariedad. Pensaban que tenía nueve años.

-Diecinueve-repuso sintiendo vergüenza por ello. ¡Diecinueve! Cabecearon perplejos.

-¿Y dónde ha estado usted hasta entonces?-inquirió el que estaba sentado en el centro, acaso el de mayor rango de los tres.

-Pues aprendiendo…

-¿Aprendiendo con quién?

Empezó a tartamudear. Citó un par de nombres que no les sonaron a nada y acabó confesando que en gran medida había prendido a tocar el piano por su cuenta. Primero en una espineta que su padre le había comprado cuando tenía ocho años, y después en el órgano de su pueblo.

-¿A qué se dedica su padre?

-Es…mesonero.

-¿Mesonero?

Cuchichearon entre sí. Parecía un chiste. Aquel joven desgarbado, con su acento de paleto parmesano, pretendía ingresar en el Conservatorio.

-Escuchémosle. Cuando menos, será divertido-propuso el de la derecha.

-A ver, toque algo-le instó el portavoz. Preguntó qué querían escuchar.

-Lo que sea, menos canciones de mesón.

Se sentó frente al piano y respiró hondo. De entrada, no les gustó su forma de encorvarse sobre el teclado, ni cómo colocaba las manos encima de las teclas.

-Pues si les parece bien, interpretaré un capricho de Heinrich Herz y luego…si no les importa-sintió cierto embarazo al decirlo-un tema que he escrito yo.

-¿Compone y todo?-le replicaron-vamos a tener que admitirle directamente en el último curso. Vaya con el organista parmesano.

Tocó. Ni mejor ni peor que en otras ocasiones. Como había aprendido por su cuenta, entre golpes de jarra contra las mesas, tintineo de vajilla y discusiones sobre la cosecha. Pero luego, eso era cierto, cuando sonaba su música los clientes guardaban repentino silencio en el mesón. Y después, cuando la parroquia lo contrató para los servicios religiosos, la iglesia comenzó a experimentar un curioso trasiego de feligreses, algunos venidos incluso de pueblos vecinos para escucharle. Era el orgullo de su pueblo y allí siempre hubiese sido querido, pero sentía que su lugar estaba en otra parte. Aunque ahora comenzaba a dudar de que ese otro sitio fuera el Conservatorio de Milán. Cuando acabó la página virtuosística de Herz tocó  su pieza. Se había inspirado en una canción que recordaba haber escuchado en su infancia a un mendigo ciego que tocaba el violín. Pero las variaciones a las que sometiera el sencillo tema eran suyas por entero. Antes de que acabase de tocar, los tres miembros del jurado se habían enfrascado en una conversación sobre el último estreno de la Scala,L’elisir d’amore de Donizetti.

-Gaetano siempre con sus melodías facilonas-fue la conclusión del presidente.

-La de la “Furtiva lagrima” tenía un pase-repuso el bizco.

-Pero no pegaba ni con cola dentro de esa comedia-fue la conclusión del tercero.

Acabó de tocar. Estuvieron todavía un rato hablando hasta que se percataron de que estaba allí, de espaldas a ellos, aún sentado frente al piano. Miraron el reloj. Iba siendo hora de comer.

-¿Es que piensa quedarse todo el día ahí?-le dijeron al fin. Se levantó e hizo una respetuosa reverencia. Quiso saber si estaba admitido. Se miraron entre sí y aunque no se rieron abiertamente, sus ojos brillaban de hilaridad. El portavoz señaló los retratos que cubrían todas las paredes de la estancia.

-¿Ve esos señores de ahí?-le dijo-son los músicos que han dado nombre a esta institución. Sé que le pareceré duro por esto, pero le haré un favor: nunca estará usted entre ellos. Vuélvase a su pueblo y siga tocando en la iglesia. No hay nada de malo en eso. Dios no le ha llamado para estar aquí. O por lo menos, lo ha hecho demasiado tarde como para corregir sus vicios de principiante.

Se retiraron. Él cogió su abrigo y salió descorazonado de la estancia. Cuando iba a atravesar la puerta del conservatorio, un conserje lo detuvo. Le preguntó si era él quien tocaba aquella pieza tan animada. Quería saber qué era. Repuso que un capricho de Herz.

-Esa no-le dijo-la otra. Le admitió que era suya.

-Pues es maravillosa. Espero verle pronto por aquí-y se alejó silbando el pegadizo tema. El muchacho no se atrevió a decirle que no había sido admitido.

Sesenta y seis años después, el muchacho, que ya había dejado de serlo hacía tiempo, recibió una carta del ministerio de cultura proponiendo poner su nombre al Conservatorio. Ésta fue su respuesta:

“¿Qué tengo que ver yo con el Conservatorio de Milán? No quisieron saber nada de mí en su momento o sea que no quiero que mi nombre sea para nada asociado a él. Dejadme morir en paz”.

Firmado,

Giuseppe Verdi

El relato de Martín – Por la otra puerta por favor

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 21/01/2015

Llegaba tarde porque ningún taxi había querido pararse a recogerlos. Así que tuvieron que verse obligados a tomar un autobús, donde les indicaron amablemente que había varios asientos libres en la parte de atrás.

Con aquellos incómodos tacones, y ayudada por Bobby, que la sujetaba del brazo por si tropezaba en el pavimento empapado por la lluvia, lograron llegar al club. Ella fue a subir las escaleras, pero Bobby la retuvo:

-¿Qué haces?-le preguntó sorprendido.

-Entremos de una vez-le instó ella.

-Pero ya sabes que…

Fue inútil. Llegaban tarde. No estaba para formalismos. En la puerta principal del Club un empleado de traje y corbata se hurgaba entre las encías con un mondadientes, mientras con su otra mano jugueteaba con una goma de plástico. Fue a esconder estos objetos cuando reparó en que alguien subía. Pero su rostro empalideció al verla.

-Perdone, señorita-le dijo con una voz que sinceramente trataba de ser amable-por la puerta de servicio.

-Llegamos tarde-repuso ella sin hacer ademán de detenerse. Endureció la letanía de sus tacones, estaba ya casi en el escalón superior.

-Sí, sí-dijo el hombre-pero usted sabe.

Usted sabe, usted sabe. Estaba harta. En París se le habían abierto todas las puertas. Cientos de hombres se le declararon. Incluso hasta alguna mujer. Y le dijeron cosas en un inglés de manual escolar, tan encantadoras como infantiles: “chocolate hermoso”, “rosa de azabache”, “Venus negra”. Qué simpáticos eran los franceses y con qué cariño la habían tratado.

De su palidez inicial, el portero pasó a un consternado tono rosado en sus mejillas. Tratando de no mostrar abiertamente la contrariedad de la que comenzaba a ser presa, se desplazó unos pasos hasta el centro de la puerta, erigiéndose en un enorme obstáculo de casi dos metros.

-¿Qué hace? ¿No ha oído lo que le he dicho?

Bobby trató de sujetarla por el brazo. No era la primera vez que esto le sucedía. Años atrás fue obligada a utilizar los ascensores del servicio del Hotel Lincoln de Nueva York. ¿La razón? Varios clientes se habían quejado. Pero no fue eso lo que más le dolió, sino el hecho de que Artie Shaw no la defendiera. Tampoco pudo cenar en el restaurante del hotel, ni siquiera tomarse una copa en el bar con los demás de la banda. Por eso se pasó los días que estuvieron allí bebiendo sola en su habitación. Bebía demasiado, es cierto, pero es que siempre encontraba una razón muy sólida para ello. De hecho, había estado bebiendo antes, quizás por eso se mostrase ahora tan testaruda.

El portero continuaba impidiéndole el paso. Ella se echó sobre él, apretando el pecho contra la enorme barriga del tipo.

-¿Qué pasa?-le dijo-¿Es que quemo?

El hombre miró entonces a Bobby con la misma expresión que hubiera acompañado a un puñetazo.

-Chico-le dijo-¿qué demonios es esto? ¿Por qué no te la estás llevando de una maldita vez?

Bobby asintió nerviosamente. La asió por la cintura. Ella quiso resistirse, pero en el fondo se dejó llevar. Como siempre que una escena violenta está a punto de tener lugar, varias cabezas se asomaron por la puerta. Preguntaron al portero lo que le sucedía. Eran otros tantos tipos vestidos igual que él, del mismo tamaño y con idéntica expresión estúpida. Seguro que cada uno de ellos llevaba un mondadientes y una goma de plástico en el bolsillo.

-¿Qué pasa?-Insistieron.

-Nada-repuso-los muchachos, que me preguntaban dónde está la puerta de servicio.

Ella miró el cartel que lucía el club y se preguntó cómo era posible tal paradoja. Arriba, compitiendo con las nubes por un hueco entre las estrellas. Abajo, obligada a lo de siempre. Para ellos seguía siendo un montón de basura envuelta en un abrigo de piel. ¿Cómo no iba a beber? y otras cosas peores.

Entraron por la puerta de servicio y tuvieron que atravesar la cocina. Allí se encontró a varios hermanos, que la abrazaron y besaron. Se dejó querer, aunque ello le supiera a poco. Pidió champán del más caro. Bebió una copa, pese a la insistencia de Bobby en que todos les aguardaban ya en la sala principal. Apenas dio un sorbo, encontró aquella bebida desagradable. ¿Cómo podía ser, si en París le había encantado? Sería que en Francia le sabía todo mejor. No era de extrañar pues allí nadie le mandaba a la parte de atrás, ni de los edificios, ni de los autobuses.

-Bobby-le dijo a su pianista-dile a los chicos que quiero que empecemos con “Strange fruit”.

-Caldeando el ambiente, ¿eh?-repuso él con una sonrisa triste-de acuerdo, me parece bien.

Hizo esperar al público todavía unos minutos y después salió al escenario. La luz de los focos la deslumbró y dos lágrimas le saltaron de los ojos. No pasaba nada. Se acostumbraría en un par de minutos. Como se acostumbraba siempre. Era algo a lo que los suyos parecían estar destinados. Se situó ante el micrófono.

-Y ahora con ustedes-dijo una voz que hizo enardecer al público-recién llegada de su gira por Europa ¡la gran Billie Holliday!

El relato de Martín – El jardín de Dolly

Fauré

Fauré

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/12/2014

Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde iba diluyéndose como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su carita de muñeca Kammer and Reinhardt, a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea silvestre.

-¿Qué tenemos aquí?-le preguntó él.

-¡Tío Gabriel!-exclamó ella muy alegre. Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie podía entrar, ni siquiera él. Había plantado malamente en él algunos lirios arrancados de otro lugar, una ramita de cerezo y una crucecita hecha con mondadientes.

-Aquí está enterrado mi canario Didi-repuso con un hilillo triste de voz. Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.

-Vaya-exclamó él-descanse en paz.

-Si has venido a ver a Miau, no está-repuso ella-se ha ido con papá a la ciudad. Miau era como ella llamaba a su hermano, una contracción ingeniosamente infantil de “Monsieur Raoul”.

-¿Y tu madre?

-Mamá está en la caseta del jardín.

El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando frente a su atril, en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños. Emma falló una nota al verle y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.

-Querido Gabriel. ¿Qué haces aquí? No tocaba clase con Raoul. Está con mi marido, han ido a comprar un piano nuevo.

-Vaya-repuso él fingiendo malamente sorpresa-entonces he perdido la tarde viniendo hasta aquí.

-No seas tonto-Emma le invitó a sentarse junto al atril, sin soltarle la mano-eres un temerario.

-¿Claude Debussy?-exclamó él con cierta perplejidad ojeando la partitura-¿O sea que ahora me eres infiel?

-¿Es que no te gusta su música?-repuso ella-pues algunas de sus piezas para piano me las descubriste tú.

-No, si su música está bien…Pese a las audacias por las que le ha dado últimamente-reflexionó. No era eso lo que le preocupaba. Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo y estiró la mano para cogérselas. A su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma lo apartó con una elegancia digna de prima ballerina y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.

-Suite Dolly-dijo iluminándosele el rostro. Sus mejillas encarnadas era la hoguera de la que brotasen las dos llamitas que palpitaban permanentemente en el rostro de su hija- qué bonito. Le hará mucha ilusión.

-Vosotras sois mi vida, porque la otra es un infierno-repuso Gabriel. Y recordó una vez más, aquel día maldito en que decidiera tomar esposa extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero entre tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio llegaba al extremo de bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la casa una docena de veces al día, limpiando incluso hasta los mecanismos de los relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta. Maldita fuera ella y maldito aquel…

-Tu sombrero, tío Gabriel-dijo Dolly asomando la cabecita por la puerta de la cabaña. Se le había caído precisamente dentro de su jardín privado. Gabriel Fauré soltó la mano de Emma Bardac que tenía cogida por debajo de la mesita y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y se lo puso de medio en la cabeza y empezó a imitar el andar oscilante de un borracho. Ambas estallaron en risas.

-Mira-dijo Emma a la niña-qué sorpresa te ha traído.

Y se sentó al piano, tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly se aferró a los índices del músico y comenzó a bailar aquel vals, al que pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche, que precisamente era quien daba nombre a la pieza.

Fuera la tarde ya era historia. El mundo se deslizaba por una esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en la manga del ilusionista. Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas, y los crucifijos no estarían hechos ya de mondadientes, y aquella niña dejaría de ser niña, y su inocencia, del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo más en la memoria de las que una vez la conocieron. Y todos ellos desaparecerían con la evanescencia del diente de león al soplido de la infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al eco del viento de las campánulas. Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas, un jardín en el que siempre fuera abril y hasta un caniche nervioso mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum de piezas infantiles todo aquello sería para él para siempre, aunque se marchase luego por donde había venido, para no regresar jamás, y otros músicos, acaso más apuestos y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.

El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable como el perfume de las magnolias.

-Ven-le dijo risueña-vamos a dormir a mi muñeca.

El relato de Martín – Un hijo del siglo XX

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Un hijo del siglo XX

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 20/01/2015

A lo largo de su prolongada vida contó estos hechos de tantas maneras distintas que, con el tiempo, a él mismo le costaría recordar qué fue realidad y qué sueño. Que había nacido el 1 de enero de 1900 era un hecho probado, y quizás por eso siempre soñó dos cosas: primero, con morir el 31 de diciembre de 1999 y luego, ser una personalidad del siglo XX. Con apenas doce años ¿o eran quince? Tocaba ya el violín en la Sinfónica del Teatro Nacional de la Habana, ciudad a la que habían emigrado sus padres desde España cuando él contaba cuatro años de edad.

El gran Caruso fue a actuar allí y se quedó impresionado con el joven prodigio. ¿O le llamó primero la atención por su destreza para la caricatura? Le descubrió en el patio de butacas retratándole con cuerpo de ballena y destrozando cristales con un torrente de notas que le emergían del lomo. El muchacho empalideció, pero Caruso, que también era un buen caricaturista, le pidió que le regalase el dibujo. Luego le instó a tocar para él. Le interpretó La mare de deu, una canción de su tierra.

-Tú tienes talento-le dijo-te conseguiré una audición en el Carnegie Hall. Serás el nuevo Jascha Heiffetz.

Y le dio su dirección para que fuera a verle a Nueva York cuando acabase su gira latinoamericana. El muchacho se lo tomó en serio, tanto como para convencer al padre de que le comprase un billete de barco.

Cuando llegó a la ciudad de los sueños, con su violín y dos mudas dentro del estuche como único equipaje, se encontró con que Caruso se había marchado ese mismo día de gira por Europa. Preguntó cuando volvería, pero su mayordomo, pensando que no era sino un admirador impertinente, lo echó con cajas destempladas.

Había soñado con que Nueva York se rendiría a sus pies y fue él el que tuvo que agachar la cabeza para dormir en los bancos de Central Park. Por fortuna, era primavera y era joven aún. A punto estuvo de ser detenido por vagabundeo, pero logró ganarse al policía haciéndole una caricatura con una porra de dos metros en la mano.

Pero como estaba decidido a ser el nuevo Jascha Heiffetz, decidió, con Caruso o sin él, abrirse camino con su violín. Y logró un trabajo de músico en un café…de mala muerte -todo hay que decirlo- donde alternaba sus actuaciones junto a un pianista, de fregaplatos. Tocaba rumbas, mambos y habaneras, que eran recibidos por el público con la misma excitación que la cerveza rancia del local.

Un día su padre le escribió. Como él les mandó varias cartas informándoles de su supuesto éxito, habían vendido cuanto tenían en Cuba para instalarse en Nueva York con él. Aterrado, decidió conseguir al precio que fuera la audición en el Carnegie Hall. Se plantó nuevamente en casa de Caruso, donde logró ser recibido por su esposa, Dorothy. Ésta escribió al tenor, que envió un telegrama al muchacho. Por fortuna, le recordaba bien.

“Tú tienes talento. Caruso te lo dijo. Te he conseguido una audición”.

Fue y tocó en el Carnegie Hall. En su entusiasmo, había mandado al cuerno su trabajo en el café de mala muerte. La crítica lo vapuleó sin piedad. Les hubiera gustado explicarles que Caruso veía talento en él. ¿Cómo podían estar tan ciegos? Tuvo que regresar a los bancos de Central Park y a un café aún más infecto que el anterior. Pero lo peor fue informar a sus padres, recién llegados, de que no era el nuevo Heiffetz. De momento.

Pasó el tiempo. Sobrevivió tocando tangos en la Gran Manzana y publicando sus dibujos en los periódicos, se casó con una cubana de hermosa voz (sería la primera de sus cinco esposas) y, supuestamente, se fue de gira con una importante orquesta europea. Cuando contaba esto último incurría en contradicciones. Era músico sí, pero un músico ratonero. Realmente aspiraba a tocar a Beethoven y a Brahms. La cumparsita estaba bien para tomarse unas copas. Él necesitaba el alimento del alma.

Un día Caruso dio con él. Había visto una de sus caricaturas en “Los Angeles Times”. “Yo te hacía en la Filarmónica de Berlín” le dijo. Él le contó el fiasco de su estreno. “Son unos inútiles”. Caruso le prometió una nueva actuación en el Carnegie Hall, a la que acudiría en persona para apoyarle. “¿Quién sabe más de música, los críticos o Caruso?”.

Por desgracia, al poco el gran tenor enfermó y murió. La actuación tuvo que posponerse. Su padre, que había logrado rehacer la economía familiar en Nueva York, decidió vender nuevamente cuanto tenían para pagarle el alquiler del Carnegie Hall. Esa sería su gran oportunidad.

Acudió con una corbata negra, en memoria de su amigo Caruso y tocó con toda su alma. Las críticas fueron todavía más devastadoras. La tarde en que comprendió que era un solista mediocre, tanto como lo era el oído de Caruso para todo aquello que no fuera la voz humana, se dio una vuelta con el violín bajo el brazo por Queens. Estaba nuevamente sin blanca, y desprovisto de lo único que le daba fuerzas en la vida: su sueño de ser un virtuoso. En un callejón solitario se encontró con una hilera de cubos de basura que le impedían continuar su marcha. Debía ser una señal del cielo, se dijo. Abrió uno de ellos y depositó en él su violín. Todavía le quedaba su pasión por el dibujo. ¿Pero qué dibujos? La caricatura era al arte pictórico, lo que las rumbas al repertorio musical. Él sólo sabía hacer monigotes, ya fueran visuales o sonoros. Empezó a asumir que ya no sería una personalidad del siglo XX y que tampoco viviría cien años menos un día. En esto, le llegó el sonido ahogado de la música del interior de un club cercano. No era un local de mala muerte, en absoluto. Pero la interpretación sonaba infame. Se suponía que trataba de parecerse a la música cubana tan de moda por aquel entonces. Por Dios, ¿Era esa forma de tocar El manisero? Como cubano de adopción se sintió ultrajado. ¿Quién sería el inútil que dirigía aquel tinglado? Sin duda, algún despistado incapaz de distinguir el jazz sureño de los ritmos del Caribe. Le entraban ganas de presentarse allí y apartarlo a empujones para ponerse él al frente de la banda. Y bien mirado…¿Qué le impedía hacerlo?

Sacó nuevamente el violín del cubo de la basura y se encaminó hacia el club. Tal vez aquel fuera su lugar. El lugar de Xavier Cugat en el siglo XX. Respiró hondamente, y entró decidido por la puerta grande del Club.

El relato de Martín – Yo estuve allí

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 19/01/2015

Fue un hecho muy comentado en Nueva York. Se estrenaba en los Estados Unidos “El acorazado Potemkin” de Sergei Eisenstein, filmada el año anterior, y el público acudió esperando encontrarse una película bélica al uso. Pero en su lugar recibió un puñetazo en el estómago. Prácticamente muy pocos de los asistentes había oído hablar de los hechos acontecidos en Rusia el nefasto año de 1905, pero eso no les impidió experimentar una fuerte conmoción con la tragedia de los marineros, condenados a muerte por sus oficiales por negarse a comer carne putrefacta. Si ya aquel arranque provocaba reacciones extremas en las salas, la famosa escena de la escalinata de Odessa ponía a prueba los sentidos como no lo hubiese hecho jamás nada en la vida. Desmayos, vómitos y ataques de ansiedad eran frecuentes en las salas. Y eso que las copias distribuidas en América llegaron previamente censuradas desde Alemania, donde se había estrenado poco después que en la Unión Soviética.

Era frecuente que después de los hechos de la escalinata muchas personas acabasen de abandonar la sala. En ellos se mostraba al pueblo de Odessa aguardando la llegada del acorazado Potemkin, comandado por los marineros amotinados. En un momento determinado, aparecían en la escaleras los soldados del ejército del zar, que convertidos en una compacta muralla mortífera abrían fuego contra la multitud desarmada, que les instaba a unirse a ellos. Si ya resultaba para muchos nauseabunda la escena del niño arrollado por la masa en desbandada, era indescriptible contemplar a su madre caer ante una salva de disparos tras implorar con él en brazos clemencia a los soldados. Pero el colmo era aquel carro con un bebé dentro que caía escaleras abajo sin que nadie lo detuviera.

“Que paren la proyección” suplicaban las madres. “Que alguien haga algo” “¿Cómo pueden llamarse seres humanos”. Los que se marchaban de la sala, incapaces de soportarlo, se quejaban en la taquilla. “Se supone que uno viene al cine a entretenerse. Deberían meter en la cárcel a los que han hecho eso”.

“¿Se refiere a los que han hecho la película o a los que han hecho lo que se ve en la película?” preguntaban a veces los responsables de la sala.
“¡A todos!” era la respuesta muy frecuente.

Una de estas proyecciones tuvo lugar en un teatro de Manhattan, donde el avispado empresario colocó como reclamo el siguiente lema en cartel: “La película más desagradable de todos los tiempos”. Además, decidió emplear una pequeña orquesta para ilustrarla musicalmente, con algunos fragmentos de Tchaikovski. Dos periodistas del “New York Times” que se hallaban presentes en una de estas sesiones fueron testigos de un curioso suceso.

Sucedió que uno de los músicos de la orquesta, un flautista, no dejaba de desafinar. Sus equivocaciones, sumadas a lo poco adecuada que era la banda sonora, pues empleaba desde números de la Patética a otros de “El lago de los cisnes”, convirtieron la proyección en algo delirante. Durante la famosa escena de la escalinata, el flautista rompió a llorar y sus sollozos incrementaron el ya de por sí formidable grado de tensión vivido en la sala.

Una vez finalizada dicha escena, el músico continuó sollozando, hasta que finalmente apareció la leyenda “Fin” escrita en caracteres cirílicos en la pantalla.

Los periodistas, que se olieron una historia, acudieron a los camerinos del teatro para hablar con el flautista, y allí fueron testigos de su despido, por parte del propietario. “Vete a llorar a tu casa, imbécil”. Le dijo.

El músico se enjugó los ojos, enfundó su flauta y salió a la calle. Los periodistas fueron tras él y le propusieron invitarle a una copa. El hombre dudó.

-¿Qué quieren de mí?-preguntó. Su acento era ruso. El olfato no les fallaba. Allí había una historia.

Tras muchas dudas, el músico aceptó hablar de la película. Fueron a un café. Él pidió vodka, pero no tenían. Le sirvieron un whisky doble. Debía de tener unos cincuenta años y sus cabellos eran completamente blancos. De alguna manera llevaba el dolor grabado como un bajorrelieve de arrugas y fisuras en el rostro.

-Díganos, señor. ¿Usted ha sido siempre músico?

-No-repuso y tras una pausa confesó: antes fui soldado y después músico militar.

Habían pasado 21 años de aquellos hechos. Les cuadraba la edad. Siguieron preguntándole.

-¿Estuvo usted en Odessa en 1905, señor?

-Sí-dijo tras dar un largo trago-estuve allí.

-¿Y vio esto?

Otra pausa. Inclinó el vaso y casi se derramó el whisky sobre la manga.

-Lo vi.

-¿Y fue así?

Meneo de cabeza. Desesperación.

-Nunca lo hubiera sospechado-confesó-pasó sí. Pero ahora es como si lo hubiese visto a través de los ojos de Dios…

Estaban conmovidos. Pobre hombre. Sin duda un héroe. Arrastraba evidentemente consigo las heridas emocionales de aquella tragedia.

-Y díganos-se atrevieron a preguntarle al fin-¿Qué es lo que sintió?

-Yo…-comenzó el hombre. Y tuvo que apurar el resto del vaso para responder, ahogado por los sollozos-¡Oh, Dios mío!¡Estuve allí, sí! ¡Yo era uno de los que disparaba! Que el cielo se apiade de mí.

El relato de Martín – Nuestro santo patrón

federico-chueca

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Relato XLV – Nuestro santo patrón

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 16/01/2015

La Puerta del Sol, estaba a rebosar aquella tarde de enero, cada uno en su respectivo puesto, las manos hundidas en sus abrigos; contemplaban el trasiego del paisanaje humano, con aparente indiferencia.

“El Piñata”, se encontraba frente a la Casa de Correos; “Canovitas”, en la parte que da a la Plaza Mayor; mientras que “Gurriato”, controlaba la zona a los parroquianos que se dirigían a la misa en “El Buen Suceso”.

Había helado, y el pavimento deparaba desagradables sorpresas a los viandantes; por ejemplo, a una ancianita que resbaló y a punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo; “Gurriato”, la sujetó a tiempo, a lo que la anciana replicó con un agradecido encogimiento de hombros.

“El Piñata”, miró la hora en el reloj de la Casa de Correos; pronto se haría de noche, y era menester ir pensando en la retirada. Abandonó su puesto, e hizo señas a los otros, que se le acercaron, arrastrando sendas cortinas de vaho emergiendo de sus bocas.

-¿Qué tal fue la pesca? –inquirió “El Piñata”

-Fetén –repuso “Gurriato”.

-De buten –respondió “Canovitas”.

Y, comprobando que no estuviese cerca ningún miembro de la “Respetable”, sacó de su bolsillo una abultada cartera, y un reloj que, o les engañaba la cetrina luz del atardecer invernal, o… ¡era de oro!

Se frotaron los ojos, y “El Piñata” le hizo señas de que volviera a esconder aquello; al menos el reloj.

-¡Qué cadenón! –exclamó–; ni en “Las Navas de Tolosa”; pero, dame la cartera, que si es del mismo “pollo”, seguro que es de plumón fino.

Y examinó la abultada pieza, trabajada en oloroso cuero. Una labor de artesanía, sin duda alguna. La abrió con la misma delicadeza con la que hubiese desenvuelto un paquete de regalo, y examinó su contenido.

¡Billetes de los grandes! Ya tenía pensado lo que hacer con ellos: se iba a comprar un traje de pana, para llevarlo los domingos al Retiro con su moza, “La Carracuca”; así, vestidos ambos de gente honorable, podrían hacer su “agosto” en aquel crudo invierno.

“El Piñata”, siguió examinando la cartera, donde encontró una fotografía, una carta, y un documento acreditativo de la identidad del “desplumado”; al ojearlo, empalideció.

-¡¡Los clavos de Cristo, y parte del madero!! –saltó, sin importarle llamar la atención de varios transeúntes–. ¡¿Pero qué habéis hecho, desgraciados?!

-¿Qué pasa? –preguntó “Canovitas”.

-¿Que qué pasa, so guripa? ¡La que has armado! ¡De ésta vamos al Infierno! ¿A quién le has quitado esto?

-Pues… A un gachó repulido. Con mostachón gris, y que caminaba así: como un general de regimiento.

-Hay que encontrarle –insistió “El Piñata”.

“Canovitas” dijo que, a esas alturas, ya podían echarle un galgo; porque, pasaban ya cinco minutos del “usufructo”. Tanto “Gurriato”, como él, no se explicaban lo que le pasaba al Patrón. “Piñata”, reparó entonces en el Salón de Té de Garín, que también era una afamada confitería.

-Allí –dijo. Es muy aficionado a los pasteles–. Arreando, que es gerundio.

Entraron, y en efecto; allí encontraron al hombre del bigote, revolviendo sus bolsillos un tanto azorado, mientras uno de los dependientes sostenía, ante él, una bandeja de pasteles.

-Pues no me explico dónde la tengo; ni tampoco el reloj –se excusaba el Hombre.

-¿Maestro Chueca? –le abordó “El Piñata”, mostrándole ambos objetos–. Me temo que se le han caído estas cosas en la calle.

Chueca, los miró de arriba abajo un tanto desconcertado. El dependiente, que les conocía de sobra, le susurró algo al oído. El músico palideció desconcertado pero, antes de que dijera nada, “Piñata” pidió cuatro cafés y mesa. “¿Les importaría tomar algo con ellos?”. Chueca dudó, pero aceptó. Una vez sentado, “Piñata” le hizo solemne entrega de la cartera y el reloj.

-Esto es para Usted, maestro –le dijo–: en prueba de nuestro agradecimiento.

-¿Agradecimiento?

-Así es. Usted ha dignificado la “profesión”. La “Jota de los Ratas de la Gran Vía”, es nuestro himno sagrado; y ahora tenemos para el madrileño, la misma consideración de monumento nacional, que las planchadoras, los organilleros y los serenos. Nos ha dado la vida, y le estamos muy agradecidos. Podría decirse, incluso, que es usted nuestro Santo Patrón.

Chueca, asintió azorado. ¿Qué podía decir si no: gracias? Les firmó varios autógrafos y después, se retiró maravillado. Ni siquiera le dejaron pagar la cuenta. Ardía en deseos de ver a Valverde, y contarle el extraño suceso que le había acontecido; y se preguntaba si sería abordado en alguna otra ocasión por más personajes de sus obras, como “La Menegilda”.

Esa noche, al irse a dormir, descubriría con más estupor, que en la cartera había nada menos que trescientas pesetas; un donativo de los “Tres Ratas”, al parecer fruto de la recaudación del día.

En el salón de té, los “Ratas”, contemplaban extasiados los autógrafos. El camarero les miraba de vez en cuando con ganas de pasarles la minuta.

-¿No nos habremos pasado con lo de las trescientas pesetas? –dijo “Canovitas”. Era un pellizco de los gordos; y yo me quería comprar un sombrero nuevo.

-No hay problema –respondió “El Piñata” –, tenemos todavía la tajada de hoy del “Gurriato”. A ver, paga.

“Gurriato”, se llevó las manos a los bolsillos, y luego abrió la boca incrédulo:

-¡Pero, qué diablos! ¡Me han robado la cartera! –y luego cayó en la cuenta–: ¡¡Maldita vieja!!

El relato de Martín – Como decía Gardel

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLIV – Como decía Gardel

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 15/01/2015

Nadia Boulanger había sido la primera en advertirlo. Tras ojear sus partituras por encima, se las devolvió torciendo el labio.

“Es interesante” le advirtió. “Pero me temo que ésa no es su voz. ¿Para qué quiere usted ser Igor Stravinski? Que yo sepa, ya existe uno en el mundo. ¿Por qué dos?”.

Trató de explicarle el impacto que había constituido para “La consagración de la primavera” y cómo su primitivismo había despertado sus ganas de crear, de partir de la destrucción purificadora del fuego para que reverdeciera en él una personalidad musical. Era algo de lo que había hablado en muchas ocasiones con su maestro Ginastera. Boulanger resopló:

“Pero usted ya era músico antes de todo eso. Y además, ¿no es argentino? ¿No proviene de ese maravilloso país de Gardel? ¡Pues escriba esa música!¡Haga tangos y déjese de consagraciones, petruchkas y pulcinellas!”.

¿Que hiciera tangos? ¿Pero no era al fin y al cabo un género arrabalero, un son de casas de mala nota? Al principio el consejo, o más bien orden, le desazonó. Pero cuando se puso a ello se dio cuenta de que Boulanger tenía razón. Los llevaba en la sangre y salían de él con la misma naturalidad con la que hablaba. Mejor aún, porque no era precisamente muy ducho en palabras. De hecho, toda la vida lamentaría no haberse atrevido a hablar antes con Gardel. Supo durante bastante tiempo de su estancia en Nueva York y se lo encontró en muchas ocasiones, cuando él sólo era un muchacho de trece años. Pero cada vez que pensaba en dirigirle la palabra, le entraba un temblor tal que le era imposible dominarse a menos que echase a correr y perdiera de vista a su ídolo.

Sin embargo, el destino los juntó al fin. Pidieron extras para el rodaje de El día que me quieras y allí fue a parar él, con su bandoneón. A Gardel le hizo gracia la forma en la que interpretaba. “Si tocás como un gallego. Vos no habés frecuentado mucho el mercado de Abasto en Buenos Aires, ¿verdad?”. Él se avergonzó. Era cierto. No podía disimular haberse criado lejos de la Argentina, en realidad era un estilo impostado. Hablaba el español sólo en casa, con cierto acento yanqui incluso. Se sentía extraño en aquel plató, con su ídolo riéndose de su forma de tocar. Pero Gardel lo animó y al final del rodaje le dijo:

“Tocá Arrabal amargo pero siguiendo mi voz, ya lo verás”. Y lo hizo. Plegó la sonoridad del bandoneón al prodigioso caudal vocal del “zorzal criollo” y ahí es cuando sintió que por vez primera el tango ya no penetraba sino que salía verdaderamente de él. Gardel lo abrazó emotivamente al acabar. Luego, visitaron juntos “Little Italy”, haciéndole él de intérprete. Y el genio abandonó luego Estados Unidos. Cómo lamentaba no haberse atrevido a abordarle antes.

Y ahora se veía en una nueva tesitura. Su amigo Albino Gómez lo invitaba al Metropolitan Club de Nueva York, con motivo de la presencia de Victoria Ocampo, que venía a presentar el Festival de Cine del Mar del Plata. ¿Y sabía lo mejor? Stravinski estaría entre los invitados.

-Tenés que venir y conocerle-le insistió Albino.

-¿Pero qué decís?-le replicó por teléfono. No estaba para bromas. Albino insistió. Con lo que le admiraba, ¿iba a dejar pasar aquella ocasión? Acabó aceptando a regañadientes. Y llegó el día. Había cientos de personas allí, lo que le tranquilizó. Decidió hacerse el huidizo entre las mesas de los canapés, pero Albino dio con él y lo cogió del brazo, llevándolo a un corrillo en cuyo centro se encontraba un anciano bajito y vivaracho, que arrancaba constantes risas de los demás. Era Stravinski. Albino se lo presentó. Stravinski, sin dejar de sonreír, le tendió la mano. La estrechó. Estaba un poco fría…¿O era que a él le había subido repentinamente la temperatura? El ruso inmediatamente le expresó su interés por la Argentina y su música, y recordó los tangos que él mismo había escrito, uno de ellos para La historia del soldado.

Él no dijo nada. No podía. Era peor que cuando no se atrevía a dirigirle la palabra a Gardel. Llegó un momento en que la locuacidad de Stravinski llegó al peligroso límite de la irritación por no obtener una respuesta. El genio soltó su mano…Los dedos que habían escrito La consagración.

-¿Este tipo es imbécil o qué?-susurró Stravinski en francés a uno de sus acompañantes, lo que él entendió perfectamente. Se dio la vuelta y salió corriendo de allí. Quizás masculló algo así como “Le admiro, maestro”. Pero en todo caso, cuando lo dijo, sólo pudo escucharle un camarero que recogía copas vacías de una mesa.

El disgusto fue tan grande, que estuvo sin coger el teléfono varios días, por si era Albino quien llamaba. No se equivocaba. Éste fue a buscarle a su casa.

-Sos un idiota y me has hecho quedar a mí como un boludo. Ya estás viniendo conmigo a verle a su hotel, antes de que se vaya a California.

Y fueron. Stravinski estaba avisado del encuentro y les aguardaba en el bar de su elegante hotel. Fingiendo admirablemente que el anterior encuentro no había pasado, se levantó y le dio la mano. “Me alegro de conocerle, ¿qué tal y bla bla?”. Pero él seguía sin poder emitir sonido alguno. Albino empezó a sudar copiosamente y el ruso ya daba nuevamente muestras de impaciencia. Ésta vez fue él el que se dio la vuelta airado, dispuesto a meterse en el ascensor. En esto, el apocado músico vio su salvación en el salón del bar. Un piano. Se sentó en él y empezó a tocar. Primero Arrabal amargo y luego sus propias creaciones. Si su boca no era capaz de transmitir lo que su alma experimentaba, por fortuna contaba con un lenguaje secreto, más poderoso que el inglés, el francés y el español juntos. Y ése, Stravinski lo comprendía muy bien. Cuando acabó de tocar se dio la vuelta y descubrió al viejo maestro conmovido, con las manos contraídas en un aplauso. Y le pareció advertir que por vez primera las tornas habían cambiado. Y es que si en su juventud él había deseado ser Igor Stravinski, ahora le estaba pareciendo que por un momento era Stravinski quien deseaba por unos instantes ser como Astor Piazzolla.

El relato de Martín – Entre las brumas

Rachmaninov

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLII – Entre las brumas

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 14/01/2015

-¿Dónde estamos? –preguntó el Músico.

-Dentro de su miedo –repuso una voz familiar.

-Doctor Dahl, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? –le preguntó.

-Yo no estoy ahí, sólo Usted. Es el miedo que ha levantado, como si fuese un Tipi indio. Y ahora, o no puede salir de él, o se siente demasiado cómodo dentro como para volver al Mundo. Descríbame cómo es ese miedo.

El Compositor titubeó.

-Aquí sólo hay bruma. No veo nada.

-Mírese las manos; esas sí las verá, al menos. Dígame cómo están.

-¡Tampoco las veo!

-Pues, muévalas; sienta sus dedos. Que la sangre discurra por ellos. Que respondan a cada latido de su corazón, como un pájaro en el nido que llamase a su madre. ¡Hágalo!

Lo intentó, pero ni siquiera podía sentirlos; debían estar entumecidos. En realidad, en los últimos tiempos, había dejado hasta de tocar el piano.

-No importa –repuso el Doctor Dahl–, estamos dentro de su miedo; de eso tenemos la certeza, al menos. ¿Hace frío?

-No, en realidad es incluso hasta cálido.

-¿Podría decirse que se siente a gusto?

-Pues…Eh… ¿Porqué no? Al menos nadie me hará daño aquí.

-Daño, dolor; ahí quería yo llegar. ¿Qué tal está su eccema nervioso? ¿Le sigue picando?

El Paciente meditó, y al tomar conciencia de que estaba padeciendo aquél eccema desde hacía meses, experimentó una comezón, que le devolvió a la naturaleza quebradiza de su envoltura humana. Sintió deseos de rascarse una vez más en las regiones afectadas de su piel; y al hacerlo, volvió a sentir sus enormes dedos materializándose en aquel vacío en el que se encontraba envuelto.

– ¿Para qué lo ha nombrado, Doctor? Ahora me vuelve a molestar.

-¡Perfecto! Ahí queríamos llegar. Profundicemos. Rásquese a conciencia.

-En serio. Ya sabe que me hago sangre, incluso.

-Rásquese hasta el hueso. No quiero exactamente la sangre; quiero que se abra la carne si es preciso, y extraiga de ella el dolor, su dolor.

-¡Doctor…!

Se rascó hasta que sintió un profundo ardor. Se estaba dejando en carne viva el antebrazo.

-¡Ya no puedo más! ¿De veras debo continuar?

-Continúe. El dolor es malo, cuando le permitimos hacernos daño. Es como una espada antigua de empuñadura de piedras preciosas, y filo de acero templado. Si está dentro de nuestras entrañas nos destruye, pero, si logramos sacarlo, no será si no una hermosa reliquia que podremos colgar de la pared del salón para mostrar a las visitas. ¡Sáqueselo, Sergei Vasilievich!

-No puedo. Es demasiado voluminoso como para sacarlo de un golpe. Incluso aunque mis manos sean grandes, no encuentro por dónde asirlo.

-Vamos a tomar entonces un atajo. Cambiemos de escenario. Regresemos a la Sala de Conciertos.

-No, no, no, no. ¡Eso no!

-Sí, Sergei Vasilievich. Sí. Está Usted en la Sala de Conciertos, otra vez. Tiene la batuta de Director en la mano, y observa desde el podio al Público. La Sinfonía ha terminado, y los asistentes no aplauden.

-¡Pero, si no era yo! Fue aquel idiota de Glazunov el que dirigía, y estaba borracho.

-Pero la Sinfonía es suya. Era una proyección de su Ser y de su Alma que ellos aborrecieron; y con ellos sintió que le repudiaban a Usted; por eso ya no se ve capaz de componer una nota más. Por eso no quiere saber nada de la Música desde entonces. Está en la Sala de Conciertos, Sergei Vasilievich. ¿Qué hacen?

-Me insultan, abuchean. Se levantan airados. ¡Oh, Dios! ¡Sáqueme de aquí! Por favor.

– No tan rápido. Mire, acérquese al piano que hay junto a la orquesta.

-¿De dónde ha salido? Antes no estaba aquí.

-Siéntese frente a él. Rehuya a la gente, porque la Sinfonía es la expresión suma de la Humanidad; pero el Concierto es Usted mismo; la voz sencilla de un hombre que trata de hallar su hueco entre la multitud. Pose sus dedos sobre el teclado. ¿Los siente?

-Los siento.

-Deje que todo discurra con naturalidad. Sí. Y si su dolor ha de materializarse musicalmente será hermoso, como todos los adagios; pero un Concierto tiene dos Allegros, ambos externos. La Melancolía ha de ir únicamente en el centro. Es un estado transitorio de una alegría a otra. ¿Lo escucha?

-Perfectamente, Doctor Dahl.

-Mire ahora a su alrededor; ¿qué ve?

La bruma comenzaba a disiparse. Sergei Vasilievich, ya no se encontraba dentro de la Sala de Conciertos; ni siquiera en la consulta del Doctor Dahl. Estaba en mitad del océano, en un pequeño islote apenas más grande que sus pies. Le dijo al Doctor lo que veía:

-Alce la mirada. ¿Qué se perfila en el horizonte? ¿No ve una costa rocosa; una tierra hostil a la mirada, pero muy probablemente acogedora en su interior?

–  Sí, es cierto, está ahí al fondo.

-Pues salte del islote, Sergei, y nade, no le importen las olas, ni el frío; alcance la costa. Escriba ese Concierto, y volverá a ser quien siempre ha sido. Ya tiene el dolor cogido por la empuñadura; arrójelo bien lejos para siempre de Usted. ¡Hemos vuelto, y esta vez nos quedaremos allí!

Sergei Rachmaninov, se desprendió del dolor, y lo lanzó al fondo del mar, donde se hundió sin dejar cicatrices en el agua. Comenzó a nadar con sus inmensas manos; llegaría a la costa, sí; podía hacerlo, porque, una vez más, se sentía con fuerzas para ello; y vaya que sí lo haría.

El relato de Martín – Un romance de Montmartre

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLI – Un romance de Montmartre

Satie y Suzanne, las dos “eses” que podrían unirse en un beso. Un embrión de pasión embotellada. Se hubieran intercambiado los nombres y nadie se hubiese dado cuenta: Erik Valadon, y Suzanne Satie ¿Es que nunca te cambias el traje? ¿Es que nunca hablas por dentro de la boca? ¿Siempre por fuera? Si yo fuera esa boca, devoraría los silencios inútiles entre las palabras. Satie; sólo Satie. Yo no le gusto a la gente, y la gente no me gusta a mí. Nunca habréis visto un desequilibrado más ecuánime que yo.

Pianista de lupanar, reconvertido en intelectual de la música. En realidad, nunca dejó de escribir canciones de burdel, solo que las tocaba más lentas, como si fueran chistes verdes contados por Chopin. ¿No recordaba Suzanne aquella canción? Se la escuchó tocar a él, en el Auberge du Clou, en Bass Pigalle; el paraíso de la gente de “baja estofa”. Con sus lentes ahumadas, y su perilla cuidadosamente peinada, la punta fijada con goma; él era el profeta de aquellos artistas, con los codos de las chaquetas rotos.

Suzanne nunca había pensado en el “Profeta del Paraguas” más que en otros; estaba acostumbrada a que la mimasen los más selectos creadores. Toulouse Lautrec la había pintado de pie sobre un caballo en el circo Moliere.  Renoir la imaginó con ínfulas de jacinto y violeta. Y Degas le pidió que bailase para él, ante el lienzo, el “Pas de deux de la zapatilla desatada”.

Antes de que la pintase medio Montmartre, ya fumaba con los pies, se colgaba de un trapecio por la boca; y dejaba que, un ruso borracho, trazara su silueta con cuchillos. Todo aquello terminó el día que no calculó bien su famoso triple salto sin red. Lo lógico hubiera sido que se partiera en pedazos ante centenares de personas; pero en su lugar, se rompió una pierna, y perdió varios dientes. La sacaron en volandas de la pista, la sonrisa deshilachada, saludando a su público con el brazo desencajado.

Ahora era modelo de pintores famélicos. La llamaron Susana por rodearse de vejestorios, que babeaban en azul cian y magenta. Para los veintisiete años ya había hecho de todo, hasta un hijo, Maurece; fruto de una noche de absenta y cartas marcadas, con un español llamado Utrillo. Decidió entonces pasarse al otro lado del lienzo, y tomó los pinceles; y no le fue mal.

De las manzanas arrugadas, y los limones secos, no tardó en pasar a los desnudos. Le bastaba con plasmar el alma de sus modelos, y luego cubrirla de una traslúcida capa de piel. Cuando llovía, se hacía un auto-retrato, y refugiaba su mirada esquiva en la todavía fresca de su “Alter-Ego” de óleo.

Una noche, en el “Gato Negro”, se le acercó aquél tipo. Iba muy arreglado, pero el aliento le apestaba horriblemente. Le invitó a una copa para suavizarle la conversación. A las tres de la mañana, él se arrodilló tras colocar papel de periódico en el suelo, y le pidió matrimonio.

-Los curas duermen, y también los secretarios del juzgado –le replicó ella al músico majareta.

-Pero nuestros corazones saltan, y se retuercen como bistec en una parrilla –repuso él.

Le resultó divertido pero, cuando la besó, ya llevaba muchas copas y encontró su aliento dulce. Le pareció que nunca había hecho eso antes. No al menos de una forma libre; sin mediar un precio, o una orden.

-¿Nunca has estado con una mujer? –le preguntó sorprendida.

-Tampoco he estado en el Festival de Bayreuth –replicó él–. La vida son todas las cosas fascinantes que no hemos hecho; y, cuando las hacemos, va perdiendo, poco a poco, su encanto.

-Entonces, si sigues conmigo, a lo mejor te arruino la Vida –inquirió sagazmente Suzanne.

-Prueba a hacerlo –repuso–. Las vidas arruinadas están llenas de manchas de felicidad; igual que las cajas de bombones vacías.

Al día siguiente, montaron en las barquitas de los jardines de Luxemburgo. Él le regaló un collar hecho de salchichas, fabricado con sus propias manos. Después se la llevó consigo a un recital privado que ofrecían unos amigos; y ella, como una gatita dócil, de mirada fiera, se sentó a sus pies mientras interpretaba sus “Preludios flacos para un perro”. En ocasiones, el carácter canino de la obra, hacía que se le erizase el lomo, y él la calmaba acariciándole la cabeza: “ron, ron, ron,…”.

Decidieron retratarse mutuamente. Ella con su paleta; él al pentagrama. Fue la primera vez que no pintaba, ni desnudos, ni flores. Él encontró que lo sacaba demasiado cuerdo.

-Vas a lograr que un día me pongan en las enciclopedias junto a Bach, o Beethoven –dijo con verdadero temor–; cuando no soy más que un degenerado pianista de cabaret.

-No te encapriches conmigo –le decía ella entre risas–. Un día me iré; siempre me he ido.

-Ni tú conmigo –era su respuesta–. Un día me quedaré; siempre me quedo.

La llamaba de muchas formas cariñosas, entre ellas Biquí; y le escribía pequeños mensajes con frases musicales, que ella no podía leer; y que encontraba al pie de su cama, pegados en el techo, o a la lámpara.

-Buenos días Biquí, ¿se han secado ya tus alas? Si no es así te espero en el Café para dar un paseo por el Bois de Boulogne.

Un día Biquí dijo adiós. No hubo motivo alguno. Era tiempo de partir, y de ser amada por otro artista. Acaso ya había sacado cuanto podía extraerse de aquella relación. Cuando menos su mejor obra. Él también le escribió otras. Suzanne le dejó el retrato. Erik, prefirió guardarse sus partituras.

Dado que ella solía mantener amistades con sus antiguos amantes, no vio nada malo en volver a verle tocar en el Auberge du Clou; y fue allí una noche. Él se mareó y lo achacó a la bebida, escabullándose por la puerta de atrás del local, en mitad de la función. Al día siguiente, ella recibía una citación judicial a requerimiento de Erik Satie, que pedía a los tribunales una orden de alejamiento de aquella arpía. No volvieron a hablarse y cuando se encontraban por la calle, al fin y al cabo, Montmartre era su hábitat natural, cambiaban de acera.

No volvió Satie a amar a ninguna mujer. El día en que murió, y la humanidad penetró, al fin, en la “tumba egipcia”, en que había convertido su inexpugnable hogar; encontraron, entre otras cosas, el retrato de Suzanne, del que pendía una corona de flores secas, y dos obras musicales dedicadas a ella: “Bonjour Biquí”, y “Las Vejaciones” que, tal y como rezaba la partitura, debían de ser interpretadas, ochocientas cuarenta veces seguidas. Acaso las mismas que se repetía el nombre de ella cada noche a modo de mantra para lograr conciliar el sueño.

Ahora Satie, dormía para siempre un Sueño de trapecistas con alas, y barquitas de enamorados, flotando en el cielo con la misma mansedumbre que en el estanque de los jardines de Luxemburgo.

El relato de Martín – El hombre que no quería ser W.A. Mozart

Beethoven

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XL – El hombre que no quería ser W.A. Mozart

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 12/01/2015

A pesar de que no todos los días uno tenía el privilegio de ver a Mozart, el Joven no estaba nervioso; sus Valedores, en cambio, sí que mostraban cierta inquietud. Llevaban ya casi una hora aguardando en el lujoso salón de la enésima casa que “El de Salzburgo” había alquilado en Viena; esta vez en el barrio de Hasengrund. El Joven se levantó y examinó la estancia. Dominada por una imponente mesa de billar, sobre la cual había diseminadas algunas partituras manuscritas, no faltaban en ella los manuscritos más refinados, cristalería de Bohemia, y tabaqueras y otros objetos rematados en nácar. El Músico examinó la obra en la que Mozart estaba trabajando, era una sinfonía en Sol Menor; alguien le pidió que no tocase aquello, puesto que el Maestro era muy susceptible en lo referente a sus composiciones “sin terminar”; y dejó los folios, tal y como los encontrase, en la mesa.

Al poco llegaron otros visitantes con el mismo propósito: “un joven talento al que deseaban que el Maestro viera tocar el piano”. No había sillas suficientes en la casa para tanto suplicante, pero eso al primer muchacho le dio igual; en realidad, estaba deseando que aquello concluyera cuanto antes.

Mozart apareció al fin, con el rostro paliducho, salpicado de viruelas; y aquellos ojos, que no dejaban de moverse de forma irritante, como si quisieran saltársele del rostro, y vivir su propia vida; recordaba a un pájaro cabeceante. Su cabeza, además, era demasiado grande para aquel cuerpecillo, y daba la impresión de estar a punto de caérsele cada dos por tres.

Cuando le presentaron a los muchachos que aguardaban para mostrarle su talento, bostezó. Estaba algo resfriado, y su voz contribuía a reafirmar al Joven en su idea de “un ave caída del nido”. Mozart señaló al muchacho que había llegado en segundo lugar y le pidió que tocase él; naturalmente nadie se atrevió a protestar, puesto que era de origen noble. Mozart le dio un Tema, y luego el joven Aristócrata procedió. Al Muchacho venido de lejanas tierras, le pareció que su técnica era un poco rudimentaria, y lo que era más sorprendente, creyó detectar en Mozart un amago de bostezo, que disimuló acercándose un pañuelo a la boca. Al parecer, había salido de la cama muy a desgana, implorado por su Esposa; el Muchacho se fijó en Ella con detenimiento: no le pareció nada hermosa; y, de echo, su expresión era un poco de “lunática”; eso sí, no podía negarse, que hacía buena pareja con Mozart, aunque ella fuese tan oscura, y Él tan blanco.

Cuando acabaron de despachar al joven Aristócrata, con todos los parabienes del mundo, Mozart prometió buscar tiempo para darle clases; y, curiosamente, ahora era el turno del otro Muchacho. Ahí, “El de Salzburgo” torció el gesto:

-¿No podríais venir otro día? –preguntó– Tengo muchísimo trabajo pendiente.

Los Valedores del Joven, le recordaron que era Hayden quien lo enviaba, a lo que Mozart replicó:

-¡Caray con el viejo Papá! ¡En fin! Todo sea porque aún no me ha perdonado la sonata que le toqué con la nariz.

Y mandó al Muchacho que tocase algo; lo que fuera. Éste, molesto por su indiferencia, no pudo evitar endurecer las facciones, aunque fuera por unos instantes. Esto irritó algo a Mozart, que se sonó ruidosamente las narices.

-A ver –le dijo–; improvísame sobre esto.

El Joven tomó asiento al piano, y por unos instantes convirtió milagrosamente aquella estridencia en una frase musical. Pero… ¿Cómo continuar aquello? Y entonces tuvo una brillante idea: introdujo el tema principal del “Andante de la Sinfonía en Sol Menor”, en la que Mozart estaba trabajando. Éste dio un respingo al escuchar aquello; y luego miró a la mesa de billar y comprendió. Pero, al escuchar la improvisación que el Joven desarrolló, sus facciones se relajaron. Una vez hubo concluido, mucho más amistoso, abrazó al Chico.

-¡Qué bien! –le dijo– Reconozco que me has pillado por sorpresa. Tienes un gran futuro, te lo aseguro. Pero no divulgues este Tema por ahí. ¿Eh?

Lo lógico hubiera sido corresponder aquella muestra de aprecio, pero el Joven no podía; en realidad, aborrecía a Mozart desde su más tierna infancia. Desde que su Padre, el cantor “borracho” de la Capilla de Bonn, se empeñara en hacer de Él un segundo Mozart; pero por desgracia Él, no era un segundo Leopold, y por eso convirtió sus años mozos en un verdadero infierno.

Lo encerraba días enteros, obligándole a practicar al piano; a escribir incluso obras como un Concierto para Piano, que sonase a Mozart; y así, lo había paseado por las Cortes vecinas a la de Bonn, tratando de exhibirlo como un “fenómeno de feria”. Incluso llegó a afirmar que tenía dos años menos de su edad, para que impresionase más.

Y sin embargo, Mozart, sólo había habido uno; concretamente, aquel pasmarote, que tenía delante. Y, cuando no impresionaba a los demás tanto como su Padre hubiese querido, éste le golpeaba sin piedad, y lo dejaba sin comer durante días.

-Necio –le decía–. O hago de ti un genio, o acabo contigo.

Al final, el único aliado con el que pudo contar para que su progenitor no materializase esta última amenaza fue el alcohol, que fue, poco a poco, minándole, hasta convertirle en un despojo que profería improperios en un rincón.

Mozart lo miró de arriba abajo. Ahora entendía porqué nunca había querido ser como él. El de Salzburgo, debió de darse cuenta de que algo tenía en contra suya el de Bonn; porque, cuando le propusieron que le impartiera clases, replicó:

-No tengo tiempo. Id donde Salieri; seguro que él se las da gustoso.

Tres años después, Mozart murió; y por fin dejaron de comparar al Joven con él. Con el tiempo se convertiría en Ludvig Van Beethoven; y aunque llegó a escribir variaciones sobre obras de Mozart, y admiraba su música; nunca dejó de guardarle resentimiento por su infancia arruinada. Por eso, cuando le preguntaban quien era el mejor músico de todos los tiempos, respondía sin dudar:

– Haendel. Eso sin duda; y ante su tumba me descubro.