Archivo del Autor: Inma Escribano

El relato de Martín – El rey de Nueva York

Richard Tucker

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 23/10/2014

Esa noche el Metropolitan se había rendido a sus pies, una vez más aquel chico judío de Brooklyn revivía su triunfo sobre los años duros que le costase llegar hasta lo más alto. Y a lo largo de todo ese camino Sara le había acompañado siempre. Esa noche cumplían años de casados y quiso celebrarlo con ella. Por eso rechazó la invitación del congresista a cenar el Waldorff Astoria. Se quitó a toda prisa el maquillaje de payaso y fue al hotel a darse una ducha. Pidió a Sara le esperase en un taxi y luego se vistió con un frac que estrenaba para la ocasión. Había pensado en un lujoso restaurante italiano de Manhattan del que le hablase Mario Lanza y que abría hasta medianoche los días en que había función de ópera.

Pero cuando bajó al hall del hotel cayó en la cuenta de algo. Se había dejado la cartera en el camerino del teatro, dentro del traje de payaso, para ser exactos. Debió de hacerlo con los nervios del estreno. Porque a pesar de ser su casa, el Metropolitan era siempre el Metropolitan. Bueno, se dijo, no habría problema. Sacaría dinero de la caja del hotel. A esas horas había un único empleado en recepción, que leía aburrido un ejemplar del Reader’s diggest. Se acercó a él. El empleado ocultó el Reader apresuradamente entre las páginas del libro de registros.

-Buenas noches. Soy Richard Tucker y quisiera sacar cien dólares.

Con eso bastaría para una exquisita cena romántica, regada por un buen chianti. El empleado le pidió entonces un documento que acreditase su identidad. El rey de Nueva York se mostró azorado.

-Verá -le explicó- el caso es que no la llevo encima. Me la he dejado en el teatro…

-Comprenderá, señor -dijo ceñudo el conserje- que no podemos entregar cien dólares a cualquiera.

-Ya, pero soy Richard Tucker… ¿No ha oído usted hablar de mí?

El empleado se encogió de hombros. ¿Y cómo no iba a oír hablar de él? Toda la ciudad comentaba el éxito de lo último del Met. Pero naturalmente, cualquiera podía presentarse allí con un frac alquilado y hacerse pasar por él. Era preciso verificarlo. Tucker pidió un periódico y le señaló la primera plana.

-Mire, aquí estoy. ¿No lo ve? Es mi fotografía, cantando en el escenario.

-Ya, pero señor-alegó el hombre cada vez más nervioso- está usted ahí vestido de payaso…No se le reconoce precisamente. Entienda que yo no puedo…

Tucker se impacientó. Puede que aquel hombre tuviera razón, pero también empezaba a desesperarle su testarudez.

-Se me ocurre una cosa- dijo finalmente el conserje, al advertir que ya empezaba a cansarse- cante para mí. Demuéstreme que de veras es Richard Tucker con su voz.

-¿Ah, sí? ¿Y qué quiere que le cante?-preguntó intrigado.

-Pues no sé… Esa del tipo que llora frente al espejo o la del que van a fusilar al amanecer. Con cualquiera de ellas podrá probarlo.

Richard Tucker respiró hondamente. No siempre los reyes salen victoriosos, aunque se trate de pequeñas empresas. Renunció a la idea del restaurante italiano. Sara, que ya estaría harta de esperarle en el taxi, llevaba un par de dólares encima. Bastarían para tomarse unos perritos y unas sodas de cereza en un puesto callejero que había en la esquina. El tenor se dirigió a la entrada del hotel, para sorpresa del conserje, que le preguntó qué problema había.

-Compréndalo -le dijo- si yo cantase por cien dólares es que entonces jamás podría ser Richard Tucker.

El relato de Martín – Mariposas de la tarde

ClaraSchumannGebWieck

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/10/2014

La pequeña Clara, de once años, fue quien le abrió la puerta de la casa. Su padre, le dijo, estaba dando la clase de violín con su hermano. ¿Le importaría esperar? Él dijo que en absoluto. Le entregó una bolsa con caramelos que había traído para los pequeños y Clara lo agradeció, guardándola en una alacena. Pero no tomó ninguno. En cambio, mostró curiosidad por la partitura que llevaba bajo el brazo. “Mariposas op. 2”. ¿Era de él? Robert asintió. ¿Podía tocarla? ¡Qué honor! Exclamó el joven. Los pequeños dedos se posaron sobre el teclado como lágrimas de nácar que comenzaron a acariciar aquellas piezas de marfil y de repente se hizo la música. Él nunca la había imaginado así, tan vivaz y saltarina, como en el fondo era ella en las escasas ocasiones en que salía de la casa y correteaba por el bosque cercano.

-Dicen que vais a casaros, Herr Schumann- le dijo sin interrumpir su interpretación.

Asintió. Qué joven más afortunada sería, dijo escapándosele una risita. ¿Acaso se reía de él?

-Sí. Será en primavera. Se llama Ernestine…

-Pues habéis roto vuestra promesa. Hace un año apostamos que no sería capaz de improvisar sobre la marcha a la turca de Mozart y la prenda era casaros conmigo. Y perdisteis.

-Es verdad- se echó a reír él-tendré que hacer algo para compensarte. ¿Quieres que escriba un álbum de piezas para ti?

-No… -repuso modestamente- éste me gusta. Además, yo nunca me casaré.

-¿Y eso?- quiso saber él.

La niña replicó que alguien tendría que cuidar de su padre cuando este fuese anciano.

-Él cuida de mí y de mis hermanos con esmero desde que nuestra madre se fue. Se lo debo. Él me ha enseñado todo lo que sé.

Y las mariposas continuaban brotando del teclado, revoloteando por la estancia con sus alas de cristal y caramelo, mientras charlaban. En esto, se escuchó un estruendo y un llanto. Como una exhalación la puerta del salón se abrió y entró en ella como alma que lleva el diablo el hermano de Clara, Alwin, con un violín en la mano. Tras él, el padre, el furibundo Wieck, lo perseguía con un cinturón en la mano.

-¡Sinvergüenza, malnacido! ¿Así es como se toca? ¡Eres mi vergüenza! ¡Ven que te coja!

El niño tiró varias sillas en su huída y comenzó a dar vueltas al piano, esquivando los zurriagazos. A todo esto, Clara no dejó de tocar. Pestañeó en un par de ocasiones, pero no perdió ni la precisión, ni la gracia, ni el encanto.

-Ah, Schumann ya estás aquí -dijo Wieck sin dejar de perseguir a su hijo- ahora te atiendo, espera que termine la clase.

El niño salió corriendo del salón, perseguido por el padre y la lamentable escena continuó por el pasillo de la casa. Robert miró a Clara. Once años, pero una vida entera, quizás dos, de sabiduría en la triste mirada. De repente, las mariposas de la tarde se habían vuelto negras. Y sin embargo, en mitad de aquel lodazal, ella sobresalía como un ángel moreno, de alas en los dedos. “¿Me encuentro realmente ante un ser de carne y hueso?”. La niña dejó de tocar.

-Eran unas piezas preciosas…He cambiado de idea. ¿Escribiréis alguna para mí en otra ocasión?

-Claro -dijo él conmovido- estoy seguro de que nuestra asociación artística será muy dichosa.

Como el gruñón de Wieck tardó todavía un rato más en llegar, ella le brindó como un magnífico presente su interpretación de una sonata de Carl Maria von Weber.

El relato de Martín – El duelo

Haendel

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 21/10/2014

La disputa había empezado por una tontería. Como empiezan estas cosas. Una noche se representaba El infortunio de Cleopatra, compuesta por Johann, en la que él mismo interpretaba a Marco Antonio, con una gloriosa muerte en escena. Georg, que debía parte de su fortuna de recién llegado a Hamburgo al apoyo de Johann, tocaba el segundo violín dentro de la orquesta. Sin embargo, una vez comenzada la función, el director enfermó y tuvo que abandonar el clave. Georg se ofreció a sustituirlo para que la obra no tuviese que suspenderse. Y tomó de tal manera las riendas de la orquesta que hizo suya la música de Johann como arcilla que fueran modelando sus manos. El público advirtió su labor y le dispensó tantos aplausos como a Johann, quien no pudo evitar cierto resquemor.

A partir de ahí se sucedieron las rencillas. Un alumno que daba clases con Johann pasó a solicitarlas de Georg y no tardaron en encargar a este último una nueva ópera para el teatro. Un día Johann lo insultó públicamente en una taberna, delante de varios testigos y él escupió a sus pies. Cierto es que habían bebido demasiada cerveza, pero aquello era un desafío en toda regla y ninguno de los dos podía echarse atrás. No bastaba con una competición al clave para arreglarlo. Serían las espadas las que lo hicieran. Aunque los elegidos como padrinos trataron de disuadirlos, se citaron a la mañana siguiente en un paraje boscoso a las afueras de Hamburgo. Ninguno de los dos había dormido, pero en sus ojeras latía más la rabia que el sueño.

El juez del duelo dio las palmadas de rigor y se pusieron en guardia. Georg era robusto y vigoroso, todavía muy lejos del corpachón característico con el que lo iban a preservar la mayor parte de sus retratos. Johann era pequeño y ágil, y matarse todas las noches en el papel de Marco Antonio le había hecho familiarizarse con la espada, aunque la del escenario fuera de madera. Los filos volaron por los aires, jugando a besarse con sus labios de acero. Entrechocaron mil y una veces, haciendo saltar en ocasiones chispas parejas a la rabia que los dominaba. No se escuchaba más sonido en el bosque que el entrechocar de las espadas y su eco lejano en las cortezas de los robles. Sus frentes, que se hincharon mostrando en relieve las raíces de la ira, pronto rompieron a sudar. Los filos no les habían tocado aún y era de esperar que cuando lo hicieran, uno de ellos quedase tendido allí para no levantarse más. Los padrinos se miraban entre sí con desespero, sabiendo que ya era inútil toda mediación y no restaba sino un milagro. Y éste se produjo.

La espada de Johann buscó el corazón de Georg y fue a ensartarse en él con la precisión de una rueda de molino. Pero en esto, el frío de la mañana fue un aliado decisivo, porque Georg llevaba un pesado abrigo para protegerse de él. Uno de los enormes botones del abrigo detuvo la estocada y el filo de su rival se rompió, saltando el acero por los aires hasta tocar la mejilla del atacante.

Georg hubiera podido aprovechar la espada rota de Johann para matarle, pero no lo hizo. Ambos se dejaron caer sobre el suelo jadeantes. Cuando se levantaron sus cuerpos ya habían exudado toda la ira y, de repente, se encontraron riéndose, ante el aspecto de locos que les confiriera el combate. Sus padrinos pensaron que habían enloquecido.

Decidieron volver juntos en el mismo carruaje. El cochero les pasó una botella de aguardiente y bebieron de él, comentando lo estúpidos que habían sido.

-El cielo no quiere que muramos hoy-dijo Georg- ¿Qué haría la escena de Hamburgo sin volver a ver a su Marco Antonio agonizando en escena como lo haces tú de bien?

Johann Matheson asintió y tras dar un largo trago a la botella se limpió los labios y repuso sin pensarlo.

-¿Y yo? ¿Qué hubiese pasado si hubiese matado hoy a Georg Friedrich Haendel? Quién sabe de cuántas obras maestras hubiese privado al mundo.

Más sólida que la espada tan oportunamente hecha pedazos, la amistad de aquellos dos músicos no se rompería ya jamás.