Autor: Martín Llade
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 26/10/2014
El escándalo se extendió por toda Viena. Uno de los profetas del magnetismo, un mercachifle llamado Mesmer había pretendido curar mediante el empleo de imanes la ceguera de la hija del secretario imperial, Maria Theresia von Paradis. El engaño duró unos meses en los que la casa del secretario se llenó de perplejos visitantes que se arrodillaban ante el supuesto milagro. Sin embargo, el ardid quedó al descubierto cuando la joven fue llevada ante el Emperador. Puesta en un contexto que le era desconocido, le fue imposible esquivar sillas y puertas, y finalmente acabó tropezando en la lanza de un alabardero y dando con su cuerpo en el suelo ante la presencia del soberano.
Mesmer se apresuró a huir de la ciudad antes de verse en un calabozo y la muchacha se encerró en su casa, rehuyendo todo contacto, incluso con sus propios padres. Desesperado, Domenico von Paradis llamó a Antonio Salieri, con el que Maria Theresia mantenía una buena amistad y que incluso había escrito un concierto para piano para ella. Salieri se disponía a partir a París para conocer a Gluck, pero demoró su viaje un día con objeto de visitarla.
-Lleva semanas encerrada en su cuarto frente al pianoforte, sin apenas comer ni beber. No quiere saber nada de nosotros-explicó el padre-intentadlo vos, por favor.
Entró en su habitación y la encontró de espaldas, con la ventana abierta de par en par, los dedos errando desganados por el teclado del pianoforte. Se posaron en varias teclas como al azar enhebrando una melodía triste.
-Querido amigo-dijo ella-¿Habéis venido a ver la pobre cieguita? Pues ella no puede veros a vos. Ya os lo habrán dicho.
-Lamento que hayáis tenido que pasar por esto-repuso él.
-¿Por qué he tenido que pasar? Me quedé ciega siendo tan niña que no guardo recuerdos de lo que mis ojos veían, y sigo sin ver. No ha habido grandes cambios.
Salieri insistió en que se animase, porque había una orden de captura contra el bribón de Mesmer y tarde o temprano pagaría por lo que había hecho.
-Ah…Mesmer-pronunció este nombre como si fuese el estribillo de una canción-en realidad, no le guardo tanto rencor. La verdad es que ninguno.
Salieri no podía entenderlo. ¿Es que no merecía un castigo por haberla humillado así?
-¿Cuál fue su pecado? ¿Hacerme creer que veía de nuevo? Esa creencia no hizo sino infundir cosas hermosas en mí. La sensación al fin de que era un ser humano completo. ¿Sabéis vos que desolador es no poder sentirse sola nunca, tener siempre un aliento acariciándoos la nuca, una mano que nunca os suelta la muñeca para ayudaros a cruzar la calle? Ni la más terrible de las soledades se me antoja tan opresiva.
Aporreó las teclas del pianoforte con rabia.
-Si Mesmer me hizo sentir cosas hermosas que nunca había experimentado antes, no puedo sino estarle agradecida. Me hizo ver…sí, porque esa es la palabra y no otra…Ver que puedo ser más que una Maria Theresia von Paradis. Que había otras posibles, además de la ciega de la que todos se compadecen. Que podía correr por el campo sin miedo a tropezar con una raíz, bañarme en un río bajo la luna sin temor a que nadie me observase o colarme en un teatro sin ser vista, por la puerta de atrás, y descubrir las reacciones sinceras de la gente a mi música.
-¿Pero cómo pudo haceros creer que veíais?
-Abrió algo en mi interior, como una pequeña ventana en mi alma, que ahora los demás han cerrado para siempre. Quizás no pudiera distinguir las figuras de los otros, pero sí los colores que emanaban de sus cuerpos, la luz que alberga el interior de los seres. Porque cada uno estamos hechos de un color. ¿Lo sabéis? No homogéneo, porque nada es completamente blanco ni negro en el mundo.
-¿Pero entendéis lo que son los colores?-Salieri se mostraba cada vez más confundido. Pobre muchacha, ¿acaso la había vuelto loca aquel timador?
Ella se lo explicó.
-El azul dicen los demás que es el cielo. Pero para mí es la tranquilidad de una mañana tras un sueño reparador en el que nuestros miembros parecen haber vuelto a nacer-y suena así. Y tocó una deliciosa y serena melodía al teclado.
-El verde-le explicó- no sólo son los campos. Es la sonrisa pícara que en silencio nos dirige alguien a quien queremos, pero cuyo cariño la sociedad nos obliga a mantener en secreto. Un verde que reluce cuando sabemos que en breve, quizás esa tarde o al día siguiente, volveremos a encontrarnos entre la gente sin poder tocar nuestras manos-esbozó otra melodía sensual y vivaracha.
-Y el rojo es una boca abierta, jugosa como la cereza que apenas se deshace en las yemas de los dedos con una pequeña opresión.
La descripción de cada color iba acompañada de una hermosa música que, por algún motivo, Salieri no pudo dejar de asociar a lo que ella contaba. Maldito Mesmer, ¿sería contagiosa su mentira?
-Naranjas son las manos que acarician castamente, como las de mi abuela cuando se despertaba en su lecho de enferma y me atraía hacia sí; el violeta es el aroma de los días de fiesta y los vestidos nuevos, los zapatos que aún aprietan el pie y los caramelos de los niños el día de su santo.
Una vez hubo repasado todo el espectro, Maria Theresia von Paradis se volvió al fin hacia él. Había lágrimas en sus ojos.
-¿Cómo no he de guardarles rencor a mis padres y a lo demás? Yo era feliz creyendo que veía. ¿Por qué no me dejaron seguir creyéndolo si a nadie hacía mal con ello? Por primera vez en la vida me han hecho sentir ciega de verdad y eso, amigo mío, no podré perdonárselo nunca.
Antonio Salieri partió al día siguiente a París, al encuentro de Gluck. Y durante las tres semanas que duró el viaje en carruaje no dejó de pensar en Maria Theresia von Paradis, preguntándose una y otra vez si no tendría razón y no sería ella la vidente y ciego el resto del mundo, él incluido.