Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 23/01/2015
A lo largo de su vida había aprendido que el hombre resistía mejor sin amor que sin café. Lo aprendió el día en que fue expulsado de casa de Franz Liszt por dormirse mientras éste le tocaba al piano su propia música, que le llevase para obtener su protección. A partir de ese momento se convirtió en un consumidor compulsivo de café, hasta el extremo de que su médico le advirtió en varias ocasiones de los nocivos efectos que esto podría acarrearle.
Pero él replicaba a estas advertencias con una anécdota histórica: “Gustavo III, el rey en el que se inspira ‘Un ballo in maschera’ de Verdi, tenía la teoría de que el café era veneno y para demostrarlo ordenó que dos criminales fueran alimentados sólo a base de café, en lugar de enviarlos al cadalso. Él esperaba que murieran en pocos días, pero paradójicamente no pudo ver el resultado del experimento porque antes lo asesinaron a él, mientras que los dos criminales llegaron a octogenarios. Yo también espero llegar a esa edad. Y de hecho, creo que también preferiría que me pegasen un tiro a tener que ver “Un ballo in maschera’ ”.
El vino le gustaba también. Incluso había tenido el curioso honor de que le pusieran su nombre a uno. Fue un rico melómano al que tuvo ocasión de conocer y que le mostró su bodega, toda llena de barricas con vinos bautizados con los nombres de compositores famosos. Le invitaron a probar el suyo y tras paladearlo detenidamente preguntó: “Está bien sí…¿Pero no tendríais mejor un Beethoven por casualidad?”.
El vino, a diferencia del café, no le dejaba trabajar bien pues provocaba que le temblara el pulso. Con el café, en cambio, sentía el chasquido de los engranajes de su mente poniéndose en funcionamiento y las ideas felices no tardaban en surgir, aunque en ocasiones le costase tiempo plasmarlas. Su primera sinfonía le había llevado 22 años de trabajo y al menos 40.000 tazas de café. Pero el esfuerzo mereció la pena, aunque fuese uno de los músicos más tardíos en estrenarse en el terreno sinfónico. Lo compararon a Beethoven, lo que por un lado le causó un gran embarazo, pero por otro lo halagó enormemente.
Curiosamente, tras haberse desprendido de todo aquel lastre emocional, su segunda sinfonía brotó con la facilidad del agua que surge del caño. Apenas le llevó un verano concluirla y para hacerlo se inspiró en la apacible serenidad de los alpes austríacos. A esta inspiración contribuyeron sus largos paseos por el campo, el canto de los pájaros, lecturas poéticas y sobre todo el café. Una tarde se hallaba imbuido por una feliz idea musical, la que daría cuerpo alallegreto grazioso del tercer movimiento, cuando decidió darse una vuelta por Porstchach, el pueblecito donde se había alojado. Se dio la circunstancia de que el cuerpo le pidió un poco de asueto cuando terminó de ascender por una empinada cuesta, al final de la cual había un pequeño café. Las mesitas de la terraza estaban vacías, lo que le resultó grato. Se sentó y pidió a la encargada del local un café.
Ésta se lo trajo a los pocos minutos. La taza despedía una nubecilla cálida que le acarició la frente. Pero ésta se arrugaría apenas se hubo llevado la porcelana a los labios. Llamó a la dueña.
-Perdone-le dijo-esto es achicoria.
Ella lo negó. Era el mejor café que podía encontrarse en la zona. Él no lo dudó, porque estaban ciertamente aislados. Pero no quería tomarse el contenido de aquella taza. La achicoria le causaba ardor de estómago y, para colmo, la llama de su inspiración acabaría por desvanecerse si no la alimentaba concienzudamente con una adecuada dosis de excitantes. Pidió otra taza y por lo bajo tarareó, para no olvidarse del tema de la sinfonía. Dada la complejidad de sus obras no podía, como los compositores del clasicismo, escribir sin un piano delante. Sólo recopilar frágiles ideas que era preciso pasar de inmediato al papel. Pero el café tenía la virtud de preservarlas durante bastante rato en su cabeza. La mujer volvió. Él sopló detenidamente en la taza, demorando la ingesta de la infusión, a fin de convertirla en más placentera si cabe, por la espera.
Pero cuando probó el contenido de la segunda taza se dio cuenta de que era achicoria. Una vez más. Pérfida mujer. ¿Es que no se daba cuenta de que estaba poniendo en peligro el movimiento más bello de su sinfonía? Caviló. Tardaría al menos una hora en regresar a la cabaña que había alquilado para todo el verano. Las ideas se le desvanecerían al primer soplido de la brisa. Era menester pensar algo. Y de repente, el genio que habitualmente utilizaba para desarrollar la forma sonata, le arrojó la respuesta. Volvió a llamar a la dueña.
-He cambiado de idea-le dijo-creo que tomaré achicoria. ¿Tiene usted?
-Por supuesto, señor. La que quiera.
-¡Pues quiero toda!
-¿Toda?
-Sí…Tengo problemas de estómago y he oído que es muy digestiva. Tráigala, por favor.
Pasado un rato, la mujer apareció toda sonriente, con una bandeja cargada con seis tazas de achicoria. El músico las observó receloso.
-¿Seguro que no tiene más en la bodega?
-Seguro, señor. No podremos servir achicoria aquí hasta dentro de una semana, que es cuando viene el proveedor.
Estupendo. Johannes Brahms hizo crujir sus nudillos. Sentía nuevamente su allegreto bullirle feliz en esa región de la mente situada entre los habitáculos ocupados por la alegría y la astucia.
-Pues ahora, si es tan amable. Tráigame una taza de café, por favor.
Jajajaja. Que bueno lo de la achicoria. Que grande entre los grandes era Johanes Brahms
¿Y si nos dibujas una achicoria? 😛
Un abrazo, dibujante.