Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 27/10/2014
Cuando los de mantenimiento le vieron llegar envuelto en su largo gabán, con bufanda y guantes en pleno verano, pensaron que sería el pintor, que ya se retrasaba. “Ya era hora”, le espetaron entregándole un buzo, una brocha y dos cubos de pintura blanca. “Dele un buen repaso a esa pared, que falta le hace”. Él no se esperaba aquello desde luego. ¿Por qué le pedían algo semejante? No entraba para nada dentro de sus esquemas, que en aquel momento se habían erigido como un férreo andamiaje en torno al “Concierto emperador” de Beethoven, que tenía que ensayar en unos minutos con la Filarmónica de Nueva York, dentro de aquel mismo teatro. Sin embargo, tampoco había ninguna razón para no hacer caso a aquellos hombres. Al fin y al cabo, era cierto que la pared estaba sucia y desconchada. ¿Quién querría entrar a escuchar a Beethoven a un teatro que presentase aquella deficiencia? La cuestión era no menos importante que saberse la propia partitura del concierto. Se enfundó en el buzo y mojó la brocha en la cubeta. Cuando oprimió las cerdas embadurnadas de pintura contra la pared experimentó un inédito placer dentro de su ser. Una armonía de geometrías blancas que encajaban entre sí con la misma precisión que los resortes del contrapunto bachiano afloró a la superficie de su conciencia. Y se puso a canturrear alegremente, a medida que el muro iba recuperando su esplendor primigenio.
Dentro del teatro, George Szell se impacientaba. ¿Dónde estaría aquel cretino de pianista al que llevaban más de una hora esperando? La Filarmónica, que había sido testigo de muchos desencuentros entre ambos, contemplaba entre nerviosa y divertida la desesperación de su director. El concierto era aquella misma noche y tenían todavía muchas cosas que repasar. En esto, el ayudante de Szell entró todo agitado al patio de butacas. ¡Hubiera jurado que había visto a Gould fuera, pintando la pared! Szell se encaminó a la calle y allí lo encontró, como un autómata atolondrado, levantando y bajando el brazo, junto a las taquillas, tratando de blanquear lo imposible, porque hacía rato que se le había acabado la pintura.
Tuvieron que sujetar a Szell para que no se abalanzase sobre él. Gould trató de explicarse: si le habían pedido que pintase, ¿por qué no iba a pintar? Al fin y al cabo, era un procedimiento de lo más sencillo…y también algo importante para que el concierto saliera bien. El director lo condujo a gritos hasta su banqueta de catorce pulgadas y el pianista acabó sentándose. George Szell levantó la batuta y rugió un “allegro molto feroce” que fue replicado por la orquesta como una salva de fusilería. Glenn Gould posó entonces sus dedos sobre el piano, dejando un rastro de manchas blancas sobre el teclado.
“Dios mío”, pensó el director “Y pensar que este idiota es un genio”.
Aquella noche el público que asistió al concierto se quedó maravillado de la extraordinaria blancura que emanaba del muro contiguo a las taquillas del teatro.