El relato de Martín – Los consejos del maestro

mascagni

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 03/02/2015

Como todos los compositores, el maestro Pietro Mascagni necesitaba una tranquilidad absoluta para componer. Por eso, con objeto de llevar a cabo la escritura de su ópera Guglielmo Ratcliff alquiló un pequeño estudio en una calle poco concurrida de Roma, al que hizo llevar su piano. Allí pasaba de ocho de la mañana a siete de la tarde, saliendo únicamente para estirar las piernas y oxigenar su mente, además de para echarse algo caliente al cuerpo. Comprobó con agrado que la idea había sido buena, porque en Milán era constantemente importunado por sus admiradores y le costaba no poco componer.

Además, era preciso volver a aportar un gran éxito a la escena, ya que, según decían las malas lenguas, Puccini, que ya había saboreado el éxito con Manon Lescaut, empezaba a pisarle los talones en cuestión de popularidad. Mascagni debía aprovechar la ocasión para reasentarse como el heredero de Verdi, ya que desde la apoteosis de su Cavalleria rusticana no había logrado, ciertamente, ningún éxito similar. Pero estaba seguro de que con Guglielmo Ratcliff su genio se vería nuevamente reconocido.

Sin embargo, en mitad del tercer acto, la fatalidad se hizo sustancia a través de la figura de un músico callejero, de esos que poblaban las esquinas de Roma al menos desde los tiempos del imperio. En algún momento determinado debió de verle cuando salía de su estudio a estirar las piernas y le reconoció. Y así, el hombre se instaló en la tranquila calle, justo bajo su ventana, y empezó a tocar al violín el intermezzo de Cavalleria rusticana. Una y otra vez, así, todos los días.

Al principio decidió ignorarlo. No le interesaba darse a conocer todavía más, porque entonces se vería molestado, como siempre, y Ratcliff se atrincheraría en su mollera. Y él lo necesitaba allí, sobre el papel. Así que probó a ignorar al músico. Pero la voz de su violín desafinado era más poderosa que la del tenor Fernando de Lucia, y penetraba por los cristales del estudio, para flotar en el aire y martillear sus sienes, haciendo que la materia musical naciente se cortara, igual que la leche al sol. Maldito músico callejero. Era irónico que la música de Cavalleria que con tanta facilidad escribiera en el pasado le impidiese ahora llevar a cabo la creación de una obra nueva. Una vez más, se veía perseguido por su propio éxito. Probó con tapones en los oídos, pero entonces no escuchaba su propio piano, ni cómo sonaban las melodías que trataba de configurar a través de él.

Una mañana decidió depositar una generosa suma en el sombrero del hombre, esperando que éste se fuera. Pero todo lo contrario, a partir de ese día, en lugar de tres o cuatro horas, se pasaba el día entero allí, a lo que se ve, aguardando una gratificación similar. Y así, una y otra vez, martilleando el intermezzo. Una mañana no pudo más y se encaró con él.

-Usted es una pesadilla-le dijo.

-¿Yo?-el hombre hablaba una mezcla cantarina de italiano y dialecto romano-¿se refiere a mí, maestro Mascagni?

-Sí. A usted me refiero.

-¿Y qué debería hacer?-inquirió el músico.

-Para empezar, podría irse de esta calle.

-Italia es un país libre, señor-repuso el hombre encogiéndose de hombros-y cada músico romano tiene su calle. A mí me ha tocado ésta. No tendría adonde ir. Es más, si me voy…Podrían venir otros. Incluso peores que yo.

Mascagni suspiró. Captaba la indirecta. Echarle sería contraproducente, estaba claro. Y necesitaba acabar la ópera. Decidió entonces atenuar en la medida de lo posible el nocivo efecto. Le cogió el violín.

-Pues al menos, haga que esta cosa suene afinada. Me está destrozando los nervios, ¿entiende?-como presupuso que ni siquiera sabría afinarlo, lo hizo él mismo. Luego, le devolvió el deteriorado instrumento. No sonaba bien, pero al menos había logrado que no resultase tan irritante.

Mascagni iba ya a irse, pero antes recordó una cosa.

-Ah, y algo muy importante. No toque más Cavalleria rusticana. ¿Lo entiende?

-¿Y por qué no?-preguntó extrañado el músico.

-Porque no. Y si le resulta difícil de comprender, le traeré a mi editor y él le exigirá los derechos de todas las veces que ha tocado el intermezzo. ¿Está claro?

-Clarísimo…Pero…¿Qué toco entonces, maestro?

Mascagni repasó mentalmente todas las melodías populares que conocía y buscó una que fuera poco molesta, o cuando menos no resultara susceptible de una interpretación estruendosa. Le sugirió la canción de La albóndiga en la valla.

-¿La conoce usted?

El hombre afirmó que sí. Mascagni dijo que perfecto, le estrechó la mano y luego regresó a su estudio cruzando los dedos. Todavía se asomó una vez más a la ventana para decirle:

-¡Y recuerde, nada de Cavalleria!

-¡Gracias por los consejos, maestro!-se inclinó el músico.

Mascagni respiró aliviado. La melodía de La albóndiga en la valla, mucho más inocua, sonaba ahora en el violín afinado. Mal tocada, pero inofensiva. Esa tarde pudo trabajar a gusto.

Sin embargo, a la mañana siguiente se vio sorprendido por un repentino tumulto. La calle estaba atestada de gente y el infernal rumor le impedía trabajar en absoluto. Acabó bajando para ver qué pasaba. ¿Habría sucedido algún crimen? Sin embargo, se temió lo peor al escuchar entre la multitud la cancioncilla de la albóndiga. Se abrió paso entre los viandantes y pudo descubrir con espanto aquello que llamaba tan poderosamente la atención de éstos.

Y es que el buen músico, ahora con el sombrero lleno de monedas, y aplaudido como nunca en su vida, había colocado un cartel a sus pies en donde se leía lo siguiente: “Discípulo del maestro Pietro Mascagni”.

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