Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 05/02/2015
No fue un encuentro buscado. Al menos no por el escritor. Por medio de un amigo se había enterado de que el viejo músico estaba interesado en sus poemas. ¡A esas alturas! “Me importa un bledo” repuso. No había querido nada de él cuando su obra estaba prohibida en Alemania, y ahora, al igual que quienes le dieron la espalda en los años ingratos, se interesaba por el reciente Premio Nobel de Literatura. Incluso le escribió una carta que ni se molestó en abrir.
Lo que no se esperaba era que un anciano vestido con un abrigo excesivamente grueso para el clima templado que hacía ese día se le acercase en su café favorito y se presentase ante él como Richard Strauss. ¿Era aquello casual? Lo dudaba, porque Montagnola no era un lugar al que nadie fuese de paso. Por eso lo había escogido precisamente para su exilio, para que nadie se hiciera el encontradizo con él.
-¿Le importa si me siento?-dijo Strauss con cierta timidez sosteniendo su gorra contra el pecho. No aparentaba ciertamente los ochenta y pocos que debía tener, aunque se movía como si trasportarse un inmenso invisible sobre los hombros. ¿Sería la conciencia? Ironizó para sí el escritor.
-Claro. Siéntese-le dijo-éste sí que es un país libre. O por lo menos, ha pretendido serlo siempre.
Strauss acusó el golpe, pero no dijo nada. Hizo señales al camarero para que le trajese un té. El escritor reflexionó:
-Probablemente usted haya olvidado lo que es circular por un país así. O mejor dicho, nunca lo habrá hecho. En los lugares donde hay libertad, la gente no va por la calle con la expresión contraída de quien está siempre al acecho de un enemigo. Aquí cada uno se busca a sí mismo y, lo que es mejor, casi nunca se encuentra. La vida se hace más llevadera así. Aunque claro está, luego dicen que los suizos son aburridos.
Strauss no le escuchaba. Sólo le miraba de arriba abajo, como tratando de asimilar el encuentro con quien había escrito los poemas que venían obsesionándole últimamente. Observó su mano derecha, la que había servido para plasmar materialmente aquellos versos aplastantemente sencillos en los que no dejaba de reconocerse. Acaso él sí se había encontrado al fin a sí mismo en Primavera, Septiembre y Al irse a dormir.
-La guerra ha sido terrible para todos-dijo súbitamente el músico- arrasaron Dresde y las Óperas de Berlín y Viena, templos del saber universal, y después el lugar más sagrado de la tierra, la casa de Goethe. He visto las Nuremberg y Weimar, de Dusseldorff y Munich. Hasta mi casa natal la he visto sucumbida como un castillo de naipes. ¿A qué nos ha conducido toda esa destrucción? Algo muy grande, pero a la vez muy pequeño, pugnaba por salir de mí ante tanta locura. Y, yo, que he sido siempre el compositor de lo trágico, sentía que en este tramo último de mi vida necesitaba crear alegría, pero ignoraba cómo. Y en esto me encontré un día en casa de un amigo, revolviendo entre su biblioteca, porque todos mis libros los he perdido en la guerra. Y súbitamente apareció aquella antología poética de usted. Y ahí hallé el cauce necesario para que ésta alegría surja pura y fresca como un manantial de agua de nieve. El resurgir de la vida por encima de todas las circunstancias humanas, la vuelta al principio del ciclo-Y ahí comenzó a recitar…-“Te muestras ahora ante mí en todo tu esplendor, plena de luz como un milagro. Me reconoces y abrazas con ternura, palpita en todo mi cuerpo tu bendita presencia”… “Manos, abandonad vuestros quehaceres, frente, olvida todo, ahora mis sentidos no quieren abandonarse sino al sueño”… “Doradas caen, una tras una, las hojas de la acacia. El verano sonríe dichoso en el moribundo sueño del jardín”.
La voz le temblaba por la emoción. Bebió té y luego preguntó al escritor qué le parecía todo aquello. Herman Hesse fue, como siempre, muy sincero:
– Esa cultura a la que usted llora ha sido destruida por su propio afán de exterminar al resto de la humanidad. Que aún quede una piedra sobre otra en Alemania es algo que clama al cielo porque una cultura que no sólo ha permitido todo eso, sino que encima ha pretendido erigirse sobre los despojos de esos pueblos ante los que no pudo imponerse mediante más razón que la del hierro y el fuego, no merece más que ser erradicada de la faz de la tierra. Y si hay algo peor que la ideología nazi es la estulticia de quienes les permitieron pasar de ser cuatro majaderías escritas en un libro a poblar las calles. Y usted, señor Strauss, ha sido, con su silenciosa aquiescencia, uno de los que más ha contribuido a otorgar legitimidad social a tan siniestra ideología. Le desprecio, señor Strauss, a usted y a su decadente música.
Era evidente que la conversación acababa allí. El viejo compositor trató de sonreír, pero los músculos de la cara no le respondían. Algo aturdido se levantó y se puso la gorra. Instintivamente estiró la mano para estrechar la de Hesse, pero éste la ignoró. Se encaminó pues hacia la puerta, pero entonces el escritor le dijo:
-Señor Strauss, puede hacer lo que quiera con mis poemas. Si toda Alemania ha sido arrasada, que usted destroce unos cuantos versos míos apenas lo notará nadie.
Y el compositor salió de allí. Hesse se quedó pensativo largo rato en su mesa. Maldito viejo, todavía componiendo a esas alturas. Él, en cambio, era trece años menor que él y había quedado yermo por completo tras escribir El juego de los abalorios. Qué paradoja, que siendo ahora un premio Nobel no pudiera escribir apenas una sola línea más. Secretamente, envidiaba a Strauss, y se preguntaba qué tendrían aquellos ingenios poemas de su juventud que tanto llamasen su atención. Decidió repasarlos aquella misma noche, por si acaso le inspiraban también algo nuevo a él.
Richard Strauss fue a su hotel. Telefoneó a su esposa, Pauline, a la que le contó el resultado de la entrevista.
-Que se vaya al diablo ese idiota-dijo ella.
En realidad, no necesitaba el permiso de Hesse, porque, de hecho, las canciones ya estaban escritas desde hacía meses. Y cada vez que se metía en la cama por la noche no podía evitar pensar que acaso fuera la última, y por eso, dejaba que sus huesos se abandonaran dulcemente al frescor de las sábanas, buscando de esta manera que la última sensación de su cuerpo fuese placentera, acaso como el momento de nacer. Y es por ello que fiel a esta costumbre, se metió esa noche en la cama del hotel tarareando en su propia música los versos de alguien de quien ahora sabía que le despreciaba:
“Y el alma despreocupada quiere flotar con alas libres para vivir mil veces, hondamente, en el círculo mágico de la noche”.