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El relato de Martín – La Marsellesa

La_Marsellesa_(Gustavo_Doré)

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 20/11/2014

Fue su amigo el alcalde de Estrasburgo el que le sugirió un canto patriótico que inflamase el coraje de los soldados ante la declaración de guerra del rey de Bohemia y de Hungría. Se habían enterado cinco días atrás de esta nueva provocación y la ciudad entera clamaba por entrar pronto en combate.

-El “Ça ira” es una cancioncilla animada, alegre –dijo el buen barón de Dietrich–. Lo que necesitamos es algo que anime a los hombres a entrar en la lucha sin miedo, a no dar cuartel al enemigo. Un himno que provoque verdadero terror en nuestros enemigos. Que sepan quiénes son los franceses y hasta dónde llegarán si se les provoca. Usted tiene conocimientos musicales, mi querido capitán. ¿Por qué no escribe algo?”.

El capitán se sintió un tanto abrumado. Había escrito alguna cancioncita de campaña y poco más. Pero él también se sentía enardecido por el desafío de los extranjeros y anhelaba, igualmente, acallarlos para siempre. Así que se dio una vuelta por la ciudad aquella mañana y contempló la agitación reinante y las paradas militares del batallón “Los hijos de la patria”.

En las paredes de Estrasburgo había un bando que exhortaba a la lucha “¡A las armas ciudadanos! -clamaba- si persistimos en la libertad, todas las potencias europeas urdirán siniestros complots contra nosotros. Que tiemblen. Desarmemos a los déspotas” y más arriba “Ya ha sonado la señal. El estandarte sangriento se ha alzado”.

Aquellas palabras se quedaron profundamente grabadas en él, a la vez que los cascos de los caballos en el empedrado, el entrechocar de los aceros en los ejercicios de los cadetes, el traqueteo de los carros y los aplausos de la multitud cada vez que se veía un uniformado en la calle.

Se fue a casa y cogió su violín. Probó varias melodías y estuvo dándoles vueltas durante toda la noche, de forma que no dejó ni dormir al gato. Al amanecer había una partitura de trazo entusiasta sobre su cómoda. Decidió llevársela al barón de Dietrich, que ofrecía esa noche una cena a los prohombres de la ciudad. Sabía que poseía una hermosa voz de tenor. ¿Aceptaría cantarla? El barón repuso que sería un orgullo y a su vez propuso a su propia esposa para que le acompañase desde el clave.

El “Canto de guerra del ejército del Rin” sonó a los postres. Su efecto fue más fulminante que el del vino de la cena. Los presentes se levantaron haciendo entrechocar sus copas, a la vez que daban vivas a Francia.

-Cuando nuestros enemigos escuchen esto, se les helará la sangre en las venas –decía de Dietrich–. Ha hecho algo grande, capitán. Parte del mérito de la victoria será suyo.

Y el alcalde determinó hacer circular, pagadas de su propio bolsillo, cientos de copias de la partitura.

Pasó el tiempo, se ganó aquella batalla y otras muchas. Pero vino entonces una guerra que nadie podía prever y en la que era muy difícil luchar, porque los contendientes no iban de uniforme, de hecho vestían igual y hablaban la misma lengua. El Terror. El propio barón, entusiasta primer intérprete del “Canto de guerra del ejército del Rin” acabó en la guillotina. Al capitán lo acusaron de realista y lo degradaron en varias ocasiones y, finalmente, se puso precio a su cabeza. Tuvo entonces que escapar. Decidió atravesar las montañas fronterizas con el territorio germano, pero el paso estaba nevado. Sobornó a un pastor de la zona para que le ayudase. Sin embargo, cuando faltaba todavía mucho para llegar a territorio seguro, sintió en el viento helado de la montaña el aliento de sus perseguidores. Estaban muy cerca y para darse calor, cantaban. ¿Cuántos serían? ¿Veinte, treinta?

-¡¡Vamos hijos de la patria…!! –comenzaba su canción.

El corazón del capitán estuvo a punto de pararse por el pánico. De repente se dio cuenta de que conocía aquel canto que ahora se constituía en marcha fúnebre para él. ¿No era su propio himno escrito apenas un año atrás? Lo que nació de un noble y ardoroso impulso de su mente y corazón le provocaba ahora una terrible desolación.

– ¿Oyes ese canto? –le preguntó al pastor que le acompañaba. Éste sonrió.

¿No lo conocéis? Lo llaman “La Marsellesa”.

El relato de Martín – Un encuentro en el campo

chaikovski

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 11/11/2014

Como caída del cielo, con alas de tafetán negro, había surgido ella en el momento en el que más la necesitase. “Escriba usted sus maravillosas obras y no se preocupe por el resto, que eso será cosa mía” le escribió. A partir de ese momento, su posición quedó asegurada. Cada año podía dedicarse a componer la música que le dictaba el corazón, sin ninguna cortapisa. Y todo gracias a ella. Sólo le impuso una condición. Bajo ningún concepto debían verse jamás. Aunque lo encontró extraño, aceptó, si bien no hubiera tenido nada que temer de él.

Y así, al no mediar la mirada del día entre ambos, pudieron desnudarse mutuamente a través de sus cartas. Y ella le habló de los terribles estragos de su matrimonio y de su resistencia a volver a someterse a hombre alguno. Él también le habló entonces de lo desgraciado que fuera tras su boda, de su intento de suicidio, y de cómo su madre, que tan pronto se marchase, le cantaba “El ruiseñor” cuando lo acunaba las noches de invierno.

En ocasiones la palabra “dinero” enturbiaba la elegante caligrafía de él, pero ella blanqueaba el borrón con una nueva confidencia y una letra de cambio. También solía invitarles los veranos a su finca de Simaki, para que disfrutase allí de la calma que la ciudad no le brindaba, y pudiera escribir alguna sinfonía nueva. Dado que en ocasiones ella también se encontraba en la residencia, la consigna era la siguiente: ocuparía un ala de la mansión en la que ella no pondría jamás el pie, y saldrían a pasear a horas distintas para no cruzarse. Por otro lado, los criados estarían a su completa disposición.

Piotr Illich encontraba aquello divertido, como si fuese el huésped de la Bestia en el cuento de “La bella y la Bestia”. Si bien los retratos que encontró de ella con su familia en las paredes la mostraban como una mujer enjuta y de mirada penetrante, todavía con algunos vestigios de su belleza anterior desperdigados a modo de lentejuelas por su rostro y talle.

Una tarde se encontraron en un caminito que daba al bosque contiguo a la mansión. Debió ser ella quien se despistó y se retrasó, porque él era impecablemente puntual. Al verla, Piotr Illich, sintió que el alma se le escapaba por los quicios de la mirada. ¿Qué debía hacer? ¿Pararse y hacerle una reverencia?¿Acaso besarle la mano? La sociedad en la que vivía lo había convertido en un maestro de la compostura, aunque el alma le ardiera como estopa. En su lugar echó mano al sombrero y se lo levantó de la cabeza unos instantes, para volver a ponérselo. Ella, rígida como en sus fotografías, asintió de forma casi imperceptible. La distancia entre ellos era aproximadamente la del piano que habían instalado en las habitaciones de él. No salió ninguna palabra de sus bocas y ambos continuaron su camino sin echar la vista atrás.

“Lamento haber sido brusco” escribió él en la nota que le hizo llegar esa noche.

“De brusco nada” replicó Madame von Meck “Le agradezco que no haya hablado. Eso hubiese acabado con la voz que usted tiene para mí en las cartas”.

Él pensó lo mismo. La ventaja de estar tan cerca, a la vez que tan lejos, era que los criados traían los mensajes en apenas unos minutos. Lamentándolo mucho, prosiguió ella, se ausentaría para que no volviera a repetirse aquel episodio. Al menos, así él podría moverse ya a sus anchas por la finca, sin restricción alguna. Piotr Illich estuvo de acuerdo, pero añadió una postdata. Ahora que se habían visto, ¿por qué no reforzar ese vínculo?

¿A qué se refería? Quiso saber la mujer.

Era curioso, pensó el músico. La única mujer del mundo de la que más cerca se había sentido, después de su madre, era aquella que en realidad siempre estuvo más lejos. La única a la que quizás hubiera podido amar, la que no le exigía otra cosa sino que fuera él mismo, transmutado en papel, tinta y lacre. Ardiente pasión templada por el viento que iba de San Petersburgo a Moscú, de París a Florencia, del todo a la nada.

Piotr Illich le habló de su sobrina Anna, pizpireta e inteligente y en edad casadera. ¿Por qué no la prometían con el hijo de ella, Nikolai? Así estarían unidos de alguna manera, a través de su sangre, fluyendo por las venas de otros. Y quizás así hubiese una línea sucesoria Tchaikovski-von Meck.

“¿Pero y la boda?” replicó ella. Eso implicaba encontrarse en los festejos. Volver a verse, levantar el sombrero, bajar la sombrilla. ¿Y qué más?

“Hay bodas que duran dos días” escribió él. “La madrina puede ir al banquete del primero. Al compositor le bastará con el café de la despedida”.

La Señora Von Meck replicó entonces en su último mensaje antes de abandonar Simaki que le parecía una maravillosa idea.

El relato de Martín – El precio de la libertad

Giorgio_Ronconi_Litho

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron

Capítulo I – El precio de la libertad

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 05/11/2014

El milanés Ronconi, tenía especial predilección por la ópera de Bellini, no en vano se había dado a conocer de forma triunfal en Pavia como el “baldeburgo de la estraniera”. A partir de ese momento se convirtió en el barítono más cotizado de toda Italia, y era lógico que hubiera expectación por parte del público, por verle actuar en Génova; aunque más expectación tenía la policía de la ciudad, que le citó en comisaría pocas horas antes de la primera de las funciones, en el teatro Carlo Felichi.

–Ante todo, hay que evitar todo tipo de provocación –fue lo primero que le dijo el Comisario, que le invitó a compartir un vaso de vino con él, y añadió–: los genoveses van a la ópera a divertirse, y no a buscar problemas.

–¿Qué problemas puede ocasionar I Puritani? –le preguntó Ronconi, y añadió–: es una historia de amor, ambientada hace dos siglos en Escocia.

–Y escrita por el subversivo Walter Scott –repuso el comisario sin dejar de sonreír. Su amabilidad resultaba inquietante–. Que no olvidemos, escribió también, la no menos subversiva Rob Roy. El público no quiere saber nada de levantamientos contra la Autoridad. Quiere reírse, llorar; pero, llorar de alegría, claro esta; por lo felices que son en Génova.

–La ópera la ha escrito Vincenzo Bellini, y no es subversiva –insistió el barítono–. Además, ha pasado el visto bueno de la censura.

–Sí, si, lo que usted diga; pero, hemos ojeado profundamente el libreto, y hay ciertas inconsistencias.

Ronconi quiso saber cuáles eran. El Comisario sacó de su cajón un ejemplar del libreto garabateado con cruces rojas por muchas de sus páginas.

–La palabra “Libertad”, es una palabra incómoda –le explicó el hombre–. Los términos políticos no son aptos para la escena, y en este libreto aparece una y otra vez.

–¿Y qué quiere que haga yo? –quiso saber Ronconi–. ¿Que cuando me toque cantarla, me quede mudo? ¿Que dejemos un hueco en los versos?

El Comisario repuso que bastaba con sustituirla por otra más inocente, y de mayor grado poético. Por ejemplo: Lealtad.

–Así pues –recapituló el perplejo cantante–. Cada vez que aparezca la palabra Libertad, ¿tengo que sustituirla por Lealtad?

–Nos vamos entendiendo –repuso el Policía–. Al final va a ser un tópico eso de que los milaneses son duros de mollera.

Y así, Ronconi, bien instruido por las Autoridades, se dispuso a presentarse ante el público genovés. Cuando debía cantar el dúo “suonni la tromba” en Puritani, se vio en la tesitura de tener que obedecer la orden, pues el personaje decía textualmente: “gritando Libertad”.

Sin embargo, al ver los rostros de los presentes, que obviamente esperaban que diera lo mejor de sí, el artista pudo con el hombre, y acabó respetando el texto.

Y tal y como intuyera, el teatro se caía de los aplausos. Al fin y al cabo, ¿qué podían hacerle por una minucia semejante?

Al caer el telón, cuatro policías se echaron sobre él en el mismo escenario. Entre bambalinas, lo aguardaba el Comisario sin perder la sonrisa.

–Me temo que en calor del momento me olvidé de lo que Usted me dijo –se excusó Ronconi.

–Pues no se preocupe –dijo el Comisario sin perder la tranquilidad–, que tenemos un método estupendo para refrescarle la memoria.

La memoria y los huesos, porque lo tuvieron en una celda helada durante tres días, a base de agua y pan duro.

El único consuelo que le quedó a Ronconi, fue que los genoveses tenían ahora más interés en verle cantar,  y así, poco tiempo después fue invitado de nuevamente a la ciudad para catar el Bel Cuore, en Elixir de Amor.

El problema es que este personaje aludía también a la dichosa Libertad, concretamente cantaba el siguiente texto: “vende la Libertad, se te haces soldado”; para describir que Nemorino se alistaba en el ejército, a cambio de un dinero que le permitiera comprar el Elixir del Amor.

Ni corto, ni perezoso, y con la memoria bien refrescada, Ronconi quiso evitarse un nuevo problema, y el día de la primera función, bien obediente, sustituyó la palabra prohibida por la permitida. Y en sí cantó lo siguiente: “vende la Lealtad, si te haces soldado”.

Esto, desde luego, provocó tales  carcajadas en el público, que por poco tuvo que pararse la representación. En todo caso, Ronconi suspiró aliviado.

Sin embargo, este sentimiento duró poco, pues, apenas hubo caído el telón, fue nuevamente detenido; y es que, las Autoridades genovesas, encontraban altamente sospechoso y subversivo, aquella alusión a que la Lealtad pudiera venderse.

El relato de Martín – La armonía de las geometrías blancas

Glenn-Gould

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 27/10/2014

Cuando los de mantenimiento le vieron llegar envuelto en su largo gabán, con bufanda y guantes en pleno verano, pensaron que sería el pintor, que ya se retrasaba. “Ya era hora”, le espetaron entregándole un buzo, una brocha y dos cubos de pintura blanca. “Dele un buen repaso a esa pared, que falta le hace”. Él no se esperaba aquello desde luego. ¿Por qué le pedían algo semejante? No entraba para nada dentro de sus esquemas, que en aquel momento se habían erigido como un férreo andamiaje en torno al “Concierto emperador” de Beethoven, que tenía que ensayar en unos minutos con la Filarmónica de Nueva York, dentro de aquel mismo teatro. Sin embargo, tampoco había ninguna razón para no hacer caso a aquellos hombres. Al fin y al cabo, era cierto que la pared estaba sucia y desconchada. ¿Quién querría entrar a escuchar a Beethoven a un teatro que presentase aquella deficiencia? La cuestión era no menos importante que saberse la propia partitura del concierto. Se enfundó en el buzo y mojó la brocha en la cubeta. Cuando oprimió las cerdas embadurnadas de pintura contra la pared experimentó un inédito placer dentro de su ser. Una armonía de geometrías blancas que encajaban entre sí con la misma precisión que los resortes del contrapunto bachiano afloró a la superficie de su conciencia. Y se puso a canturrear alegremente, a medida que el muro iba recuperando su esplendor primigenio.

Dentro del teatro, George Szell se impacientaba. ¿Dónde estaría aquel cretino de pianista al que llevaban más de una hora esperando? La Filarmónica, que había sido testigo de muchos desencuentros entre ambos, contemplaba entre nerviosa y divertida la desesperación de su director. El concierto era aquella misma noche y tenían todavía muchas cosas que repasar. En esto, el ayudante de Szell entró todo agitado al patio de butacas. ¡Hubiera jurado que había visto a Gould fuera, pintando la pared! Szell se encaminó a la calle y allí lo encontró, como un autómata atolondrado, levantando y bajando el brazo, junto a las taquillas, tratando de blanquear lo imposible, porque hacía rato que se le había acabado la pintura.

Tuvieron que sujetar a Szell para que no se abalanzase sobre él. Gould trató de explicarse: si le habían pedido que pintase, ¿por qué no iba a pintar? Al fin y al cabo, era un procedimiento de lo más sencillo…y también algo importante para que el concierto saliera bien. El director lo condujo a gritos hasta su banqueta de catorce pulgadas y el pianista acabó sentándose. George Szell levantó la batuta y rugió un “allegro molto feroce” que fue replicado por la orquesta como una salva de fusilería. Glenn Gould posó entonces sus dedos sobre el piano, dejando un rastro de manchas blancas sobre el teclado.

“Dios mío”, pensó el director “Y pensar que este idiota es un genio”.

Aquella noche el público que asistió al concierto se quedó maravillado de la extraordinaria blancura que emanaba del muro contiguo a las taquillas del teatro.

El relato de Martín – El color del que estamos hechos

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 26/10/2014

El escándalo se extendió por toda Viena. Uno de los profetas del magnetismo, un mercachifle llamado Mesmer había pretendido curar mediante el empleo de imanes la ceguera de la hija del secretario imperial, Maria Theresia von Paradis. El engaño duró unos meses en los que la casa del secretario se llenó de perplejos visitantes que se arrodillaban ante el supuesto milagro. Sin embargo, el ardid quedó al descubierto cuando la joven fue llevada ante el Emperador. Puesta en un contexto que le era desconocido, le fue imposible esquivar sillas y puertas, y finalmente acabó tropezando en la lanza de un alabardero y dando con su cuerpo en el suelo ante la presencia del soberano.

Mesmer se apresuró a huir de la ciudad antes de verse en un calabozo y la muchacha se encerró en su casa, rehuyendo todo contacto, incluso con sus propios padres. Desesperado, Domenico von Paradis llamó a Antonio Salieri, con el que Maria Theresia mantenía una buena amistad y que incluso había escrito un concierto para piano para ella. Salieri se disponía a partir a París para conocer a Gluck, pero demoró su viaje un día con objeto de visitarla.

-Lleva semanas encerrada en su cuarto frente al pianoforte, sin apenas comer ni beber. No quiere saber nada de nosotros-explicó el padre-intentadlo vos, por favor.

Entró en su habitación y la encontró de espaldas, con la ventana abierta de par en par, los dedos errando desganados por el teclado del pianoforte. Se posaron en varias teclas como al azar enhebrando una melodía triste.

-Querido amigo-dijo ella-¿Habéis venido a ver la pobre cieguita? Pues ella no puede veros a vos. Ya os lo habrán dicho.

-Lamento que hayáis tenido que pasar por esto-repuso él.

-¿Por qué he tenido que pasar? Me quedé ciega siendo tan niña que no guardo recuerdos de lo que mis ojos veían, y sigo sin ver. No ha habido grandes cambios.

Salieri insistió en que se animase, porque había una orden de captura contra el bribón de Mesmer y tarde o temprano pagaría por lo que había hecho.

-Ah…Mesmer-pronunció este nombre como si fuese el estribillo de una canción-en realidad, no le guardo tanto rencor. La verdad es que ninguno.

Salieri no podía entenderlo. ¿Es que no merecía un castigo por haberla humillado así?

-¿Cuál fue su pecado? ¿Hacerme creer que veía de nuevo? Esa creencia no hizo sino infundir cosas hermosas en mí. La sensación al fin de que era un ser humano completo. ¿Sabéis vos que desolador es no poder sentirse sola nunca, tener siempre un aliento acariciándoos la nuca, una mano que nunca os suelta la muñeca para ayudaros a cruzar la calle? Ni la más terrible de las soledades se me antoja tan opresiva.

Aporreó las teclas del pianoforte con rabia.

-Si Mesmer me hizo sentir cosas hermosas que nunca había experimentado antes, no puedo sino estarle agradecida. Me hizo ver…sí, porque esa es la palabra y no otra…Ver que puedo ser más que una Maria Theresia von Paradis. Que había otras posibles, además de la ciega de la que todos se compadecen. Que podía correr por el campo sin miedo a tropezar con una raíz, bañarme en un río bajo la luna sin temor a que nadie me observase o colarme en un teatro sin ser vista, por la puerta de atrás, y descubrir las reacciones sinceras de la gente a mi música.

-¿Pero cómo pudo haceros creer que veíais?

 -Abrió algo en mi interior, como una pequeña ventana en mi alma, que ahora los demás han cerrado para siempre. Quizás no pudiera distinguir las figuras de los otros, pero sí los colores que emanaban de sus cuerpos, la luz que alberga el interior de los seres. Porque cada uno estamos hechos de un color. ¿Lo sabéis? No homogéneo, porque nada es completamente blanco ni negro en el mundo.

-¿Pero entendéis lo que son los colores?-Salieri se mostraba cada vez más confundido. Pobre muchacha, ¿acaso la había vuelto loca aquel timador?

Ella se lo explicó.

-El azul dicen los demás que es el cielo. Pero para mí es la tranquilidad de una mañana tras un sueño reparador en el que nuestros miembros parecen haber vuelto a nacer-y suena así. Y tocó una deliciosa y serena melodía al teclado.

-El verde-le explicó- no sólo son los campos. Es la sonrisa pícara que en silencio nos dirige alguien a quien queremos, pero cuyo cariño la sociedad nos obliga a mantener en secreto. Un verde que reluce cuando sabemos que en breve, quizás esa tarde o al día siguiente, volveremos a encontrarnos entre la gente sin poder tocar nuestras manos-esbozó otra melodía sensual y vivaracha.

-Y el rojo es una boca abierta, jugosa como la cereza que apenas se deshace en las yemas de los dedos con una pequeña opresión.

La descripción de cada color iba acompañada de una hermosa música que, por algún motivo, Salieri no pudo dejar de asociar a lo que ella contaba. Maldito Mesmer, ¿sería contagiosa su mentira?

-Naranjas son las manos que acarician castamente, como las de mi abuela cuando se despertaba en su lecho de enferma y me atraía hacia sí; el violeta es el aroma de los días de fiesta y los vestidos nuevos, los zapatos que aún aprietan el pie y los caramelos de los niños el día de su santo.

Una vez hubo repasado todo el espectro, Maria Theresia von Paradis se volvió al fin hacia él. Había lágrimas en sus ojos.

-¿Cómo no he de guardarles rencor a mis padres y a lo demás? Yo era feliz creyendo que veía. ¿Por qué no me dejaron seguir creyéndolo si a nadie hacía mal con ello? Por primera vez en la vida me han hecho sentir ciega de verdad y eso, amigo mío, no podré perdonárselo nunca.

Antonio Salieri partió al día siguiente a París, al encuentro de Gluck. Y durante las tres semanas que duró el viaje en carruaje no dejó de pensar en Maria Theresia von Paradis, preguntándose una y otra vez si no tendría razón y no sería ella la vidente y ciego el resto del mundo, él incluido.

El relato de Martín – Triscaidecafobia

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Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 24/10/2014

Habían encargado al estudiante una entrevista para el periódico de la universidad, preferentemente a alguien famoso. Como no se le ocurría nadie, y además al ser julio muchos profesores estaban ausentes, alguien le sugirió el nombre del viejo Schoenberg, ya jubilado, con el que quedó en la cafetería del Campus. La verdad es que entre su fuerte acento austriaco, que convertía casi en incomprensible cuanto salía de su boca, y la terminología musical, estaba aburriéndose de forma soberana. Ojeó nuevamente los datos recopilados en la hemeroteca y, por preguntar algo más, le llamó la atención sobre un detalle.

-Mire, profesor. Usted escribió una ópera llamada “Moses und Aron”. Pero Aarón está escrita con una sola a. Eso me extraña un poco. Mi abuelo era alemán y la escribía con dos.

Schoenberg abrió mucho los ojos y luego bajó la voz:

-Yo también lo hice así al principio… Pero luego lo cambié.

Quiso saber por qué. Schoenberg le confesó, bajando aún más la voz, que era porque de la primera manera las letras sumaban un número infausto, al que no quería ni nombrar.

-¿Se refiere al trece?- le preguntó.

-Chussss- pidió silencio el profesor-ni lo mencione. Esa es la fuente de todas las desgracias del mundo. Llamémoslo mejor, 12 A.Y le explicó, evidenciando cierto nerviosismo y un inglés todavía aún más incomprensible, que toda su vida había estado evitando aquel número. Dado que había nacido en un trece, estaba marcado y debía ser más precavido que los demás. Incluso consultó astrólogos al respecto. Uno de ellos le había indicado que debía evitar los años que fueran múltiplos de trece.

-Y fíjese- le explicó al estudiante-el 39 fue el año más desgraciado de la historia del mundo. Pero yo ya estaba advertido y para aquella época había huido de Austria y de los nazis.

El estudiante, divertido, le hizo una pequeña observación.

-¡Pero menuda tontería! ¿No se da cuenta de que el trece…o doce a, o como lo llame usted, está en todas partes? Búsquelo… Mire, mire por ejemplo -y le mostró su reloj de muñeca- en este momento son exactamente, las 13 y 13 horas. ¿Está pasando algo? ¡No! Yo he venido hasta aquí en el autobús 67, que suma exactamente esa cifra…. Ah, y usted, usted mismo tiene ahora 76 años, que también da trece.

Arnold Schoenberg abrió la boca y dejó escapar un estertor. Toda la vida evitándolo y se presentaba en forma de impertinente adolescente con una ridícula chaqueta roja con las siglas de un equipo de béisbol. La entrevista acabó allí. El estudiante, un tanto azorado, trató de disculparse al principio, pero el músico se marchó de allí sin despedirse, caminando como si las suelas de sus zapatos estuvieran hechas de plomo.

-¡Pero si incluso mañana es viernes trece!- le gritó a lo lejos el muchacho- ¿no ve que eso son tonterías? ¡Estamos en el siglo XX, profesor!

Al día siguiente, Arnold Schoenberg no salió de la cama. ¿Para qué? Ni los ánimos de su esposa, ni una visita del doctor lograron arrancarle de su determinación. A las 23: 44 horas, que suman la cifra 12 A, su mujer le dijo que pasado un cuarto de hora habría esquivado la maldición. Él se limitó a responderle con un espasmo. Su corazón se detuvo sin violencia, como un reloj que hubiese acabado de dar la última vuelta de cuerda. Su destino se había cumplido al fin.

Después de todo, hubiera sido tremendamente enojoso estar huyendo toda la vida de un temor vano.

El relato de Martín – El rey de Nueva York

Richard Tucker

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 23/10/2014

Esa noche el Metropolitan se había rendido a sus pies, una vez más aquel chico judío de Brooklyn revivía su triunfo sobre los años duros que le costase llegar hasta lo más alto. Y a lo largo de todo ese camino Sara le había acompañado siempre. Esa noche cumplían años de casados y quiso celebrarlo con ella. Por eso rechazó la invitación del congresista a cenar el Waldorff Astoria. Se quitó a toda prisa el maquillaje de payaso y fue al hotel a darse una ducha. Pidió a Sara le esperase en un taxi y luego se vistió con un frac que estrenaba para la ocasión. Había pensado en un lujoso restaurante italiano de Manhattan del que le hablase Mario Lanza y que abría hasta medianoche los días en que había función de ópera.

Pero cuando bajó al hall del hotel cayó en la cuenta de algo. Se había dejado la cartera en el camerino del teatro, dentro del traje de payaso, para ser exactos. Debió de hacerlo con los nervios del estreno. Porque a pesar de ser su casa, el Metropolitan era siempre el Metropolitan. Bueno, se dijo, no habría problema. Sacaría dinero de la caja del hotel. A esas horas había un único empleado en recepción, que leía aburrido un ejemplar del Reader’s diggest. Se acercó a él. El empleado ocultó el Reader apresuradamente entre las páginas del libro de registros.

-Buenas noches. Soy Richard Tucker y quisiera sacar cien dólares.

Con eso bastaría para una exquisita cena romántica, regada por un buen chianti. El empleado le pidió entonces un documento que acreditase su identidad. El rey de Nueva York se mostró azorado.

-Verá -le explicó- el caso es que no la llevo encima. Me la he dejado en el teatro…

-Comprenderá, señor -dijo ceñudo el conserje- que no podemos entregar cien dólares a cualquiera.

-Ya, pero soy Richard Tucker… ¿No ha oído usted hablar de mí?

El empleado se encogió de hombros. ¿Y cómo no iba a oír hablar de él? Toda la ciudad comentaba el éxito de lo último del Met. Pero naturalmente, cualquiera podía presentarse allí con un frac alquilado y hacerse pasar por él. Era preciso verificarlo. Tucker pidió un periódico y le señaló la primera plana.

-Mire, aquí estoy. ¿No lo ve? Es mi fotografía, cantando en el escenario.

-Ya, pero señor-alegó el hombre cada vez más nervioso- está usted ahí vestido de payaso…No se le reconoce precisamente. Entienda que yo no puedo…

Tucker se impacientó. Puede que aquel hombre tuviera razón, pero también empezaba a desesperarle su testarudez.

-Se me ocurre una cosa- dijo finalmente el conserje, al advertir que ya empezaba a cansarse- cante para mí. Demuéstreme que de veras es Richard Tucker con su voz.

-¿Ah, sí? ¿Y qué quiere que le cante?-preguntó intrigado.

-Pues no sé… Esa del tipo que llora frente al espejo o la del que van a fusilar al amanecer. Con cualquiera de ellas podrá probarlo.

Richard Tucker respiró hondamente. No siempre los reyes salen victoriosos, aunque se trate de pequeñas empresas. Renunció a la idea del restaurante italiano. Sara, que ya estaría harta de esperarle en el taxi, llevaba un par de dólares encima. Bastarían para tomarse unos perritos y unas sodas de cereza en un puesto callejero que había en la esquina. El tenor se dirigió a la entrada del hotel, para sorpresa del conserje, que le preguntó qué problema había.

-Compréndalo -le dijo- si yo cantase por cien dólares es que entonces jamás podría ser Richard Tucker.

El relato de Martín – Mariposas de la tarde

ClaraSchumannGebWieck

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/10/2014

La pequeña Clara, de once años, fue quien le abrió la puerta de la casa. Su padre, le dijo, estaba dando la clase de violín con su hermano. ¿Le importaría esperar? Él dijo que en absoluto. Le entregó una bolsa con caramelos que había traído para los pequeños y Clara lo agradeció, guardándola en una alacena. Pero no tomó ninguno. En cambio, mostró curiosidad por la partitura que llevaba bajo el brazo. “Mariposas op. 2”. ¿Era de él? Robert asintió. ¿Podía tocarla? ¡Qué honor! Exclamó el joven. Los pequeños dedos se posaron sobre el teclado como lágrimas de nácar que comenzaron a acariciar aquellas piezas de marfil y de repente se hizo la música. Él nunca la había imaginado así, tan vivaz y saltarina, como en el fondo era ella en las escasas ocasiones en que salía de la casa y correteaba por el bosque cercano.

-Dicen que vais a casaros, Herr Schumann- le dijo sin interrumpir su interpretación.

Asintió. Qué joven más afortunada sería, dijo escapándosele una risita. ¿Acaso se reía de él?

-Sí. Será en primavera. Se llama Ernestine…

-Pues habéis roto vuestra promesa. Hace un año apostamos que no sería capaz de improvisar sobre la marcha a la turca de Mozart y la prenda era casaros conmigo. Y perdisteis.

-Es verdad- se echó a reír él-tendré que hacer algo para compensarte. ¿Quieres que escriba un álbum de piezas para ti?

-No… -repuso modestamente- éste me gusta. Además, yo nunca me casaré.

-¿Y eso?- quiso saber él.

La niña replicó que alguien tendría que cuidar de su padre cuando este fuese anciano.

-Él cuida de mí y de mis hermanos con esmero desde que nuestra madre se fue. Se lo debo. Él me ha enseñado todo lo que sé.

Y las mariposas continuaban brotando del teclado, revoloteando por la estancia con sus alas de cristal y caramelo, mientras charlaban. En esto, se escuchó un estruendo y un llanto. Como una exhalación la puerta del salón se abrió y entró en ella como alma que lleva el diablo el hermano de Clara, Alwin, con un violín en la mano. Tras él, el padre, el furibundo Wieck, lo perseguía con un cinturón en la mano.

-¡Sinvergüenza, malnacido! ¿Así es como se toca? ¡Eres mi vergüenza! ¡Ven que te coja!

El niño tiró varias sillas en su huída y comenzó a dar vueltas al piano, esquivando los zurriagazos. A todo esto, Clara no dejó de tocar. Pestañeó en un par de ocasiones, pero no perdió ni la precisión, ni la gracia, ni el encanto.

-Ah, Schumann ya estás aquí -dijo Wieck sin dejar de perseguir a su hijo- ahora te atiendo, espera que termine la clase.

El niño salió corriendo del salón, perseguido por el padre y la lamentable escena continuó por el pasillo de la casa. Robert miró a Clara. Once años, pero una vida entera, quizás dos, de sabiduría en la triste mirada. De repente, las mariposas de la tarde se habían vuelto negras. Y sin embargo, en mitad de aquel lodazal, ella sobresalía como un ángel moreno, de alas en los dedos. “¿Me encuentro realmente ante un ser de carne y hueso?”. La niña dejó de tocar.

-Eran unas piezas preciosas…He cambiado de idea. ¿Escribiréis alguna para mí en otra ocasión?

-Claro -dijo él conmovido- estoy seguro de que nuestra asociación artística será muy dichosa.

Como el gruñón de Wieck tardó todavía un rato más en llegar, ella le brindó como un magnífico presente su interpretación de una sonata de Carl Maria von Weber.

El relato de Martín – El duelo

Haendel

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 21/10/2014

La disputa había empezado por una tontería. Como empiezan estas cosas. Una noche se representaba El infortunio de Cleopatra, compuesta por Johann, en la que él mismo interpretaba a Marco Antonio, con una gloriosa muerte en escena. Georg, que debía parte de su fortuna de recién llegado a Hamburgo al apoyo de Johann, tocaba el segundo violín dentro de la orquesta. Sin embargo, una vez comenzada la función, el director enfermó y tuvo que abandonar el clave. Georg se ofreció a sustituirlo para que la obra no tuviese que suspenderse. Y tomó de tal manera las riendas de la orquesta que hizo suya la música de Johann como arcilla que fueran modelando sus manos. El público advirtió su labor y le dispensó tantos aplausos como a Johann, quien no pudo evitar cierto resquemor.

A partir de ahí se sucedieron las rencillas. Un alumno que daba clases con Johann pasó a solicitarlas de Georg y no tardaron en encargar a este último una nueva ópera para el teatro. Un día Johann lo insultó públicamente en una taberna, delante de varios testigos y él escupió a sus pies. Cierto es que habían bebido demasiada cerveza, pero aquello era un desafío en toda regla y ninguno de los dos podía echarse atrás. No bastaba con una competición al clave para arreglarlo. Serían las espadas las que lo hicieran. Aunque los elegidos como padrinos trataron de disuadirlos, se citaron a la mañana siguiente en un paraje boscoso a las afueras de Hamburgo. Ninguno de los dos había dormido, pero en sus ojeras latía más la rabia que el sueño.

El juez del duelo dio las palmadas de rigor y se pusieron en guardia. Georg era robusto y vigoroso, todavía muy lejos del corpachón característico con el que lo iban a preservar la mayor parte de sus retratos. Johann era pequeño y ágil, y matarse todas las noches en el papel de Marco Antonio le había hecho familiarizarse con la espada, aunque la del escenario fuera de madera. Los filos volaron por los aires, jugando a besarse con sus labios de acero. Entrechocaron mil y una veces, haciendo saltar en ocasiones chispas parejas a la rabia que los dominaba. No se escuchaba más sonido en el bosque que el entrechocar de las espadas y su eco lejano en las cortezas de los robles. Sus frentes, que se hincharon mostrando en relieve las raíces de la ira, pronto rompieron a sudar. Los filos no les habían tocado aún y era de esperar que cuando lo hicieran, uno de ellos quedase tendido allí para no levantarse más. Los padrinos se miraban entre sí con desespero, sabiendo que ya era inútil toda mediación y no restaba sino un milagro. Y éste se produjo.

La espada de Johann buscó el corazón de Georg y fue a ensartarse en él con la precisión de una rueda de molino. Pero en esto, el frío de la mañana fue un aliado decisivo, porque Georg llevaba un pesado abrigo para protegerse de él. Uno de los enormes botones del abrigo detuvo la estocada y el filo de su rival se rompió, saltando el acero por los aires hasta tocar la mejilla del atacante.

Georg hubiera podido aprovechar la espada rota de Johann para matarle, pero no lo hizo. Ambos se dejaron caer sobre el suelo jadeantes. Cuando se levantaron sus cuerpos ya habían exudado toda la ira y, de repente, se encontraron riéndose, ante el aspecto de locos que les confiriera el combate. Sus padrinos pensaron que habían enloquecido.

Decidieron volver juntos en el mismo carruaje. El cochero les pasó una botella de aguardiente y bebieron de él, comentando lo estúpidos que habían sido.

-El cielo no quiere que muramos hoy-dijo Georg- ¿Qué haría la escena de Hamburgo sin volver a ver a su Marco Antonio agonizando en escena como lo haces tú de bien?

Johann Matheson asintió y tras dar un largo trago a la botella se limpió los labios y repuso sin pensarlo.

-¿Y yo? ¿Qué hubiese pasado si hubiese matado hoy a Georg Friedrich Haendel? Quién sabe de cuántas obras maestras hubiese privado al mundo.

Más sólida que la espada tan oportunamente hecha pedazos, la amistad de aquellos dos músicos no se rompería ya jamás.