El relato de Martín – Dvorak en Nueva York

dvorak

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 10/02/2015

La señora Jeannette Thurber pidió al crítico artístico James Huneker un favor un tanto delicado. Que se hiciera cargo unos cuantos días de un ilustre compositor europeo que acababa de llegar a Nueva York para dirigir el Conservatorio Nacional.

-¿Está hablando de Dvorak?-exclamó con emoción Huneker. Miss Thurber le explicó que no hablaba una palabra de inglés y que como su familia no había venido aún de Europa, era lógico que se sintiera sólo y agradeciera algo de compañía. Y al recordar que Huneker chapurreaba algo de alemán y era un hombre de inquietudes artísticas supuso que tendría a bien quedar con él. Éste aceptó sin dudar, pues ardía en deseos de poder tener frente a sí al autor de obras como las Danzas eslavas o la maravillosa Sinfonía en Sol mayor. La mañana que quedó con el maestro se quedó impresionado por su rostro mitad de mapache, mitad de bull dog, que le escrutaba con aquellos ojillos rasgados con lo que parecía cierta fiereza. Sus facciones daban la impresión de estar talladas en madera, tal era su angulosa geometría. En verdad sí que era un tótem.

-Encantado de conocerle-dijo con una vocecilla inofensiva. La verdad es que su fuerte acento checo dificultaba un tanto la comprensión de su alemán. Dvorak, que se reveló como un ferviente católico, le pidió que le acompañase hasta una iglesia bohemia, en la que quería escuchar misa. Huneker así lo hizo y le aguardó fuera, un tanto descorazonado, pues deseaba hablar de música con su ídolo y éste no parecía ciertamente muy hablador.

A la salida Dvorak debía de haber aliviado un tanto su alma, ya que se mostraba más relajado. Pero para sorpresa de su cicerone, no estaba demasiado interesado en hablar de música. Le desveló que su verdadera afición eran las palomas. Probablemente construyera un palomar en la azotea del Conservatorio. ¿Sabía por ventura él si Miss Thurber le pondría algún inconveniente?

-No tengo la más mínima idea-repuso Huneker. Tras media hora de estéril paseo y un interminable monólogo de su acompañante sobre tórtolas, plumones y nidadas le propuso entrar a un pub. Acaso fuera una descortesía para con alguien importante, pero necesitaba un trago para despejarse. Pidió un cóctel de güisqui y preguntó a Dvorak si no le apetecía un té o algo así.

-No, no-le dijo-tomaré lo mismo que usted.

Les pusieron dos copas. Huneker iba a advertirle que era una bebida un tanto fuerte a la que es probable que él no estuviera acostumbrado, pero antes de que pudiera siquiera acabar de prevenirle el compositor ya había dado buena cuenta de la suya.

-Qué descortés soy-repuso Dvorak al ver su expresión-tendría que haber brindado con usted. Pídame otra, por favor.

Se la sirvieron. Brindaron. “Por la ciudad de Nueva York”, propuso el ilustre personaje. Y una vez hubieron acabado, hizo ademán de que salieran a la calle.

-No estaba mal ese coctel. Nosotros tomamos Becherovka, muy digestivo también. Entremos ahí.

Y le señaló el pub adyacente. En realidad se encontraban en el cinturón del centro exacto de Nueva York, donde se aglutinaban la mayor parte de establecimientos en los que se servía alcohol.

-¿Está usted seguro?-le preguntó su ya temeroso anfitrión.

-¿Cómo?¿De qué tengo que estarlo?¿Es que no es usted un hombre?-le dijo. Y una risita incitante surcó como un remolino la espesura castaña de su barba. Huneker entró. Era un hombre sí…Pero y a pesar de no haber querido entrar a la iglesia -pues no era católico- bastante temeroso de Dios. Dvorak pidió dos cócteles de güisqui. ¡Para cada uno!

-Ya hemos brindado por Nueva York-explicó-ahora toca hacerlo por mi país, por la gloriosa nación checa. Na zdravi!

Entrechocaron los vidrios. En la docena de pubs siguientes que visitaron Dvorak brindó por Nelahozeves, su localidad natal; por su benefactor y amigo Johannes Brahms; por la vieja Praga; por su mujer e hijos, por los patriotas checos, por Piotr Illich Tchaikovski y por la fraternidad eslava. E igualmente maldijo a los Habsburgo Lorena, al Imperio Austro-Húngaro y a su editor Simrock, que además de ser un cicatero, insistía en escribirle el nombre en alemán en las portadas de sus obras: Anton.

-¡Y yo me llamo Antonin, malditos sean todos los demonios del infierno!-exclamó golpeando con su copa el mostrador de uno de los pubs con tal saña que el contenido de la copa fue a parar al abrigo de Huneker, que, del susto, dejó caer la suya.

-Mil perdones-pidió Dvorak-espere, que le pediré otra.

A esas alturas, James Huneker ya no sentía las piernas y creía que era la ciencia infusa la que le sostenía en pie. Sus ojos apenas le permitían distinguir más que una amalgama opaca de formas, entre las que destacaba obscenamente ensortijada la barba de aquel eslavo del Averno. Porque el señor Dvorak apenas daba muestras de verse afectado por todo aquel trasiego de agua de fuego. Más al contrario, cuanto más bebía, más lúcido lo encontraba, menos tímido y más bravío. De hecho, ya no es que le entendiera mejor el alemán, sino que hasta se había arrancado a hablar inglés ¡con acento de Queens!

Salieron del último pub de la calle. Dvorak lo sujetó por el brazo.

-¿Se encuentra usted mal? Pues no se preocupe, que conozco un buen remedio.

-¿Cuál?

-Cuando bebemos mucha cerveza en Praga, luego nos tomamos el Slivovitch, que ayuda a asentarla. Quema como un manojo de ortigas en la garganta, pero luego uno se siente como si hubiese vuelto a nacer. Espere, que aquí en la calle Houston hay un restaurante que regenta un bohemio. Allí tendrán Slivovitch.

Una vez en el citado local, Huneker pidió ir al baño de forma urgente. Apenas se hubo soltado del brazo de Dvorak, buscó la puerta trasera y escapó como pudo. Aquel ser lo arrastraba a una perdición irremisible a menos que él pusiera remedio. Lo hizo. Paró un carruaje y le pidió que le llevara a su casa.

-¡Oiga!-le abroncó el chofer durante el trayecto-¡Eso lo va a limpiar usted, eh!

A partir de ese día, Huneker no volvió a probar una sola gota de alcohol. Unos meses después, asistió al Carnegie Hall en compañía de una amiga cuando se encontró de frente en el vestíbulo con aquella figura grotesca, de cejas puntiagudas y ojos oblicuos de serpiente. Era Dvorak, que dio muestras de reconocerle al instante. Huneker cogió el brazo de su amiga y la instó a que se marchasen inmediatamente de allí.

-¿Pero qué pasa?-inquirió-¿quién es ese?

-¡El demonio, querida!¡El mismísimo Satanás en persona!

Un comentario en “El relato de Martín – Dvorak en Nueva York

  1. Arnaldo Gutierrez

    Felicitaciones a todo este equipo

    Favor indicarme como pùedo cargarles un audio para futuros programas
    se trata de Eo retrato de Abraham Lincoln, con texto narrado en español por Juana SUjo

    Responder

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