El relato de Martín – El jardín de Dolly

Fauré

Fauré

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/12/2014

Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde iba diluyéndose como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su carita de muñeca Kammer and Reinhardt, a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea silvestre.

-¿Qué tenemos aquí?-le preguntó él.

-¡Tío Gabriel!-exclamó ella muy alegre. Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie podía entrar, ni siquiera él. Había plantado malamente en él algunos lirios arrancados de otro lugar, una ramita de cerezo y una crucecita hecha con mondadientes.

-Aquí está enterrado mi canario Didi-repuso con un hilillo triste de voz. Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.

-Vaya-exclamó él-descanse en paz.

-Si has venido a ver a Miau, no está-repuso ella-se ha ido con papá a la ciudad. Miau era como ella llamaba a su hermano, una contracción ingeniosamente infantil de “Monsieur Raoul”.

-¿Y tu madre?

-Mamá está en la caseta del jardín.

El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando frente a su atril, en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños. Emma falló una nota al verle y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.

-Querido Gabriel. ¿Qué haces aquí? No tocaba clase con Raoul. Está con mi marido, han ido a comprar un piano nuevo.

-Vaya-repuso él fingiendo malamente sorpresa-entonces he perdido la tarde viniendo hasta aquí.

-No seas tonto-Emma le invitó a sentarse junto al atril, sin soltarle la mano-eres un temerario.

-¿Claude Debussy?-exclamó él con cierta perplejidad ojeando la partitura-¿O sea que ahora me eres infiel?

-¿Es que no te gusta su música?-repuso ella-pues algunas de sus piezas para piano me las descubriste tú.

-No, si su música está bien…Pese a las audacias por las que le ha dado últimamente-reflexionó. No era eso lo que le preocupaba. Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo y estiró la mano para cogérselas. A su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma lo apartó con una elegancia digna de prima ballerina y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.

-Suite Dolly-dijo iluminándosele el rostro. Sus mejillas encarnadas era la hoguera de la que brotasen las dos llamitas que palpitaban permanentemente en el rostro de su hija- qué bonito. Le hará mucha ilusión.

-Vosotras sois mi vida, porque la otra es un infierno-repuso Gabriel. Y recordó una vez más, aquel día maldito en que decidiera tomar esposa extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero entre tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio llegaba al extremo de bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la casa una docena de veces al día, limpiando incluso hasta los mecanismos de los relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta. Maldita fuera ella y maldito aquel…

-Tu sombrero, tío Gabriel-dijo Dolly asomando la cabecita por la puerta de la cabaña. Se le había caído precisamente dentro de su jardín privado. Gabriel Fauré soltó la mano de Emma Bardac que tenía cogida por debajo de la mesita y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y se lo puso de medio en la cabeza y empezó a imitar el andar oscilante de un borracho. Ambas estallaron en risas.

-Mira-dijo Emma a la niña-qué sorpresa te ha traído.

Y se sentó al piano, tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly se aferró a los índices del músico y comenzó a bailar aquel vals, al que pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche, que precisamente era quien daba nombre a la pieza.

Fuera la tarde ya era historia. El mundo se deslizaba por una esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en la manga del ilusionista. Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas, y los crucifijos no estarían hechos ya de mondadientes, y aquella niña dejaría de ser niña, y su inocencia, del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo más en la memoria de las que una vez la conocieron. Y todos ellos desaparecerían con la evanescencia del diente de león al soplido de la infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al eco del viento de las campánulas. Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas, un jardín en el que siempre fuera abril y hasta un caniche nervioso mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum de piezas infantiles todo aquello sería para él para siempre, aunque se marchase luego por donde había venido, para no regresar jamás, y otros músicos, acaso más apuestos y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.

El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable como el perfume de las magnolias.

-Ven-le dijo risueña-vamos a dormir a mi muñeca.

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