El relato de Martín – Mariposas de la tarde

ClaraSchumannGebWieck

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/10/2014

La pequeña Clara, de once años, fue quien le abrió la puerta de la casa. Su padre, le dijo, estaba dando la clase de violín con su hermano. ¿Le importaría esperar? Él dijo que en absoluto. Le entregó una bolsa con caramelos que había traído para los pequeños y Clara lo agradeció, guardándola en una alacena. Pero no tomó ninguno. En cambio, mostró curiosidad por la partitura que llevaba bajo el brazo. “Mariposas op. 2”. ¿Era de él? Robert asintió. ¿Podía tocarla? ¡Qué honor! Exclamó el joven. Los pequeños dedos se posaron sobre el teclado como lágrimas de nácar que comenzaron a acariciar aquellas piezas de marfil y de repente se hizo la música. Él nunca la había imaginado así, tan vivaz y saltarina, como en el fondo era ella en las escasas ocasiones en que salía de la casa y correteaba por el bosque cercano.

-Dicen que vais a casaros, Herr Schumann- le dijo sin interrumpir su interpretación.

Asintió. Qué joven más afortunada sería, dijo escapándosele una risita. ¿Acaso se reía de él?

-Sí. Será en primavera. Se llama Ernestine…

-Pues habéis roto vuestra promesa. Hace un año apostamos que no sería capaz de improvisar sobre la marcha a la turca de Mozart y la prenda era casaros conmigo. Y perdisteis.

-Es verdad- se echó a reír él-tendré que hacer algo para compensarte. ¿Quieres que escriba un álbum de piezas para ti?

-No… -repuso modestamente- éste me gusta. Además, yo nunca me casaré.

-¿Y eso?- quiso saber él.

La niña replicó que alguien tendría que cuidar de su padre cuando este fuese anciano.

-Él cuida de mí y de mis hermanos con esmero desde que nuestra madre se fue. Se lo debo. Él me ha enseñado todo lo que sé.

Y las mariposas continuaban brotando del teclado, revoloteando por la estancia con sus alas de cristal y caramelo, mientras charlaban. En esto, se escuchó un estruendo y un llanto. Como una exhalación la puerta del salón se abrió y entró en ella como alma que lleva el diablo el hermano de Clara, Alwin, con un violín en la mano. Tras él, el padre, el furibundo Wieck, lo perseguía con un cinturón en la mano.

-¡Sinvergüenza, malnacido! ¿Así es como se toca? ¡Eres mi vergüenza! ¡Ven que te coja!

El niño tiró varias sillas en su huída y comenzó a dar vueltas al piano, esquivando los zurriagazos. A todo esto, Clara no dejó de tocar. Pestañeó en un par de ocasiones, pero no perdió ni la precisión, ni la gracia, ni el encanto.

-Ah, Schumann ya estás aquí -dijo Wieck sin dejar de perseguir a su hijo- ahora te atiendo, espera que termine la clase.

El niño salió corriendo del salón, perseguido por el padre y la lamentable escena continuó por el pasillo de la casa. Robert miró a Clara. Once años, pero una vida entera, quizás dos, de sabiduría en la triste mirada. De repente, las mariposas de la tarde se habían vuelto negras. Y sin embargo, en mitad de aquel lodazal, ella sobresalía como un ángel moreno, de alas en los dedos. “¿Me encuentro realmente ante un ser de carne y hueso?”. La niña dejó de tocar.

-Eran unas piezas preciosas…He cambiado de idea. ¿Escribiréis alguna para mí en otra ocasión?

-Claro -dijo él conmovido- estoy seguro de que nuestra asociación artística será muy dichosa.

Como el gruñón de Wieck tardó todavía un rato más en llegar, ella le brindó como un magnífico presente su interpretación de una sonata de Carl Maria von Weber.

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