El relato de Martín – Como decía Gardel

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLIV – Como decía Gardel

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 15/01/2015

Nadia Boulanger había sido la primera en advertirlo. Tras ojear sus partituras por encima, se las devolvió torciendo el labio.

“Es interesante” le advirtió. “Pero me temo que ésa no es su voz. ¿Para qué quiere usted ser Igor Stravinski? Que yo sepa, ya existe uno en el mundo. ¿Por qué dos?”.

Trató de explicarle el impacto que había constituido para “La consagración de la primavera” y cómo su primitivismo había despertado sus ganas de crear, de partir de la destrucción purificadora del fuego para que reverdeciera en él una personalidad musical. Era algo de lo que había hablado en muchas ocasiones con su maestro Ginastera. Boulanger resopló:

“Pero usted ya era músico antes de todo eso. Y además, ¿no es argentino? ¿No proviene de ese maravilloso país de Gardel? ¡Pues escriba esa música!¡Haga tangos y déjese de consagraciones, petruchkas y pulcinellas!”.

¿Que hiciera tangos? ¿Pero no era al fin y al cabo un género arrabalero, un son de casas de mala nota? Al principio el consejo, o más bien orden, le desazonó. Pero cuando se puso a ello se dio cuenta de que Boulanger tenía razón. Los llevaba en la sangre y salían de él con la misma naturalidad con la que hablaba. Mejor aún, porque no era precisamente muy ducho en palabras. De hecho, toda la vida lamentaría no haberse atrevido a hablar antes con Gardel. Supo durante bastante tiempo de su estancia en Nueva York y se lo encontró en muchas ocasiones, cuando él sólo era un muchacho de trece años. Pero cada vez que pensaba en dirigirle la palabra, le entraba un temblor tal que le era imposible dominarse a menos que echase a correr y perdiera de vista a su ídolo.

Sin embargo, el destino los juntó al fin. Pidieron extras para el rodaje de El día que me quieras y allí fue a parar él, con su bandoneón. A Gardel le hizo gracia la forma en la que interpretaba. “Si tocás como un gallego. Vos no habés frecuentado mucho el mercado de Abasto en Buenos Aires, ¿verdad?”. Él se avergonzó. Era cierto. No podía disimular haberse criado lejos de la Argentina, en realidad era un estilo impostado. Hablaba el español sólo en casa, con cierto acento yanqui incluso. Se sentía extraño en aquel plató, con su ídolo riéndose de su forma de tocar. Pero Gardel lo animó y al final del rodaje le dijo:

“Tocá Arrabal amargo pero siguiendo mi voz, ya lo verás”. Y lo hizo. Plegó la sonoridad del bandoneón al prodigioso caudal vocal del “zorzal criollo” y ahí es cuando sintió que por vez primera el tango ya no penetraba sino que salía verdaderamente de él. Gardel lo abrazó emotivamente al acabar. Luego, visitaron juntos “Little Italy”, haciéndole él de intérprete. Y el genio abandonó luego Estados Unidos. Cómo lamentaba no haberse atrevido a abordarle antes.

Y ahora se veía en una nueva tesitura. Su amigo Albino Gómez lo invitaba al Metropolitan Club de Nueva York, con motivo de la presencia de Victoria Ocampo, que venía a presentar el Festival de Cine del Mar del Plata. ¿Y sabía lo mejor? Stravinski estaría entre los invitados.

-Tenés que venir y conocerle-le insistió Albino.

-¿Pero qué decís?-le replicó por teléfono. No estaba para bromas. Albino insistió. Con lo que le admiraba, ¿iba a dejar pasar aquella ocasión? Acabó aceptando a regañadientes. Y llegó el día. Había cientos de personas allí, lo que le tranquilizó. Decidió hacerse el huidizo entre las mesas de los canapés, pero Albino dio con él y lo cogió del brazo, llevándolo a un corrillo en cuyo centro se encontraba un anciano bajito y vivaracho, que arrancaba constantes risas de los demás. Era Stravinski. Albino se lo presentó. Stravinski, sin dejar de sonreír, le tendió la mano. La estrechó. Estaba un poco fría…¿O era que a él le había subido repentinamente la temperatura? El ruso inmediatamente le expresó su interés por la Argentina y su música, y recordó los tangos que él mismo había escrito, uno de ellos para La historia del soldado.

Él no dijo nada. No podía. Era peor que cuando no se atrevía a dirigirle la palabra a Gardel. Llegó un momento en que la locuacidad de Stravinski llegó al peligroso límite de la irritación por no obtener una respuesta. El genio soltó su mano…Los dedos que habían escrito La consagración.

-¿Este tipo es imbécil o qué?-susurró Stravinski en francés a uno de sus acompañantes, lo que él entendió perfectamente. Se dio la vuelta y salió corriendo de allí. Quizás masculló algo así como “Le admiro, maestro”. Pero en todo caso, cuando lo dijo, sólo pudo escucharle un camarero que recogía copas vacías de una mesa.

El disgusto fue tan grande, que estuvo sin coger el teléfono varios días, por si era Albino quien llamaba. No se equivocaba. Éste fue a buscarle a su casa.

-Sos un idiota y me has hecho quedar a mí como un boludo. Ya estás viniendo conmigo a verle a su hotel, antes de que se vaya a California.

Y fueron. Stravinski estaba avisado del encuentro y les aguardaba en el bar de su elegante hotel. Fingiendo admirablemente que el anterior encuentro no había pasado, se levantó y le dio la mano. “Me alegro de conocerle, ¿qué tal y bla bla?”. Pero él seguía sin poder emitir sonido alguno. Albino empezó a sudar copiosamente y el ruso ya daba nuevamente muestras de impaciencia. Ésta vez fue él el que se dio la vuelta airado, dispuesto a meterse en el ascensor. En esto, el apocado músico vio su salvación en el salón del bar. Un piano. Se sentó en él y empezó a tocar. Primero Arrabal amargo y luego sus propias creaciones. Si su boca no era capaz de transmitir lo que su alma experimentaba, por fortuna contaba con un lenguaje secreto, más poderoso que el inglés, el francés y el español juntos. Y ése, Stravinski lo comprendía muy bien. Cuando acabó de tocar se dio la vuelta y descubrió al viejo maestro conmovido, con las manos contraídas en un aplauso. Y le pareció advertir que por vez primera las tornas habían cambiado. Y es que si en su juventud él había deseado ser Igor Stravinski, ahora le estaba pareciendo que por un momento era Stravinski quien deseaba por unos instantes ser como Astor Piazzolla.

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