Archivo del Autor: Inma Escribano

El relato de Martín – Chocolate amargo

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron

Capítulo XXXIX – Chocolate amargo

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 09/01/2015

El día que se presentó ante el Cabildo Catedralicio se quedaron sorprendidos. Hasta aquel instante algunos habían supuesto que era mudo, pues nunca le escucharon antes articular palabra alguna. El Canónigo Dussolier, lo recibió en su despacho, justo cuando estaba a punto de merendar un gran tazón de chocolate. Él nunca lo había probado pero, encontró el olor deliciosamente tentador, como una corriente de cálida sensualidad que penetrase por sus vías nasales, hasta lo más recóndito de su mente. En cambio, cuánto frío hacía siempre en el órgano de la Catedral.

-¿Qué demonios quieres? –le espetó el Canónigo, mojando un bizcocho en el chocolate.

Farfulló algo de irse a París, a imprimir no se qué. Por lo menos, eso es lo que Dussolier creyó entender; porque hablaba con los labios hacia dentro, como devorando las palabras a medida que las trataba de articular. Parecía un solemne idiota; sin duda, tenía que serlo.

-¿Qué dices de París? ¿Es que te has creído el Duque de Orleans? Tu puesto está aquí, donde tienes ya bastantes obligaciones.

Cierto; además de organista de la Catedral, y encargado del mantenimiento del órgano, era director del Coro de Niños, y otras tantas funciones más. No le daba permiso para ausentarse.

El pobre diablo insistió. Costaba tanto entenderle, que si hubiera dicho que era él, en lugar del Canónigo, quien hablaba con la boca llena de bizcocho. Lo que quería era, no ausentarse, si no que lo liberasen de su contrato.

Dussolier estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo, y adoptó una pose severa como correspondía a su dignidad. “¿Qué tontería era esa? Su lugar estaba allí. Cumpliendo sus deberes. Tenía un contrato que le obligaba a cumplir con sus funciones durante diecinueve años más y, si lo incumplía, podría ser multado. Las Autoridades le impedirían salir de la ciudad; e incluso, si se ponía tonto, podría ir a la cárcel. ¿Estaba claro?”

El Organista se retiró sin decir más, cosa que Dussolier agradeció.

Satisfecho por haber resuelto tan prestamente aquel contratiempo, el Canónigo hizo sonar una campanilla para que acudiese su criado. Le apetecía otra taza de chocolate.

El primer síntoma de que “algo” pasaba se produjo cuando, durante el domingo siguiente a Pentecostés, en el que de repente se escuchó al órgano fallar en dos notas durante la Liturgia. En realidad, algo así no hubiera tenido la menor importancia pero, el Obispo, Bochard de Saron, se encontraba en ese momento consagrando la Sagrada Forma con los brazos alzados; y, “sospechosamente”, las notas falladas confirieron otra dimensión al momento. Sonaron muy similares al flautín de reclamo del mercado; y acaso los Fieles, entendieron que el orondo Obispo, se asemejaba a un carnicero elevando una oca para mostrarla a los posibles clientes, en lugar de ser quien era, con el Cáliz de vino, que era lo que estaba sujetando en ese momento. Se produjeron algunas toses en los concurrentes, que no pretendían si no ahogar las risas. Dussolier quiso pensar que era una coincidencia.

Días después, durante la solemnidad de la Santísima Trinidad, sucedió algo todavía más inquietante: el Obispo Bochard, estaba en la cúspide de su sermón, cuando el órgano empezó a sonar de improviso, lo cual nunca sucedía durante la elocución. Trató entonces de hacer sonar su voz por encima del instrumento; pero, cuanto más la alzaba, más se elevaban a las alturas celestiales las cristalinas sonoridades emitidas por los tubos del instrumento. La competición entre el verbo imperioso del Obispo, que ya resultaba imposible escuchar por los feligreses y el órgano, cuando Dussolier mandó furioso al Sacristán:

-Dile a ese idiota que deje de tocar –ordenó.

Y la orden surgió efecto, y tanto, porque el Organista se levantó y se largó; dejando sin acompañamiento el resto de la Liturgia, lo que nadie recordaba que hubiera sucedido jamás allí. El Obispo mandó llamar al Canónigo, al cual aplicó tal reprimenda, que éste se apresuró a buscar al Organista. En un principio pensó en llamarle animal, asno, y plantearle todo tipo de amenazas; pero luego llegó a la conclusión de que con “acémilas” así, había que aplicar el tacto. En su lugar, le invitó a compartir una taza de chocolate con él. El Músico aceptó; y, a juzgar por su expresión bobalicona, encontró delicioso aquel manjar nunca antes probado por él.

-Escucha –le dijo Dussolier–, creo que últimamente has trabajado demasiado; así que estoy dispuesto a…; si te portas bien, concederte una semana de permiso; pero luego volverás aquí, a seguir con lo de siempre. Eso sí, si quieres el permiso, tienes que cumplir durante la ceremonia del Corpus Christi, y sin tonterías. ¿Qué me dices?

El Organista farfulló algo con la boca manchada de chocolate; ¿estaba asintiendo? Le hizo señas de que se marchase ya, sin importarle que aún no hubiera acabado de darle buena cuenta del tazón.

El sábado siguiente, que era el Corpus Christi, todo era expectación; no solo para Dussolier, si no para el Obispo y toda la Feligresía, ya al tanto de que algo pasaba entre el Cabildo y el Organista. La ceremonia comenzó sin aparentes complicaciones; pero, llegado el momento de la Consagración: el órgano estalló en un pandemónium de cacofonías, en estridencias, y notas atropelladas que, por un instante, hubo quienes temieron que las preciosas vidrieras multicolores de la Catedral, estallaran en pedazos.

Estaba claro que algo así ya no podía ser si no fruto de la “mala sangre”, y no del nerviosismo, o la ofuscación. Toda la atención de los presentes, se derivó hacia el órgano y, hasta el propio Brochard de Saron se olvidó del texto de la Liturgia. La burla duró diez minutos, que fueron los que Dussolier necesitó para buscar dos guardias que sacaran a empujones al irreverente Músico de la Catedral.

Al día siguiente, se decidió el despido fulminante de Jean-Philippe Rameau como organista, lo que le dejó vía libre para ir a Paris a publicar su tratado de armonía. En compensación, quiso ofrecer una última Liturgia al Cabildo, pero ésta fue rechazada; no porque tuvieran dudas de que fuera a hacerlo mal una vez más; por el contrario, el espantoso recital ofrecido aquella mañana de Corpus Christi, no hizo si no confirmar al gran artista que perdían; y es que, sólo un músico extraordinario, hubiera sido capaz de tocar tan “acertadamente” mal, y con demoníaca irritabilidad, el noble instrumento de la Catedral de Clermont-Ferrand.

El relato de Martín – La carta

mozart

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XXXVIII – La carta

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 07/01/2015

Mojó la pluma en tinta, y los labios en vino francés. Estaba sólo, como nunca lo había estado antes. Él, al que las multitudes aclamaban cuando su carruaje penetraba en las murallas de las grandes capitales europeas; al que Príncipes y Reyes se llegaron a disputar, lo mismo que a la más preciada pieza de caza, o el más famoso de los cocineros. Sólo y desconcertado, en aquel cuchitril de París.

Decían que la capital francesa era la ciudad de los sueños, y que después de visitarla, uno podía morirse ya en paz; pero, en modo alguno, hubieran podido esperar que sucediera, especialmente cuando quedaban tantas cosas por hacer; tantos conciertos, obras que presentar a los impresores más prestigiosos, encargos que recibir de los más destacados visitantes de Versalles. Y ahora, todas sus esperanzas se habían evaporado con la misma evanescencia que una tenue llama ante un soplido sin esfuerzo. Así de frágil era la carne, y acaso el día que a él le llegase la hora, bien pudiera sucederle así, con una especie de sueño tembloroso en el que los sentidos se desvanecieran sin dolor.

Los últimos días, Ella ya no había podido siquiera escuchar sonido alguno, pero aún así le pidió que tocase algo para hacerle más llevadera su agonía; y dado que en aquella horrible pensión no había teclado alguno, lo que le obligó a componer directamente sobre papel. Tuvo que pedir prestado un violín. Odiaba aquel instrumento, sí; pero en casos de necesidad como aquél, resultaba útil. Lo había aprendido a tocar a los cinco años, sin esfuerzo alguno; únicamente observando a su Padre.

Todavía podía recordar las lágrimas de emoción de Ella, la tarde en que pidió el instrumento, que apenas podía sostener sobre sus escuálidos hombros; y reprodujo de memoria las partes del primer y segundo violín de un cuarteto de Stamizt que habían estado tocando. En realidad, no entendió el porqué de tanto alboroto, Stamitz no tenía ninguna complicación para Él.

En ese sentido, era difícil sorprenderle, por no decir que imposible; pero tenía que reconocer, que lo que estaba pasando le descolocaba por completo. Aquello no podía estar sucediendo. Se arañó la frente. Pellizcó con sus nudillos; y hasta metió la cabeza en una jofaina de agua fría. No aguardaba si no el instante en que pudiera despertar de la pesadilla. Le daba igual hacerlo en Mannheim, en casa de la encantadora familia Weber, a la que había conocido recientemente; o en Salzburgo, despertado por los impacientes apremios de su Padre. En cualquier parte menos en aquella habitación, con Ella aún envuelta en un extraño hábito; las manos al pecho, una cruz y un rosario entre los dedos; sobre un jergón miserable, traspasado por hebras de la paja. Durante los últimos días no dejó de quejarse de que éstas le rasgaban la piel, he hizo todo lo posible por paliar su sufrimiento; dio la vuelta al jergón, lo envolvió en su propio abrigo, incluso hasta trató de recortar las hebras con una tijerita, pero fue inútil. Se quejó como era lógico en alemán; pero, los perversos dueños de la pensión, fingieron no entender lo que era a todas luces evidente; incluso llegaron a tratar de echarlos de allí, para que la muerte no se produjera bajo su techo; pero eso ya fue demasiado, y ahí Él sacó el carácter fuerte de su Padre, que ignoraba que pudiera pasar más allá de lo musical, y los echó a empujones de la habitación, blandiendo un bastón.

Los dejaron entonces tranquilos.

Por desgracia, los compromisos adquiridos eran ineludibles porque, de algún modo, hubieran podido permitirse siquiera miserable estancia si no daban los recitales apalabrados. Y tuvo que ir; y cada vez que acababa, las lágrimas le nublaban la vista de tal manera, que pedía a alguien que le tomase del brazo, y le sacara de la estancia. En cada ocasión en que regresaba a la pensión, vivía con la angustia de encontrársela allí, sin haber podido despedirse de ella; pero al volver a verla, en medio de las convulsiones que evidenciaban que la vida aún no había abandonado aquel frágil cuerpecillo, sentía regresar por unos instantes la esperanza, para retornar luego al desánimo.

Una tarde, alguien le mandó un sacerdote que hablaba algo de alemán, le dio la extremaunción; cuando éste se hubo marchado, Él se dio cuenta de que ya no le quedaba más que una cosa. Le dijo adiós de noche, sin ruido, tras haber tomado la mano de Él en la suya, y acercársela al vientre donde una vez lo hubo albergado; luego, su cabeza cayó sin ruido.

Habían pasado dos días desde aquello, y la impaciencia de los Dueños del hostal era palpable. Él se encerró, dándole ya igual un concierto que tenía que dar, no recordaba dónde, y para no sabía que Conde imbécil, y trató una y otra vez, de acercar el cálamo al papel:

“Querido Padre…”. Comenzaba siempre. Escribió esa frase, no menos de cincuenta veces, pero luego acababa arrugando el folio. Llegó un momento, en que sólo le quedó una hoja de las que llevaba en el equipaje para componer. Tendría que rendirse a la evidencia.

– <<Extraño sino>> –se dijo.

Haber  escrito ya a sus veintidós años diez óperas treinta sinfonías, quince conciertos; más de veinte sonatas, una docena de divertimentos, y decenas de obras más; y no ser capaz de poner sobre el papel las siguientes palabras: “Padre; Madre ha muerto”.

No, no podía hacerlo. Sabía que él le culparía por ello:

-<<No has sabido cuidar de Ella. Siempre serás un niño. ¿Qué harás el día que no esté yo?>>

Llamaron otra vez a la puerta. Había empezado a entender algo el francés, a fuerza de oírlo gritado:

-¡Va a oler aquí! –creyó que le decían–. ¡Márchese de una vez! ¡Y llévese ese cadáver!

Suspiró. Tendría que decirle misa en una lengua extraña un sacerdote que no la conociera; y no podría visitar nunca su tumba, para la cual ignoraba de dónde sacaría el dinero. En un cementerio a miles de kilómetros de Salzburgo.

Le vino entonces a la mente el nombre del buen Abad Bullinger de Salzburgo; un hombre pío y de verbo envolvente. Él podría decirle a su Padre lo que había pasado. Prefería morir junto a Ella, antes que escribirle directamente a él. Con esa idea en mente, logró que sus dedos recuperaran el pulso, y comenzó al fin la carta:

“Querido Abate, me hallo en París, en medio de una trágica circunstancia, de la que espero que Usted de cuenta a mi Padre, Leopold Mozart”.

El relato de Martín – La polka de los pasteles

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Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Relato XII – La polka de los pasteles

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 06/01/2015 (reposición de noviembre 2014)

El joven Pablo estaba desesperado, su madre necesitaba con urgencia el medicamento para calmar aquella acuciante tos, pero no tenía forma humana de reunir las dos pesetas que costaba. Sus amigos le prestaron cuanto llevaban encima, y apenas juntó treinta céntimos, trató de buscar algo que empeñar, pero la maldita tos ya se había llevado consigo las cortinas, y las sábanas de la casa, además de una sartén, los zarcillos de la abuela y un mantón de Manila.

En el patio de la corrala se encontró con “ ElTieso”, un vecino suyo con el que no se “llevaba”. Éste pasó a su lado, y le retuvo por un hombro, y sin mirarle a la cara, le susurró al oído:

-Irás a Alcalá, 104; y esperarás allí hasta que salga un viejo asomándose al balcón del segundo piso; haz que te vea; pero, no se te ocurra ir contando esto por ahí.

Luego, “El Tieso” se marchó sin decir más. Pablo, escamado, decidió hacerle caso, más que nada porque ya no encontraba ninguna solución. Se sentó en la acera que estaba enfrente del citado número de Alcalá, y, tras hora y media sin que nada sucediera estuvo a punto de marcharse; en esto, apareció el viejito en cuestión, con su tupido bigote en forma de gaviota y su corpachón moldeado por la buena vida, se hubiera dicho un General en su dorado retiro, y sin embargo, se movía con cautela gatuna, como si todavía esperase una ocasión más de volver al campo de batalla.

Una vez hubo comprobado que no le observaban desde el interior de su vivienda, recorrió la Calle de Alcalá con la vista hasta que reparó en él. Le hizo señas de que se situara bajo su balcón.

-¿Quién eres tú? –le preguntó el hombre, tratando de no alzar mucho la voz–. ¿Dónde está “El Tieso”?

Le explicó que era “El Tieso” quien le mandaba. Esto no pareció tranquilizar mucho al anciano que se atusó los bigotes pensativo y luego le dijo:

-Sea. Tú también pareces de fiar. ¿Conoces el número 96 de la calle Duque de Sexto?

Respondió que no lo situaba. Con cierta impaciencia, el hombre dibujó en el aire un plano de la calle y le indicó cómo ir lo más rápido posible.

-No debes pararte a hablar en el camino con nadie; y lo que es más importante: si te preguntan allí para quién es lo que vas a coger, les dirás que para tu abuelo.

El hombre sacó un paquetito de su bolsillo y se lo arrojó discretamente. A Pablo se le escurrió entre los dedos, y casi se coló por el hueco de una alcantarilla. El anciano, nervioso, miraba una y otra vez al interior de la vivienda.

-Nos van a descubrir. Vete ya– le insistió.

Pablo no tardó en encontrar el número 96 de Duque de Sexto, pero, para su sorpresa, no era ni un tugurio tabernario, ni tampoco una biblioteca, punto de encuentro propicio para espías o gentes de mala idea. Era una confitería llamada “La Deliciosa”, y no querían dejarle pasar, debido a su aspecto pero mostró las monedas que venían con el pequeño paquete que incluía un escrito.

El dependiente, lo leyó, y luego seleccionó varios pasteles de los anaqueles. Luego, comentó con sorna:

-¿No te habrán mandado de Alcalá, 104, por casualidad?

– No, no, no. Son para mi abuelo –replicó él.

Pablo volvió corriendo con la bandejita de pasteles. Allí lo aguardaba impaciente el hombre ojeando nerviosamente su reloj. Le indicó que le tirase el insólito contrabando. A pesar de su edad y su abotargamiento físico, cogió al vuelo la bandejita que se apresuró a abrir. Sin pérdida de tiempo, empezó a engullir con un ojo puesto en las sensuales formas de los bollos de crema, las ensaimadas y los borrachos y el otro en el interior de su vivienda. Dejó un solo pastel que arrojó a las manos de Pablo. Era un buñuelo con nata.

-Pruébalo –dijo–. Es delicioso.

Pablo lo miró impotente. ¿Ése iba a ser su pago? ¿Para eso había perdido casi dos horas del tiempo que tenía que haber estado buscando una forma de pagar el maldito medicamento?

Se comió el buñuelo entre lágrimas.

-¿Qué pasa? –dijo el hombre– ¿Es que se ha agriado la nata?

-No –quiso decir–. Es que mi madre, mi madre…

El viejecito suspiró.

-Sois todos iguales. ¡Anda golfo! Que ya eres muy mayorcito para andar hecho un madaleno. Suénate los mocos y vete de mi vista.

Y le arrojó un pañuelo desde el balcón. Pablo estuvo por mandarle “al diablo”, pero lo tomó. Al desenvolverlo, por poco se le cae también por la alcantarilla una pequeña forma plateada, que no era si no, ¡un duro!

Y ya levantó la vista para agradecérselo al hombre, pero éste había desaparecido del balcón. De haber sabido leer, hubiese podido apreciar que las iniciales bordadas en el pañuelo, eran una “F” y una “C”.

Federico Chueca, se sacudió las migas de los labios, y muy feliz, se sentó frente al piano de su salón. Comenzó a improvisar una alegre melodía. Su esposa, Teresa, dejó el bordado que tenía entre sus manos, y se le acercó.

-Pronto estará la cena, “Fede”. Ve lavándote las manos.

-¿Y qué cenamos hoy? –preguntó sin entusiasmo.

Ella repuso que Repollo hervido. La cara de él fue un poema. Ah, no “Fede”, ya sabes lo que dijo el médico, con tu azúcar tenemos que cuidarnos. A mí me duele, sobre todo por ti, pero con la salud no se juega.

– Sea, pues; nos cuidaremos –se resignó él.

-Por cierto –dijo Teresa–, ¿qué es esta pieza? Nunca te la había oído tocar.

-Huumm. Una cosita que se me ha ocurrido en el balcón. La llamo: “La Polka de los Pasteles”.

-¡Ah! Ya te dije que tomar el aire te sentaría bien –sonrió ella.

– Sí –suspiró Chueca–, yo creo que, hoy por hoy, me moriría si tuviéramos que vivir en un piso sin balcón.

El relato de Martín – Un paseo por Leiden

Mahler

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XXXVII – Un paseo por Leiden

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 05/01/2015

En alemán, la palabra “leiden” significa sufrimiento; pero es también el nombre de la ciudad holandesa, en la que el eminente Doctor se hallaba de vacaciones. Por ese motivo, le fastidiaba que aquel histérico Director de Orquesta le enviara un telegrama urgente, pidiendo una sesión con él.

-<<Estoy desesperado>> –suplicaba.

Aceptó entonces una cita, pero debían ajustar horarios. Podían verse, apenas tres horas, el veintiséis de agosto; a fin de que el Músico no tuviera que renunciar a sus compromisos.

Fue a recogerlo a la estación de tren, y le propuso que dieran una vuelta a pie por la parte antigua de la ciudad. Visto de cerca, lejos del oropel del podio de Director, el Músico destacaba por una tez rojiza, que le daba un aspecto de extrema delicadeza; como de vasija antigua recién desenterrada a punto de romperse el primer rayo de sol.

-Usted dirá –le animó a hablar.

Y el Compositor habló. Le sorprendió descubrir que no pronunciaba bien las “erres”; lo que le daba cierto aire trágicamente cómico a su discurso.

-Verá, mi esposa…

Y  le contó todo: desde la aventura de ella con el joven arquitecto, a las frecuentes discusiones; a los reproches por haberla arrinconado, como si fuera un jarrón; hasta su poco recomendable amistad con Zemlinsky, o lo mucho que dependía de sus padres; especialmente de su padre. El Doctor, tomó nota mentalmente de todos aquellos detalles, y luego preguntó “a bocajarro”:

-Hábleme de su Madre.

-¿Y qué tiene que ver mi madre con esto? –inquirió receloso el Compositor.

-¿Era una mujer alegre?

-Mi Madre, era alegre cuando había alegría.

-¿Y no siempre la había?

-No.

-Hábleme de un día en que su Madre fue infeliz por culpa de Padre.

El Músico le miró con la misma expresión que le hubiera ocasionado un desgarro interior; luego, apianando la voz, rememoró un día de su infancia en el que hubo una gran discusión; tan fuerte, que sus hermanos pequeños se pusieron a llorar; y a los gritos, les siguieron piezas de vajilla reventando contra las paredes. Y él, en lugar de defenderla, salió corriendo, y en el camino se encontró a un organillero que tocaba una canción: “Oh! Du lieber Augustin”.

No pudo evitar tararearla mientras lo recordaba. La canción, le había hecho sentirse infelizmente alegre, tristemente dichoso; como un terrón de azúcar escondido en una cucharada de aceite de ricino. Una forma perversamente deliciosa de placer, dentro del más estricto dolor; igual que el día en que llamó a la puerta del Arquitecto. Él, que se había visto como un Jesualdo furibundo, dispuesto a destrozar al amante de su mujer, se sorprendió gratamente al llamar a su puerta y encontrar a un joven de facciones agradables, y modales exquisitos.

Y no pudo evitar, ni aún en medio de los amargos reproches que le dirigió, sentir que aquel muchacho, el arquitecto Oropius, parecía idóneo para ella: culto, refinado; y, a pesar del pecado cometido, de corazón noble. Alguien de quien inmediatamente intuyó que cuidaría de Alma el día que Él faltase; y, a juzgar por el estado de su corazón, quizá no faltara mucho para ello.

Se había despedido del Arquitecto como si se tratase de un viejo amigo; tras lograr de éste, la solemne promesa de no volver a las andadas; al menos mientras Él siguiera en éste mundo. Y, tras este encuentro, no se le ocurrió otra cosa que silbar: “Oh! Du lieber Augustin”.

El Doctor encontró aquello de lo más interesante.

-¿Le parece a Usted normal todo esto? –le preguntó el Músico.

-¿Y qué pasó después? ¿Cómo fue el primer encuentro con Ella, después de haberse enfrentado a su amante?

El Compositor suspiró. Cuando se casaron, le había prohibido que Ella siguiera componiendo; no era algo que la gente fuera a ver bien. Y Ella obedeció. Decidió entonces rescatar algunas de las canciones compuestas por Alma, y se las mostró, animándole a volver a crear; a tratar de recuperar parte de aquella alegría que, de alguna manera, se quedase en el camino durante sus años de matrimonio; especialmente, tras la muerte de la pequeña María, la hija mayor de ambos.

Y Alma, había llorado de alegría al sentir que Él le devolvía una parte de su personalidad, custodiada bajo llave durante demasiado tiempo.

-Interesante. Interesante –volvió a recalcar el Médico–. Y al hacerlo, ¿no se sintió Usted un poco como su Padre?

¿Su Padre? El Músico se mostraba cada vez más abrumado. El Especialista, le brindó al fin su conclusión:

-Usted ha buscado toda la vida una mujer que, de alguna manera, fuera dependiente del dolor; exactamente igual que lo fue su Madre con respecto a su Padre, y la halló en Alma; pero, por otro lado, Alma experimentaba la misma fijación hacia su propio Padre; y por eso, sólo podía hallar la felicidad en un hombre que le recordarse a Él, esto es: Usted.

Habían recorrido todo el casco antiguo de Leiden. Si no desandaban rápidamente lo andado, Él perdería su tren de regreso. Se encaminaron a la estación.

Ambos se despidieron con un formal apretón, con la sensación certera de que no volverían a verse. Cuando el tren hubo partido, Sigmund Freud, encendió un pipa, y decidió regresar a pie hasta su hotel, muy satisfecho, pues creía que, a pesar de la rapidez del encuentro, había logrado que su paciente realizara grandes progresos.

Mientras, en el tren, Gustav Mahler, contempló por la ventanilla la silueta de la ciudad de Leiden, “sufrimiento” en alemán, siendo devorada poco a poco por el horizonte; y pensó a su vez sobre su encuentro con el eminente “Padre del Psicoanálisis”:

<<Este tipo está para que lo encierren.>>

El relato de Martín – La Marsellesa

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Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 20/11/2014

Fue su amigo el alcalde de Estrasburgo el que le sugirió un canto patriótico que inflamase el coraje de los soldados ante la declaración de guerra del rey de Bohemia y de Hungría. Se habían enterado cinco días atrás de esta nueva provocación y la ciudad entera clamaba por entrar pronto en combate.

-El “Ça ira” es una cancioncilla animada, alegre –dijo el buen barón de Dietrich–. Lo que necesitamos es algo que anime a los hombres a entrar en la lucha sin miedo, a no dar cuartel al enemigo. Un himno que provoque verdadero terror en nuestros enemigos. Que sepan quiénes son los franceses y hasta dónde llegarán si se les provoca. Usted tiene conocimientos musicales, mi querido capitán. ¿Por qué no escribe algo?”.

El capitán se sintió un tanto abrumado. Había escrito alguna cancioncita de campaña y poco más. Pero él también se sentía enardecido por el desafío de los extranjeros y anhelaba, igualmente, acallarlos para siempre. Así que se dio una vuelta por la ciudad aquella mañana y contempló la agitación reinante y las paradas militares del batallón “Los hijos de la patria”.

En las paredes de Estrasburgo había un bando que exhortaba a la lucha “¡A las armas ciudadanos! -clamaba- si persistimos en la libertad, todas las potencias europeas urdirán siniestros complots contra nosotros. Que tiemblen. Desarmemos a los déspotas” y más arriba “Ya ha sonado la señal. El estandarte sangriento se ha alzado”.

Aquellas palabras se quedaron profundamente grabadas en él, a la vez que los cascos de los caballos en el empedrado, el entrechocar de los aceros en los ejercicios de los cadetes, el traqueteo de los carros y los aplausos de la multitud cada vez que se veía un uniformado en la calle.

Se fue a casa y cogió su violín. Probó varias melodías y estuvo dándoles vueltas durante toda la noche, de forma que no dejó ni dormir al gato. Al amanecer había una partitura de trazo entusiasta sobre su cómoda. Decidió llevársela al barón de Dietrich, que ofrecía esa noche una cena a los prohombres de la ciudad. Sabía que poseía una hermosa voz de tenor. ¿Aceptaría cantarla? El barón repuso que sería un orgullo y a su vez propuso a su propia esposa para que le acompañase desde el clave.

El “Canto de guerra del ejército del Rin” sonó a los postres. Su efecto fue más fulminante que el del vino de la cena. Los presentes se levantaron haciendo entrechocar sus copas, a la vez que daban vivas a Francia.

-Cuando nuestros enemigos escuchen esto, se les helará la sangre en las venas –decía de Dietrich–. Ha hecho algo grande, capitán. Parte del mérito de la victoria será suyo.

Y el alcalde determinó hacer circular, pagadas de su propio bolsillo, cientos de copias de la partitura.

Pasó el tiempo, se ganó aquella batalla y otras muchas. Pero vino entonces una guerra que nadie podía prever y en la que era muy difícil luchar, porque los contendientes no iban de uniforme, de hecho vestían igual y hablaban la misma lengua. El Terror. El propio barón, entusiasta primer intérprete del “Canto de guerra del ejército del Rin” acabó en la guillotina. Al capitán lo acusaron de realista y lo degradaron en varias ocasiones y, finalmente, se puso precio a su cabeza. Tuvo entonces que escapar. Decidió atravesar las montañas fronterizas con el territorio germano, pero el paso estaba nevado. Sobornó a un pastor de la zona para que le ayudase. Sin embargo, cuando faltaba todavía mucho para llegar a territorio seguro, sintió en el viento helado de la montaña el aliento de sus perseguidores. Estaban muy cerca y para darse calor, cantaban. ¿Cuántos serían? ¿Veinte, treinta?

-¡¡Vamos hijos de la patria…!! –comenzaba su canción.

El corazón del capitán estuvo a punto de pararse por el pánico. De repente se dio cuenta de que conocía aquel canto que ahora se constituía en marcha fúnebre para él. ¿No era su propio himno escrito apenas un año atrás? Lo que nació de un noble y ardoroso impulso de su mente y corazón le provocaba ahora una terrible desolación.

– ¿Oyes ese canto? –le preguntó al pastor que le acompañaba. Éste sonrió.

¿No lo conocéis? Lo llaman “La Marsellesa”.

El relato de Martín – Un encuentro en el campo

chaikovski

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 11/11/2014

Como caída del cielo, con alas de tafetán negro, había surgido ella en el momento en el que más la necesitase. “Escriba usted sus maravillosas obras y no se preocupe por el resto, que eso será cosa mía” le escribió. A partir de ese momento, su posición quedó asegurada. Cada año podía dedicarse a componer la música que le dictaba el corazón, sin ninguna cortapisa. Y todo gracias a ella. Sólo le impuso una condición. Bajo ningún concepto debían verse jamás. Aunque lo encontró extraño, aceptó, si bien no hubiera tenido nada que temer de él.

Y así, al no mediar la mirada del día entre ambos, pudieron desnudarse mutuamente a través de sus cartas. Y ella le habló de los terribles estragos de su matrimonio y de su resistencia a volver a someterse a hombre alguno. Él también le habló entonces de lo desgraciado que fuera tras su boda, de su intento de suicidio, y de cómo su madre, que tan pronto se marchase, le cantaba “El ruiseñor” cuando lo acunaba las noches de invierno.

En ocasiones la palabra “dinero” enturbiaba la elegante caligrafía de él, pero ella blanqueaba el borrón con una nueva confidencia y una letra de cambio. También solía invitarles los veranos a su finca de Simaki, para que disfrutase allí de la calma que la ciudad no le brindaba, y pudiera escribir alguna sinfonía nueva. Dado que en ocasiones ella también se encontraba en la residencia, la consigna era la siguiente: ocuparía un ala de la mansión en la que ella no pondría jamás el pie, y saldrían a pasear a horas distintas para no cruzarse. Por otro lado, los criados estarían a su completa disposición.

Piotr Illich encontraba aquello divertido, como si fuese el huésped de la Bestia en el cuento de “La bella y la Bestia”. Si bien los retratos que encontró de ella con su familia en las paredes la mostraban como una mujer enjuta y de mirada penetrante, todavía con algunos vestigios de su belleza anterior desperdigados a modo de lentejuelas por su rostro y talle.

Una tarde se encontraron en un caminito que daba al bosque contiguo a la mansión. Debió ser ella quien se despistó y se retrasó, porque él era impecablemente puntual. Al verla, Piotr Illich, sintió que el alma se le escapaba por los quicios de la mirada. ¿Qué debía hacer? ¿Pararse y hacerle una reverencia?¿Acaso besarle la mano? La sociedad en la que vivía lo había convertido en un maestro de la compostura, aunque el alma le ardiera como estopa. En su lugar echó mano al sombrero y se lo levantó de la cabeza unos instantes, para volver a ponérselo. Ella, rígida como en sus fotografías, asintió de forma casi imperceptible. La distancia entre ellos era aproximadamente la del piano que habían instalado en las habitaciones de él. No salió ninguna palabra de sus bocas y ambos continuaron su camino sin echar la vista atrás.

“Lamento haber sido brusco” escribió él en la nota que le hizo llegar esa noche.

“De brusco nada” replicó Madame von Meck “Le agradezco que no haya hablado. Eso hubiese acabado con la voz que usted tiene para mí en las cartas”.

Él pensó lo mismo. La ventaja de estar tan cerca, a la vez que tan lejos, era que los criados traían los mensajes en apenas unos minutos. Lamentándolo mucho, prosiguió ella, se ausentaría para que no volviera a repetirse aquel episodio. Al menos, así él podría moverse ya a sus anchas por la finca, sin restricción alguna. Piotr Illich estuvo de acuerdo, pero añadió una postdata. Ahora que se habían visto, ¿por qué no reforzar ese vínculo?

¿A qué se refería? Quiso saber la mujer.

Era curioso, pensó el músico. La única mujer del mundo de la que más cerca se había sentido, después de su madre, era aquella que en realidad siempre estuvo más lejos. La única a la que quizás hubiera podido amar, la que no le exigía otra cosa sino que fuera él mismo, transmutado en papel, tinta y lacre. Ardiente pasión templada por el viento que iba de San Petersburgo a Moscú, de París a Florencia, del todo a la nada.

Piotr Illich le habló de su sobrina Anna, pizpireta e inteligente y en edad casadera. ¿Por qué no la prometían con el hijo de ella, Nikolai? Así estarían unidos de alguna manera, a través de su sangre, fluyendo por las venas de otros. Y quizás así hubiese una línea sucesoria Tchaikovski-von Meck.

“¿Pero y la boda?” replicó ella. Eso implicaba encontrarse en los festejos. Volver a verse, levantar el sombrero, bajar la sombrilla. ¿Y qué más?

“Hay bodas que duran dos días” escribió él. “La madrina puede ir al banquete del primero. Al compositor le bastará con el café de la despedida”.

La Señora Von Meck replicó entonces en su último mensaje antes de abandonar Simaki que le parecía una maravillosa idea.

El relato de Martín – El precio de la libertad

Giorgio_Ronconi_Litho

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron

Capítulo I – El precio de la libertad

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 05/11/2014

El milanés Ronconi, tenía especial predilección por la ópera de Bellini, no en vano se había dado a conocer de forma triunfal en Pavia como el “baldeburgo de la estraniera”. A partir de ese momento se convirtió en el barítono más cotizado de toda Italia, y era lógico que hubiera expectación por parte del público, por verle actuar en Génova; aunque más expectación tenía la policía de la ciudad, que le citó en comisaría pocas horas antes de la primera de las funciones, en el teatro Carlo Felichi.

–Ante todo, hay que evitar todo tipo de provocación –fue lo primero que le dijo el Comisario, que le invitó a compartir un vaso de vino con él, y añadió–: los genoveses van a la ópera a divertirse, y no a buscar problemas.

–¿Qué problemas puede ocasionar I Puritani? –le preguntó Ronconi, y añadió–: es una historia de amor, ambientada hace dos siglos en Escocia.

–Y escrita por el subversivo Walter Scott –repuso el comisario sin dejar de sonreír. Su amabilidad resultaba inquietante–. Que no olvidemos, escribió también, la no menos subversiva Rob Roy. El público no quiere saber nada de levantamientos contra la Autoridad. Quiere reírse, llorar; pero, llorar de alegría, claro esta; por lo felices que son en Génova.

–La ópera la ha escrito Vincenzo Bellini, y no es subversiva –insistió el barítono–. Además, ha pasado el visto bueno de la censura.

–Sí, si, lo que usted diga; pero, hemos ojeado profundamente el libreto, y hay ciertas inconsistencias.

Ronconi quiso saber cuáles eran. El Comisario sacó de su cajón un ejemplar del libreto garabateado con cruces rojas por muchas de sus páginas.

–La palabra “Libertad”, es una palabra incómoda –le explicó el hombre–. Los términos políticos no son aptos para la escena, y en este libreto aparece una y otra vez.

–¿Y qué quiere que haga yo? –quiso saber Ronconi–. ¿Que cuando me toque cantarla, me quede mudo? ¿Que dejemos un hueco en los versos?

El Comisario repuso que bastaba con sustituirla por otra más inocente, y de mayor grado poético. Por ejemplo: Lealtad.

–Así pues –recapituló el perplejo cantante–. Cada vez que aparezca la palabra Libertad, ¿tengo que sustituirla por Lealtad?

–Nos vamos entendiendo –repuso el Policía–. Al final va a ser un tópico eso de que los milaneses son duros de mollera.

Y así, Ronconi, bien instruido por las Autoridades, se dispuso a presentarse ante el público genovés. Cuando debía cantar el dúo “suonni la tromba” en Puritani, se vio en la tesitura de tener que obedecer la orden, pues el personaje decía textualmente: “gritando Libertad”.

Sin embargo, al ver los rostros de los presentes, que obviamente esperaban que diera lo mejor de sí, el artista pudo con el hombre, y acabó respetando el texto.

Y tal y como intuyera, el teatro se caía de los aplausos. Al fin y al cabo, ¿qué podían hacerle por una minucia semejante?

Al caer el telón, cuatro policías se echaron sobre él en el mismo escenario. Entre bambalinas, lo aguardaba el Comisario sin perder la sonrisa.

–Me temo que en calor del momento me olvidé de lo que Usted me dijo –se excusó Ronconi.

–Pues no se preocupe –dijo el Comisario sin perder la tranquilidad–, que tenemos un método estupendo para refrescarle la memoria.

La memoria y los huesos, porque lo tuvieron en una celda helada durante tres días, a base de agua y pan duro.

El único consuelo que le quedó a Ronconi, fue que los genoveses tenían ahora más interés en verle cantar,  y así, poco tiempo después fue invitado de nuevamente a la ciudad para catar el Bel Cuore, en Elixir de Amor.

El problema es que este personaje aludía también a la dichosa Libertad, concretamente cantaba el siguiente texto: “vende la Libertad, se te haces soldado”; para describir que Nemorino se alistaba en el ejército, a cambio de un dinero que le permitiera comprar el Elixir del Amor.

Ni corto, ni perezoso, y con la memoria bien refrescada, Ronconi quiso evitarse un nuevo problema, y el día de la primera función, bien obediente, sustituyó la palabra prohibida por la permitida. Y en sí cantó lo siguiente: “vende la Lealtad, si te haces soldado”.

Esto, desde luego, provocó tales  carcajadas en el público, que por poco tuvo que pararse la representación. En todo caso, Ronconi suspiró aliviado.

Sin embargo, este sentimiento duró poco, pues, apenas hubo caído el telón, fue nuevamente detenido; y es que, las Autoridades genovesas, encontraban altamente sospechoso y subversivo, aquella alusión a que la Lealtad pudiera venderse.

El relato de Martín – La armonía de las geometrías blancas

Glenn-Gould

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 27/10/2014

Cuando los de mantenimiento le vieron llegar envuelto en su largo gabán, con bufanda y guantes en pleno verano, pensaron que sería el pintor, que ya se retrasaba. “Ya era hora”, le espetaron entregándole un buzo, una brocha y dos cubos de pintura blanca. “Dele un buen repaso a esa pared, que falta le hace”. Él no se esperaba aquello desde luego. ¿Por qué le pedían algo semejante? No entraba para nada dentro de sus esquemas, que en aquel momento se habían erigido como un férreo andamiaje en torno al “Concierto emperador” de Beethoven, que tenía que ensayar en unos minutos con la Filarmónica de Nueva York, dentro de aquel mismo teatro. Sin embargo, tampoco había ninguna razón para no hacer caso a aquellos hombres. Al fin y al cabo, era cierto que la pared estaba sucia y desconchada. ¿Quién querría entrar a escuchar a Beethoven a un teatro que presentase aquella deficiencia? La cuestión era no menos importante que saberse la propia partitura del concierto. Se enfundó en el buzo y mojó la brocha en la cubeta. Cuando oprimió las cerdas embadurnadas de pintura contra la pared experimentó un inédito placer dentro de su ser. Una armonía de geometrías blancas que encajaban entre sí con la misma precisión que los resortes del contrapunto bachiano afloró a la superficie de su conciencia. Y se puso a canturrear alegremente, a medida que el muro iba recuperando su esplendor primigenio.

Dentro del teatro, George Szell se impacientaba. ¿Dónde estaría aquel cretino de pianista al que llevaban más de una hora esperando? La Filarmónica, que había sido testigo de muchos desencuentros entre ambos, contemplaba entre nerviosa y divertida la desesperación de su director. El concierto era aquella misma noche y tenían todavía muchas cosas que repasar. En esto, el ayudante de Szell entró todo agitado al patio de butacas. ¡Hubiera jurado que había visto a Gould fuera, pintando la pared! Szell se encaminó a la calle y allí lo encontró, como un autómata atolondrado, levantando y bajando el brazo, junto a las taquillas, tratando de blanquear lo imposible, porque hacía rato que se le había acabado la pintura.

Tuvieron que sujetar a Szell para que no se abalanzase sobre él. Gould trató de explicarse: si le habían pedido que pintase, ¿por qué no iba a pintar? Al fin y al cabo, era un procedimiento de lo más sencillo…y también algo importante para que el concierto saliera bien. El director lo condujo a gritos hasta su banqueta de catorce pulgadas y el pianista acabó sentándose. George Szell levantó la batuta y rugió un “allegro molto feroce” que fue replicado por la orquesta como una salva de fusilería. Glenn Gould posó entonces sus dedos sobre el piano, dejando un rastro de manchas blancas sobre el teclado.

“Dios mío”, pensó el director “Y pensar que este idiota es un genio”.

Aquella noche el público que asistió al concierto se quedó maravillado de la extraordinaria blancura que emanaba del muro contiguo a las taquillas del teatro.

El relato de Martín – El color del que estamos hechos

Autor: Martín Llade

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 26/10/2014

El escándalo se extendió por toda Viena. Uno de los profetas del magnetismo, un mercachifle llamado Mesmer había pretendido curar mediante el empleo de imanes la ceguera de la hija del secretario imperial, Maria Theresia von Paradis. El engaño duró unos meses en los que la casa del secretario se llenó de perplejos visitantes que se arrodillaban ante el supuesto milagro. Sin embargo, el ardid quedó al descubierto cuando la joven fue llevada ante el Emperador. Puesta en un contexto que le era desconocido, le fue imposible esquivar sillas y puertas, y finalmente acabó tropezando en la lanza de un alabardero y dando con su cuerpo en el suelo ante la presencia del soberano.

Mesmer se apresuró a huir de la ciudad antes de verse en un calabozo y la muchacha se encerró en su casa, rehuyendo todo contacto, incluso con sus propios padres. Desesperado, Domenico von Paradis llamó a Antonio Salieri, con el que Maria Theresia mantenía una buena amistad y que incluso había escrito un concierto para piano para ella. Salieri se disponía a partir a París para conocer a Gluck, pero demoró su viaje un día con objeto de visitarla.

-Lleva semanas encerrada en su cuarto frente al pianoforte, sin apenas comer ni beber. No quiere saber nada de nosotros-explicó el padre-intentadlo vos, por favor.

Entró en su habitación y la encontró de espaldas, con la ventana abierta de par en par, los dedos errando desganados por el teclado del pianoforte. Se posaron en varias teclas como al azar enhebrando una melodía triste.

-Querido amigo-dijo ella-¿Habéis venido a ver la pobre cieguita? Pues ella no puede veros a vos. Ya os lo habrán dicho.

-Lamento que hayáis tenido que pasar por esto-repuso él.

-¿Por qué he tenido que pasar? Me quedé ciega siendo tan niña que no guardo recuerdos de lo que mis ojos veían, y sigo sin ver. No ha habido grandes cambios.

Salieri insistió en que se animase, porque había una orden de captura contra el bribón de Mesmer y tarde o temprano pagaría por lo que había hecho.

-Ah…Mesmer-pronunció este nombre como si fuese el estribillo de una canción-en realidad, no le guardo tanto rencor. La verdad es que ninguno.

Salieri no podía entenderlo. ¿Es que no merecía un castigo por haberla humillado así?

-¿Cuál fue su pecado? ¿Hacerme creer que veía de nuevo? Esa creencia no hizo sino infundir cosas hermosas en mí. La sensación al fin de que era un ser humano completo. ¿Sabéis vos que desolador es no poder sentirse sola nunca, tener siempre un aliento acariciándoos la nuca, una mano que nunca os suelta la muñeca para ayudaros a cruzar la calle? Ni la más terrible de las soledades se me antoja tan opresiva.

Aporreó las teclas del pianoforte con rabia.

-Si Mesmer me hizo sentir cosas hermosas que nunca había experimentado antes, no puedo sino estarle agradecida. Me hizo ver…sí, porque esa es la palabra y no otra…Ver que puedo ser más que una Maria Theresia von Paradis. Que había otras posibles, además de la ciega de la que todos se compadecen. Que podía correr por el campo sin miedo a tropezar con una raíz, bañarme en un río bajo la luna sin temor a que nadie me observase o colarme en un teatro sin ser vista, por la puerta de atrás, y descubrir las reacciones sinceras de la gente a mi música.

-¿Pero cómo pudo haceros creer que veíais?

 -Abrió algo en mi interior, como una pequeña ventana en mi alma, que ahora los demás han cerrado para siempre. Quizás no pudiera distinguir las figuras de los otros, pero sí los colores que emanaban de sus cuerpos, la luz que alberga el interior de los seres. Porque cada uno estamos hechos de un color. ¿Lo sabéis? No homogéneo, porque nada es completamente blanco ni negro en el mundo.

-¿Pero entendéis lo que son los colores?-Salieri se mostraba cada vez más confundido. Pobre muchacha, ¿acaso la había vuelto loca aquel timador?

Ella se lo explicó.

-El azul dicen los demás que es el cielo. Pero para mí es la tranquilidad de una mañana tras un sueño reparador en el que nuestros miembros parecen haber vuelto a nacer-y suena así. Y tocó una deliciosa y serena melodía al teclado.

-El verde-le explicó- no sólo son los campos. Es la sonrisa pícara que en silencio nos dirige alguien a quien queremos, pero cuyo cariño la sociedad nos obliga a mantener en secreto. Un verde que reluce cuando sabemos que en breve, quizás esa tarde o al día siguiente, volveremos a encontrarnos entre la gente sin poder tocar nuestras manos-esbozó otra melodía sensual y vivaracha.

-Y el rojo es una boca abierta, jugosa como la cereza que apenas se deshace en las yemas de los dedos con una pequeña opresión.

La descripción de cada color iba acompañada de una hermosa música que, por algún motivo, Salieri no pudo dejar de asociar a lo que ella contaba. Maldito Mesmer, ¿sería contagiosa su mentira?

-Naranjas son las manos que acarician castamente, como las de mi abuela cuando se despertaba en su lecho de enferma y me atraía hacia sí; el violeta es el aroma de los días de fiesta y los vestidos nuevos, los zapatos que aún aprietan el pie y los caramelos de los niños el día de su santo.

Una vez hubo repasado todo el espectro, Maria Theresia von Paradis se volvió al fin hacia él. Había lágrimas en sus ojos.

-¿Cómo no he de guardarles rencor a mis padres y a lo demás? Yo era feliz creyendo que veía. ¿Por qué no me dejaron seguir creyéndolo si a nadie hacía mal con ello? Por primera vez en la vida me han hecho sentir ciega de verdad y eso, amigo mío, no podré perdonárselo nunca.

Antonio Salieri partió al día siguiente a París, al encuentro de Gluck. Y durante las tres semanas que duró el viaje en carruaje no dejó de pensar en Maria Theresia von Paradis, preguntándose una y otra vez si no tendría razón y no sería ella la vidente y ciego el resto del mundo, él incluido.

El relato de Martín – Triscaidecafobia

 13


Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 24/10/2014

Habían encargado al estudiante una entrevista para el periódico de la universidad, preferentemente a alguien famoso. Como no se le ocurría nadie, y además al ser julio muchos profesores estaban ausentes, alguien le sugirió el nombre del viejo Schoenberg, ya jubilado, con el que quedó en la cafetería del Campus. La verdad es que entre su fuerte acento austriaco, que convertía casi en incomprensible cuanto salía de su boca, y la terminología musical, estaba aburriéndose de forma soberana. Ojeó nuevamente los datos recopilados en la hemeroteca y, por preguntar algo más, le llamó la atención sobre un detalle.

-Mire, profesor. Usted escribió una ópera llamada “Moses und Aron”. Pero Aarón está escrita con una sola a. Eso me extraña un poco. Mi abuelo era alemán y la escribía con dos.

Schoenberg abrió mucho los ojos y luego bajó la voz:

-Yo también lo hice así al principio… Pero luego lo cambié.

Quiso saber por qué. Schoenberg le confesó, bajando aún más la voz, que era porque de la primera manera las letras sumaban un número infausto, al que no quería ni nombrar.

-¿Se refiere al trece?- le preguntó.

-Chussss- pidió silencio el profesor-ni lo mencione. Esa es la fuente de todas las desgracias del mundo. Llamémoslo mejor, 12 A.Y le explicó, evidenciando cierto nerviosismo y un inglés todavía aún más incomprensible, que toda su vida había estado evitando aquel número. Dado que había nacido en un trece, estaba marcado y debía ser más precavido que los demás. Incluso consultó astrólogos al respecto. Uno de ellos le había indicado que debía evitar los años que fueran múltiplos de trece.

-Y fíjese- le explicó al estudiante-el 39 fue el año más desgraciado de la historia del mundo. Pero yo ya estaba advertido y para aquella época había huido de Austria y de los nazis.

El estudiante, divertido, le hizo una pequeña observación.

-¡Pero menuda tontería! ¿No se da cuenta de que el trece…o doce a, o como lo llame usted, está en todas partes? Búsquelo… Mire, mire por ejemplo -y le mostró su reloj de muñeca- en este momento son exactamente, las 13 y 13 horas. ¿Está pasando algo? ¡No! Yo he venido hasta aquí en el autobús 67, que suma exactamente esa cifra…. Ah, y usted, usted mismo tiene ahora 76 años, que también da trece.

Arnold Schoenberg abrió la boca y dejó escapar un estertor. Toda la vida evitándolo y se presentaba en forma de impertinente adolescente con una ridícula chaqueta roja con las siglas de un equipo de béisbol. La entrevista acabó allí. El estudiante, un tanto azorado, trató de disculparse al principio, pero el músico se marchó de allí sin despedirse, caminando como si las suelas de sus zapatos estuvieran hechas de plomo.

-¡Pero si incluso mañana es viernes trece!- le gritó a lo lejos el muchacho- ¿no ve que eso son tonterías? ¡Estamos en el siglo XX, profesor!

Al día siguiente, Arnold Schoenberg no salió de la cama. ¿Para qué? Ni los ánimos de su esposa, ni una visita del doctor lograron arrancarle de su determinación. A las 23: 44 horas, que suman la cifra 12 A, su mujer le dijo que pasado un cuarto de hora habría esquivado la maldición. Él se limitó a responderle con un espasmo. Su corazón se detuvo sin violencia, como un reloj que hubiese acabado de dar la última vuelta de cuerda. Su destino se había cumplido al fin.

Después de todo, hubiera sido tremendamente enojoso estar huyendo toda la vida de un temor vano.