El cuento de Edu :: La Cenicienta

LA CENICIENTA

Érase una vez hace mucho tiempo una chica a la que llamaban Cenicienta. Ya sé lo que vais a decir. ¡Me lo sé de memoria: Cenicienta, la calabaza, el zapatito, lo de siempre! Pues no. Ya sabéis que aquí os contamos los cuentos de otra manera. Os vamos a contar la versión auténtica. Bueno… hay otra versión, pero no la contaremos para que vuestros padres no tengan pesadillas.

Vamos con Cenicienta…

Cenicienta tenía la típica madrastra malvada que la tenía todo el día trabajando y limpiando chimeneas y por eso estaba llena de ceniza y la llamaban Cenicienta. Y también estaban las típicas hermanastras. ¿Las hermanastras eran malas con Cenicienta? Bueno, sí… ¿Eran bobas? Hombre, no eran las más listas del reino pero tampoco… ¿Y feas? Pues mira, no. Es que ya está bien ¿no? Los malos de los cuentos siempre son feos y tontos y no es así. Yo mismo conozco gente que… bueno, en fin, el caso es que Cenicienta lo pasaba muy mal.

Y en este momento de la vida de nuestra querida Cenicienta es  cuando el príncipe decide casarse invitando a un baile a todas las chicas del reino.

En serio ¿que el príncipe necesitaba invitar a todas las chicas para tener novia? ¿Era bobo? ¿El típico pesao? Un poco bobo debía ser si pensaba que en una noche iba a poder conocer a tooodas las chicas.

Como todos sabemos, la gran noticia se anunció en todo el reino y se montó la parda. No os penséis que la única que tuvo problemas fue Cenicienta. Hubo chicas que escondieron los vestidos de fiesta de sus amigas, otras cogieron todas las horas de la peluquería para que las demás no pudieran peinarse, alguna invitó a sus amigas a comer guisos que sentaban fatal, hinchaban las tripas y daban retortijones.

¿Y los chicos?

Algunos estropearon las ruedas de las carrozas para que no pudieran ir. Otros regalaron a las chicas flores, bombones con planes divertidos, incluso intentaron casarse con ellas a todo correr. Las chicas dijeron que vale, que ya si eso, después del baile del príncipe. Los peores fueron los que dijeron a las chicas: “Tú no vas porque lo digo yo”. ¡Uuuf! Fatal. Estos se quedaron todos sin novia para una buena temporada.

Los problemas de Cenicienta ya son conocidos:

-“No vas a la fiesta”, “yo quiero ir”, “tienes que limpiar las chimeneas”, “que las limpie Rita”, “me da igual, no tienes vestido y no vas”.

Y entra en juego la famosa hada madrina. Que sepáis que en algunos cuentos no hay hada madrina. Hay un pajarito mágico, una oveja, un pez y hasta un árbol. Sí, sí. Vamos a quedarnos con el hada madrina porque que un pez o una oveja metan la pata me parece lo más normal, pero ¿toda un hada madrina?

Nuestra querida Cenicienta llevaba un vestido, genial, superchupi. Muy bien, hada madrina.

Pero aquí acaba lo superchupi del hada porque ¡anda que ponerle zapatitos de cristal para ir a un baile!

¡La calabaza! ¿En serio que no había otra cosa para convertir en carroza? Un carrito de los postres, un sofá… se transforma y Cenicienta siempre podría sentar y decir “no pasa nada, estoy aquí tan ricamente esperando a mi carroza”. No, tenía que ser una calabaza. Graciosilla el hada madrina.

Más… ¿Por qué tiene que volver a las doce? ¿Por qué? ¡Aguafiestas! ¿Cientos de chicas y tiene sólo hasta las doce para poder ligar con el príncipe? ¡Pues no, a las doce la carroza vuelve a ser calabaza y el vestido supermono se convierte en ropa sucia y rota! ¿Esta mujer estaba tonta o le faltaba un tornillo?

Claro, con estas cosas el cuento se va a complicar seguro, pero pensadlo, si no se complica sería un rollo.

Así que tenemos a la inteligente, buena y bella Cenicienta con su vestido supermono, sus zapatitos de cristal y su carroza calabaza, camino del baile del rico y tímido príncipe.

Lo que no se cuenta en los cuentos es que en la puerta del palacio había una manifestación de hombres. Se oían gritos de “príncipe, o todos o ninguno” o  “ote, ote, ote, príncipe el que no vote”, que no es que fuera muy ingenioso pero la gente no estaba para bromitas. Un grupo de guardias abría paso a la carroza de Cenicienta rodeada de gritos de “no nos mires, únete”. Los más osados gritaban “¡Viva la república!”.

Una vez pasada esta incómoda situación, Cenicienta pudo acceder al palacio no sin antes advertir al aparca-carrozas:

-No te la lleves muy lejos, que voy con el tiempo un poco pegado al culo.

El aparca-carrozas se sorprendió de este lenguaje pero entendió perfectamente.

Cenicienta cruzó las puertas del palacio.

Lámparas enormes de cristal con mil velas, suelos de mármol, espejos, cortinajes bordados de oro, música de una orquesta allí a la derecha, una mesa gigantesca llena de comida allá a la izquierda y cientos de chicas por todas partes. ¿Qué podía hacer Cenicienta? Los malditos zapatitos de cristal la estaban matando. Decidió picar algo esquivando a docenas de chicas que iban de acá para allá. Comió rapidito porque ya sabemos que tenía prisa. Algo ligero: unos montaditos, una ensalada,  langostinos (¡qué gordos eran!), albóndigas y unos tiramisú. Luego cogió una macedonia de fruta y un zumo de fresa y se dio la vuelta para chocar con…

¡El rey! El zumo de fresa se derramó por el uniforme del monarca decorándolo de rosa. Todos los que acompañaban al rey pusieron cara de espanto.

-No, gracias. No quiero zumo de fresas -dijo el rey con tranquilidad.

Cenicienta intentó pedir perdón pero tenía la boca llena de tiramisú, se atragantó, tosió y un montón de nata cayó sobre el rey: uniforme, barba,…

-Tampoco quería tiramisú. ¿Joven, hay algo más que desee que pruebe?

Tragando la nata, dijo que no con la cabeza e intentó limpiar al rey con el pañuelo de seda que llevaba en la mano. Lo que no recordaba ella es que en lugar de pañuelo llevaba un tazón de macedonia y ¡chof!

-¡Oh, vaya! -dijo el rey con tranquilidad-. Desde luego hoy voy servido de postres.

Uno de los acompañantes del rey, un tipo de enormes bigotes y lleno de medallas, se enfrentó a Cenicienta.

-¡Una vez es un descuido, dos una lamentable torpeza pero tres es un delito de lesa majestad!

Cenicienta no entendió muy bien qué quería decir aquel hombre, pero sonaba a que el baile se acabaría para ella mucho antes de las doce.

En ese momento una avalancha de chicas interrumpió esta dramática escena. Allí en medio se podía ver al príncipe intentando respirar. Se abrió paso entre la multitud y se acercó al rey.

-Vamos, papá. ¿Otra vez abusando de los postres? Vete a cambiar antes de que te vea mamá. Y en cuanto a usted, señorita, arreglemos este enojoso asunto.

Antes de que Cenicienta pudiera decir “tiramisú con chocolate” el príncipe la cogió del brazo y se alejaron de allí.

-¡Rápido, bailemos o esas locas volverán a atacarme!

-Estaría encantada, oh príncipe, pero esta música es un poco podre ¿no? Es tan… rusa.

-Eso puede arreglarse.

El príncipe hizo un gesto a la orquesta, que se detuvo. Todo el mundo dejó de bailar. El director acudió corriendo.

-¿Sí, mi príncipe?

-¿Sería posible que la música no sonara tan…

… podre -ayudó Cenicienta.

-Eso, tan podre.

-¿Podre, mi señor?

-Hijo, es que es más rollo que barrer el suelo soplando -dijo Cenicienta.

-Claro… menos podre….

Y el director salió corriendo.

Ciento veintisiete parejas se pusieron a bailar con entusiasmo la nueva melodía.

-Mucho mejor, sí. Un tanto rusa pero más animada. Si pudiera ser menos rusa…

Al final todo el mundo estaba más pendiente de las carreras del director de orquesta que de los langostinos del buffet.

 -Sí, ahora es más alegre que un cuervo cantando, sí. Pero…

-¿Sí? -el príncipe se había ganado fama de ser muy paciente pero hasta con aquella chica tan bella y simpática se estaba empezando a impacientar.

-Superrusa.

El director no paraba de hacer reverencias y correr. Volvió a la orquesta, rebuscó en una carpeta y repartió partituras entre los músicos.

-¡Esta! ¡Justo! Fenomenal. Aunque claro con estos zapatitos de cristal…

-¡Oh, son muy…!

-¡Sí, muy chulos y más incómodos que pelar patatas con un tenedor! Tengo los pies destrozados. Y además si me pongo a dar saltitos se me van a romper…

-No se hable más. ¡Que traigan la alfombra más grande que haya!

Un grupo de esforzados criados llegaron con una alfombra enorme. Apartaron a los invitados y la desenrollaron.

-Y ahora misteriosa y bella joven, ¿me haréis el honor de bailar conmigo?

-Nada me gustaría más, oh príncipe, pues sois inteligente, paciente y más atractivo que una tarta de chocolate, pero…  Se me ha hecho tardísimo. Adiós.

Cenicienta salió corriendo, digamos patinando, con sus zapatitos de cristal. Al llegar a la escalinata de la puerta de palacio, se quitó los zapatitos y uno se le resbaló y se quedó allí, en el segundo escalón. No le dio tiempo a recogerlo, las campanadas seguían sonando, corrió, metió la cabeza en la carroza y… ¡sonó la última campanada! La carroza volvió a ser calabaza alrededor de la cabeza de Cenicienta. Imaginaos: Corriendo por ahí moviendo los brazos, con el vestido roto y sucio y con una cabeza de calabaza. La manifestación de hombres desapareció y los guardias huyeron espantados. Finalmente Cenicienta acertó a estrellarse contra un árbol librándose de la calabaza.

En todo el reino no se hablaba de otra cosa que de la fiesta. La misteriosa desconocida que había pringado al rey y plantado al príncipe, la estupenda forma física del director de orquesta y lo gordos y sabrosos que eran los langostinos.

Docenas de parejas se reconciliaron. Centenares de chicas volvieron a ser amigas para siempre otra vez.

Y entonces ya sabéis: el bombazo. El príncipe buscaba a la misteriosa desconocida del zapatito de cristal.

Aquí, otra vez, el cuento es muy raro. Al príncipe no se le ocurre otra cosa que ir casa por casa probando el dichoso zapatito. No se sabe la cantidad de pies que tuvo que ver. Lo que sí está claro es que era un poco torpe. ¿No hubiera sido mejor poner un anuncio en plan: “Se busca chica de alrededor de veinte años, rubia, ojos azules, talla M, zapatos del 34, le gusta el tiramisú y odia la música rusa. Se recompensará con matrimonio y nombramiento de princesa”?

Pues no, hale, casa por casa. Resumiremos: la casa de Cenicienta no fue ni la primera ni la segunda.

Al final ya la gente comentaba:

-¿Ha estado el príncipe en tu casa? Es supersimpático.

-¡Uy, claro! Y se tomó un aperitivo.

-Ah, pues en mi casa estuvo charlando un rato.

-Pues yo le preparé unos tiramisú. Como le encantan.

Y como todo llega, un día apareció por la casa de la malvada madrastra. Las hermanastras, como todos sabemos, tenían unos pies como sacos de patatas, lo que las descalificaba como princesas.

A Cenicienta la habían encerrado en la carbonera así que estaba negra de furia y de carbón. ¿Y dónde estaba el hada madrina cuando de verdad hacía falta? Porque para poner hora y hacer carrozas chapuza sí ¿no? Y ahora que se la necesitaba fueron los ratones los que tuvieron que conseguir la llave y liberar a nuestra heroína. Cuando ya el príncipe se iba, aparecíó corriendo Cenicienta entre nubes de polvo negro.

-¡Vaya! Otra joven… creo.

Cenicienta se enfadó al no ser reconocida pero aquí hay que perdonar al príncipe. Entre aquella desconocida elegante del baile y este montón de carbonilla…

-Muy bien, probaos el zapato, por favor.

-¡Este no es mi zapato!

-¿Cómo decís, señora?

-Mi zapato era de cristal. ¡Si lo sabré yo! Eran más incómodos que comerse un huevo frito con guantes de boxeo. Este es rojo con lentejuelas. ¿Qué os creéis? ¿Qué esto es el Mago de Oz?

El príncipe intervino.

-Cierto es. El de cristal lo perdí porque alguien lo tiró a reciclar al contenedor de vidrio. Sólo tú podías saber cómo era el zapato, luego tú eres la misteriosa desconocida.

-¡Y una porra! -gritó una de las hermanastras-. Todos estuvimos allí y vimos como aquella niñata no paraba de lucir sus zapatitos y de quejarse de la música.

-¡Eso es! -exclamó el príncipe-. ¡La música! Joven, ¿cómo era la música que sonaba?

-Podre.

-¡Sois vos! ¡Casaos al instante conmigo!

-Momentito -dijo Cenicienta-. ¿Qué es eso de casarse con la primera que calce el zapatito? ¿No os acordáis de mí?

-Francamente no lo sé. Vuestro aspecto ahora es… ligeramente distinto.

-Vale, algo de razón tenéis. Mirad, os voy a dar una oportunidad. Me pensaré lo de casarme siempre y cuando se acaben las fiestas temáticas en plan “todas las chicas del reino”.

-Mujer, ya casados no haría falta…

-Es que en tu familia sois más simples que el mecanismo de una escoba -le interrumpió Cenicienta-.  Se rompe una silla y hale, fiesta para todos los carpinteros del reino. No. Y se acabaron las calabazas, los zapatitos de cristal y la música rusa.

El príncipe pensó que por una vez era mejor callarse y bailar y allí que se pusieron los dos a dar vueltas soltando nubes de polvo de carbón.

Y así es como acaba el cuento. Hay quien dice que a las hermanastras les ocurrieron cosas horribles. No es verdad. Lo que pasó es que solo veían a Cenicienta un día al año: el día de la fiesta de “ponte unos zapatones como sacos de patatas”.

Y fueron felices… como una burra en un maizal y comieron tiramisú.

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