PAULA Y LA VIOLA DA GAMBA
Hoy nuestro cuento no empieza con “Érase una vez hace mucho tiempo”. Y no empieza así porque ocurre ahora o quizá mañana y la protagonista no es una princesa ni un dragón. Es una chica como vosotros. A lo mejor está con vosotros en el cole o la habéis visto jugando en un parque. ¿Y cómo la distinguiréis? Porque se llama Paula y lleva un estuche muy grande para un instrumento musical. ¿Y qué pasa con Paula? Veréis…
Paula estaba segura que no se había despistado ni un segundo. Estaba allí hablando con sus padres en el parque y tenía perfectamente sujeto el estuche. No lo había soltado ni un momento. Estaba completamente segura. Un solo segundo después tenía el puño cerrado y el estuche había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón. ¡Se lo habían robado!
-Ahora vuelvo -dijo a sus padres y salió zumbando.
Y lo vio allí, sentado en un banco. Era un niño pequeño. Tenía el estuche sobre las rodillas y lo miraba fijamente.
Paula sintió alivio y furia. Corrió hacia aquel niño.
Un momento. Aquel no era un niño. Era pequeño, sí. No más alto que un niño de siete años pero no era un niño. Tenía unas piernas delgadas que balanceaba y unas manos de dedos larguísimos.
-“Y hábiles -pensó Paula-. No me he dado cuenta de cómo me lo ha quitado”.
Se acercó despacio a aquella… persona tan rara. Acariciaba el estuche con aquellos dedos largos. Movió la cabeza y sonrió. Fue una sonrisa de mil años aunque en su piel no había ni una arruga. La persona rara levantó la vista y la miró. Los ojos eran de un verde tan intenso que si viera aquellos ojos entre las hojas de un árbol, estas parecerían grises. Paula se acercó al banco y pudo verlo mejor. Su cuerpo era pequeño como un violín y tenía un pelo tan fino y tan claro que parecía deshacerse en el aire como niebla.
Clavó en Paula aquella mirada verde sobre verde.
-Hola.
Paula tragó saliva.
-¿Estás enfadada?
Claro que estaba enfadada. Se había llevado un susto enorme y aquella cosa de ojos verdes estaba ahí tan tranquila con su estuche en las rodillas.
-No te quería asustar ni hacerte enfadar. Solo es que necesitaba saber qué era esto.
Ya se sentía mejor pero no sabía qué hacer. Recordaba perfectamente a sus padres y lo de hablar con extraños y desde luego aquel, loquefuera, era el extraño más extraño que había visto en su vida.
El extraño sonrió.
-Pues si yo te parezco extraño, tendrías que ver a los de la percusión…
-¿Cómo? -el susto se le había pasado pero enfado le quedaba para un rato. Si se pensaba el extraño que con bromas….
-Perdóname. No debería hacer bromas. Esto -y levantó el estuche-, parece muy importante para ti.
-¿Quién eres? -preguntó Paula.
-Oh, bueno, eso no importa mucho. A mí me interesa más saber qué hay en el estuche.
-Es mi viola.
-No parece una viola.
-Es… una viola da gamba.
-Ah.
-¿No te ríes? A mucha gente le hace gracia el nombre. “¿Gamba? Qué rica. ¿Me la pudo comer? ¿Y no tienes una trompeta de calamares?” La gente se cree muy graciosa. Se llama viola da gamba porque se sujeta con las piernas y pierna en italiano se dice gamba.
-Claro.
-¿Tú ya sabías eso, verdad?
El ser de la mirada verde dijo que sí con la cabeza.
-¿A ti te gusta tu viola da gamba?
Paula la miró.
-Sí. Es decir, es difícil y llevo años y me quedan muchos más. A veces…
-¿Sí?
-A veces no sé…
-¿Puedo verla? -y el extraño le dio el estuche a Paula.
Ella se lo pensó pero al final se sentó. Desde luego el extraño no parecía peligroso si no contaba que parecía leerle la mente. Abrió el estuche y sacó la viola.
-Vaya, es una bonita viola da gamba.
-Sí.
-Te quiero contar una historia.
-¿Un cuento? dijo Paula. Creo que soy ya mayor para…
-¡Ah, ya eres mayor para cuentos! Una pena porque hay muchos cuentos, debajo de las piedras, en el agua de los ríos,… Una pena, en fin.
-No, perdona, me gustaría oír tu cuento.
-Esta es la historia de dos árboles: un arce y un abeto. Ya sabes, el abeto es como un árbol de Navidad y el arce tiene hojas como manos y eso… Nacieron casi a la vez el uno al lado del otro. Crecieron y crecieron durante años. En invierno el arce perdía las hojas y se dormía pero el abeto seguía tan campante y tan verde. Cuando el arce despertaba en primavera, su amigo el abeto le contaba todo lo que había ocurrido durante el invierno. Y no es que pasara mucho. Todos los años eran muy parecidos. Pero esto no importaba a los dos árboles. Les gustaba la lluvia, el viento, ver nacer la hierba y ponerse amarilla, mirar las nubes y darle sombra a los animales en verano.
Un día ocurrió algo terrible. Un día llegaron los hombres y con hachas cortaron a los dos amigos. Después de cien años uno al lado del otro viendo pasar las nubes, oyendo caer la lluvia y soplar al viento, allí estaban los dos tumbados. En lugar de quejarse, se animaban el uno al otro para no tener miedo. Ahora estaban apilados con otros troncos y las cosas ocurrían como en un largo sueño.
-¿Es un cuento triste? -interrumpió Paula-. No sé si me gustan los cuentos que terminan mal.
-No hay cuentos siempre tristes ni siempre alegres, dijo el ser. ¿Quieres que siga?
Paula asintió con la cabeza.
-El tronco de arce y el de abeto no entendían por qué les habían hecho aquello. ¿Por qué hacían aquello los hombres? Los dos troncos pensaban que no había nada bueno en los hombres. Los troncos de arce y abeto no podían odiar porque nadie les había enseñado a hacerlo, pero los hombres no les gustaban nada. Un día de un año los dos amigos vieron a un hombre que se acercaba a ellos, los miraba, los tocaba y, con la ayuda de otros hombres los cogían y los cargaban en un carro. Entonces todo ocurrió muy rápido… muy rápido para unos árboles, piensa que durante más de cien años habían estado ahí de pie, sin ir a ningún lado… ni ganas que tenían de hacerlo. El caso que es que en una ruidosa máquina hicieron tablas de los dos amigos y las llevaron a un taller. Las tablas de arce y abeto no sabían lo que era un taller. Tampoco tenían ni idea de qué hacía aquel hombre del taller. Durante horas las miró y remiró, las acarició y las volvió a mirar. Después se puso a trabajar. Semanas y meses el hombre trabajó con las tablas. Puede que pareciera mucho tiempo pero las maderas de los árboles estaban acostumbradas a esperar y mirar. Durante toda su vida no habían hecho otra cosa. Tenían curiosidad por saber qué hacía el hombre aquel. Curiosidad… nunca habían tenido curiosidad. Y una noche fría y lluviosa el hombre se levantó del banco en el que había trabajado, suspiró y miró lo que había hecho. Sí, allí estaba la viola.
El duende (o lo que fuera) miró a Paula y a la viola da gamba.
-¿Son… ellos? -susurró Paula como si le diera cosa que la viola la escuchara.
-Claro, ¿de quién te creías que era esta historia?
Paula miró la viola.
-Entonces ahora los amigos están juntos.
El duende (o lo que fuera) afirmó.
-Para siempre. Nacieron para esto y los dos necesitan al otro para que haya música… y a ti, claro.
-Oh -Paula miró a la viola como nunca la había mirado antes.
-¿Y ahora me harías un favor? -los ojos verdes miraban a Paula fijamente.
-Claro, ¿cuál?
-Me gustaría oír tocar tu viola da gamba.
-Es que ahora… Acabamos de ponerle una cuerda nueva y claro, al principio no suena muy bien y…
-¡Toooca!
Y Paula tocó y en su música estaba el viento en las hojas de los árboles y el crujir de las ramas. Había nubes, nieve, sol y la charla de los pájaros.
-¿Paula? ¿Qué música es esa?
Paula se detuvo y levantó la vista. El duende o lo que fuera aquel ser ya no estaba. En su lugar estaban sus padres mirándola con curiosidad.
-No lo sé. Creo que es la música de la viola.
-¿De la viola?
-Sí, es música que he encontrado dentro de ella. Creo que es la música de ellos.
-¿De ellos?
-Papá, mamá; algún día os contaré la historia de mi viola. Es bonita pero algo triste, como todas las historias de verdad.
Y este es el final del cuento y el principio de una amistad.