Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 29/01/2015
Una deliciosa mañana de la primavera romana, el joven Georges Bizet se desayunaba al aire libre en un mesón situado en la zona del Trastevere. Hacía pocos días que había iniciado su estancia allí como flamante ganador del Premio de Roma y entre sus propósitos iniciales estaba el de visitar a algunas personalidades musicales de la ciudad. Por ejemplo, ese mismo mediodía estaba citado en casa del compositor Saverio Mercadante, reputado operista, del que esperaba obtener algún tipo de apoyo, o cuando menos la introducción en los selectos círculos del teatro musical romano. Para ello contaba con una carta de recomendación firmada por Michele Carafa, un dicharachero napolitano que daba clases de composición en el Conservatorio de París.
“Esta carta-le había dicho Carafa-le abrirá a usted todas las puertas de Roma. Ya lo verá”.
La verdad es que la carta de marras no le había salido gratis porque Carafa, a pesar de su simpatía, era un tipo un tanto maniático. Conservaba en su despacho como oro en paño un armario de nogal, del siglo XVII, que según él había pertenecido a no sé qué Papa, y que estaba decorado con escenas mitológicas un tanto subidas de tono. Carafa adoraba aquel armario más que a cualquier cosa en el mundo. Tanto era así, que todo alumno que quisiera obtener una nota alta en su clase tenía que verse tarde o temprano con un paño y un cubo aplicando cera al dichoso mueble. “Si no sabemos siquiera hacer que la madera reluzca-apostillaba él pasando un dedo por las puertas de su preciado objeto-entonces jamás podremos escribir una música que suene bella y brillante”.
La verdad es que nadie veía el símil por ningún lado, pero como Carafa era también uno de los miembros del jurado que otorgaba el Premio de Roma, incluso los que no eran alumnos suyos se veían obligados a pasarse al menos un par de veces por su despacho, a pulir las puertas del armatoste aquel. Ése había sido el caso de Bizet, que para ganarse la carta de recomendación se pasó un mes entero de rodillas, gamuza en mano.
-¡Ahí, ahí!-le insistía Carafa-todavía se ve polvo en aquella esquina. Esto es como escribir una fuga…¿Qué digo? ¡Como un coral de Bach!
Para amenizar el tiempo de espera hasta su visita a Mercadante, Bizet se puso a leer un tomo que había traído consigo con las tragedias de Shakespeare. Estaba leyendo “Hamlet” y llegó al momento en el que el príncipe de Dinamarca iba a ser enviado por el rey Claudio a Inglaterra, acompañado por Guilderstern y Rosencrantz, con una carta sellada en la que se pedía al rey de Inglaterra que lo matase.
La lectura de este pasaje le hizo pensar en la carta que llevaba consigo. ¿Qué habría escrito Carafa? Empezó a picarle la curiosidad. ¿Sería una simple relación de sus virtudes como alumno o añadiría algún detalle más humano, referente a su don de gentes y cordialidad?¿Y si abría la carta? Naturalmente, no podría entregarla así a Mercadante…Tras muchas dudas volvió a “Hamlet”, donde leyó cómo éste cambiaba entonces la carta por otra en la que se pedía las cabezas de sus dos acompañantes y que a él se le recibiese con honores. Cerró el libro y con la ayuda de un cuchillo despegó el lacre. Luego, diccionario en mano, descifró el contenido de la misma:
“Querido Mercadante. El joven que te entregará esta carta ha obtenido todos los premios del Conservatorio, además del de Roma. Pero a pesar de ello, pienso que nunca hará carrera en el mundo de la ópera, porque posee la misma inspiración que un cántaro y, además, es burro de solemnidad. Deshazte de él sin ninguna contemplación”.
La reacción a esto hubiera debido de ser sin duda airada. Pero Bizet, acaso animado por el dulce vino de la taberna, se echó a reír. ¡Bendito Carafa! ¿Por qué sería que no le extrañaba? Apuró su desayuno y preguntó al tabernero dónde podría encontrar un escribano.
Ese mediodía, puntual como un reloj, Georges Bizet se presentaba ante Saverio Mercadante, que le recibió con expresión un tanto escéptica. Sin embargo, una vez leída la carta que le entregó se mostró mucho más cordial.
-¡Vaya con Carafa!-dijo.
-¿Por qué?
-Siempre me anda diciendo que todos los alumnos del Conservatorio de París son unos cafres, el mayor atajo de borricos que haya visto. Pero no tiene ese concepto de usted. De hecho, después de una larga lista de elogios me pide incluso que le agasaje con una opípara comida. Y por supuesto que lo haré con gusto, ya que ha logrado la aprobación de ese viejo cabezadura. No pensé que viviría para ver esto.
-¿O sea que eso dice de los alumnos del Conservatorio nuestro común amigo?-Bizet estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo-acepto gustoso vuestra invitación maestro…Pero antes decidme, ¿sabéis donde cae por aquí una oficina de Correos?
Dos semanas después Michele Carafa recibió sorprendido la noticia de que todos sus alumnos de composición habían pedido el traslado a la clase de Gounod. No podía entenderlo. Si él era amable y simpático con todos. ¿Qué podría haber pasado? Llamó a algunos de sus discípulos más solícitos y trató de sonsacarles, pero éstos se limitaron a decirle que Gounod aportaba una visión de la música teatral que ellos encontraban más afín a su sensibilidad. Incluso les tentó con el ofrecimiento de una de sus famosas cartas de recomendación, pero esto despertó como mucho alguna risotada.
Pero eso no fue lo peor, ya que una tarde, al regresar de su aula vacía, a la que ya de repente ni las moscas parecían querer entrar, se encontró su preciado bien, su amado armario, cubierto por una grotesca pintada que representaba la cabeza de un asno. Dibujo que alguien había tenido a bien plasmar con pintura roja, la más explícita tonalidad de la vergüenza y el escarnio.