Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella
Capítulo XXXVIII – La carta
Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 07/01/2015
Mojó la pluma en tinta, y los labios en vino francés. Estaba sólo, como nunca lo había estado antes. Él, al que las multitudes aclamaban cuando su carruaje penetraba en las murallas de las grandes capitales europeas; al que Príncipes y Reyes se llegaron a disputar, lo mismo que a la más preciada pieza de caza, o el más famoso de los cocineros. Sólo y desconcertado, en aquel cuchitril de París.
Decían que la capital francesa era la ciudad de los sueños, y que después de visitarla, uno podía morirse ya en paz; pero, en modo alguno, hubieran podido esperar que sucediera, especialmente cuando quedaban tantas cosas por hacer; tantos conciertos, obras que presentar a los impresores más prestigiosos, encargos que recibir de los más destacados visitantes de Versalles. Y ahora, todas sus esperanzas se habían evaporado con la misma evanescencia que una tenue llama ante un soplido sin esfuerzo. Así de frágil era la carne, y acaso el día que a él le llegase la hora, bien pudiera sucederle así, con una especie de sueño tembloroso en el que los sentidos se desvanecieran sin dolor.
Los últimos días, Ella ya no había podido siquiera escuchar sonido alguno, pero aún así le pidió que tocase algo para hacerle más llevadera su agonía; y dado que en aquella horrible pensión no había teclado alguno, lo que le obligó a componer directamente sobre papel. Tuvo que pedir prestado un violín. Odiaba aquel instrumento, sí; pero en casos de necesidad como aquél, resultaba útil. Lo había aprendido a tocar a los cinco años, sin esfuerzo alguno; únicamente observando a su Padre.
Todavía podía recordar las lágrimas de emoción de Ella, la tarde en que pidió el instrumento, que apenas podía sostener sobre sus escuálidos hombros; y reprodujo de memoria las partes del primer y segundo violín de un cuarteto de Stamizt que habían estado tocando. En realidad, no entendió el porqué de tanto alboroto, Stamitz no tenía ninguna complicación para Él.
En ese sentido, era difícil sorprenderle, por no decir que imposible; pero tenía que reconocer, que lo que estaba pasando le descolocaba por completo. Aquello no podía estar sucediendo. Se arañó la frente. Pellizcó con sus nudillos; y hasta metió la cabeza en una jofaina de agua fría. No aguardaba si no el instante en que pudiera despertar de la pesadilla. Le daba igual hacerlo en Mannheim, en casa de la encantadora familia Weber, a la que había conocido recientemente; o en Salzburgo, despertado por los impacientes apremios de su Padre. En cualquier parte menos en aquella habitación, con Ella aún envuelta en un extraño hábito; las manos al pecho, una cruz y un rosario entre los dedos; sobre un jergón miserable, traspasado por hebras de la paja. Durante los últimos días no dejó de quejarse de que éstas le rasgaban la piel, he hizo todo lo posible por paliar su sufrimiento; dio la vuelta al jergón, lo envolvió en su propio abrigo, incluso hasta trató de recortar las hebras con una tijerita, pero fue inútil. Se quejó como era lógico en alemán; pero, los perversos dueños de la pensión, fingieron no entender lo que era a todas luces evidente; incluso llegaron a tratar de echarlos de allí, para que la muerte no se produjera bajo su techo; pero eso ya fue demasiado, y ahí Él sacó el carácter fuerte de su Padre, que ignoraba que pudiera pasar más allá de lo musical, y los echó a empujones de la habitación, blandiendo un bastón.
Los dejaron entonces tranquilos.
Por desgracia, los compromisos adquiridos eran ineludibles porque, de algún modo, hubieran podido permitirse siquiera miserable estancia si no daban los recitales apalabrados. Y tuvo que ir; y cada vez que acababa, las lágrimas le nublaban la vista de tal manera, que pedía a alguien que le tomase del brazo, y le sacara de la estancia. En cada ocasión en que regresaba a la pensión, vivía con la angustia de encontrársela allí, sin haber podido despedirse de ella; pero al volver a verla, en medio de las convulsiones que evidenciaban que la vida aún no había abandonado aquel frágil cuerpecillo, sentía regresar por unos instantes la esperanza, para retornar luego al desánimo.
Una tarde, alguien le mandó un sacerdote que hablaba algo de alemán, le dio la extremaunción; cuando éste se hubo marchado, Él se dio cuenta de que ya no le quedaba más que una cosa. Le dijo adiós de noche, sin ruido, tras haber tomado la mano de Él en la suya, y acercársela al vientre donde una vez lo hubo albergado; luego, su cabeza cayó sin ruido.
Habían pasado dos días desde aquello, y la impaciencia de los Dueños del hostal era palpable. Él se encerró, dándole ya igual un concierto que tenía que dar, no recordaba dónde, y para no sabía que Conde imbécil, y trató una y otra vez, de acercar el cálamo al papel:
“Querido Padre…”. Comenzaba siempre. Escribió esa frase, no menos de cincuenta veces, pero luego acababa arrugando el folio. Llegó un momento, en que sólo le quedó una hoja de las que llevaba en el equipaje para componer. Tendría que rendirse a la evidencia.
– <<Extraño sino>> –se dijo.
Haber escrito ya a sus veintidós años diez óperas treinta sinfonías, quince conciertos; más de veinte sonatas, una docena de divertimentos, y decenas de obras más; y no ser capaz de poner sobre el papel las siguientes palabras: “Padre; Madre ha muerto”.
No, no podía hacerlo. Sabía que él le culparía por ello:
-<<No has sabido cuidar de Ella. Siempre serás un niño. ¿Qué harás el día que no esté yo?>>
Llamaron otra vez a la puerta. Había empezado a entender algo el francés, a fuerza de oírlo gritado:
-¡Va a oler aquí! –creyó que le decían–. ¡Márchese de una vez! ¡Y llévese ese cadáver!
Suspiró. Tendría que decirle misa en una lengua extraña un sacerdote que no la conociera; y no podría visitar nunca su tumba, para la cual ignoraba de dónde sacaría el dinero. En un cementerio a miles de kilómetros de Salzburgo.
Le vino entonces a la mente el nombre del buen Abad Bullinger de Salzburgo; un hombre pío y de verbo envolvente. Él podría decirle a su Padre lo que había pasado. Prefería morir junto a Ella, antes que escribirle directamente a él. Con esa idea en mente, logró que sus dedos recuperaran el pulso, y comenzó al fin la carta:
“Querido Abate, me hallo en París, en medio de una trágica circunstancia, de la que espero que Usted de cuenta a mi Padre, Leopold Mozart”.