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El relato de Martín – Gucki y las canciones de papá

Mahler

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 02/02/2015

Gucki contempló con desesperación los agujeros en la alfombra provocados por las tijeritas doradas que todavía se abrían y cerraban como las patas de un saltamontes, en su mano derecha. ¿Había hecho de veras ella aquello? Miró en derredor suyo buscando a María, que era quien le inspiraba siempre nuevos juegos e ideas, que no siempre le divertían. Pero en esta ocasión no la halló. Sólo se encontró el rostro furibundo de Miss Marwood, contemplándola con las pestañas tan rígidas como alfileres por encima de sus anteojos.

-¡Miss Anna!¿Cómo se ha atrevido a hacer esto?-siempre la trataba de Miss, como si fuese una persona mayor. Eso era algo que no acababa de entender, porque en la mesa la ponían en el rincón de los niños, y no le dejaban pronunciar palabra. Aunque lo cierto es que últimamente mamá y papá tampoco hablaban entre sí a la hora de comer. A veces ella le preguntaba qué tal le había ido el ensayo y él removía la sopa, como si tratara en vano de coger su reflejo en ella con la cuchara, y replicaba que bien, aunque su voz no sonase bien para nada. De hecho, papá llevaba tiempo sin sonreír. Había adelgazado y hablaba con si la voz le pesase y apenas pudiera contener más de dos o tres palabras en la boca. Si una de estas palabras era “María”, entonces ya no hablaban más por ese día.

“¿Qué nueva travesura has hecho-le preguntaba Gucki a María ese mismo día cuando estaba junto a sí en la cama-que están tan tristes los dos?”.

Y María se encogía de hombros. “No lo sé” le respondía. “Sólo sé que esto no es divertido”.

Y Gucki le preguntaba de qué manera podría hacer que sonriera. Por lo menos que hubiese alguien feliz en casa. Y María le sugería algunas formas, como colocar garbanzos en los zapatos de Miss Marwood cuando dormía, introducir puñados de sal en los paraguas cerrados para que ésta lloviese sobre quien los abría y la última gracia: “Coge las tijeritas doradas que eran mías-le propuso-y haz unos relieves con ellas en la alfombra. Ya verás qué contento se pone papá”.

Gucki deseaba ver feliz a papá. Últimamente mamá había vuelto a sacar a colación el tema de aquellas canciones, como ella les llamaba, “negras”. “¿Por qué tuviste que escribirlas?”-le decía-“es tu culpa. Todo ha pasado por eso. Te advertí que era llamar a la desgracia”.

Y papá se levantaba de la mesa a todo correr y aunque salía a paso ligero del comedor para que no le vieran, a Gucki no se le pasaba por alto el brillo de su mirada a través de los cristales de las gafas. Quería que él se riera, o sea que obedeció a María e hizo los dibujos en la alfombra. Y ahora Miss Marwood la sostenía furiosa por la oreja hasta ponerla de puntillas.

-Y ahora cuando venga su padre-farfulló-le dirá lo que ha hecho y la castigará, ya verá cómo. Y a lo mejor así le saca la mala sangre que lleva usted acumulando en el cuerpo desde hace tiempo, my Darling.

Se echó a llorar en el rincón donde la puso cara a la pared. No había querido disgustarle. “Es tu culpa”, quiso decirle a María. Pero ésta no aparecía por ningún lado. Como en las anteriores travesuras, había acabado por escabullirse. Papá llegó antes que mamá. No se hubo ni quitado el abrigo cuando Miss Marwood le dijo lo mala que había sido. Papá fue donde ella y se puso en cuclillas para que estuvieran rostro con rostro.

-¿Por qué hiciste algo así?

Gucki sollozó: “Es que María, María…”.

-La excusa de siempre-dijo la institutriz-lo que merece esta niña es una buena tunda.

Papá la ignoró. Cada vez que escuchaba aquel nombre sus labios temblaban ligeramente. Pero esta vez se contuvo y le preguntó qué pasaba con ella.

-Fue María quien me dijo que lo hiciera.

Quiso saber por qué. Gucki se encogió de hombros.

-Supongo que se aburre…Es lo que me suele decir. Se siente sola, pero dice que le divierte que hagamos cosas juntas.

-¿Y está aquí ahora?-preguntó papá. Gucki negó con la cabeza. Aunque entonces la vio. Pero como siempre en el retrato de ella que habían colgado sobre la chimenea. En él parecía tan seria que daba la impresión de no ser ella. En realidad, a Gucki no le gustaban las fotografías, porque daba la impresión de que quienes aparecían en ellas estaban muertos. Por eso pataleaba y se movía cuando trataban de hacerle una. Porque no quería irse al cielo, como María, ya que por lo que ésta le contaba debía de ser un lugar muy aburrido.

-Te diré lo que haremos-propuso papá. Compraremos otra alfombra igual que ésta y no diremos nada a mamá. Después de todo, no queremos que se enfade con María, ¿verdad?

-Pero Herr Mahler-fue a protestar la institutriz-es una consentida. Siempre pone la excusa de su hermana y a cuenta de eso hace todas las barbaridades que quiere.

-Ni una palabra más-dijo él severo. Hablaba una vez más el director de orquesta. Miss Marwood tuvo que bajar la cabeza.

Esa tarde vino mamá, que había estado de compras. Canturreaba algo animada. Gucki se puso contenta. Seguro que ese día no le sacaba a papá el tema de las canciones aquellas de los niños muertos por las que le echaba la culpa de todo. Mamá se puso pálida al ver la alfombra que papá había logrado comprar de segunda mano, casi idéntica a la anterior.

-Gustav-le dijo-¿Has visto qué vieja está esta alfombra? ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Tendremos que tirarla y comprar una nueva.

Gucki fue a decir algo al respecto pero miró entonces a la chimenea y creyó ver la cara de María risueña entre las llamas. Le guiñó un ojo. En efecto, se había salido con la suya una vez más.

El relato de Martín – El relato de un loco

berlioz

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 30/01/2015

El policía, ante tanta agitación determinó arrinconarle bayoneta en mano contra una pared del puesto de guardia. El extraño personaje jadeaba sin parar, exudando un torrente de sudor que destilaba gota a gota la punta de su enorme nariz. Pidió permiso para quitarse el pañuelo de la cabeza. El policía encontró en su poder dos pistolas y un frasco con un líquido ambarino que, a todas luces, parecía ser algo más que un potente narcótico. El tipo, pues no era sino un hombre ridículamente travestido de vieja, trastabillaba al hablar de tal manera que su relato sonaba al oído más increíble si cabe de lo que ya era de por sí:

-“Tenéis que entenderlo-decía el hombre. No tendría todavía treinta años-yo la amaba…y la amo aún. Sólo le pedía un tiempo. Un año, a lo sumo dos, para labrarme un nombre y una fortuna. Camille es su nombre, tan apropiado para un ángel como para un demonio.

Su familia ha estado siempre en mi contra. Comenzando por ese esperpento de su madre, Madame Moke. Pero Camille, que se enamoró de mí por mi talento…Y también por mi apostura…no penséis que voy por ahí siempre con este aspecto de mamarracho…La conocí en el Instituto Ortopédico, por mediación de mi amigo Ferdinand Hiller, quien ya antes había estado perdidamente enamorado de ella. ¿Pero sabéis que al ver mi pasión decidió renunciar a la suya? “No he visto, me decía, ni aún en Ariosto hablando de Angélica, un amor tan demencial como el que ha despertado en ti esta coqueta? Te cedo el relevo de todo el sufrimiento y las noches en vela que me ha hecho pasar”. ¡Y yo lo acepté! No me importaba, porque Hiller, aunque buen pianista, no es sino un compositor mediano, y yo era capaz de brindarle a ella un universo como el que Miguel Ángel hizo brotar del dedo divino en la Capilla Sixtina. ¿Sabéis que hasta un crítico alemán escribió de mí lo siguiente: “Dentro de ese francés hay metido todo un Beethoven”? Pienso que fue eso y no mi victoria en el Premio de Roma lo que motivó que la maldita vieja cediera y me permitiese prometerme con Camille. Ya para entonces la había convertido en la fuente inagotable de la que manaban mis mejores creaciones. La imaginé bajo la piel de Ariel y Ofelia e incluso le hice creer que era ella el objeto inspirador de mi sinfonía…Pero la verdad es que la escribí pensando en otra. Pero daba igual, una flecha saca a otra. Y la saeta de Camille me había penetrado de forma que sólo la muerte podría desprenderme de ella.

Y después de ganar el Premio me vine a Italia e intercambiamos tiernas cartas, pensando en que a mi regreso nos casaríamos. Pero en esto, con la llegada del invierno las cartas comenzaron a escasear tanto como los rayos del sol. Y me escribe Hiller advirtiéndome de que algo se trama contra mí en la distancia. Y luego llega la fatal carta, traición. De la madre de Camille diciéndome que, sintiéndolo mucho, mi prosperidad no parece sino la quimera de un fumador de opio, y que por el bien de la niña y de su nombre han decidido casarla con Pleyel, ¡el fabricante de pianos!

Y yo que recibo esto en Villa Medicis, donde nos alojan a los ganadores del Premio de Roma, entro en cólera y observo que el piano en el que compongo no es sino un Pleyel. Cojo lo primero que tengo a mano, un candelabro, y destrozo el maldito piano, con lo que me expulsan de la Villa y tengo que irme a dormir bajo un puente…Pero no me importa, porque cuento el dinero que tengo y, por un milagro, suma exactamente lo que me costará ir a una botica y comprar un frasco de veneno, y luego dos pistolas en una armería y finalmente un uniforme de criada y un billete en carruaje hasta París. Mi idea no es otra que penetrar en la casa de la infamia, así, disfrazado de criada, y sorprenderles a la hora del té, hablando de los preparativos de sus negros esponsales. Y me digo “si lo he hecho en una sinfonía, que es una creación sólo reservada a genios de la altura del mío, más fácil ha de ser llevarlo a cabo en la vida real, donde los asesinos son con frecuencia mequetrefes y zoquetes consumados”. Pienso “entraré en el salón tras haber maniatado en la cocina a la auténtica criada. Les llevaré el té, pero al verles, Camille sentada con el gato en el regazo, cogidas sus manos de ébano de las frecuentemente abultadas de billetes de Pleyel, y a la asquerosa bruja a su lado, haciendo un bordado, tiraré la bandeja al suelo. Sacaré las dos pistolas a la vez y dispararé sobre la alcahueta y el usurpador…Y luego ingeriré el veneno ante los horrorizados ojos de mi amada…Y así, quedará justamente castigada, ante la visión de nuestros tres cuerpos”.

El plan era perfecto y con ánimo de llevarlo a cabo, salí de Roma en carruaje. Pero con la emoción de los preparativos olvidé el uniforme de criada. Dado que ya no tenía ni un céntimo más, aproveché la parada del coche en Pietra Santa donde tuve que robar estos andrajos de un tendedero. Me quedan ridículamente pequeños y llamo demasiado la atención, como habréis visto. Pero sigo camino hacia aquí y llegando a Niza, experimento en La Corniche la llamada del mar rugiendo contra los escollos vecinos. Y entonces siento resonar dentro de mí la llamada del arte por encima de la del amor. Y comprendo que el plan es ridículo y pienso en escribir urgentemente a Vernet, el director de la Academia de Roma, para pedirle que no me expulsen, prometiendo pagarle el destrozo del piano a mi regreso. Y en esto habéis parado el coche y me habéis sacado de aquí. Y bien, ésta es mi historia. Si alguna vez habéis sido hombre enamorado, comprenderéis lo que es pasar por esto y confío en que…bueno, me dejéis libre para regresar cuanto antes a Roma”.

No había ni concluido el relato el atormentado joven, cuando el capitán de la policía se les acercó.

-Y bien Pierre-preguntó al gendarme-¿qué has sacado en claro?

-Al verle así, vestido de espantajo, pensaba era un espía-dijo el soldado bajando la bayoneta-pero después de lo que me acaba de contar, no me queda ninguna duda de que es un loco. Habrá que llevarlo a un manicomio.

Una idea genial relampagueó en la mirada del compositor.

-¡Tenéis razón! y señaló al horizonte-¡Mirad al cielo, y decidme qué grande ha de ser mi locura, que estoy viendo un burro con alas!

A pesar de lo ridículo de la visión propuesta, el capitán y el policía se volvieron el tiempo suficiente como para que Hector Berlioz se escurriera hábilmente y se montase en un penco que, oh milagro, aguardaba sin atar a su jinete, en la puerta del puesto de guardia. Lo espoleó y salió al galope de allí, ignorando los gritos y las amenazas de pegarle un tiro.

-¡Libertad!-musitó acariciando la crin de su rijosa montura que acaso sí tuviera alas, pero en las patas, a juzgar por su veloz galope-¡Qué extrañas formas adoptas a veces!

 

El relato de Martín – La misteriosa canción del norte

chinacolor

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/02/2015

“Beethoven es una suerte de polución cultural”, “Mozart es veneno para el espíritu”, “abajo el reaccionario Schubert con su melancolía y su pesimismo, evasores del realismo socialista”.

“Que florezca una flor de distinto color en el campo a nadie hará daño” dijo el gran Jardinero Mao. Lo que no se esperaba era un prado multicolor brotando de golpe bajo sus pies. “Yo sabré cómo erradicar la maleza” dijo a los estudiantes “Y vosotros me ayudaréis en esta empresa”.

Por eso, en las universidades sacaron a los catedráticos de sus despachos y les pusieron a limpiar retretes y los enfermeros en prácticas arrancaron sus uniformes a los cirujanos y les hicieron recortar con los dientes la hierba de los jardines públicos. En los conservatorios la cosa no fue mucho mejor. Quemaron los pianos. Cortaron las cuerdas de los violines. Las arpas fueron arrojadas a los ríos. Sacaron a los músicos y los pasearon por las calles con capirotes en la cabeza. “Reaccionarios” les gritaba la gente. Y les arrojaban frutas podridas. A otros los metieron en los armarios donde se guardaban los instrumentos y los tuvieron muchos meses sin salir, sin poder siquiera estirar el cuerpo para dormir o estar de pie.

Cheng Wu Lai fue uno de estos músicos. Había estudiado en París con Nadia Boulanger y alguien llegó a describirlo en su momento como el Debussy chino. En el momento en que fueron a por él estaba ultimando una preciosa sinfonía basada en la canción popular “Sobre los montes del Este la cigüeña cantó”. Los guardias rojos cogieron las partituras todavía frescas de tinta en sus últimas páginas y las arrojaron por la ventana del conservatorio. Cientos de horas de dolor y emoción planearon con la mansedumbre de la grulla al atardecer para caer mansamente en el río amarillo. La corriente las arrastró como lágrimas silenciosas y se perdieron para siempre de la vista de Cheng Wu Lai. Con él se llevaron a otros de sus compañeros y los llevaros a empujones por la ciudad, haciéndoles cantar “Florece, patria de los recolectores de sorgo”. Las humillaciones no acabaron ese día. Los destinaron a las tareas más viles, sin dejar de recordarles una y otra vez que eran gusanos, que inoculaban la ponzoña de lo extranjero. Muchos no lo soportaron y se quitaron de en medio. También la esposa de Cheng Wu Lai, que no fue capaz de sobrevivir a tal deshonor.

A él acabaron enviándole a un pueblecito de la provincia de Sichuán, a trabajar de porquero. Y así, el característico y entrañable rumrúm de los instrumentos afinándose fue sustituido por el gruñido de los cerdos. Sus compañeros de trabajo, sabedores de su situación, apenas le dirigían la palabra.

Pasaron los años, y como todo había sido destruido, sólo le quedaba la música que su memoria era capaz de atesorar. Su mayor temor era olvidarla. Por eso, una y otra vez la tarareaba en silencio, moviendo los labios sin que su garganta emitiera sonido alguno.

Una noche, el encargado de las pocilgas celebraba su cumpleaños y les invitó a beber a su salud. El ambiente se animó como en los viejos tiempos y alguien le preguntó a Cheng Wu si sabía tocar el erhu. Éste, un tanto abstraído de su habitual melancolía, afirmó que sí. Lo pusieron en sus manos y tocó varias melodías populares, que fueron recibidas con aplausos. Pero en esto, se dejó llevar por la evanescente felicidad del alcohol y entre aquellas canciones se le escapó una que no debía ser tocada. Se percató de ello cuando los ojos de sus compañeros se abrieron de par en par, con asombro. De repente, dejaron de bailar. Su encargado susurró algo al oído de uno de ellos y éste se fue para regresar con uno de los responsables culturales del pueblo. Un muchacho de diecinueve años llamado Xian Zhao, que ya había mandado a dos maestros a campos de reeducación.

-Me dicen que has tocado una música muy extraña-dijo Xian Zhao, severo, con su sempiterno cuaderno de notas en la mano-ya fuiste amonestado en el pasado por tus actividades contrarrevolucionarias. Explícate.

Cheng Wu se echó a temblar. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Era, ciertamente, una melodía inofensivamente bella, una de las más conocidas de la música occidental. Pero ahora se le antojaba tan peligrosa como el cañón de un rifle en su nuca. ¿Qué le harían ahora? Decidió mentir.

-Era una canción…Una canción popular del Norte. De Jilin.

-¿Lo veis?-dijo alguien-¡Es del Norte!¡Es una canción extranjera!¡A la cárcel con él!

-Silencio-dijo Xian Zhao, que pese a su fama de implacable, también era riguroso-cántanos esa canción, si es que es verdad lo que estás diciendo.

Por una extraña casualidad, tenía una letra para ella. Y es que en el Conservatorio solían jugar a poner letras a melodías casi imposibles de cantar o siquiera tararear. Y él tenía especial destreza para ello. Carraspeó y acompañándose del erhu, convirtió a la marcha turca en una sencilla historia de un muchacho y una muchacha que se aman pero por oposición de sus padres, acaban poniendo fin a sus vidas en un río, cogidos de la mano.

-¡Los padres de esos muchachos son contrarrevolucionarios!-insistió alguien en la sala.

Cheng Wu estaba empapado por completo en sudor cuando acabó de tocar. ¿Habría sonado aquella música lo suficientemente china? Ya se veía nuevamente con el capirote a la cabeza, apaleado por las calles, cuando Xian Zhao se adelantó y le dio la mano.

-Bellísima canción-le dijo-escribe la letra. Creo que quedará perfecta en el Festival de Primavera.

Y así, sorprendentemente, en el Festival de Primavera siguiente, el pueblo entero, unas quinientas personas, aplaudió y cantó aquella peculiar versión. Se encargó a Cheng Wu dirigir el enorme coro, que sonó maravillosamente bien. Y a pesar del miedo pasado, peligrosas ideas germinaban con la fuerza de las judías en su interior. ¿Qué tal quedaría con letra la Quinta sinfonía de Beethoven, o el Claro de Luna de Debussy? Las haría pasar también por canciones del norte, pero claro, tendría que buscarles hermosos poemas. Se jugaría la vida una vez más, pero en ese momento no le importaba, tal era su felicidad al haber convertido por una vez la música de un decadente occidental muerto casi dos siglos antes, llamado Wolfgang Amadeus Mozart, en la más pura expresión tradicional de la República Popular China.

El relato de Martin – La recomendación de Carafa

bizet

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 29/01/2015

Una deliciosa mañana de la primavera romana, el joven Georges Bizet se desayunaba al aire libre en un mesón situado en la zona del Trastevere. Hacía pocos días que había iniciado su estancia allí como flamante ganador del Premio de Roma y entre sus propósitos iniciales estaba el de visitar a algunas personalidades musicales de la ciudad. Por ejemplo, ese mismo mediodía estaba citado en casa del compositor Saverio Mercadante, reputado operista, del que esperaba obtener algún tipo de apoyo, o cuando menos la introducción en los selectos círculos del teatro musical romano. Para ello contaba con una carta de recomendación firmada por Michele Carafa, un dicharachero napolitano que daba clases de composición en el Conservatorio de París.

“Esta carta-le había dicho Carafa-le abrirá a usted todas las puertas de Roma. Ya lo verá”.

La verdad es que la carta de marras no le había salido gratis porque Carafa, a pesar de su simpatía, era un tipo un tanto maniático. Conservaba en su despacho como oro en paño un armario de nogal, del siglo XVII, que según él había pertenecido a no sé qué Papa, y que estaba decorado con escenas mitológicas un tanto subidas de tono. Carafa adoraba aquel armario más que a cualquier cosa en el mundo. Tanto era así, que todo alumno que quisiera obtener una nota alta en su clase tenía que verse tarde o temprano con un paño y un cubo aplicando cera al dichoso mueble. “Si no sabemos siquiera hacer que la madera reluzca-apostillaba él pasando un dedo por las puertas de su preciado objeto-entonces jamás podremos escribir una música que suene bella y brillante”.

La verdad es que nadie veía el símil por ningún lado, pero como Carafa era también uno de los miembros del jurado que otorgaba el Premio de Roma, incluso los que no eran alumnos suyos se veían obligados a pasarse al menos un par de veces por su despacho, a pulir las puertas del armatoste aquel. Ése había sido el caso de Bizet, que para ganarse la carta de recomendación se pasó un mes entero de rodillas, gamuza en mano.

-¡Ahí, ahí!-le insistía Carafa-todavía se ve polvo en aquella esquina. Esto es como escribir una fuga…¿Qué digo? ¡Como un coral de Bach!

Para amenizar el tiempo de espera hasta su visita a Mercadante, Bizet se puso a leer un tomo que había traído consigo con las tragedias de Shakespeare. Estaba leyendo “Hamlet” y llegó al momento en el que el príncipe de Dinamarca iba a ser enviado por el rey Claudio a Inglaterra, acompañado por Guilderstern y Rosencrantz, con una carta sellada en la que se pedía al rey de Inglaterra que lo matase.

La lectura de este pasaje le hizo pensar en la carta que llevaba consigo. ¿Qué habría escrito Carafa? Empezó a picarle la curiosidad. ¿Sería una simple relación de sus virtudes como alumno o añadiría algún detalle más humano, referente a su don de gentes y cordialidad?¿Y si abría la carta? Naturalmente, no podría entregarla así a Mercadante…Tras muchas dudas volvió a “Hamlet”, donde leyó cómo éste cambiaba entonces la carta por otra en la que se pedía las cabezas de sus dos acompañantes y que a él se le recibiese con honores. Cerró el libro y con la ayuda de un cuchillo despegó el lacre. Luego, diccionario en mano, descifró el contenido de la misma:

“Querido Mercadante. El joven que te entregará esta carta ha obtenido todos los premios del Conservatorio, además del de Roma. Pero a pesar de ello, pienso que nunca hará carrera en el mundo de la ópera, porque posee la misma inspiración que un cántaro y, además, es burro de solemnidad. Deshazte de él sin ninguna contemplación”.

La reacción a esto hubiera debido de ser sin duda airada. Pero Bizet, acaso animado por el dulce vino de la taberna, se echó a reír. ¡Bendito Carafa! ¿Por qué sería que no le extrañaba? Apuró su desayuno y preguntó al tabernero dónde podría encontrar un escribano.

Ese mediodía, puntual como un reloj, Georges Bizet se presentaba ante Saverio Mercadante, que le recibió con expresión un tanto escéptica. Sin embargo, una vez leída la carta que le entregó se mostró mucho más cordial.

-¡Vaya con Carafa!-dijo.

-¿Por qué?

-Siempre me anda diciendo que todos los alumnos del Conservatorio de París son unos cafres, el mayor atajo de borricos que haya visto. Pero no tiene ese concepto de usted. De hecho, después de una larga lista de elogios me pide incluso que le agasaje con una opípara comida. Y por supuesto que lo haré con gusto, ya que ha logrado la aprobación de ese viejo cabezadura. No pensé que viviría para ver esto.

-¿O sea que eso dice de los alumnos del Conservatorio nuestro común amigo?-Bizet estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo-acepto gustoso vuestra invitación maestro…Pero antes decidme, ¿sabéis donde cae por aquí una oficina de Correos?

Dos semanas después Michele Carafa recibió sorprendido la noticia de que todos sus alumnos de composición habían pedido el traslado a la clase de Gounod. No podía entenderlo. Si él era amable y simpático con todos. ¿Qué podría haber pasado? Llamó a algunos de sus discípulos más solícitos y trató de sonsacarles, pero éstos se limitaron a decirle que Gounod aportaba una visión de la música teatral que ellos encontraban más afín a su sensibilidad. Incluso les tentó con el ofrecimiento de una de sus famosas cartas de recomendación, pero esto despertó como mucho alguna risotada.

Pero eso no fue lo peor, ya que una tarde, al regresar de su aula vacía, a la que ya de repente ni las moscas parecían querer entrar, se encontró su preciado bien, su amado armario, cubierto por una grotesca pintada que representaba la cabeza de un asno. Dibujo que alguien había tenido a bien plasmar con pintura roja, la más explícita tonalidad de la vergüenza y el escarnio.

El relato de Martín – Un solo de contrabajo

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 28/01/2015

No hizo falta ni un minuto para darse cuenta de aquel hombre jamás había tocado un contrabajo. Las estridencias brotaron como una descarga eléctrica apenas hubo posado las crines del arco sobre las cuerdas. Adam Kopycinski lo cogió por los hombros.

-¡Tú no eres contrabajista!¿Qué demonios eres?

El tipo, polaco como él, le confesó que había tocado el violín en la orquesta de la parroquia de su pueblo. Les había engañado. Ellos necesitaban desesperadamente a un contrabajista tras la repentina baja del húngaro que ocupaba este puesto y el hombre se ofreció sin dudarlo. Con su cuerpo ya escuchimizado por naturaleza parecía un mosquito junto a una ballena al lado del instrumento. Pero todo fuera. Le aceptaron por la convicción que mostró. No había tiempo más que para un pequeño ensayo y ahora descubrían con espanto que estaban vendidos.

-No ha de ser tan difícil-insistía el tipo-es el mismo concepto. Si me dejáis un rato yo…

-Queda media hora para el concierto-repuso Kopycinski-tendré que hablar con ellos y decirles que no vales.

-¡No, no hagáis eso!-repuso el hombre echándose a temblar -estaré perdido si se enteran…

¿Y a ellos qué? Sólo deseaban cumplir con su trabajo y aquel idiota lo iba a estropear, vaya que sí. Los demás estaban de acuerdo con Kopycinski. Pero cuando éste ya iba a dar parte de la nueva baja reparó en la columna de humo blanco que partía en dos el horizonte. Quedaban un par de horas para que atardeciera. Lo meditó y luego se volvió a sus músicos.

-Está bien. Lo cubriremos. Tú-le dijo al contrabajista- ponte en un rincón y trata de tocar un par de acordes en ostinato, algo que apenas se escuche, que no desentone con nada de lo que interpretemos. Y no mires al frente. Se te notará. ¿Has entendido?

El hombre asintió, nervioso.

-Ahora bien-añadió el director-después de este concierto, te largas de aquí y te buscas la vida.

Apenas un rato después se encontraron al aire libre frente a un público lleno de caras conocidas. Estaban Robert Mulka, el director administrativo Möckel y hasta el responsable de la oficina principal del lugar, Romeikat. Y entre ellos el inefable doctor de la sonrisa partida. Tan risueño como siempre. Empezaron a tocar. Al principio no fue mal. De cuando en cuando se dejaba sentir un gruñido sordo proveniente del contrabajo, que el falso intérprete trataba de amagar. Los demás entonces hacían cantar aún más alto a sus instrumentos. Tocaron swing, Beethoven y Brahms. Un oído no educado apenas se hubiese dado cuenta de que el contrabajista no estaba haciendo realmente nada. Pero he aquí que el susodicho doctor era un conocido melómano. En un momento determinado susurró algo al oído de Mulka, que hizo parar a la orquesta y dijo:

-Nuestro ilustre médico quiere escuchar ahora el tema de La trucha de Schubert y sus variaciones.

¡La trucha!¡Pero si era un tema a cargo del contrabajo! La farsa estaba al descubierto. El pretendido intérprete, al ver que todos los ojos se posaban en él, cerró los suyos y trató de que se obrase un milagro. Comenzó a tocar con intensidad la melodía, que al parecer conocía bien, pero lo único que obtuvo fue un sonido tan espantoso como el de una matanza de cerdos en el marco de una fiesta popular. Los músicos comenzaron a mover sus labios en silencio. Rezaban.

-¿Quién ha pedido que suene Stravinski?-bromeó alguien del público. El pobre hombre arrojó el contrabajo al suelo y se puso en pie. Y de repente, hizo algo que nadie esperaba. Comenzó a cantar la canción de La trucha, aquella en la que se basaba precisamente el quinteto del mismo nombre. Los concurrentes se miraron entre sí, primero perplejos, pero luego alguien empezó a seguir el ritmo aplaudiendo y la interpretación acabó con una inesperada ovación. Hasta Mulka parecía complacido y susurró algo a Romeikat, que se levantó a estrechar su mano al contrabajista.

-La interpretación más sentida que hemos escuchado nunca-le dijo.

-Gracias-musitó el hombre-gracias herr…

No acabó, porque Romeikat sacó su luger y le descerrajó un tiro la frente. El hombre cayó de rodillas y luego su cuerpo se flexionó hacia adelante, como una marioneta a la que cortaran las cuerdas. Salpicones de su sangre perlaron las mejillas y las partituras de los dos violinistas que le flanqueaban. El selecto público estalló en carcajadas.

-¡A eso le llamo yo afinar la orquesta!-dijo uno de ellos.

Los músicos se quedaron paralizados. Las risas se interrumpieron cuando el Hauptsturmführer Mulka hizo oír su voz:

-¿Por qué paráis?¿Es que se ha acabado ya el concierto?

Estaban tan aterrados que sus miembros no respondían. Ya se veían también desparramados por el suelo, unidos sus cuerpos por un común charco de sangre, cuando Kopycinski, haciendo gala de una extraordinaria frialdad, arrancó a tocar algo al piano en solitario. Era el Estudio Revolucionario de Chopin. La pieza había sido prohibida en la Polonia ocupada por ser considerada subversiva, y los otros músicos pensaron que el maestro había acabado su tumba. Pero la fogosidad de su interpretación impresionó hasta al propio comandante, que aplaudió suavemente.

-Vosotros los polacos no sabéis tocar más que a ese Chopin-dijo-es bonito, pero poco viril.

-En realidad-puntualizó el doctor Mengele-Chopin era alemán.

-¿Y eso?-exclamó Mulka.

-Su padre en realidad se llamaba Schopenhauer, pero los polacos, incapaces de pronunciarlo bien, acortaron su apellido. Y la madre no era la que se dice, sino una campesina de origen alemán.

Se levantaron y se fueron. Había fiesta en la casita del comandante Bauer. La orquesta se quedó todavía un rato inmóvil, en torno al cadáver de su compañero. Estaban acostumbrados a ver ese tipo de escenas, pero era la primera vez que les sucedía en plena actuación. Ya ni eso era un escudo. Al verlos así, Kopycinski recuperó su papel de director y les ordenó levantarse y regresar a los barracones.

-Vamos, muchachos-les dijo-mañana será otro día.

Y en efecto sería otro día. El septuagésimo que quedase para la liberación del campo de exterminio de Auschwitz.

El relato de Martin – Un mantón de la China-na-ná

breton

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 27/01/2015

La historia de la disputa circuló muy pronto por todos los mentideros madrileños. Los empresarios del Apolo se habían peleado con Ruperto Chapí. ¿La razón? Que éste demandaba que se repusieran algunas de sus obras más exitosas como contrapartida a la pieza de género chico en que trabajaba por aquel entonces, un sainete de Ricardo de la Vega. La respuesta de los empresarios fue despedirle sin importarles que ya hubiese escrito parte de los números y difundieron en la prensa que la ruptura del contrato se debía a que el maestro no había sabido producir una música a la altura del libreto.

-Ni que fuera “Tristán e Isolda”-repuso airado el alicantino-pues ¡quiá!, que se lo meriende otro.

Pero la búsqueda de ese otro resultó compleja. Los otros compositores del género, como Federico Chueca, se negaron a aceptar en solidaridad con Chapí. Airados, los del Apolo se confabularon con los otros teatros y retiraron todas las obras de Chapí del cartel. Un escarmiento que esperaban que resultara un aviso a navegantes para futuros díscolos. Don Ruperto declaró entonces que era inadmisible que el trabajo de los creadores musicales estuviera supeditado a la voluntad de los despiadados propietarios de los teatros.

Así pues, los del Apolo tuvieron que revolver cielo y tierra hasta encontrar a alguien dispuesto a aceptar poner música al sainete. Y tuvieron que conformarse con el salmantino Tomás Bretón. Bretón era lo que entonces se conocía como un músico culto, que ambicionaba crear una ópera nacional española a la altura de Wagner y Verdi. Había escrito sinfonías, cuartetos de cuerda y otras obras de mucha enjundia. Ahora bien, sus escasas zarzuelas habían pasado con más pena que gloria por los escenarios. Él mismo ironizaba sobre su fama de “músico espeso” y el día en que se estrenó “Lohengrin” en Madrid, con el consiguiente estupor de un público acostumbrado a partituras más livianas, exclamó: ¡ahora van a decir por ahí que esta obra la he escrito en realidad yo!

Barbieri lo resumía todavía mejor:

-Bretón es un pesado.

Cuando de la Vega fue a visitarle, se encontraba ya muy enfermo, y su reacción fue la siguiente: “¿Bretón trabajando en tu libreto?¿Música sabia en tu sainete? ¡Pero si Tomás no tié ropa, hombre! Vaya bodrio que va a salir de ahí”.

El propio Bretón, que había interrumpido su ópera La Dolores para escribirlo, también dudaba de su capacidad. Para empezar, porque no entendía ni la mitad de lo que decía el libreto. Fueron tantas veces las que llamó a De la Vega para que le aclarase las dudas, que éste atajó de la siguiente manera:

-Maestro, sal de tu despacho de cartujo y vete a un café, si es de mala nota mejor, y llévate todos los arreos, que la música saldrá sola.

-Oye-le preguntó-¿y si meto leitmotivs tú crees que quedará bien…?

-Tú hazme caso, lo demás son pamplinas-repuso el escritor. Y Bretón se fue de cafés y, en efecto, fue como tirar de un sedal. La música estuvo lista en diecinueve días. La rapidez le sorprendió hasta a él mismo y supuso que había escrito un engendro. Pero el tiempo apremiaba y los del Apolo se pusieron con los ensayos. Para su sorpresa, Chueca asistió a uno de ellos. Bretón siempre había ironizado privadamente sobre las profundas carencias del autor de La Gran Vía, quien no sabía casi ni solfeo. Como era bien sabido, se sentaba al piano y tocaba las melodías que brotaban de su fértil imaginación, dejando que otros, como Joaquín Valverde, las pasaran a papel pautado. Bretón se pasó medio ensayo titubeando y al final se acercó a él, para preguntarle qué le parecía.

-Es bonito-repuso Chueca-pero…¿me permites un consejo?

-Claro…

-El coro ese, “Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de la China te voy a regalar” es muy seco. Tiene que ser más correoso, que la gente lo mastique y no pueda parar de cantarlo. Úntalo con sebo.

-¿Cómo?

-Mira-le dijo- que digan en lugar de eso, “un mantón de la China-na-na te voy a regalar”, eso da aire a la frase y quedará mucho mejor.

-Pero eso no tiene ningún sentido-repuso Bretón.

-Ya, ¿pero qué cosa lo tiene en el mundo de la lírica?-inquirió Chueca.

Y el coro se cambió de esa manera. Después vino el estreno y es de sobra conocido lo que pasó. Bretón, desacostumbrado a las apoteosis, salió a hombros, como los toreros. El pueblo de Madrid le dio durante el trayecto a su casa todos los vivas imaginables, hasta que el que lo llevaba a cuestas exclamó:

-Que viva sí, pero que viva más cerca…

El propio Ricardo de la Vega fue a casa de Barbieri a decírselo, pocas horas después del estreno:

-Maestro, que La verbena de la Paloma es un éxito.

-Madre mía-repuso Barbieri-¡Bretón triunfando con el género chico! Ahora sí que lo he visto todo. Me parece que ya puedo morirme-y en efecto, eso hizo, al día siguiente.

Respecto a Chapí, se tomó el desquite de los empresarios de dos maneras: musicalizando otro sainete madrileño con gran éxito, La revoltosa, y creando la Sociedad General de Autores.

Ciertamente, para su perplejidad y su pesar, Bretón había creado su opus magnum y no lograría jamás un éxito semejante con sus otras creaciones, más ambiciosas y más trabajadas. Hasta el propio Saint-Saëns le escribió efusivamente para calificarla de obra genial. Al final, tuvo que resignarse y querer a una creación que él consideraba menor pero que le aseguraba la inmortalidad. Ahora bien, había una cosa que molestaba especialmente al músico, y era el hecho de que sus muchos admiradores se acercaran de tanto en tanto para decirle:

-¡Qué maravillosa es su “Verbena”, maestro! Y qué divertida…Sin duda alguna, el mejor momento es cuando cantan eso de “Un mantón de la china-na-na te voy a regalar”.

El relato de Martín – Dejadme morir en paz

 verdi

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/01/2015

Se dio cuenta de que despertaba recelo en el jurado, apenas entró en la sala. Eran tres examinadores, todos enjutos y con perilla, expresión adusta y un reloj en la mano. Evidentemente, consideraban que su tiempo era demasiado precioso como para perderlo con un provinciano.

-¿Pero dónde está el aspirante?-le preguntaron. Les dijo que era él. Menearon la cabeza con contrariedad. Pensaban que tenía nueve años.

-Diecinueve-repuso sintiendo vergüenza por ello. ¡Diecinueve! Cabecearon perplejos.

-¿Y dónde ha estado usted hasta entonces?-inquirió el que estaba sentado en el centro, acaso el de mayor rango de los tres.

-Pues aprendiendo…

-¿Aprendiendo con quién?

Empezó a tartamudear. Citó un par de nombres que no les sonaron a nada y acabó confesando que en gran medida había prendido a tocar el piano por su cuenta. Primero en una espineta que su padre le había comprado cuando tenía ocho años, y después en el órgano de su pueblo.

-¿A qué se dedica su padre?

-Es…mesonero.

-¿Mesonero?

Cuchichearon entre sí. Parecía un chiste. Aquel joven desgarbado, con su acento de paleto parmesano, pretendía ingresar en el Conservatorio.

-Escuchémosle. Cuando menos, será divertido-propuso el de la derecha.

-A ver, toque algo-le instó el portavoz. Preguntó qué querían escuchar.

-Lo que sea, menos canciones de mesón.

Se sentó frente al piano y respiró hondo. De entrada, no les gustó su forma de encorvarse sobre el teclado, ni cómo colocaba las manos encima de las teclas.

-Pues si les parece bien, interpretaré un capricho de Heinrich Herz y luego…si no les importa-sintió cierto embarazo al decirlo-un tema que he escrito yo.

-¿Compone y todo?-le replicaron-vamos a tener que admitirle directamente en el último curso. Vaya con el organista parmesano.

Tocó. Ni mejor ni peor que en otras ocasiones. Como había aprendido por su cuenta, entre golpes de jarra contra las mesas, tintineo de vajilla y discusiones sobre la cosecha. Pero luego, eso era cierto, cuando sonaba su música los clientes guardaban repentino silencio en el mesón. Y después, cuando la parroquia lo contrató para los servicios religiosos, la iglesia comenzó a experimentar un curioso trasiego de feligreses, algunos venidos incluso de pueblos vecinos para escucharle. Era el orgullo de su pueblo y allí siempre hubiese sido querido, pero sentía que su lugar estaba en otra parte. Aunque ahora comenzaba a dudar de que ese otro sitio fuera el Conservatorio de Milán. Cuando acabó la página virtuosística de Herz tocó  su pieza. Se había inspirado en una canción que recordaba haber escuchado en su infancia a un mendigo ciego que tocaba el violín. Pero las variaciones a las que sometiera el sencillo tema eran suyas por entero. Antes de que acabase de tocar, los tres miembros del jurado se habían enfrascado en una conversación sobre el último estreno de la Scala,L’elisir d’amore de Donizetti.

-Gaetano siempre con sus melodías facilonas-fue la conclusión del presidente.

-La de la “Furtiva lagrima” tenía un pase-repuso el bizco.

-Pero no pegaba ni con cola dentro de esa comedia-fue la conclusión del tercero.

Acabó de tocar. Estuvieron todavía un rato hablando hasta que se percataron de que estaba allí, de espaldas a ellos, aún sentado frente al piano. Miraron el reloj. Iba siendo hora de comer.

-¿Es que piensa quedarse todo el día ahí?-le dijeron al fin. Se levantó e hizo una respetuosa reverencia. Quiso saber si estaba admitido. Se miraron entre sí y aunque no se rieron abiertamente, sus ojos brillaban de hilaridad. El portavoz señaló los retratos que cubrían todas las paredes de la estancia.

-¿Ve esos señores de ahí?-le dijo-son los músicos que han dado nombre a esta institución. Sé que le pareceré duro por esto, pero le haré un favor: nunca estará usted entre ellos. Vuélvase a su pueblo y siga tocando en la iglesia. No hay nada de malo en eso. Dios no le ha llamado para estar aquí. O por lo menos, lo ha hecho demasiado tarde como para corregir sus vicios de principiante.

Se retiraron. Él cogió su abrigo y salió descorazonado de la estancia. Cuando iba a atravesar la puerta del conservatorio, un conserje lo detuvo. Le preguntó si era él quien tocaba aquella pieza tan animada. Quería saber qué era. Repuso que un capricho de Herz.

-Esa no-le dijo-la otra. Le admitió que era suya.

-Pues es maravillosa. Espero verle pronto por aquí-y se alejó silbando el pegadizo tema. El muchacho no se atrevió a decirle que no había sido admitido.

Sesenta y seis años después, el muchacho, que ya había dejado de serlo hacía tiempo, recibió una carta del ministerio de cultura proponiendo poner su nombre al Conservatorio. Ésta fue su respuesta:

“¿Qué tengo que ver yo con el Conservatorio de Milán? No quisieron saber nada de mí en su momento o sea que no quiero que mi nombre sea para nada asociado a él. Dejadme morir en paz”.

Firmado,

Giuseppe Verdi

El relato de Martín – Por la otra puerta por favor

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 21/01/2015

Llegaba tarde porque ningún taxi había querido pararse a recogerlos. Así que tuvieron que verse obligados a tomar un autobús, donde les indicaron amablemente que había varios asientos libres en la parte de atrás.

Con aquellos incómodos tacones, y ayudada por Bobby, que la sujetaba del brazo por si tropezaba en el pavimento empapado por la lluvia, lograron llegar al club. Ella fue a subir las escaleras, pero Bobby la retuvo:

-¿Qué haces?-le preguntó sorprendido.

-Entremos de una vez-le instó ella.

-Pero ya sabes que…

Fue inútil. Llegaban tarde. No estaba para formalismos. En la puerta principal del Club un empleado de traje y corbata se hurgaba entre las encías con un mondadientes, mientras con su otra mano jugueteaba con una goma de plástico. Fue a esconder estos objetos cuando reparó en que alguien subía. Pero su rostro empalideció al verla.

-Perdone, señorita-le dijo con una voz que sinceramente trataba de ser amable-por la puerta de servicio.

-Llegamos tarde-repuso ella sin hacer ademán de detenerse. Endureció la letanía de sus tacones, estaba ya casi en el escalón superior.

-Sí, sí-dijo el hombre-pero usted sabe.

Usted sabe, usted sabe. Estaba harta. En París se le habían abierto todas las puertas. Cientos de hombres se le declararon. Incluso hasta alguna mujer. Y le dijeron cosas en un inglés de manual escolar, tan encantadoras como infantiles: “chocolate hermoso”, “rosa de azabache”, “Venus negra”. Qué simpáticos eran los franceses y con qué cariño la habían tratado.

De su palidez inicial, el portero pasó a un consternado tono rosado en sus mejillas. Tratando de no mostrar abiertamente la contrariedad de la que comenzaba a ser presa, se desplazó unos pasos hasta el centro de la puerta, erigiéndose en un enorme obstáculo de casi dos metros.

-¿Qué hace? ¿No ha oído lo que le he dicho?

Bobby trató de sujetarla por el brazo. No era la primera vez que esto le sucedía. Años atrás fue obligada a utilizar los ascensores del servicio del Hotel Lincoln de Nueva York. ¿La razón? Varios clientes se habían quejado. Pero no fue eso lo que más le dolió, sino el hecho de que Artie Shaw no la defendiera. Tampoco pudo cenar en el restaurante del hotel, ni siquiera tomarse una copa en el bar con los demás de la banda. Por eso se pasó los días que estuvieron allí bebiendo sola en su habitación. Bebía demasiado, es cierto, pero es que siempre encontraba una razón muy sólida para ello. De hecho, había estado bebiendo antes, quizás por eso se mostrase ahora tan testaruda.

El portero continuaba impidiéndole el paso. Ella se echó sobre él, apretando el pecho contra la enorme barriga del tipo.

-¿Qué pasa?-le dijo-¿Es que quemo?

El hombre miró entonces a Bobby con la misma expresión que hubiera acompañado a un puñetazo.

-Chico-le dijo-¿qué demonios es esto? ¿Por qué no te la estás llevando de una maldita vez?

Bobby asintió nerviosamente. La asió por la cintura. Ella quiso resistirse, pero en el fondo se dejó llevar. Como siempre que una escena violenta está a punto de tener lugar, varias cabezas se asomaron por la puerta. Preguntaron al portero lo que le sucedía. Eran otros tantos tipos vestidos igual que él, del mismo tamaño y con idéntica expresión estúpida. Seguro que cada uno de ellos llevaba un mondadientes y una goma de plástico en el bolsillo.

-¿Qué pasa?-Insistieron.

-Nada-repuso-los muchachos, que me preguntaban dónde está la puerta de servicio.

Ella miró el cartel que lucía el club y se preguntó cómo era posible tal paradoja. Arriba, compitiendo con las nubes por un hueco entre las estrellas. Abajo, obligada a lo de siempre. Para ellos seguía siendo un montón de basura envuelta en un abrigo de piel. ¿Cómo no iba a beber? y otras cosas peores.

Entraron por la puerta de servicio y tuvieron que atravesar la cocina. Allí se encontró a varios hermanos, que la abrazaron y besaron. Se dejó querer, aunque ello le supiera a poco. Pidió champán del más caro. Bebió una copa, pese a la insistencia de Bobby en que todos les aguardaban ya en la sala principal. Apenas dio un sorbo, encontró aquella bebida desagradable. ¿Cómo podía ser, si en París le había encantado? Sería que en Francia le sabía todo mejor. No era de extrañar pues allí nadie le mandaba a la parte de atrás, ni de los edificios, ni de los autobuses.

-Bobby-le dijo a su pianista-dile a los chicos que quiero que empecemos con “Strange fruit”.

-Caldeando el ambiente, ¿eh?-repuso él con una sonrisa triste-de acuerdo, me parece bien.

Hizo esperar al público todavía unos minutos y después salió al escenario. La luz de los focos la deslumbró y dos lágrimas le saltaron de los ojos. No pasaba nada. Se acostumbraría en un par de minutos. Como se acostumbraba siempre. Era algo a lo que los suyos parecían estar destinados. Se situó ante el micrófono.

-Y ahora con ustedes-dijo una voz que hizo enardecer al público-recién llegada de su gira por Europa ¡la gran Billie Holliday!

El relato de Martín – El jardín de Dolly

Fauré

Fauré

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/12/2014

Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde iba diluyéndose como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su carita de muñeca Kammer and Reinhardt, a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea silvestre.

-¿Qué tenemos aquí?-le preguntó él.

-¡Tío Gabriel!-exclamó ella muy alegre. Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie podía entrar, ni siquiera él. Había plantado malamente en él algunos lirios arrancados de otro lugar, una ramita de cerezo y una crucecita hecha con mondadientes.

-Aquí está enterrado mi canario Didi-repuso con un hilillo triste de voz. Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.

-Vaya-exclamó él-descanse en paz.

-Si has venido a ver a Miau, no está-repuso ella-se ha ido con papá a la ciudad. Miau era como ella llamaba a su hermano, una contracción ingeniosamente infantil de “Monsieur Raoul”.

-¿Y tu madre?

-Mamá está en la caseta del jardín.

El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando frente a su atril, en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños. Emma falló una nota al verle y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.

-Querido Gabriel. ¿Qué haces aquí? No tocaba clase con Raoul. Está con mi marido, han ido a comprar un piano nuevo.

-Vaya-repuso él fingiendo malamente sorpresa-entonces he perdido la tarde viniendo hasta aquí.

-No seas tonto-Emma le invitó a sentarse junto al atril, sin soltarle la mano-eres un temerario.

-¿Claude Debussy?-exclamó él con cierta perplejidad ojeando la partitura-¿O sea que ahora me eres infiel?

-¿Es que no te gusta su música?-repuso ella-pues algunas de sus piezas para piano me las descubriste tú.

-No, si su música está bien…Pese a las audacias por las que le ha dado últimamente-reflexionó. No era eso lo que le preocupaba. Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo y estiró la mano para cogérselas. A su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma lo apartó con una elegancia digna de prima ballerina y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.

-Suite Dolly-dijo iluminándosele el rostro. Sus mejillas encarnadas era la hoguera de la que brotasen las dos llamitas que palpitaban permanentemente en el rostro de su hija- qué bonito. Le hará mucha ilusión.

-Vosotras sois mi vida, porque la otra es un infierno-repuso Gabriel. Y recordó una vez más, aquel día maldito en que decidiera tomar esposa extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero entre tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio llegaba al extremo de bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la casa una docena de veces al día, limpiando incluso hasta los mecanismos de los relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta. Maldita fuera ella y maldito aquel…

-Tu sombrero, tío Gabriel-dijo Dolly asomando la cabecita por la puerta de la cabaña. Se le había caído precisamente dentro de su jardín privado. Gabriel Fauré soltó la mano de Emma Bardac que tenía cogida por debajo de la mesita y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y se lo puso de medio en la cabeza y empezó a imitar el andar oscilante de un borracho. Ambas estallaron en risas.

-Mira-dijo Emma a la niña-qué sorpresa te ha traído.

Y se sentó al piano, tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly se aferró a los índices del músico y comenzó a bailar aquel vals, al que pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche, que precisamente era quien daba nombre a la pieza.

Fuera la tarde ya era historia. El mundo se deslizaba por una esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en la manga del ilusionista. Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas, y los crucifijos no estarían hechos ya de mondadientes, y aquella niña dejaría de ser niña, y su inocencia, del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo más en la memoria de las que una vez la conocieron. Y todos ellos desaparecerían con la evanescencia del diente de león al soplido de la infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al eco del viento de las campánulas. Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas, un jardín en el que siempre fuera abril y hasta un caniche nervioso mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum de piezas infantiles todo aquello sería para él para siempre, aunque se marchase luego por donde había venido, para no regresar jamás, y otros músicos, acaso más apuestos y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.

El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable como el perfume de las magnolias.

-Ven-le dijo risueña-vamos a dormir a mi muñeca.

El relato de Martín – Un hijo del siglo XX

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Un hijo del siglo XX

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 20/01/2015

A lo largo de su prolongada vida contó estos hechos de tantas maneras distintas que, con el tiempo, a él mismo le costaría recordar qué fue realidad y qué sueño. Que había nacido el 1 de enero de 1900 era un hecho probado, y quizás por eso siempre soñó dos cosas: primero, con morir el 31 de diciembre de 1999 y luego, ser una personalidad del siglo XX. Con apenas doce años ¿o eran quince? Tocaba ya el violín en la Sinfónica del Teatro Nacional de la Habana, ciudad a la que habían emigrado sus padres desde España cuando él contaba cuatro años de edad.

El gran Caruso fue a actuar allí y se quedó impresionado con el joven prodigio. ¿O le llamó primero la atención por su destreza para la caricatura? Le descubrió en el patio de butacas retratándole con cuerpo de ballena y destrozando cristales con un torrente de notas que le emergían del lomo. El muchacho empalideció, pero Caruso, que también era un buen caricaturista, le pidió que le regalase el dibujo. Luego le instó a tocar para él. Le interpretó La mare de deu, una canción de su tierra.

-Tú tienes talento-le dijo-te conseguiré una audición en el Carnegie Hall. Serás el nuevo Jascha Heiffetz.

Y le dio su dirección para que fuera a verle a Nueva York cuando acabase su gira latinoamericana. El muchacho se lo tomó en serio, tanto como para convencer al padre de que le comprase un billete de barco.

Cuando llegó a la ciudad de los sueños, con su violín y dos mudas dentro del estuche como único equipaje, se encontró con que Caruso se había marchado ese mismo día de gira por Europa. Preguntó cuando volvería, pero su mayordomo, pensando que no era sino un admirador impertinente, lo echó con cajas destempladas.

Había soñado con que Nueva York se rendiría a sus pies y fue él el que tuvo que agachar la cabeza para dormir en los bancos de Central Park. Por fortuna, era primavera y era joven aún. A punto estuvo de ser detenido por vagabundeo, pero logró ganarse al policía haciéndole una caricatura con una porra de dos metros en la mano.

Pero como estaba decidido a ser el nuevo Jascha Heiffetz, decidió, con Caruso o sin él, abrirse camino con su violín. Y logró un trabajo de músico en un café…de mala muerte -todo hay que decirlo- donde alternaba sus actuaciones junto a un pianista, de fregaplatos. Tocaba rumbas, mambos y habaneras, que eran recibidos por el público con la misma excitación que la cerveza rancia del local.

Un día su padre le escribió. Como él les mandó varias cartas informándoles de su supuesto éxito, habían vendido cuanto tenían en Cuba para instalarse en Nueva York con él. Aterrado, decidió conseguir al precio que fuera la audición en el Carnegie Hall. Se plantó nuevamente en casa de Caruso, donde logró ser recibido por su esposa, Dorothy. Ésta escribió al tenor, que envió un telegrama al muchacho. Por fortuna, le recordaba bien.

“Tú tienes talento. Caruso te lo dijo. Te he conseguido una audición”.

Fue y tocó en el Carnegie Hall. En su entusiasmo, había mandado al cuerno su trabajo en el café de mala muerte. La crítica lo vapuleó sin piedad. Les hubiera gustado explicarles que Caruso veía talento en él. ¿Cómo podían estar tan ciegos? Tuvo que regresar a los bancos de Central Park y a un café aún más infecto que el anterior. Pero lo peor fue informar a sus padres, recién llegados, de que no era el nuevo Heiffetz. De momento.

Pasó el tiempo. Sobrevivió tocando tangos en la Gran Manzana y publicando sus dibujos en los periódicos, se casó con una cubana de hermosa voz (sería la primera de sus cinco esposas) y, supuestamente, se fue de gira con una importante orquesta europea. Cuando contaba esto último incurría en contradicciones. Era músico sí, pero un músico ratonero. Realmente aspiraba a tocar a Beethoven y a Brahms. La cumparsita estaba bien para tomarse unas copas. Él necesitaba el alimento del alma.

Un día Caruso dio con él. Había visto una de sus caricaturas en “Los Angeles Times”. “Yo te hacía en la Filarmónica de Berlín” le dijo. Él le contó el fiasco de su estreno. “Son unos inútiles”. Caruso le prometió una nueva actuación en el Carnegie Hall, a la que acudiría en persona para apoyarle. “¿Quién sabe más de música, los críticos o Caruso?”.

Por desgracia, al poco el gran tenor enfermó y murió. La actuación tuvo que posponerse. Su padre, que había logrado rehacer la economía familiar en Nueva York, decidió vender nuevamente cuanto tenían para pagarle el alquiler del Carnegie Hall. Esa sería su gran oportunidad.

Acudió con una corbata negra, en memoria de su amigo Caruso y tocó con toda su alma. Las críticas fueron todavía más devastadoras. La tarde en que comprendió que era un solista mediocre, tanto como lo era el oído de Caruso para todo aquello que no fuera la voz humana, se dio una vuelta con el violín bajo el brazo por Queens. Estaba nuevamente sin blanca, y desprovisto de lo único que le daba fuerzas en la vida: su sueño de ser un virtuoso. En un callejón solitario se encontró con una hilera de cubos de basura que le impedían continuar su marcha. Debía ser una señal del cielo, se dijo. Abrió uno de ellos y depositó en él su violín. Todavía le quedaba su pasión por el dibujo. ¿Pero qué dibujos? La caricatura era al arte pictórico, lo que las rumbas al repertorio musical. Él sólo sabía hacer monigotes, ya fueran visuales o sonoros. Empezó a asumir que ya no sería una personalidad del siglo XX y que tampoco viviría cien años menos un día. En esto, le llegó el sonido ahogado de la música del interior de un club cercano. No era un local de mala muerte, en absoluto. Pero la interpretación sonaba infame. Se suponía que trataba de parecerse a la música cubana tan de moda por aquel entonces. Por Dios, ¿Era esa forma de tocar El manisero? Como cubano de adopción se sintió ultrajado. ¿Quién sería el inútil que dirigía aquel tinglado? Sin duda, algún despistado incapaz de distinguir el jazz sureño de los ritmos del Caribe. Le entraban ganas de presentarse allí y apartarlo a empujones para ponerse él al frente de la banda. Y bien mirado…¿Qué le impedía hacerlo?

Sacó nuevamente el violín del cubo de la basura y se encaminó hacia el club. Tal vez aquel fuera su lugar. El lugar de Xavier Cugat en el siglo XX. Respiró hondamente, y entró decidido por la puerta grande del Club.