Archivo del Autor: Inma Escribano

El relato de Martín – El limpiabotas de la Plaza de Armas

ibrahimerrer

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 06/02/2015

Parecía una tarde de tantas para él, con sus útiles de lustre al hombro, y un pequeño carrito en el que se anunciaba como reparador de paraguas rotos. Deambuló por la zona de costumbre, y en Plaza de Armas fue requerido por un par de turistas españoles. Cuando acabó de limpiarles los zapatos se sentó en el suelo y se puso a hacer cálculos. Si limpiaba otros doscientos pares podría ahorrar lo suficiente para reparar el viejo refrigerador soviético que tenían en casa. En esto, se encontró con un viejo amigo, que se sorprendió al verle.

-Hombre-le dijo-¿no habrás visto tú a Pío por casualidad?

¿Al Leyva? Hacía días que no. Probablemente anduviera haciendo sus asuntos.

-Pues necesitaba a Pío cuanto antes-dijo su amigo, que luego se quedó pensativo-oye Ibrahim. ¿Tú no eras cantante hace años?

Le sonrió. Cantante, estibador, pintor, reparador de paraguas, albañil, lo que hiciera falta para llevar unos pesos a casa. Pero en fin, ¿quién no era músico en Cuba?

-Verás, dos yanquis locos están grabando un disco en la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales. Y están llamando a todo el mundo.

-¿Cómo que a todo el mundo?-se extrañó Ibrahim.

-Sí…Es una historia de lo más curiosa. Iban a hacer un disco con unos africanos, pero por problema de papeles se han quedado tirados en París. Y por no irse de vacío, como tenían el estudio alquilado, se les ha ocurrido llamar a todos los viejos soneros de La Habana. Lo que quieren es algo así como rescatar lo que se hacía en el Club Social Buenavista. ¿Te acuerdas de él?

En efecto, guardaba lejanos recuerdos de aquel local, uno de tantos que fueron reconvertidos tras la revolución en restaurantes, bibliotecas y otras actividades de interés público. Su amigo le apremió:

-Vente conmigo, que les encantará que hagas algo.

-¿Pero qué dices? Tengo mucho trabajo que hacer…Y además, yo no fui una estrella. Es verdad que hace cuarenta años todo el mundo conocía mi voz, pero las discográficas nunca pusieron ni mi nombre ni mi fotografía en la portada. Yo no soy nadie. Te vas a presentar con el limpiabotas de la Plaza de Armas y harás el ridículo.

-Que no, que no-insistió el otro-están esperando con los instrumentos a que venga alguien y cante.

¿Pero qué locura era aquella? En eso recordó Ibrahim que esa mañana le había ofrendado a su santo particular una botella de ron del bueno que le regalase un turista borracho. ¿Era aquello el agradecimiento del santo? Titubeó y luego comenzó a plegar su pequeño carrito.

-Al menos deja que me duche, estoy empapado en sudor-pidió.

-Que no, que no…-y el amigo se lo llevó a rastras hasta el estudio.

Allí Ibrahim fue recibido por una dulce melodía al piano que sólo podía proceder de los dedos de marfil de su compadre Rubén González.

-¿También te llamaron a ti?

Y no sólo a él, porque aguardaban en la sala de grabación viejas caras conocidas, de veteranos como Barbarito Torres, el Guajiro Mirabal a la trompeta, Virgilio Torres o Papi Oviedo, al tres. A algunos de ellos los daba por muertos tiempo atrás. Le presentaron al yanqui loco que estaba a cargo de todo. Era un guitarrista bastante bueno llamado Ry Cooder.

-Hola-le dijo. Era lo único que sabía decir en español. Trataron de utilizar un intérprete, pero Ibrahim, un tanto aturdido por escuchar a dos tipos hablando a la vez pidió silencio.

-Díganle al americano éste que él toque lo suyo y yo cantaré lo mío, y ya nos encontraremos por el camino.

Se lo tradujeron. Cooder abrió los ojos como platos, pero asintió. Le preguntaron a Ibrahim qué quería tocar.

-¿Recuerdan aquella que empieza “Puso un baile una jutía para una gran diversión, de timbalero un ratón…”?

-¡Claro! Esa es la de “Candela, me quemo”. ¿Cómo no la vamos a recordar? Toquémosla ya.

Y la canción salió a la primera. El yanqui parecía contento. Ibrahim se alegraba de no haberse duchado porque total ya estaba más empapado en sudor que aquella noche de juma en que se cayera a las aguas del malecón. En esto, apareció un viejo amigo por allí, Francisco Repilado, el Compay Segundo.

-¿También tú?-se sorprendió Ibrahim-¿Es que me han metido en el patio del geriátrico?-los congregados allí debían sumar al menos mil años entre todos.

-Son nuestras flores, Ibrahim-le dijo mordisqueando un oloroso partagás-nos llegan tarde, pero nos las van a dar.

Ibrahim se echó a reír. Pero Compay tenía razón. Las flores llegaron con el dulce aroma de lo tardío. El disco vendió un millón de copias en Estados Unidos, ganó un Grammy, el documental realizado después fue nominado al Óscar. Y ellos cantaron en el Carnegie Hall, luego por distintas capitales de Europa y hasta actuaron en Japón. Incluso él mismo, Ibrahim Ferrer, ganaría un segundo Grammy con un disco en solitario. ¡Y todo por haberle ofrendado buen ron al santo!

Pero cuando Ibrahim salió del estudio aquel día ninguno de los presentes podía imaginar nada semejante. Al fin y al cabo, no eran más que un grupo de viejos olvidados tocando canciones de los años cincuenta.

-Aunque esto no vaya a llegar a ninguna parte, sólo por hacerme vivir aquellos buenos tiempos, muchas gracias Mister Cooder- y le dio un abrazo-Que Dios se lo pague.

Y sin embargo, pocos días después sería el propio Cooder el que tendría que pagar. Concretamente, los 25.000 dólares que se le impusieron de regreso a su país como multa por haber violado el embargo contra Cuba.

El relato de Martín – Los consejos del maestro

mascagni

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 03/02/2015

Como todos los compositores, el maestro Pietro Mascagni necesitaba una tranquilidad absoluta para componer. Por eso, con objeto de llevar a cabo la escritura de su ópera Guglielmo Ratcliff alquiló un pequeño estudio en una calle poco concurrida de Roma, al que hizo llevar su piano. Allí pasaba de ocho de la mañana a siete de la tarde, saliendo únicamente para estirar las piernas y oxigenar su mente, además de para echarse algo caliente al cuerpo. Comprobó con agrado que la idea había sido buena, porque en Milán era constantemente importunado por sus admiradores y le costaba no poco componer.

Además, era preciso volver a aportar un gran éxito a la escena, ya que, según decían las malas lenguas, Puccini, que ya había saboreado el éxito con Manon Lescaut, empezaba a pisarle los talones en cuestión de popularidad. Mascagni debía aprovechar la ocasión para reasentarse como el heredero de Verdi, ya que desde la apoteosis de su Cavalleria rusticana no había logrado, ciertamente, ningún éxito similar. Pero estaba seguro de que con Guglielmo Ratcliff su genio se vería nuevamente reconocido.

Sin embargo, en mitad del tercer acto, la fatalidad se hizo sustancia a través de la figura de un músico callejero, de esos que poblaban las esquinas de Roma al menos desde los tiempos del imperio. En algún momento determinado debió de verle cuando salía de su estudio a estirar las piernas y le reconoció. Y así, el hombre se instaló en la tranquila calle, justo bajo su ventana, y empezó a tocar al violín el intermezzo de Cavalleria rusticana. Una y otra vez, así, todos los días.

Al principio decidió ignorarlo. No le interesaba darse a conocer todavía más, porque entonces se vería molestado, como siempre, y Ratcliff se atrincheraría en su mollera. Y él lo necesitaba allí, sobre el papel. Así que probó a ignorar al músico. Pero la voz de su violín desafinado era más poderosa que la del tenor Fernando de Lucia, y penetraba por los cristales del estudio, para flotar en el aire y martillear sus sienes, haciendo que la materia musical naciente se cortara, igual que la leche al sol. Maldito músico callejero. Era irónico que la música de Cavalleria que con tanta facilidad escribiera en el pasado le impidiese ahora llevar a cabo la creación de una obra nueva. Una vez más, se veía perseguido por su propio éxito. Probó con tapones en los oídos, pero entonces no escuchaba su propio piano, ni cómo sonaban las melodías que trataba de configurar a través de él.

Una mañana decidió depositar una generosa suma en el sombrero del hombre, esperando que éste se fuera. Pero todo lo contrario, a partir de ese día, en lugar de tres o cuatro horas, se pasaba el día entero allí, a lo que se ve, aguardando una gratificación similar. Y así, una y otra vez, martilleando el intermezzo. Una mañana no pudo más y se encaró con él.

-Usted es una pesadilla-le dijo.

-¿Yo?-el hombre hablaba una mezcla cantarina de italiano y dialecto romano-¿se refiere a mí, maestro Mascagni?

-Sí. A usted me refiero.

-¿Y qué debería hacer?-inquirió el músico.

-Para empezar, podría irse de esta calle.

-Italia es un país libre, señor-repuso el hombre encogiéndose de hombros-y cada músico romano tiene su calle. A mí me ha tocado ésta. No tendría adonde ir. Es más, si me voy…Podrían venir otros. Incluso peores que yo.

Mascagni suspiró. Captaba la indirecta. Echarle sería contraproducente, estaba claro. Y necesitaba acabar la ópera. Decidió entonces atenuar en la medida de lo posible el nocivo efecto. Le cogió el violín.

-Pues al menos, haga que esta cosa suene afinada. Me está destrozando los nervios, ¿entiende?-como presupuso que ni siquiera sabría afinarlo, lo hizo él mismo. Luego, le devolvió el deteriorado instrumento. No sonaba bien, pero al menos había logrado que no resultase tan irritante.

Mascagni iba ya a irse, pero antes recordó una cosa.

-Ah, y algo muy importante. No toque más Cavalleria rusticana. ¿Lo entiende?

-¿Y por qué no?-preguntó extrañado el músico.

-Porque no. Y si le resulta difícil de comprender, le traeré a mi editor y él le exigirá los derechos de todas las veces que ha tocado el intermezzo. ¿Está claro?

-Clarísimo…Pero…¿Qué toco entonces, maestro?

Mascagni repasó mentalmente todas las melodías populares que conocía y buscó una que fuera poco molesta, o cuando menos no resultara susceptible de una interpretación estruendosa. Le sugirió la canción de La albóndiga en la valla.

-¿La conoce usted?

El hombre afirmó que sí. Mascagni dijo que perfecto, le estrechó la mano y luego regresó a su estudio cruzando los dedos. Todavía se asomó una vez más a la ventana para decirle:

-¡Y recuerde, nada de Cavalleria!

-¡Gracias por los consejos, maestro!-se inclinó el músico.

Mascagni respiró aliviado. La melodía de La albóndiga en la valla, mucho más inocua, sonaba ahora en el violín afinado. Mal tocada, pero inofensiva. Esa tarde pudo trabajar a gusto.

Sin embargo, a la mañana siguiente se vio sorprendido por un repentino tumulto. La calle estaba atestada de gente y el infernal rumor le impedía trabajar en absoluto. Acabó bajando para ver qué pasaba. ¿Habría sucedido algún crimen? Sin embargo, se temió lo peor al escuchar entre la multitud la cancioncilla de la albóndiga. Se abrió paso entre los viandantes y pudo descubrir con espanto aquello que llamaba tan poderosamente la atención de éstos.

Y es que el buen músico, ahora con el sombrero lleno de monedas, y aplaudido como nunca en su vida, había colocado un cartel a sus pies en donde se leía lo siguiente: “Discípulo del maestro Pietro Mascagni”.

El relato de Martín – Un encuentro no buscado

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 Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 05/02/2015

 No fue un encuentro buscado. Al menos no por el escritor. Por medio de un amigo se había enterado de que el viejo músico estaba interesado en sus poemas. ¡A esas alturas! “Me importa un bledo” repuso. No había querido nada de él cuando su obra estaba prohibida en Alemania, y ahora, al igual que quienes le dieron la espalda en los años ingratos, se interesaba por el reciente Premio Nobel de Literatura. Incluso le escribió una carta que ni se molestó en abrir.

Lo que no se esperaba era que un anciano vestido con un abrigo excesivamente grueso para el clima templado que hacía ese día se le acercase en su café favorito y se presentase ante él como Richard Strauss. ¿Era aquello casual? Lo dudaba, porque Montagnola no era un lugar al que nadie fuese de paso. Por eso lo había escogido precisamente para su exilio, para que nadie se hiciera el encontradizo con él.

-¿Le importa si me siento?-dijo Strauss con cierta timidez sosteniendo su gorra contra el pecho. No aparentaba ciertamente los ochenta y pocos que debía tener, aunque se movía como si trasportarse un inmenso invisible sobre los hombros. ¿Sería la conciencia? Ironizó para sí el escritor.

-Claro. Siéntese-le dijo-éste sí que es un país libre. O por lo menos, ha pretendido serlo siempre.

Strauss acusó el golpe, pero no dijo nada. Hizo señales al camarero para que le trajese un té. El escritor reflexionó:

-Probablemente usted haya olvidado lo que es circular por un país así. O mejor dicho, nunca lo habrá hecho. En los lugares donde hay libertad, la gente no va por la calle con la expresión contraída de quien está siempre al acecho de un enemigo. Aquí cada uno se busca a sí mismo y, lo que es mejor, casi nunca se encuentra. La vida se hace más llevadera así. Aunque claro está, luego dicen que los suizos son aburridos.

Strauss no le escuchaba. Sólo le miraba de arriba abajo, como tratando de asimilar el encuentro con quien había escrito los poemas que venían obsesionándole últimamente. Observó su mano derecha, la que había servido para plasmar materialmente aquellos versos aplastantemente sencillos en los que no dejaba de reconocerse. Acaso él sí se había encontrado al fin a sí mismo en Primavera, Septiembre y Al irse a dormir.

-La guerra ha sido terrible para todos-dijo súbitamente el músico- arrasaron Dresde y las Óperas de Berlín y Viena, templos del saber universal, y después el lugar más sagrado de la tierra, la casa de Goethe. He visto las Nuremberg y Weimar, de Dusseldorff y Munich. Hasta mi casa natal la he visto sucumbida como un castillo de naipes. ¿A qué nos ha conducido toda esa destrucción? Algo muy grande, pero a la vez muy pequeño, pugnaba por salir de mí ante tanta locura. Y, yo, que he sido siempre el compositor de lo trágico, sentía que en este tramo último de mi vida necesitaba crear alegría, pero ignoraba cómo. Y en esto me encontré un día en casa de un amigo, revolviendo entre su biblioteca, porque todos mis libros los he perdido en la guerra. Y súbitamente apareció aquella antología poética de usted. Y ahí hallé el cauce necesario para que ésta alegría surja pura y fresca como un manantial de agua de nieve. El resurgir de la vida por encima de todas las circunstancias humanas, la vuelta al principio del ciclo-Y ahí comenzó a recitar…-“Te muestras ahora ante mí en todo tu esplendor, plena de luz como un milagro. Me reconoces y abrazas con ternura, palpita en todo mi cuerpo tu bendita presencia”… “Manos, abandonad vuestros quehaceres, frente, olvida todo, ahora mis sentidos no quieren abandonarse sino al sueño”… “Doradas caen, una tras una,  las hojas de la acacia. El verano sonríe dichoso en el moribundo sueño del jardín”.

La voz le temblaba por la emoción. Bebió té y luego preguntó al escritor qué le parecía todo aquello. Herman Hesse fue, como siempre, muy sincero:

– Esa cultura a la que usted llora ha sido destruida por su propio afán de exterminar al resto de la humanidad. Que aún quede una piedra sobre otra en Alemania es algo que clama al cielo porque una cultura que no sólo ha permitido todo eso, sino que encima ha pretendido erigirse sobre los despojos de esos pueblos ante los que no pudo imponerse mediante más razón que la del hierro y el fuego, no merece más que ser erradicada de la faz de la tierra. Y si hay algo peor que la ideología nazi es la estulticia de quienes les permitieron pasar de ser cuatro majaderías escritas en un libro a poblar las calles. Y usted, señor Strauss, ha sido, con su silenciosa aquiescencia, uno de los que más ha contribuido a otorgar legitimidad social a tan siniestra ideología. Le desprecio, señor Strauss, a usted y a su decadente música.

Era evidente que la conversación acababa allí. El viejo compositor trató de sonreír, pero los músculos de la cara no le respondían. Algo aturdido se levantó y se puso la gorra. Instintivamente estiró la mano para estrechar la de Hesse, pero éste la ignoró. Se encaminó pues hacia la puerta, pero entonces el escritor le dijo:

-Señor Strauss, puede hacer lo que quiera con mis poemas. Si toda Alemania ha sido arrasada, que usted destroce unos cuantos versos míos apenas lo notará nadie.

Y el compositor salió de allí. Hesse se quedó pensativo largo rato en su mesa. Maldito viejo, todavía componiendo a esas alturas. Él, en cambio, era trece años menor que él y había quedado yermo por completo tras escribir El juego de los abalorios. Qué paradoja, que siendo ahora un premio Nobel no pudiera escribir apenas una sola línea más. Secretamente, envidiaba a Strauss, y se preguntaba qué tendrían aquellos ingenios poemas de su juventud que tanto llamasen su atención. Decidió repasarlos aquella misma noche, por si acaso le inspiraban también algo nuevo a él.

Richard Strauss fue a su hotel. Telefoneó a su esposa, Pauline, a la que le contó el resultado de la entrevista.

-Que se vaya al diablo ese idiota-dijo ella.

En realidad, no necesitaba el permiso de Hesse, porque, de hecho, las canciones ya estaban escritas desde hacía meses. Y cada vez que se metía en la cama por la noche no podía evitar pensar que acaso fuera la última, y por eso, dejaba que sus huesos se abandonaran dulcemente al frescor de las sábanas, buscando de esta manera que la última sensación de su cuerpo fuese placentera, acaso como el momento de nacer. Y es por ello que fiel a esta costumbre, se metió esa noche en la cama del hotel tarareando en su propia música los versos de alguien de quien ahora sabía que le despreciaba:

“Y el alma despreocupada quiere flotar con alas libres para vivir mil veces, hondamente, en el círculo mágico de la noche”.

El relato de Martín – El último café

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 23/01/2015

A lo largo de su vida había aprendido que el hombre resistía mejor sin amor que sin café. Lo aprendió el día en que fue expulsado de casa de Franz Liszt por dormirse mientras éste le tocaba al piano su propia música, que le llevase para obtener su protección. A partir de ese momento se convirtió en un consumidor compulsivo de café, hasta el extremo de que su médico le advirtió en varias ocasiones de los nocivos efectos que esto podría acarrearle.

Pero él replicaba a estas advertencias con una anécdota histórica: “Gustavo III, el rey en el que se inspira ‘Un ballo in maschera’ de Verdi, tenía la teoría de que el café era veneno y para demostrarlo ordenó que dos criminales fueran alimentados sólo a base de café, en lugar de enviarlos al cadalso. Él esperaba que murieran en pocos días, pero paradójicamente no pudo ver el resultado del experimento porque antes lo asesinaron a él, mientras que los dos criminales llegaron a octogenarios. Yo también espero llegar a esa edad. Y de hecho, creo que también preferiría que me pegasen un tiro a tener que ver “Un ballo in maschera’ ”.

El vino le gustaba también. Incluso había tenido el curioso honor de que le pusieran su nombre a uno. Fue un rico melómano al que tuvo ocasión de conocer y que le mostró su bodega, toda llena de barricas con vinos bautizados con los nombres de compositores famosos. Le invitaron a probar el suyo y tras paladearlo detenidamente preguntó: “Está bien sí…¿Pero no tendríais mejor un Beethoven por casualidad?”.

El vino, a diferencia del café, no le dejaba trabajar bien pues provocaba que le temblara el pulso. Con el café, en cambio, sentía el chasquido de los engranajes de su mente poniéndose en funcionamiento y las ideas felices no tardaban en surgir, aunque en ocasiones le costase tiempo plasmarlas. Su primera sinfonía le había llevado 22 años de trabajo y al menos 40.000 tazas de café. Pero el esfuerzo mereció la pena, aunque fuese uno de los músicos más tardíos en estrenarse en el terreno sinfónico. Lo compararon a Beethoven, lo que por un lado le causó un gran embarazo, pero por otro lo halagó enormemente.

Curiosamente, tras haberse desprendido de todo aquel lastre emocional, su segunda sinfonía brotó con la facilidad del agua que surge del caño. Apenas le llevó un verano concluirla y para hacerlo se inspiró en la apacible serenidad de los alpes austríacos. A esta inspiración contribuyeron sus largos paseos por el campo, el canto de los pájaros, lecturas poéticas y sobre todo el café. Una tarde se hallaba imbuido por una feliz idea musical, la que daría cuerpo alallegreto grazioso del tercer movimiento, cuando decidió darse una vuelta por Porstchach, el pueblecito donde se había alojado. Se dio la circunstancia de que el cuerpo le pidió un poco de asueto cuando terminó de ascender por una empinada cuesta, al final de la cual había un pequeño café. Las mesitas de la terraza estaban vacías, lo que le resultó grato. Se sentó y pidió a la encargada del local un café.

Ésta se lo trajo a los pocos minutos. La taza despedía una nubecilla cálida que le acarició la frente. Pero ésta se arrugaría apenas se hubo llevado la porcelana a los labios. Llamó a la dueña.

-Perdone-le dijo-esto es achicoria.

Ella lo negó. Era el mejor café que podía encontrarse en la zona. Él no lo dudó, porque estaban ciertamente aislados. Pero no quería tomarse el contenido de aquella taza. La achicoria le causaba ardor de estómago y, para colmo, la llama de su inspiración acabaría por desvanecerse si no la alimentaba concienzudamente con una adecuada dosis de excitantes. Pidió otra taza y por lo bajo tarareó, para no olvidarse del tema de la sinfonía. Dada la complejidad de sus obras no podía, como los compositores del clasicismo, escribir sin un piano delante. Sólo recopilar frágiles ideas que era preciso pasar de inmediato al papel. Pero el café tenía la virtud de preservarlas durante bastante rato en su cabeza. La mujer volvió. Él sopló detenidamente en la taza, demorando la ingesta de la infusión, a fin de convertirla en más placentera si cabe, por la espera.

Pero cuando probó el contenido de la segunda taza se dio cuenta de que era achicoria. Una vez más. Pérfida mujer. ¿Es que no se daba cuenta de que estaba poniendo en peligro el movimiento más bello de su sinfonía? Caviló. Tardaría al menos una hora en regresar a la cabaña que había alquilado para todo el verano. Las ideas se le desvanecerían al primer soplido de la brisa. Era menester pensar algo. Y de repente, el genio que habitualmente utilizaba para desarrollar la forma sonata, le arrojó la respuesta. Volvió a llamar a la dueña.

-He cambiado de idea-le dijo-creo que tomaré achicoria. ¿Tiene usted?

-Por supuesto, señor. La que quiera.

-¡Pues quiero toda!

-¿Toda?

-Sí…Tengo problemas de estómago y he oído que es muy digestiva. Tráigala, por favor.

Pasado un rato, la mujer apareció toda sonriente, con una bandeja cargada con seis tazas de achicoria. El músico las observó receloso.

-¿Seguro que no tiene más en la bodega?

-Seguro, señor. No podremos servir achicoria aquí hasta dentro de una semana, que es cuando viene el proveedor.

Estupendo. Johannes Brahms hizo crujir sus nudillos. Sentía nuevamente su allegreto bullirle feliz en esa región de la mente situada entre los habitáculos ocupados por la alegría y la astucia.

-Pues ahora, si es tan amable. Tráigame una taza de café, por favor.

El relato de Martín – Gucki y las canciones de papá

Mahler

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 02/02/2015

Gucki contempló con desesperación los agujeros en la alfombra provocados por las tijeritas doradas que todavía se abrían y cerraban como las patas de un saltamontes, en su mano derecha. ¿Había hecho de veras ella aquello? Miró en derredor suyo buscando a María, que era quien le inspiraba siempre nuevos juegos e ideas, que no siempre le divertían. Pero en esta ocasión no la halló. Sólo se encontró el rostro furibundo de Miss Marwood, contemplándola con las pestañas tan rígidas como alfileres por encima de sus anteojos.

-¡Miss Anna!¿Cómo se ha atrevido a hacer esto?-siempre la trataba de Miss, como si fuese una persona mayor. Eso era algo que no acababa de entender, porque en la mesa la ponían en el rincón de los niños, y no le dejaban pronunciar palabra. Aunque lo cierto es que últimamente mamá y papá tampoco hablaban entre sí a la hora de comer. A veces ella le preguntaba qué tal le había ido el ensayo y él removía la sopa, como si tratara en vano de coger su reflejo en ella con la cuchara, y replicaba que bien, aunque su voz no sonase bien para nada. De hecho, papá llevaba tiempo sin sonreír. Había adelgazado y hablaba con si la voz le pesase y apenas pudiera contener más de dos o tres palabras en la boca. Si una de estas palabras era “María”, entonces ya no hablaban más por ese día.

“¿Qué nueva travesura has hecho-le preguntaba Gucki a María ese mismo día cuando estaba junto a sí en la cama-que están tan tristes los dos?”.

Y María se encogía de hombros. “No lo sé” le respondía. “Sólo sé que esto no es divertido”.

Y Gucki le preguntaba de qué manera podría hacer que sonriera. Por lo menos que hubiese alguien feliz en casa. Y María le sugería algunas formas, como colocar garbanzos en los zapatos de Miss Marwood cuando dormía, introducir puñados de sal en los paraguas cerrados para que ésta lloviese sobre quien los abría y la última gracia: “Coge las tijeritas doradas que eran mías-le propuso-y haz unos relieves con ellas en la alfombra. Ya verás qué contento se pone papá”.

Gucki deseaba ver feliz a papá. Últimamente mamá había vuelto a sacar a colación el tema de aquellas canciones, como ella les llamaba, “negras”. “¿Por qué tuviste que escribirlas?”-le decía-“es tu culpa. Todo ha pasado por eso. Te advertí que era llamar a la desgracia”.

Y papá se levantaba de la mesa a todo correr y aunque salía a paso ligero del comedor para que no le vieran, a Gucki no se le pasaba por alto el brillo de su mirada a través de los cristales de las gafas. Quería que él se riera, o sea que obedeció a María e hizo los dibujos en la alfombra. Y ahora Miss Marwood la sostenía furiosa por la oreja hasta ponerla de puntillas.

-Y ahora cuando venga su padre-farfulló-le dirá lo que ha hecho y la castigará, ya verá cómo. Y a lo mejor así le saca la mala sangre que lleva usted acumulando en el cuerpo desde hace tiempo, my Darling.

Se echó a llorar en el rincón donde la puso cara a la pared. No había querido disgustarle. “Es tu culpa”, quiso decirle a María. Pero ésta no aparecía por ningún lado. Como en las anteriores travesuras, había acabado por escabullirse. Papá llegó antes que mamá. No se hubo ni quitado el abrigo cuando Miss Marwood le dijo lo mala que había sido. Papá fue donde ella y se puso en cuclillas para que estuvieran rostro con rostro.

-¿Por qué hiciste algo así?

Gucki sollozó: “Es que María, María…”.

-La excusa de siempre-dijo la institutriz-lo que merece esta niña es una buena tunda.

Papá la ignoró. Cada vez que escuchaba aquel nombre sus labios temblaban ligeramente. Pero esta vez se contuvo y le preguntó qué pasaba con ella.

-Fue María quien me dijo que lo hiciera.

Quiso saber por qué. Gucki se encogió de hombros.

-Supongo que se aburre…Es lo que me suele decir. Se siente sola, pero dice que le divierte que hagamos cosas juntas.

-¿Y está aquí ahora?-preguntó papá. Gucki negó con la cabeza. Aunque entonces la vio. Pero como siempre en el retrato de ella que habían colgado sobre la chimenea. En él parecía tan seria que daba la impresión de no ser ella. En realidad, a Gucki no le gustaban las fotografías, porque daba la impresión de que quienes aparecían en ellas estaban muertos. Por eso pataleaba y se movía cuando trataban de hacerle una. Porque no quería irse al cielo, como María, ya que por lo que ésta le contaba debía de ser un lugar muy aburrido.

-Te diré lo que haremos-propuso papá. Compraremos otra alfombra igual que ésta y no diremos nada a mamá. Después de todo, no queremos que se enfade con María, ¿verdad?

-Pero Herr Mahler-fue a protestar la institutriz-es una consentida. Siempre pone la excusa de su hermana y a cuenta de eso hace todas las barbaridades que quiere.

-Ni una palabra más-dijo él severo. Hablaba una vez más el director de orquesta. Miss Marwood tuvo que bajar la cabeza.

Esa tarde vino mamá, que había estado de compras. Canturreaba algo animada. Gucki se puso contenta. Seguro que ese día no le sacaba a papá el tema de las canciones aquellas de los niños muertos por las que le echaba la culpa de todo. Mamá se puso pálida al ver la alfombra que papá había logrado comprar de segunda mano, casi idéntica a la anterior.

-Gustav-le dijo-¿Has visto qué vieja está esta alfombra? ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Tendremos que tirarla y comprar una nueva.

Gucki fue a decir algo al respecto pero miró entonces a la chimenea y creyó ver la cara de María risueña entre las llamas. Le guiñó un ojo. En efecto, se había salido con la suya una vez más.

El relato de Martín – El relato de un loco

berlioz

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 30/01/2015

El policía, ante tanta agitación determinó arrinconarle bayoneta en mano contra una pared del puesto de guardia. El extraño personaje jadeaba sin parar, exudando un torrente de sudor que destilaba gota a gota la punta de su enorme nariz. Pidió permiso para quitarse el pañuelo de la cabeza. El policía encontró en su poder dos pistolas y un frasco con un líquido ambarino que, a todas luces, parecía ser algo más que un potente narcótico. El tipo, pues no era sino un hombre ridículamente travestido de vieja, trastabillaba al hablar de tal manera que su relato sonaba al oído más increíble si cabe de lo que ya era de por sí:

-“Tenéis que entenderlo-decía el hombre. No tendría todavía treinta años-yo la amaba…y la amo aún. Sólo le pedía un tiempo. Un año, a lo sumo dos, para labrarme un nombre y una fortuna. Camille es su nombre, tan apropiado para un ángel como para un demonio.

Su familia ha estado siempre en mi contra. Comenzando por ese esperpento de su madre, Madame Moke. Pero Camille, que se enamoró de mí por mi talento…Y también por mi apostura…no penséis que voy por ahí siempre con este aspecto de mamarracho…La conocí en el Instituto Ortopédico, por mediación de mi amigo Ferdinand Hiller, quien ya antes había estado perdidamente enamorado de ella. ¿Pero sabéis que al ver mi pasión decidió renunciar a la suya? “No he visto, me decía, ni aún en Ariosto hablando de Angélica, un amor tan demencial como el que ha despertado en ti esta coqueta? Te cedo el relevo de todo el sufrimiento y las noches en vela que me ha hecho pasar”. ¡Y yo lo acepté! No me importaba, porque Hiller, aunque buen pianista, no es sino un compositor mediano, y yo era capaz de brindarle a ella un universo como el que Miguel Ángel hizo brotar del dedo divino en la Capilla Sixtina. ¿Sabéis que hasta un crítico alemán escribió de mí lo siguiente: “Dentro de ese francés hay metido todo un Beethoven”? Pienso que fue eso y no mi victoria en el Premio de Roma lo que motivó que la maldita vieja cediera y me permitiese prometerme con Camille. Ya para entonces la había convertido en la fuente inagotable de la que manaban mis mejores creaciones. La imaginé bajo la piel de Ariel y Ofelia e incluso le hice creer que era ella el objeto inspirador de mi sinfonía…Pero la verdad es que la escribí pensando en otra. Pero daba igual, una flecha saca a otra. Y la saeta de Camille me había penetrado de forma que sólo la muerte podría desprenderme de ella.

Y después de ganar el Premio me vine a Italia e intercambiamos tiernas cartas, pensando en que a mi regreso nos casaríamos. Pero en esto, con la llegada del invierno las cartas comenzaron a escasear tanto como los rayos del sol. Y me escribe Hiller advirtiéndome de que algo se trama contra mí en la distancia. Y luego llega la fatal carta, traición. De la madre de Camille diciéndome que, sintiéndolo mucho, mi prosperidad no parece sino la quimera de un fumador de opio, y que por el bien de la niña y de su nombre han decidido casarla con Pleyel, ¡el fabricante de pianos!

Y yo que recibo esto en Villa Medicis, donde nos alojan a los ganadores del Premio de Roma, entro en cólera y observo que el piano en el que compongo no es sino un Pleyel. Cojo lo primero que tengo a mano, un candelabro, y destrozo el maldito piano, con lo que me expulsan de la Villa y tengo que irme a dormir bajo un puente…Pero no me importa, porque cuento el dinero que tengo y, por un milagro, suma exactamente lo que me costará ir a una botica y comprar un frasco de veneno, y luego dos pistolas en una armería y finalmente un uniforme de criada y un billete en carruaje hasta París. Mi idea no es otra que penetrar en la casa de la infamia, así, disfrazado de criada, y sorprenderles a la hora del té, hablando de los preparativos de sus negros esponsales. Y me digo “si lo he hecho en una sinfonía, que es una creación sólo reservada a genios de la altura del mío, más fácil ha de ser llevarlo a cabo en la vida real, donde los asesinos son con frecuencia mequetrefes y zoquetes consumados”. Pienso “entraré en el salón tras haber maniatado en la cocina a la auténtica criada. Les llevaré el té, pero al verles, Camille sentada con el gato en el regazo, cogidas sus manos de ébano de las frecuentemente abultadas de billetes de Pleyel, y a la asquerosa bruja a su lado, haciendo un bordado, tiraré la bandeja al suelo. Sacaré las dos pistolas a la vez y dispararé sobre la alcahueta y el usurpador…Y luego ingeriré el veneno ante los horrorizados ojos de mi amada…Y así, quedará justamente castigada, ante la visión de nuestros tres cuerpos”.

El plan era perfecto y con ánimo de llevarlo a cabo, salí de Roma en carruaje. Pero con la emoción de los preparativos olvidé el uniforme de criada. Dado que ya no tenía ni un céntimo más, aproveché la parada del coche en Pietra Santa donde tuve que robar estos andrajos de un tendedero. Me quedan ridículamente pequeños y llamo demasiado la atención, como habréis visto. Pero sigo camino hacia aquí y llegando a Niza, experimento en La Corniche la llamada del mar rugiendo contra los escollos vecinos. Y entonces siento resonar dentro de mí la llamada del arte por encima de la del amor. Y comprendo que el plan es ridículo y pienso en escribir urgentemente a Vernet, el director de la Academia de Roma, para pedirle que no me expulsen, prometiendo pagarle el destrozo del piano a mi regreso. Y en esto habéis parado el coche y me habéis sacado de aquí. Y bien, ésta es mi historia. Si alguna vez habéis sido hombre enamorado, comprenderéis lo que es pasar por esto y confío en que…bueno, me dejéis libre para regresar cuanto antes a Roma”.

No había ni concluido el relato el atormentado joven, cuando el capitán de la policía se les acercó.

-Y bien Pierre-preguntó al gendarme-¿qué has sacado en claro?

-Al verle así, vestido de espantajo, pensaba era un espía-dijo el soldado bajando la bayoneta-pero después de lo que me acaba de contar, no me queda ninguna duda de que es un loco. Habrá que llevarlo a un manicomio.

Una idea genial relampagueó en la mirada del compositor.

-¡Tenéis razón! y señaló al horizonte-¡Mirad al cielo, y decidme qué grande ha de ser mi locura, que estoy viendo un burro con alas!

A pesar de lo ridículo de la visión propuesta, el capitán y el policía se volvieron el tiempo suficiente como para que Hector Berlioz se escurriera hábilmente y se montase en un penco que, oh milagro, aguardaba sin atar a su jinete, en la puerta del puesto de guardia. Lo espoleó y salió al galope de allí, ignorando los gritos y las amenazas de pegarle un tiro.

-¡Libertad!-musitó acariciando la crin de su rijosa montura que acaso sí tuviera alas, pero en las patas, a juzgar por su veloz galope-¡Qué extrañas formas adoptas a veces!

 

El relato de Martín – La misteriosa canción del norte

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/02/2015

“Beethoven es una suerte de polución cultural”, “Mozart es veneno para el espíritu”, “abajo el reaccionario Schubert con su melancolía y su pesimismo, evasores del realismo socialista”.

“Que florezca una flor de distinto color en el campo a nadie hará daño” dijo el gran Jardinero Mao. Lo que no se esperaba era un prado multicolor brotando de golpe bajo sus pies. “Yo sabré cómo erradicar la maleza” dijo a los estudiantes “Y vosotros me ayudaréis en esta empresa”.

Por eso, en las universidades sacaron a los catedráticos de sus despachos y les pusieron a limpiar retretes y los enfermeros en prácticas arrancaron sus uniformes a los cirujanos y les hicieron recortar con los dientes la hierba de los jardines públicos. En los conservatorios la cosa no fue mucho mejor. Quemaron los pianos. Cortaron las cuerdas de los violines. Las arpas fueron arrojadas a los ríos. Sacaron a los músicos y los pasearon por las calles con capirotes en la cabeza. “Reaccionarios” les gritaba la gente. Y les arrojaban frutas podridas. A otros los metieron en los armarios donde se guardaban los instrumentos y los tuvieron muchos meses sin salir, sin poder siquiera estirar el cuerpo para dormir o estar de pie.

Cheng Wu Lai fue uno de estos músicos. Había estudiado en París con Nadia Boulanger y alguien llegó a describirlo en su momento como el Debussy chino. En el momento en que fueron a por él estaba ultimando una preciosa sinfonía basada en la canción popular “Sobre los montes del Este la cigüeña cantó”. Los guardias rojos cogieron las partituras todavía frescas de tinta en sus últimas páginas y las arrojaron por la ventana del conservatorio. Cientos de horas de dolor y emoción planearon con la mansedumbre de la grulla al atardecer para caer mansamente en el río amarillo. La corriente las arrastró como lágrimas silenciosas y se perdieron para siempre de la vista de Cheng Wu Lai. Con él se llevaron a otros de sus compañeros y los llevaros a empujones por la ciudad, haciéndoles cantar “Florece, patria de los recolectores de sorgo”. Las humillaciones no acabaron ese día. Los destinaron a las tareas más viles, sin dejar de recordarles una y otra vez que eran gusanos, que inoculaban la ponzoña de lo extranjero. Muchos no lo soportaron y se quitaron de en medio. También la esposa de Cheng Wu Lai, que no fue capaz de sobrevivir a tal deshonor.

A él acabaron enviándole a un pueblecito de la provincia de Sichuán, a trabajar de porquero. Y así, el característico y entrañable rumrúm de los instrumentos afinándose fue sustituido por el gruñido de los cerdos. Sus compañeros de trabajo, sabedores de su situación, apenas le dirigían la palabra.

Pasaron los años, y como todo había sido destruido, sólo le quedaba la música que su memoria era capaz de atesorar. Su mayor temor era olvidarla. Por eso, una y otra vez la tarareaba en silencio, moviendo los labios sin que su garganta emitiera sonido alguno.

Una noche, el encargado de las pocilgas celebraba su cumpleaños y les invitó a beber a su salud. El ambiente se animó como en los viejos tiempos y alguien le preguntó a Cheng Wu si sabía tocar el erhu. Éste, un tanto abstraído de su habitual melancolía, afirmó que sí. Lo pusieron en sus manos y tocó varias melodías populares, que fueron recibidas con aplausos. Pero en esto, se dejó llevar por la evanescente felicidad del alcohol y entre aquellas canciones se le escapó una que no debía ser tocada. Se percató de ello cuando los ojos de sus compañeros se abrieron de par en par, con asombro. De repente, dejaron de bailar. Su encargado susurró algo al oído de uno de ellos y éste se fue para regresar con uno de los responsables culturales del pueblo. Un muchacho de diecinueve años llamado Xian Zhao, que ya había mandado a dos maestros a campos de reeducación.

-Me dicen que has tocado una música muy extraña-dijo Xian Zhao, severo, con su sempiterno cuaderno de notas en la mano-ya fuiste amonestado en el pasado por tus actividades contrarrevolucionarias. Explícate.

Cheng Wu se echó a temblar. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Era, ciertamente, una melodía inofensivamente bella, una de las más conocidas de la música occidental. Pero ahora se le antojaba tan peligrosa como el cañón de un rifle en su nuca. ¿Qué le harían ahora? Decidió mentir.

-Era una canción…Una canción popular del Norte. De Jilin.

-¿Lo veis?-dijo alguien-¡Es del Norte!¡Es una canción extranjera!¡A la cárcel con él!

-Silencio-dijo Xian Zhao, que pese a su fama de implacable, también era riguroso-cántanos esa canción, si es que es verdad lo que estás diciendo.

Por una extraña casualidad, tenía una letra para ella. Y es que en el Conservatorio solían jugar a poner letras a melodías casi imposibles de cantar o siquiera tararear. Y él tenía especial destreza para ello. Carraspeó y acompañándose del erhu, convirtió a la marcha turca en una sencilla historia de un muchacho y una muchacha que se aman pero por oposición de sus padres, acaban poniendo fin a sus vidas en un río, cogidos de la mano.

-¡Los padres de esos muchachos son contrarrevolucionarios!-insistió alguien en la sala.

Cheng Wu estaba empapado por completo en sudor cuando acabó de tocar. ¿Habría sonado aquella música lo suficientemente china? Ya se veía nuevamente con el capirote a la cabeza, apaleado por las calles, cuando Xian Zhao se adelantó y le dio la mano.

-Bellísima canción-le dijo-escribe la letra. Creo que quedará perfecta en el Festival de Primavera.

Y así, sorprendentemente, en el Festival de Primavera siguiente, el pueblo entero, unas quinientas personas, aplaudió y cantó aquella peculiar versión. Se encargó a Cheng Wu dirigir el enorme coro, que sonó maravillosamente bien. Y a pesar del miedo pasado, peligrosas ideas germinaban con la fuerza de las judías en su interior. ¿Qué tal quedaría con letra la Quinta sinfonía de Beethoven, o el Claro de Luna de Debussy? Las haría pasar también por canciones del norte, pero claro, tendría que buscarles hermosos poemas. Se jugaría la vida una vez más, pero en ese momento no le importaba, tal era su felicidad al haber convertido por una vez la música de un decadente occidental muerto casi dos siglos antes, llamado Wolfgang Amadeus Mozart, en la más pura expresión tradicional de la República Popular China.

El relato de Martin – La recomendación de Carafa

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 29/01/2015

Una deliciosa mañana de la primavera romana, el joven Georges Bizet se desayunaba al aire libre en un mesón situado en la zona del Trastevere. Hacía pocos días que había iniciado su estancia allí como flamante ganador del Premio de Roma y entre sus propósitos iniciales estaba el de visitar a algunas personalidades musicales de la ciudad. Por ejemplo, ese mismo mediodía estaba citado en casa del compositor Saverio Mercadante, reputado operista, del que esperaba obtener algún tipo de apoyo, o cuando menos la introducción en los selectos círculos del teatro musical romano. Para ello contaba con una carta de recomendación firmada por Michele Carafa, un dicharachero napolitano que daba clases de composición en el Conservatorio de París.

“Esta carta-le había dicho Carafa-le abrirá a usted todas las puertas de Roma. Ya lo verá”.

La verdad es que la carta de marras no le había salido gratis porque Carafa, a pesar de su simpatía, era un tipo un tanto maniático. Conservaba en su despacho como oro en paño un armario de nogal, del siglo XVII, que según él había pertenecido a no sé qué Papa, y que estaba decorado con escenas mitológicas un tanto subidas de tono. Carafa adoraba aquel armario más que a cualquier cosa en el mundo. Tanto era así, que todo alumno que quisiera obtener una nota alta en su clase tenía que verse tarde o temprano con un paño y un cubo aplicando cera al dichoso mueble. “Si no sabemos siquiera hacer que la madera reluzca-apostillaba él pasando un dedo por las puertas de su preciado objeto-entonces jamás podremos escribir una música que suene bella y brillante”.

La verdad es que nadie veía el símil por ningún lado, pero como Carafa era también uno de los miembros del jurado que otorgaba el Premio de Roma, incluso los que no eran alumnos suyos se veían obligados a pasarse al menos un par de veces por su despacho, a pulir las puertas del armatoste aquel. Ése había sido el caso de Bizet, que para ganarse la carta de recomendación se pasó un mes entero de rodillas, gamuza en mano.

-¡Ahí, ahí!-le insistía Carafa-todavía se ve polvo en aquella esquina. Esto es como escribir una fuga…¿Qué digo? ¡Como un coral de Bach!

Para amenizar el tiempo de espera hasta su visita a Mercadante, Bizet se puso a leer un tomo que había traído consigo con las tragedias de Shakespeare. Estaba leyendo “Hamlet” y llegó al momento en el que el príncipe de Dinamarca iba a ser enviado por el rey Claudio a Inglaterra, acompañado por Guilderstern y Rosencrantz, con una carta sellada en la que se pedía al rey de Inglaterra que lo matase.

La lectura de este pasaje le hizo pensar en la carta que llevaba consigo. ¿Qué habría escrito Carafa? Empezó a picarle la curiosidad. ¿Sería una simple relación de sus virtudes como alumno o añadiría algún detalle más humano, referente a su don de gentes y cordialidad?¿Y si abría la carta? Naturalmente, no podría entregarla así a Mercadante…Tras muchas dudas volvió a “Hamlet”, donde leyó cómo éste cambiaba entonces la carta por otra en la que se pedía las cabezas de sus dos acompañantes y que a él se le recibiese con honores. Cerró el libro y con la ayuda de un cuchillo despegó el lacre. Luego, diccionario en mano, descifró el contenido de la misma:

“Querido Mercadante. El joven que te entregará esta carta ha obtenido todos los premios del Conservatorio, además del de Roma. Pero a pesar de ello, pienso que nunca hará carrera en el mundo de la ópera, porque posee la misma inspiración que un cántaro y, además, es burro de solemnidad. Deshazte de él sin ninguna contemplación”.

La reacción a esto hubiera debido de ser sin duda airada. Pero Bizet, acaso animado por el dulce vino de la taberna, se echó a reír. ¡Bendito Carafa! ¿Por qué sería que no le extrañaba? Apuró su desayuno y preguntó al tabernero dónde podría encontrar un escribano.

Ese mediodía, puntual como un reloj, Georges Bizet se presentaba ante Saverio Mercadante, que le recibió con expresión un tanto escéptica. Sin embargo, una vez leída la carta que le entregó se mostró mucho más cordial.

-¡Vaya con Carafa!-dijo.

-¿Por qué?

-Siempre me anda diciendo que todos los alumnos del Conservatorio de París son unos cafres, el mayor atajo de borricos que haya visto. Pero no tiene ese concepto de usted. De hecho, después de una larga lista de elogios me pide incluso que le agasaje con una opípara comida. Y por supuesto que lo haré con gusto, ya que ha logrado la aprobación de ese viejo cabezadura. No pensé que viviría para ver esto.

-¿O sea que eso dice de los alumnos del Conservatorio nuestro común amigo?-Bizet estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo-acepto gustoso vuestra invitación maestro…Pero antes decidme, ¿sabéis donde cae por aquí una oficina de Correos?

Dos semanas después Michele Carafa recibió sorprendido la noticia de que todos sus alumnos de composición habían pedido el traslado a la clase de Gounod. No podía entenderlo. Si él era amable y simpático con todos. ¿Qué podría haber pasado? Llamó a algunos de sus discípulos más solícitos y trató de sonsacarles, pero éstos se limitaron a decirle que Gounod aportaba una visión de la música teatral que ellos encontraban más afín a su sensibilidad. Incluso les tentó con el ofrecimiento de una de sus famosas cartas de recomendación, pero esto despertó como mucho alguna risotada.

Pero eso no fue lo peor, ya que una tarde, al regresar de su aula vacía, a la que ya de repente ni las moscas parecían querer entrar, se encontró su preciado bien, su amado armario, cubierto por una grotesca pintada que representaba la cabeza de un asno. Dibujo que alguien había tenido a bien plasmar con pintura roja, la más explícita tonalidad de la vergüenza y el escarnio.

El relato de Martín – Un solo de contrabajo

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 28/01/2015

No hizo falta ni un minuto para darse cuenta de aquel hombre jamás había tocado un contrabajo. Las estridencias brotaron como una descarga eléctrica apenas hubo posado las crines del arco sobre las cuerdas. Adam Kopycinski lo cogió por los hombros.

-¡Tú no eres contrabajista!¿Qué demonios eres?

El tipo, polaco como él, le confesó que había tocado el violín en la orquesta de la parroquia de su pueblo. Les había engañado. Ellos necesitaban desesperadamente a un contrabajista tras la repentina baja del húngaro que ocupaba este puesto y el hombre se ofreció sin dudarlo. Con su cuerpo ya escuchimizado por naturaleza parecía un mosquito junto a una ballena al lado del instrumento. Pero todo fuera. Le aceptaron por la convicción que mostró. No había tiempo más que para un pequeño ensayo y ahora descubrían con espanto que estaban vendidos.

-No ha de ser tan difícil-insistía el tipo-es el mismo concepto. Si me dejáis un rato yo…

-Queda media hora para el concierto-repuso Kopycinski-tendré que hablar con ellos y decirles que no vales.

-¡No, no hagáis eso!-repuso el hombre echándose a temblar -estaré perdido si se enteran…

¿Y a ellos qué? Sólo deseaban cumplir con su trabajo y aquel idiota lo iba a estropear, vaya que sí. Los demás estaban de acuerdo con Kopycinski. Pero cuando éste ya iba a dar parte de la nueva baja reparó en la columna de humo blanco que partía en dos el horizonte. Quedaban un par de horas para que atardeciera. Lo meditó y luego se volvió a sus músicos.

-Está bien. Lo cubriremos. Tú-le dijo al contrabajista- ponte en un rincón y trata de tocar un par de acordes en ostinato, algo que apenas se escuche, que no desentone con nada de lo que interpretemos. Y no mires al frente. Se te notará. ¿Has entendido?

El hombre asintió, nervioso.

-Ahora bien-añadió el director-después de este concierto, te largas de aquí y te buscas la vida.

Apenas un rato después se encontraron al aire libre frente a un público lleno de caras conocidas. Estaban Robert Mulka, el director administrativo Möckel y hasta el responsable de la oficina principal del lugar, Romeikat. Y entre ellos el inefable doctor de la sonrisa partida. Tan risueño como siempre. Empezaron a tocar. Al principio no fue mal. De cuando en cuando se dejaba sentir un gruñido sordo proveniente del contrabajo, que el falso intérprete trataba de amagar. Los demás entonces hacían cantar aún más alto a sus instrumentos. Tocaron swing, Beethoven y Brahms. Un oído no educado apenas se hubiese dado cuenta de que el contrabajista no estaba haciendo realmente nada. Pero he aquí que el susodicho doctor era un conocido melómano. En un momento determinado susurró algo al oído de Mulka, que hizo parar a la orquesta y dijo:

-Nuestro ilustre médico quiere escuchar ahora el tema de La trucha de Schubert y sus variaciones.

¡La trucha!¡Pero si era un tema a cargo del contrabajo! La farsa estaba al descubierto. El pretendido intérprete, al ver que todos los ojos se posaban en él, cerró los suyos y trató de que se obrase un milagro. Comenzó a tocar con intensidad la melodía, que al parecer conocía bien, pero lo único que obtuvo fue un sonido tan espantoso como el de una matanza de cerdos en el marco de una fiesta popular. Los músicos comenzaron a mover sus labios en silencio. Rezaban.

-¿Quién ha pedido que suene Stravinski?-bromeó alguien del público. El pobre hombre arrojó el contrabajo al suelo y se puso en pie. Y de repente, hizo algo que nadie esperaba. Comenzó a cantar la canción de La trucha, aquella en la que se basaba precisamente el quinteto del mismo nombre. Los concurrentes se miraron entre sí, primero perplejos, pero luego alguien empezó a seguir el ritmo aplaudiendo y la interpretación acabó con una inesperada ovación. Hasta Mulka parecía complacido y susurró algo a Romeikat, que se levantó a estrechar su mano al contrabajista.

-La interpretación más sentida que hemos escuchado nunca-le dijo.

-Gracias-musitó el hombre-gracias herr…

No acabó, porque Romeikat sacó su luger y le descerrajó un tiro la frente. El hombre cayó de rodillas y luego su cuerpo se flexionó hacia adelante, como una marioneta a la que cortaran las cuerdas. Salpicones de su sangre perlaron las mejillas y las partituras de los dos violinistas que le flanqueaban. El selecto público estalló en carcajadas.

-¡A eso le llamo yo afinar la orquesta!-dijo uno de ellos.

Los músicos se quedaron paralizados. Las risas se interrumpieron cuando el Hauptsturmführer Mulka hizo oír su voz:

-¿Por qué paráis?¿Es que se ha acabado ya el concierto?

Estaban tan aterrados que sus miembros no respondían. Ya se veían también desparramados por el suelo, unidos sus cuerpos por un común charco de sangre, cuando Kopycinski, haciendo gala de una extraordinaria frialdad, arrancó a tocar algo al piano en solitario. Era el Estudio Revolucionario de Chopin. La pieza había sido prohibida en la Polonia ocupada por ser considerada subversiva, y los otros músicos pensaron que el maestro había acabado su tumba. Pero la fogosidad de su interpretación impresionó hasta al propio comandante, que aplaudió suavemente.

-Vosotros los polacos no sabéis tocar más que a ese Chopin-dijo-es bonito, pero poco viril.

-En realidad-puntualizó el doctor Mengele-Chopin era alemán.

-¿Y eso?-exclamó Mulka.

-Su padre en realidad se llamaba Schopenhauer, pero los polacos, incapaces de pronunciarlo bien, acortaron su apellido. Y la madre no era la que se dice, sino una campesina de origen alemán.

Se levantaron y se fueron. Había fiesta en la casita del comandante Bauer. La orquesta se quedó todavía un rato inmóvil, en torno al cadáver de su compañero. Estaban acostumbrados a ver ese tipo de escenas, pero era la primera vez que les sucedía en plena actuación. Ya ni eso era un escudo. Al verlos así, Kopycinski recuperó su papel de director y les ordenó levantarse y regresar a los barracones.

-Vamos, muchachos-les dijo-mañana será otro día.

Y en efecto sería otro día. El septuagésimo que quedase para la liberación del campo de exterminio de Auschwitz.

El relato de Martin – Un mantón de la China-na-ná

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 27/01/2015

La historia de la disputa circuló muy pronto por todos los mentideros madrileños. Los empresarios del Apolo se habían peleado con Ruperto Chapí. ¿La razón? Que éste demandaba que se repusieran algunas de sus obras más exitosas como contrapartida a la pieza de género chico en que trabajaba por aquel entonces, un sainete de Ricardo de la Vega. La respuesta de los empresarios fue despedirle sin importarles que ya hubiese escrito parte de los números y difundieron en la prensa que la ruptura del contrato se debía a que el maestro no había sabido producir una música a la altura del libreto.

-Ni que fuera “Tristán e Isolda”-repuso airado el alicantino-pues ¡quiá!, que se lo meriende otro.

Pero la búsqueda de ese otro resultó compleja. Los otros compositores del género, como Federico Chueca, se negaron a aceptar en solidaridad con Chapí. Airados, los del Apolo se confabularon con los otros teatros y retiraron todas las obras de Chapí del cartel. Un escarmiento que esperaban que resultara un aviso a navegantes para futuros díscolos. Don Ruperto declaró entonces que era inadmisible que el trabajo de los creadores musicales estuviera supeditado a la voluntad de los despiadados propietarios de los teatros.

Así pues, los del Apolo tuvieron que revolver cielo y tierra hasta encontrar a alguien dispuesto a aceptar poner música al sainete. Y tuvieron que conformarse con el salmantino Tomás Bretón. Bretón era lo que entonces se conocía como un músico culto, que ambicionaba crear una ópera nacional española a la altura de Wagner y Verdi. Había escrito sinfonías, cuartetos de cuerda y otras obras de mucha enjundia. Ahora bien, sus escasas zarzuelas habían pasado con más pena que gloria por los escenarios. Él mismo ironizaba sobre su fama de “músico espeso” y el día en que se estrenó “Lohengrin” en Madrid, con el consiguiente estupor de un público acostumbrado a partituras más livianas, exclamó: ¡ahora van a decir por ahí que esta obra la he escrito en realidad yo!

Barbieri lo resumía todavía mejor:

-Bretón es un pesado.

Cuando de la Vega fue a visitarle, se encontraba ya muy enfermo, y su reacción fue la siguiente: “¿Bretón trabajando en tu libreto?¿Música sabia en tu sainete? ¡Pero si Tomás no tié ropa, hombre! Vaya bodrio que va a salir de ahí”.

El propio Bretón, que había interrumpido su ópera La Dolores para escribirlo, también dudaba de su capacidad. Para empezar, porque no entendía ni la mitad de lo que decía el libreto. Fueron tantas veces las que llamó a De la Vega para que le aclarase las dudas, que éste atajó de la siguiente manera:

-Maestro, sal de tu despacho de cartujo y vete a un café, si es de mala nota mejor, y llévate todos los arreos, que la música saldrá sola.

-Oye-le preguntó-¿y si meto leitmotivs tú crees que quedará bien…?

-Tú hazme caso, lo demás son pamplinas-repuso el escritor. Y Bretón se fue de cafés y, en efecto, fue como tirar de un sedal. La música estuvo lista en diecinueve días. La rapidez le sorprendió hasta a él mismo y supuso que había escrito un engendro. Pero el tiempo apremiaba y los del Apolo se pusieron con los ensayos. Para su sorpresa, Chueca asistió a uno de ellos. Bretón siempre había ironizado privadamente sobre las profundas carencias del autor de La Gran Vía, quien no sabía casi ni solfeo. Como era bien sabido, se sentaba al piano y tocaba las melodías que brotaban de su fértil imaginación, dejando que otros, como Joaquín Valverde, las pasaran a papel pautado. Bretón se pasó medio ensayo titubeando y al final se acercó a él, para preguntarle qué le parecía.

-Es bonito-repuso Chueca-pero…¿me permites un consejo?

-Claro…

-El coro ese, “Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de la China te voy a regalar” es muy seco. Tiene que ser más correoso, que la gente lo mastique y no pueda parar de cantarlo. Úntalo con sebo.

-¿Cómo?

-Mira-le dijo- que digan en lugar de eso, “un mantón de la China-na-na te voy a regalar”, eso da aire a la frase y quedará mucho mejor.

-Pero eso no tiene ningún sentido-repuso Bretón.

-Ya, ¿pero qué cosa lo tiene en el mundo de la lírica?-inquirió Chueca.

Y el coro se cambió de esa manera. Después vino el estreno y es de sobra conocido lo que pasó. Bretón, desacostumbrado a las apoteosis, salió a hombros, como los toreros. El pueblo de Madrid le dio durante el trayecto a su casa todos los vivas imaginables, hasta que el que lo llevaba a cuestas exclamó:

-Que viva sí, pero que viva más cerca…

El propio Ricardo de la Vega fue a casa de Barbieri a decírselo, pocas horas después del estreno:

-Maestro, que La verbena de la Paloma es un éxito.

-Madre mía-repuso Barbieri-¡Bretón triunfando con el género chico! Ahora sí que lo he visto todo. Me parece que ya puedo morirme-y en efecto, eso hizo, al día siguiente.

Respecto a Chapí, se tomó el desquite de los empresarios de dos maneras: musicalizando otro sainete madrileño con gran éxito, La revoltosa, y creando la Sociedad General de Autores.

Ciertamente, para su perplejidad y su pesar, Bretón había creado su opus magnum y no lograría jamás un éxito semejante con sus otras creaciones, más ambiciosas y más trabajadas. Hasta el propio Saint-Saëns le escribió efusivamente para calificarla de obra genial. Al final, tuvo que resignarse y querer a una creación que él consideraba menor pero que le aseguraba la inmortalidad. Ahora bien, había una cosa que molestaba especialmente al músico, y era el hecho de que sus muchos admiradores se acercaran de tanto en tanto para decirle:

-¡Qué maravillosa es su “Verbena”, maestro! Y qué divertida…Sin duda alguna, el mejor momento es cuando cantan eso de “Un mantón de la china-na-na te voy a regalar”.