El relato de Martin – Un mantón de la China-na-ná

breton

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 27/01/2015

La historia de la disputa circuló muy pronto por todos los mentideros madrileños. Los empresarios del Apolo se habían peleado con Ruperto Chapí. ¿La razón? Que éste demandaba que se repusieran algunas de sus obras más exitosas como contrapartida a la pieza de género chico en que trabajaba por aquel entonces, un sainete de Ricardo de la Vega. La respuesta de los empresarios fue despedirle sin importarles que ya hubiese escrito parte de los números y difundieron en la prensa que la ruptura del contrato se debía a que el maestro no había sabido producir una música a la altura del libreto.

-Ni que fuera “Tristán e Isolda”-repuso airado el alicantino-pues ¡quiá!, que se lo meriende otro.

Pero la búsqueda de ese otro resultó compleja. Los otros compositores del género, como Federico Chueca, se negaron a aceptar en solidaridad con Chapí. Airados, los del Apolo se confabularon con los otros teatros y retiraron todas las obras de Chapí del cartel. Un escarmiento que esperaban que resultara un aviso a navegantes para futuros díscolos. Don Ruperto declaró entonces que era inadmisible que el trabajo de los creadores musicales estuviera supeditado a la voluntad de los despiadados propietarios de los teatros.

Así pues, los del Apolo tuvieron que revolver cielo y tierra hasta encontrar a alguien dispuesto a aceptar poner música al sainete. Y tuvieron que conformarse con el salmantino Tomás Bretón. Bretón era lo que entonces se conocía como un músico culto, que ambicionaba crear una ópera nacional española a la altura de Wagner y Verdi. Había escrito sinfonías, cuartetos de cuerda y otras obras de mucha enjundia. Ahora bien, sus escasas zarzuelas habían pasado con más pena que gloria por los escenarios. Él mismo ironizaba sobre su fama de “músico espeso” y el día en que se estrenó “Lohengrin” en Madrid, con el consiguiente estupor de un público acostumbrado a partituras más livianas, exclamó: ¡ahora van a decir por ahí que esta obra la he escrito en realidad yo!

Barbieri lo resumía todavía mejor:

-Bretón es un pesado.

Cuando de la Vega fue a visitarle, se encontraba ya muy enfermo, y su reacción fue la siguiente: “¿Bretón trabajando en tu libreto?¿Música sabia en tu sainete? ¡Pero si Tomás no tié ropa, hombre! Vaya bodrio que va a salir de ahí”.

El propio Bretón, que había interrumpido su ópera La Dolores para escribirlo, también dudaba de su capacidad. Para empezar, porque no entendía ni la mitad de lo que decía el libreto. Fueron tantas veces las que llamó a De la Vega para que le aclarase las dudas, que éste atajó de la siguiente manera:

-Maestro, sal de tu despacho de cartujo y vete a un café, si es de mala nota mejor, y llévate todos los arreos, que la música saldrá sola.

-Oye-le preguntó-¿y si meto leitmotivs tú crees que quedará bien…?

-Tú hazme caso, lo demás son pamplinas-repuso el escritor. Y Bretón se fue de cafés y, en efecto, fue como tirar de un sedal. La música estuvo lista en diecinueve días. La rapidez le sorprendió hasta a él mismo y supuso que había escrito un engendro. Pero el tiempo apremiaba y los del Apolo se pusieron con los ensayos. Para su sorpresa, Chueca asistió a uno de ellos. Bretón siempre había ironizado privadamente sobre las profundas carencias del autor de La Gran Vía, quien no sabía casi ni solfeo. Como era bien sabido, se sentaba al piano y tocaba las melodías que brotaban de su fértil imaginación, dejando que otros, como Joaquín Valverde, las pasaran a papel pautado. Bretón se pasó medio ensayo titubeando y al final se acercó a él, para preguntarle qué le parecía.

-Es bonito-repuso Chueca-pero…¿me permites un consejo?

-Claro…

-El coro ese, “Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de la China te voy a regalar” es muy seco. Tiene que ser más correoso, que la gente lo mastique y no pueda parar de cantarlo. Úntalo con sebo.

-¿Cómo?

-Mira-le dijo- que digan en lugar de eso, “un mantón de la China-na-na te voy a regalar”, eso da aire a la frase y quedará mucho mejor.

-Pero eso no tiene ningún sentido-repuso Bretón.

-Ya, ¿pero qué cosa lo tiene en el mundo de la lírica?-inquirió Chueca.

Y el coro se cambió de esa manera. Después vino el estreno y es de sobra conocido lo que pasó. Bretón, desacostumbrado a las apoteosis, salió a hombros, como los toreros. El pueblo de Madrid le dio durante el trayecto a su casa todos los vivas imaginables, hasta que el que lo llevaba a cuestas exclamó:

-Que viva sí, pero que viva más cerca…

El propio Ricardo de la Vega fue a casa de Barbieri a decírselo, pocas horas después del estreno:

-Maestro, que La verbena de la Paloma es un éxito.

-Madre mía-repuso Barbieri-¡Bretón triunfando con el género chico! Ahora sí que lo he visto todo. Me parece que ya puedo morirme-y en efecto, eso hizo, al día siguiente.

Respecto a Chapí, se tomó el desquite de los empresarios de dos maneras: musicalizando otro sainete madrileño con gran éxito, La revoltosa, y creando la Sociedad General de Autores.

Ciertamente, para su perplejidad y su pesar, Bretón había creado su opus magnum y no lograría jamás un éxito semejante con sus otras creaciones, más ambiciosas y más trabajadas. Hasta el propio Saint-Saëns le escribió efusivamente para calificarla de obra genial. Al final, tuvo que resignarse y querer a una creación que él consideraba menor pero que le aseguraba la inmortalidad. Ahora bien, había una cosa que molestaba especialmente al músico, y era el hecho de que sus muchos admiradores se acercaran de tanto en tanto para decirle:

-¡Qué maravillosa es su “Verbena”, maestro! Y qué divertida…Sin duda alguna, el mejor momento es cuando cantan eso de “Un mantón de la china-na-na te voy a regalar”.

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