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El relato de Martín – Cosa de familia

Granados

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella – Transcripción: Vicente Rojas

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 13/02/2015

Contempló el ancho de la piscina, aguas de un falso azul zócalo, mansamente varadas en su parálisis química. Aguas sin sabor a salitre, sin reflejos escamados de vientre de pez, ni cicatrices de ahogados en su superficie. Pero al fin y al cabo capaces de deparar una muerte arrullada. Vio su silueta en las aguas, los brazos en jarras, los muslos tensos como cuerdas de violín, buscando con la mirada el reflejo de su propia sangre, pero no la veía.

-¿A qué espera?-le dijeron-adopte la posición o llegará el último.

Contrajo su cuerpo, los dedos de las manos cruzados como un filo caudal capaz de cortar en dos las aguas. Las abriría de cuajo y los sacaría de allí. Sonó un disparo. Se arrojó de cabeza y su cuerpo restalló en mil burbujas. Ya estaba dentro. Los buscó.

La detonación que escucharon en el barco hizo alarmarse de inmediato al pasaje. Habían disfrutado de una travesía tranquila desde Londres, donde hicieron escala imprevista, al haber perdido en Nueva York el barco que debía traerles de vuelta a España. Pero claro, ¿quién iba a decirle que no al presidente de los Estados Unidos? Wilson, el ahora adalid de la paz, le invitó a tocar para él música española. “Que hermoso es lo que usted hace-le había dicho- ¿por qué los hombres no emplean sus fuerzas y su talento para cosas así, en lugar de inventar mil nuevas maneras de matarse?”. Él se había encogido de hombros. No era algo a lo que pudiera tener respuesta. En el fondo se sentía algo culpable porque el mundo estuviera en guerra y él se encontrase en el mejor momento de su vida. “Es increíble-le había dicho a Amparo- ningún compositor español ha vivido lo que yo ahora”. Y pensaba que en el fondo no se lo merecía, que sus piezas para piano, sus cuadros cantados que constituían una pequeña ópera y un puñado de canciones, no valían para tanto. Las encontraba hermosas porque no eran sino su expresión de la música que pugnaba desde que tuviera uso de razón por aflorar de su interior. Pero ahora llegaban personalidades como Fritz Kreisler y Paderewski y le decían que era un nuevo Schumann o el Grieg español y él no acababa de creérselo.

-Son ustedes demasiado amables. Yo no merezco tanto-afirmaba. Hasta que Pau Casals le señaló el público que aplaudía extasiado a Goyescas y le preguntó si aquello era la respuesta lógica a la vulgaridad que él pensaba seriamente que había creado.

-Enric, paisano-le dijo en catalán, que era la lengua en la hablaban entre sí, lo que de alguna manera le hacía dudar de si realmente no se encontraría en la cama, en su casa de Barcelona, a punto de despertar, en lugar de en el Metropolitan Opera House- mira, lo han entendido. Son americanos, no saben una palabra de castellano, las jotas son tan raras para ellos como las montañas de la luna, y, en cambio, les han llegado al corazón. Disfruta de tu triunfo, pero no te ahogues, el éxito es una marejada bravía, y le puede engullir a uno al primer golpe de viento.

-Ja,ja-rió Enric-no te preocupes, que no sé nadar. No dejaré que me engulla.

Y salió a saludar. Los últimos días fueron muy especiales. Un artista hizo una mascarilla con su rostro. “Ahora me parezco un poco más a Beethoven” bromeó, y sus amigos músicos le entregaron una copa llena de monedas que sumaban cuatro mil dólares. “Cuanto pesa el éxito-exclamó esa noche, en la primera travesía del barco, al guardarlo en el cinturón que llevaba consigo durante los viajes para tal cometido. A Stravinski le había hecho gracia el detalle del cinturón cuando lo conoció en París. “Tenga usted cuidado-bromeó- como se corra la voz le van a partir por la mitad como a una alcancía para sacar lo que lleva dentro”.

-¿No éramos más felices cuando no teníamos que llevar tantas cosas encima?-le dijo a Amparo-Al fin y al cabo, la música la llevo conmigo en la cabeza y no me pesa nada.

-Mientras nos tengamos el uno al otro y a nuestros hijos, nada nos faltará- le dijo Amparo rodeándole con sus brazos.

Y ahora era Amparo la que le faltaba. Tras la detonación los pasajeros  creyeron que se trataba de una colisión con un iceberg, pero en el Canal de La Mancha no los había. Otros pensaron que era una mina alemana, pero él supo de inmediato que se trataba de un submarino. Aquellos engendros diabólicos, curiosamente inventados por un español, sembraban el terror en las costas británicas hundiendo todos los barcos que trataran de avituallar a la isla. Se habían producido algunos ataques a pesqueros y otras embarcaciones civiles. Pero nadie pensó que una nave de recreo, con pasajeros, como era el Sussex, fuese a correr una suerte así.

Granados buscó a su esposa desesperadamente por la cubierta inclinada, resbaló y se golpeó contra un bote a punto de caer por la borda. Un marinero lo cogió de los hombros y lo metió en él. Dejaron caer el bote, que rebotó contra las aguas, pero se mantuvo estable.

“Mi esposa, mi esposa” gemía. Los marineros le gritaban en inglés que se estuviera quieto. La vio entonces en medio de las olas, rodeada de maletas y cuerpos de otros pasajeros, agitando las manos.

“Enric, Enric”. Le recordó a aquella vez que se encontraron casualmente en la Barceloneta e iba acompañada de unas amigas. Como profesor suyo que era de piano le parecía poco apropiado tratarla fuera de las horas de clase y trató de hacer como que no la veía. Pero ella le llamó entre la multitud, agitando el brazo, con su boca contraída, como una gaviota carmesí, en una sonrisa cómplice. Y se acercó. Y aquella noche acabaron cogidos del brazo, él tarareándole al oído una serenata pícara de su invención. Y ahora Amparo se debatía, devorada por la espuma herida del mar. Era buena nadadora, y siempre se burlaba de él en ese sentido. “Mucho componer, pero no sabes ni chapotear como un perro. Estos genios…”. Se soltó de los brazos de los marineros y se arrojó a por ella. Milagrosamente, pudo bracear hasta asirla por la cintura.

“Amparo” le dijo. Acaso hubieran podido mantenerse a flote un poco más, pero el peso del éxito, los cuatro mil dólares que llevaba en el cinturón de viaje lo arrastraron. Ella aún tuvo tiempo de susurrarle mientras se hundían abrazados:

“T’estimo molt”.

No quedó rastro de ellos, ni tumba a la que llorar. Enrique hijo braceó dentro de la piscina. Tras lo sucedido había decidido aprender a nadar, quien sabe si no lo necesitaría en el futuro. Y puso tanta tenacidad en ello que llegó a ser campeón nacional. Y cada vez que se sumergía en el fondo de la piscina los buscaba desesperados, bailando un vals lento, al son del arrullo de las anémonas. Pero nunca los encontraba.

-¿Cómo nada tan rápido este chico?-se preguntaban sus entrenadores-¿de dónde saca la fuerza con tan poca cosa de cuerpo?

-Es cosa de familia-decía él al salir de piscina. Y las gotas de agua disimulaban maravillosamente las lágrimas que vertía en cada zambullida por sus padres, Amparo Gal y Enrique Granados.

El relato de Martín – ¿Aquí se cena o no se cena?

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 09/02/2015

La por entonces aún nueva Sala Pleyel se dispuso a acoger a quien ya se empezaba a conocer como el Paganini del piano. Consciente de las posibilidades del muchacho, Camille Pleyel quiso contar con él en una serie de recitales que fueran la sensación de París. Sin embargo, ya la primera noche el propio empresario fue consciente de su precipitación. Sólo había diez personas en la sala y uno era él mismo. El joven, sentando frente al lujoso piano calentaba sus dedos en el piano, a la espera de que el público acabase de entrar de una vez. Finalmente, uno de los acomodadores meneó la cabeza, constatando que no se habían vendido más entradas.

-¡Maldición!-rugió Pleyel-¿Pero cómo es posible? ¿Dónde está esa masa que suspira por los músicos rebeldes? ¡Esto es cosa del diablo!

-No anda usted muy desencaminado-le dijo el acomodador-más bien de “Fra Diabolo”.

-¿Cómo?

-Sí, la nueva ópera de Auber. “Fra Diabolo o la hostería de Terrasini”. La estrenan a esta misma hora en la Ópera Cómica. Todo París está allí- el acomodador atemperó su entusiasmo, para no provocar la irritación de Pleyel-quizás no era la fecha más adecuada para que este señor diera su recital.

Pleyel se rascó la frente, taciturno, luego se sacó el reloj del bolsillo y lo miró.

-¡Se estrenaba hoy!¡Valiente patán estoy hecho, que ni me di cuenta!-luego miró al escenario-Liszt…¿Te importa empezar? Estos señores han pagado por escucharte…En cuanto a mí-Pleyel se levantó- creo que si tomo un carruaje llegaré al segundo acto.

-¿Segundo acto?-inquirió sorprendido el pianista desde el escenario.

-Sí, a la cosa esa, como se llame…

-“Fra Diabolo o la hostería de Terrasini”, de Auber-puntualizó el acomodador.

-Pues eso-Pleyel se embutió en su abrigo- si todo París está allí, está claro que no puedo faltar. Suerte.

Y el empresario se marchó. Liszt suspiró. Luego se pasó la mano por su mata de cabellos, que le caía salvajemente sobre los hombros y empezó a tocar. Fueron dos horas de temperamento, rabia, pasión, desesperación, delirio y gloria. Cuando acabó, sus nueve espectadores aplaudían con la misma intensidad que lo hubiese hecho el auditorio completo de la Ópera Cómica. Liszt se inclinó y recibió estoicamente los aplausos. Luego les preguntó la hora que era. Meditó.

-Yo iba a irme a cenar, porque la verdad es que tengo un hambre de lobo. ¡Qué diablos! ¿Por qué no me acompañan?

Y se los llevó consigo al Café Procope. Y allá donde se reunieron en tiempos los enciclopedistas y después el Club de los Cordeliers, departió alegremente aquel revolucionario musical con sus contados entusiastas. La cuenta corrió de su bolsillo.

Al día siguiente la noticia de que el Paganini del piano había invitado a cenar a todo el público asistente a su recital se extendió como la pólvora, aunque Liszt, que se levantó tarde, no se enteró hasta el mediodía. Fue Pleyel quien le despertó, aporreando la puerta de su casa.

-¿Todavía entre las sábanas?¡Despierta, truhán, que traigo buenas noticias!

Él ya daba por cancelada la segunda actuación, ante el fracaso del estreno, pero el empresario le comunicó que todas las entradas se habían vendido esa misma mañana.

-Y todavía me siguen viniendo a docenas preguntando dónde pueden conseguir una. Confieso que anoche te daba por acabado, pero mira…¡Qué vueltas da la vida!

El músico sonrió. No hubiera esperado un giro así de los acontecimientos, aunque de alguna manera intuyese qué podía haberlos puesto a su favor de aquella manera.

Llegó a la sala esa tarde y tuvo que insistirles a los porteros que era el intérprete, pues no eran pocos los que, deseosos de verle, trataban de colarse. Liszt se tomó todo su tiempo para sentarse frente al piano, calentar, hacer crujir sus nudillos y buscar la inspiración entre la mata de mechones que coronaba sus sienes con la presteza de un general romano. Dejó que sus manos se hicieran de la misma sustancia que el marfil del teclado y la música brotó de su ser igual que un manantial al deshielo de la primavera. Los presentes estaban exultantes. Hubo hasta quien sangró de las manos de los aplausos. Y sin embargo, el joven intuía que el milagro se había obrado sólo en parte. Lo ovacionaron hasta arrancarle media docena de piezas fuera de programa. Pero a la sexta, porción en suma del número de la bestia, se levantó decidido y colocó la tapa sobre el teclado con manifiesta intención de retirarse de forma definitiva del escenario. Los aplausos se disiparon, dando paso a un silencio estupefacto. ¿De veras iba a irse? Alguien del público le gritó entonces lo que todos ardían en deseo de manifestar:

-¡Maestro!¿Y qué pasa con la cena?

Liszt se rascó la cabeza y sonrió.

-La cena…

-¡Sí!¿Es que no nos la hemos ganado nosotros también?

La respuesta ya la tenía estudiada a conciencia:

-Queridos señores. Habida cuenta de que ya saciaron ustedes sus ansias más terrenas ayer en “La hostería de Terrasini”, y que por tanto venían a este recital con esa necesidad ya cubierta, yo les he procurado lo que más ansiaban ahora, esto es, alimento espiritual. Dense por satisfechos con él, que no lo hallarán tan contundente como el ahora aquí degustado.

Estupor. Otra voz:

-Pero entonces, ¿aquí se cena o no se cena?

-Se cena-replicó el intérprete- cada uno en su casa, lo que haya dispuesto para él el Señor.

La respuesta fue un rugido indignado de la turba.

-¡Aporreador de pianos!¡Musicucho de pacotilla!-le gritaron al par que arrojaban los cojines de los asientos sobre el escenario.

Liszt, que ya había previsto esto, se escabulló hasta la puerta trasera del teatro, donde ya tenía esperándole un carruaje dispuesto a salir al galope. Por poco no escapó del linchamiento. Y una vez se hubo sentido lejos de sus perseguidores, dio ruidosamente rienda suelta a la risa que llevaba pugnando por estallarle en los pulmones desde el comienzo del recital. Afuera, en el pescante, el cochero empuñó con precaución su látigo, temiendo haber cometido el error de haber dejado subir a su coche a un loco peligroso.

El relato de Martín – Dvorak en Nueva York

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 10/02/2015

La señora Jeannette Thurber pidió al crítico artístico James Huneker un favor un tanto delicado. Que se hiciera cargo unos cuantos días de un ilustre compositor europeo que acababa de llegar a Nueva York para dirigir el Conservatorio Nacional.

-¿Está hablando de Dvorak?-exclamó con emoción Huneker. Miss Thurber le explicó que no hablaba una palabra de inglés y que como su familia no había venido aún de Europa, era lógico que se sintiera sólo y agradeciera algo de compañía. Y al recordar que Huneker chapurreaba algo de alemán y era un hombre de inquietudes artísticas supuso que tendría a bien quedar con él. Éste aceptó sin dudar, pues ardía en deseos de poder tener frente a sí al autor de obras como las Danzas eslavas o la maravillosa Sinfonía en Sol mayor. La mañana que quedó con el maestro se quedó impresionado por su rostro mitad de mapache, mitad de bull dog, que le escrutaba con aquellos ojillos rasgados con lo que parecía cierta fiereza. Sus facciones daban la impresión de estar talladas en madera, tal era su angulosa geometría. En verdad sí que era un tótem.

-Encantado de conocerle-dijo con una vocecilla inofensiva. La verdad es que su fuerte acento checo dificultaba un tanto la comprensión de su alemán. Dvorak, que se reveló como un ferviente católico, le pidió que le acompañase hasta una iglesia bohemia, en la que quería escuchar misa. Huneker así lo hizo y le aguardó fuera, un tanto descorazonado, pues deseaba hablar de música con su ídolo y éste no parecía ciertamente muy hablador.

A la salida Dvorak debía de haber aliviado un tanto su alma, ya que se mostraba más relajado. Pero para sorpresa de su cicerone, no estaba demasiado interesado en hablar de música. Le desveló que su verdadera afición eran las palomas. Probablemente construyera un palomar en la azotea del Conservatorio. ¿Sabía por ventura él si Miss Thurber le pondría algún inconveniente?

-No tengo la más mínima idea-repuso Huneker. Tras media hora de estéril paseo y un interminable monólogo de su acompañante sobre tórtolas, plumones y nidadas le propuso entrar a un pub. Acaso fuera una descortesía para con alguien importante, pero necesitaba un trago para despejarse. Pidió un cóctel de güisqui y preguntó a Dvorak si no le apetecía un té o algo así.

-No, no-le dijo-tomaré lo mismo que usted.

Les pusieron dos copas. Huneker iba a advertirle que era una bebida un tanto fuerte a la que es probable que él no estuviera acostumbrado, pero antes de que pudiera siquiera acabar de prevenirle el compositor ya había dado buena cuenta de la suya.

-Qué descortés soy-repuso Dvorak al ver su expresión-tendría que haber brindado con usted. Pídame otra, por favor.

Se la sirvieron. Brindaron. “Por la ciudad de Nueva York”, propuso el ilustre personaje. Y una vez hubieron acabado, hizo ademán de que salieran a la calle.

-No estaba mal ese coctel. Nosotros tomamos Becherovka, muy digestivo también. Entremos ahí.

Y le señaló el pub adyacente. En realidad se encontraban en el cinturón del centro exacto de Nueva York, donde se aglutinaban la mayor parte de establecimientos en los que se servía alcohol.

-¿Está usted seguro?-le preguntó su ya temeroso anfitrión.

-¿Cómo?¿De qué tengo que estarlo?¿Es que no es usted un hombre?-le dijo. Y una risita incitante surcó como un remolino la espesura castaña de su barba. Huneker entró. Era un hombre sí…Pero y a pesar de no haber querido entrar a la iglesia -pues no era católico- bastante temeroso de Dios. Dvorak pidió dos cócteles de güisqui. ¡Para cada uno!

-Ya hemos brindado por Nueva York-explicó-ahora toca hacerlo por mi país, por la gloriosa nación checa. Na zdravi!

Entrechocaron los vidrios. En la docena de pubs siguientes que visitaron Dvorak brindó por Nelahozeves, su localidad natal; por su benefactor y amigo Johannes Brahms; por la vieja Praga; por su mujer e hijos, por los patriotas checos, por Piotr Illich Tchaikovski y por la fraternidad eslava. E igualmente maldijo a los Habsburgo Lorena, al Imperio Austro-Húngaro y a su editor Simrock, que además de ser un cicatero, insistía en escribirle el nombre en alemán en las portadas de sus obras: Anton.

-¡Y yo me llamo Antonin, malditos sean todos los demonios del infierno!-exclamó golpeando con su copa el mostrador de uno de los pubs con tal saña que el contenido de la copa fue a parar al abrigo de Huneker, que, del susto, dejó caer la suya.

-Mil perdones-pidió Dvorak-espere, que le pediré otra.

A esas alturas, James Huneker ya no sentía las piernas y creía que era la ciencia infusa la que le sostenía en pie. Sus ojos apenas le permitían distinguir más que una amalgama opaca de formas, entre las que destacaba obscenamente ensortijada la barba de aquel eslavo del Averno. Porque el señor Dvorak apenas daba muestras de verse afectado por todo aquel trasiego de agua de fuego. Más al contrario, cuanto más bebía, más lúcido lo encontraba, menos tímido y más bravío. De hecho, ya no es que le entendiera mejor el alemán, sino que hasta se había arrancado a hablar inglés ¡con acento de Queens!

Salieron del último pub de la calle. Dvorak lo sujetó por el brazo.

-¿Se encuentra usted mal? Pues no se preocupe, que conozco un buen remedio.

-¿Cuál?

-Cuando bebemos mucha cerveza en Praga, luego nos tomamos el Slivovitch, que ayuda a asentarla. Quema como un manojo de ortigas en la garganta, pero luego uno se siente como si hubiese vuelto a nacer. Espere, que aquí en la calle Houston hay un restaurante que regenta un bohemio. Allí tendrán Slivovitch.

Una vez en el citado local, Huneker pidió ir al baño de forma urgente. Apenas se hubo soltado del brazo de Dvorak, buscó la puerta trasera y escapó como pudo. Aquel ser lo arrastraba a una perdición irremisible a menos que él pusiera remedio. Lo hizo. Paró un carruaje y le pidió que le llevara a su casa.

-¡Oiga!-le abroncó el chofer durante el trayecto-¡Eso lo va a limpiar usted, eh!

A partir de ese día, Huneker no volvió a probar una sola gota de alcohol. Unos meses después, asistió al Carnegie Hall en compañía de una amiga cuando se encontró de frente en el vestíbulo con aquella figura grotesca, de cejas puntiagudas y ojos oblicuos de serpiente. Era Dvorak, que dio muestras de reconocerle al instante. Huneker cogió el brazo de su amiga y la instó a que se marchasen inmediatamente de allí.

-¿Pero qué pasa?-inquirió-¿quién es ese?

-¡El demonio, querida!¡El mismísimo Satanás en persona!

El relato de Martín – El limpiabotas de la Plaza de Armas

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 06/02/2015

Parecía una tarde de tantas para él, con sus útiles de lustre al hombro, y un pequeño carrito en el que se anunciaba como reparador de paraguas rotos. Deambuló por la zona de costumbre, y en Plaza de Armas fue requerido por un par de turistas españoles. Cuando acabó de limpiarles los zapatos se sentó en el suelo y se puso a hacer cálculos. Si limpiaba otros doscientos pares podría ahorrar lo suficiente para reparar el viejo refrigerador soviético que tenían en casa. En esto, se encontró con un viejo amigo, que se sorprendió al verle.

-Hombre-le dijo-¿no habrás visto tú a Pío por casualidad?

¿Al Leyva? Hacía días que no. Probablemente anduviera haciendo sus asuntos.

-Pues necesitaba a Pío cuanto antes-dijo su amigo, que luego se quedó pensativo-oye Ibrahim. ¿Tú no eras cantante hace años?

Le sonrió. Cantante, estibador, pintor, reparador de paraguas, albañil, lo que hiciera falta para llevar unos pesos a casa. Pero en fin, ¿quién no era músico en Cuba?

-Verás, dos yanquis locos están grabando un disco en la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales. Y están llamando a todo el mundo.

-¿Cómo que a todo el mundo?-se extrañó Ibrahim.

-Sí…Es una historia de lo más curiosa. Iban a hacer un disco con unos africanos, pero por problema de papeles se han quedado tirados en París. Y por no irse de vacío, como tenían el estudio alquilado, se les ha ocurrido llamar a todos los viejos soneros de La Habana. Lo que quieren es algo así como rescatar lo que se hacía en el Club Social Buenavista. ¿Te acuerdas de él?

En efecto, guardaba lejanos recuerdos de aquel local, uno de tantos que fueron reconvertidos tras la revolución en restaurantes, bibliotecas y otras actividades de interés público. Su amigo le apremió:

-Vente conmigo, que les encantará que hagas algo.

-¿Pero qué dices? Tengo mucho trabajo que hacer…Y además, yo no fui una estrella. Es verdad que hace cuarenta años todo el mundo conocía mi voz, pero las discográficas nunca pusieron ni mi nombre ni mi fotografía en la portada. Yo no soy nadie. Te vas a presentar con el limpiabotas de la Plaza de Armas y harás el ridículo.

-Que no, que no-insistió el otro-están esperando con los instrumentos a que venga alguien y cante.

¿Pero qué locura era aquella? En eso recordó Ibrahim que esa mañana le había ofrendado a su santo particular una botella de ron del bueno que le regalase un turista borracho. ¿Era aquello el agradecimiento del santo? Titubeó y luego comenzó a plegar su pequeño carrito.

-Al menos deja que me duche, estoy empapado en sudor-pidió.

-Que no, que no…-y el amigo se lo llevó a rastras hasta el estudio.

Allí Ibrahim fue recibido por una dulce melodía al piano que sólo podía proceder de los dedos de marfil de su compadre Rubén González.

-¿También te llamaron a ti?

Y no sólo a él, porque aguardaban en la sala de grabación viejas caras conocidas, de veteranos como Barbarito Torres, el Guajiro Mirabal a la trompeta, Virgilio Torres o Papi Oviedo, al tres. A algunos de ellos los daba por muertos tiempo atrás. Le presentaron al yanqui loco que estaba a cargo de todo. Era un guitarrista bastante bueno llamado Ry Cooder.

-Hola-le dijo. Era lo único que sabía decir en español. Trataron de utilizar un intérprete, pero Ibrahim, un tanto aturdido por escuchar a dos tipos hablando a la vez pidió silencio.

-Díganle al americano éste que él toque lo suyo y yo cantaré lo mío, y ya nos encontraremos por el camino.

Se lo tradujeron. Cooder abrió los ojos como platos, pero asintió. Le preguntaron a Ibrahim qué quería tocar.

-¿Recuerdan aquella que empieza “Puso un baile una jutía para una gran diversión, de timbalero un ratón…”?

-¡Claro! Esa es la de “Candela, me quemo”. ¿Cómo no la vamos a recordar? Toquémosla ya.

Y la canción salió a la primera. El yanqui parecía contento. Ibrahim se alegraba de no haberse duchado porque total ya estaba más empapado en sudor que aquella noche de juma en que se cayera a las aguas del malecón. En esto, apareció un viejo amigo por allí, Francisco Repilado, el Compay Segundo.

-¿También tú?-se sorprendió Ibrahim-¿Es que me han metido en el patio del geriátrico?-los congregados allí debían sumar al menos mil años entre todos.

-Son nuestras flores, Ibrahim-le dijo mordisqueando un oloroso partagás-nos llegan tarde, pero nos las van a dar.

Ibrahim se echó a reír. Pero Compay tenía razón. Las flores llegaron con el dulce aroma de lo tardío. El disco vendió un millón de copias en Estados Unidos, ganó un Grammy, el documental realizado después fue nominado al Óscar. Y ellos cantaron en el Carnegie Hall, luego por distintas capitales de Europa y hasta actuaron en Japón. Incluso él mismo, Ibrahim Ferrer, ganaría un segundo Grammy con un disco en solitario. ¡Y todo por haberle ofrendado buen ron al santo!

Pero cuando Ibrahim salió del estudio aquel día ninguno de los presentes podía imaginar nada semejante. Al fin y al cabo, no eran más que un grupo de viejos olvidados tocando canciones de los años cincuenta.

-Aunque esto no vaya a llegar a ninguna parte, sólo por hacerme vivir aquellos buenos tiempos, muchas gracias Mister Cooder- y le dio un abrazo-Que Dios se lo pague.

Y sin embargo, pocos días después sería el propio Cooder el que tendría que pagar. Concretamente, los 25.000 dólares que se le impusieron de regreso a su país como multa por haber violado el embargo contra Cuba.

El relato de Martín – Los consejos del maestro

mascagni

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 03/02/2015

Como todos los compositores, el maestro Pietro Mascagni necesitaba una tranquilidad absoluta para componer. Por eso, con objeto de llevar a cabo la escritura de su ópera Guglielmo Ratcliff alquiló un pequeño estudio en una calle poco concurrida de Roma, al que hizo llevar su piano. Allí pasaba de ocho de la mañana a siete de la tarde, saliendo únicamente para estirar las piernas y oxigenar su mente, además de para echarse algo caliente al cuerpo. Comprobó con agrado que la idea había sido buena, porque en Milán era constantemente importunado por sus admiradores y le costaba no poco componer.

Además, era preciso volver a aportar un gran éxito a la escena, ya que, según decían las malas lenguas, Puccini, que ya había saboreado el éxito con Manon Lescaut, empezaba a pisarle los talones en cuestión de popularidad. Mascagni debía aprovechar la ocasión para reasentarse como el heredero de Verdi, ya que desde la apoteosis de su Cavalleria rusticana no había logrado, ciertamente, ningún éxito similar. Pero estaba seguro de que con Guglielmo Ratcliff su genio se vería nuevamente reconocido.

Sin embargo, en mitad del tercer acto, la fatalidad se hizo sustancia a través de la figura de un músico callejero, de esos que poblaban las esquinas de Roma al menos desde los tiempos del imperio. En algún momento determinado debió de verle cuando salía de su estudio a estirar las piernas y le reconoció. Y así, el hombre se instaló en la tranquila calle, justo bajo su ventana, y empezó a tocar al violín el intermezzo de Cavalleria rusticana. Una y otra vez, así, todos los días.

Al principio decidió ignorarlo. No le interesaba darse a conocer todavía más, porque entonces se vería molestado, como siempre, y Ratcliff se atrincheraría en su mollera. Y él lo necesitaba allí, sobre el papel. Así que probó a ignorar al músico. Pero la voz de su violín desafinado era más poderosa que la del tenor Fernando de Lucia, y penetraba por los cristales del estudio, para flotar en el aire y martillear sus sienes, haciendo que la materia musical naciente se cortara, igual que la leche al sol. Maldito músico callejero. Era irónico que la música de Cavalleria que con tanta facilidad escribiera en el pasado le impidiese ahora llevar a cabo la creación de una obra nueva. Una vez más, se veía perseguido por su propio éxito. Probó con tapones en los oídos, pero entonces no escuchaba su propio piano, ni cómo sonaban las melodías que trataba de configurar a través de él.

Una mañana decidió depositar una generosa suma en el sombrero del hombre, esperando que éste se fuera. Pero todo lo contrario, a partir de ese día, en lugar de tres o cuatro horas, se pasaba el día entero allí, a lo que se ve, aguardando una gratificación similar. Y así, una y otra vez, martilleando el intermezzo. Una mañana no pudo más y se encaró con él.

-Usted es una pesadilla-le dijo.

-¿Yo?-el hombre hablaba una mezcla cantarina de italiano y dialecto romano-¿se refiere a mí, maestro Mascagni?

-Sí. A usted me refiero.

-¿Y qué debería hacer?-inquirió el músico.

-Para empezar, podría irse de esta calle.

-Italia es un país libre, señor-repuso el hombre encogiéndose de hombros-y cada músico romano tiene su calle. A mí me ha tocado ésta. No tendría adonde ir. Es más, si me voy…Podrían venir otros. Incluso peores que yo.

Mascagni suspiró. Captaba la indirecta. Echarle sería contraproducente, estaba claro. Y necesitaba acabar la ópera. Decidió entonces atenuar en la medida de lo posible el nocivo efecto. Le cogió el violín.

-Pues al menos, haga que esta cosa suene afinada. Me está destrozando los nervios, ¿entiende?-como presupuso que ni siquiera sabría afinarlo, lo hizo él mismo. Luego, le devolvió el deteriorado instrumento. No sonaba bien, pero al menos había logrado que no resultase tan irritante.

Mascagni iba ya a irse, pero antes recordó una cosa.

-Ah, y algo muy importante. No toque más Cavalleria rusticana. ¿Lo entiende?

-¿Y por qué no?-preguntó extrañado el músico.

-Porque no. Y si le resulta difícil de comprender, le traeré a mi editor y él le exigirá los derechos de todas las veces que ha tocado el intermezzo. ¿Está claro?

-Clarísimo…Pero…¿Qué toco entonces, maestro?

Mascagni repasó mentalmente todas las melodías populares que conocía y buscó una que fuera poco molesta, o cuando menos no resultara susceptible de una interpretación estruendosa. Le sugirió la canción de La albóndiga en la valla.

-¿La conoce usted?

El hombre afirmó que sí. Mascagni dijo que perfecto, le estrechó la mano y luego regresó a su estudio cruzando los dedos. Todavía se asomó una vez más a la ventana para decirle:

-¡Y recuerde, nada de Cavalleria!

-¡Gracias por los consejos, maestro!-se inclinó el músico.

Mascagni respiró aliviado. La melodía de La albóndiga en la valla, mucho más inocua, sonaba ahora en el violín afinado. Mal tocada, pero inofensiva. Esa tarde pudo trabajar a gusto.

Sin embargo, a la mañana siguiente se vio sorprendido por un repentino tumulto. La calle estaba atestada de gente y el infernal rumor le impedía trabajar en absoluto. Acabó bajando para ver qué pasaba. ¿Habría sucedido algún crimen? Sin embargo, se temió lo peor al escuchar entre la multitud la cancioncilla de la albóndiga. Se abrió paso entre los viandantes y pudo descubrir con espanto aquello que llamaba tan poderosamente la atención de éstos.

Y es que el buen músico, ahora con el sombrero lleno de monedas, y aplaudido como nunca en su vida, había colocado un cartel a sus pies en donde se leía lo siguiente: “Discípulo del maestro Pietro Mascagni”.

El relato de Martín – Un encuentro no buscado

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 Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 05/02/2015

 No fue un encuentro buscado. Al menos no por el escritor. Por medio de un amigo se había enterado de que el viejo músico estaba interesado en sus poemas. ¡A esas alturas! “Me importa un bledo” repuso. No había querido nada de él cuando su obra estaba prohibida en Alemania, y ahora, al igual que quienes le dieron la espalda en los años ingratos, se interesaba por el reciente Premio Nobel de Literatura. Incluso le escribió una carta que ni se molestó en abrir.

Lo que no se esperaba era que un anciano vestido con un abrigo excesivamente grueso para el clima templado que hacía ese día se le acercase en su café favorito y se presentase ante él como Richard Strauss. ¿Era aquello casual? Lo dudaba, porque Montagnola no era un lugar al que nadie fuese de paso. Por eso lo había escogido precisamente para su exilio, para que nadie se hiciera el encontradizo con él.

-¿Le importa si me siento?-dijo Strauss con cierta timidez sosteniendo su gorra contra el pecho. No aparentaba ciertamente los ochenta y pocos que debía tener, aunque se movía como si trasportarse un inmenso invisible sobre los hombros. ¿Sería la conciencia? Ironizó para sí el escritor.

-Claro. Siéntese-le dijo-éste sí que es un país libre. O por lo menos, ha pretendido serlo siempre.

Strauss acusó el golpe, pero no dijo nada. Hizo señales al camarero para que le trajese un té. El escritor reflexionó:

-Probablemente usted haya olvidado lo que es circular por un país así. O mejor dicho, nunca lo habrá hecho. En los lugares donde hay libertad, la gente no va por la calle con la expresión contraída de quien está siempre al acecho de un enemigo. Aquí cada uno se busca a sí mismo y, lo que es mejor, casi nunca se encuentra. La vida se hace más llevadera así. Aunque claro está, luego dicen que los suizos son aburridos.

Strauss no le escuchaba. Sólo le miraba de arriba abajo, como tratando de asimilar el encuentro con quien había escrito los poemas que venían obsesionándole últimamente. Observó su mano derecha, la que había servido para plasmar materialmente aquellos versos aplastantemente sencillos en los que no dejaba de reconocerse. Acaso él sí se había encontrado al fin a sí mismo en Primavera, Septiembre y Al irse a dormir.

-La guerra ha sido terrible para todos-dijo súbitamente el músico- arrasaron Dresde y las Óperas de Berlín y Viena, templos del saber universal, y después el lugar más sagrado de la tierra, la casa de Goethe. He visto las Nuremberg y Weimar, de Dusseldorff y Munich. Hasta mi casa natal la he visto sucumbida como un castillo de naipes. ¿A qué nos ha conducido toda esa destrucción? Algo muy grande, pero a la vez muy pequeño, pugnaba por salir de mí ante tanta locura. Y, yo, que he sido siempre el compositor de lo trágico, sentía que en este tramo último de mi vida necesitaba crear alegría, pero ignoraba cómo. Y en esto me encontré un día en casa de un amigo, revolviendo entre su biblioteca, porque todos mis libros los he perdido en la guerra. Y súbitamente apareció aquella antología poética de usted. Y ahí hallé el cauce necesario para que ésta alegría surja pura y fresca como un manantial de agua de nieve. El resurgir de la vida por encima de todas las circunstancias humanas, la vuelta al principio del ciclo-Y ahí comenzó a recitar…-“Te muestras ahora ante mí en todo tu esplendor, plena de luz como un milagro. Me reconoces y abrazas con ternura, palpita en todo mi cuerpo tu bendita presencia”… “Manos, abandonad vuestros quehaceres, frente, olvida todo, ahora mis sentidos no quieren abandonarse sino al sueño”… “Doradas caen, una tras una,  las hojas de la acacia. El verano sonríe dichoso en el moribundo sueño del jardín”.

La voz le temblaba por la emoción. Bebió té y luego preguntó al escritor qué le parecía todo aquello. Herman Hesse fue, como siempre, muy sincero:

– Esa cultura a la que usted llora ha sido destruida por su propio afán de exterminar al resto de la humanidad. Que aún quede una piedra sobre otra en Alemania es algo que clama al cielo porque una cultura que no sólo ha permitido todo eso, sino que encima ha pretendido erigirse sobre los despojos de esos pueblos ante los que no pudo imponerse mediante más razón que la del hierro y el fuego, no merece más que ser erradicada de la faz de la tierra. Y si hay algo peor que la ideología nazi es la estulticia de quienes les permitieron pasar de ser cuatro majaderías escritas en un libro a poblar las calles. Y usted, señor Strauss, ha sido, con su silenciosa aquiescencia, uno de los que más ha contribuido a otorgar legitimidad social a tan siniestra ideología. Le desprecio, señor Strauss, a usted y a su decadente música.

Era evidente que la conversación acababa allí. El viejo compositor trató de sonreír, pero los músculos de la cara no le respondían. Algo aturdido se levantó y se puso la gorra. Instintivamente estiró la mano para estrechar la de Hesse, pero éste la ignoró. Se encaminó pues hacia la puerta, pero entonces el escritor le dijo:

-Señor Strauss, puede hacer lo que quiera con mis poemas. Si toda Alemania ha sido arrasada, que usted destroce unos cuantos versos míos apenas lo notará nadie.

Y el compositor salió de allí. Hesse se quedó pensativo largo rato en su mesa. Maldito viejo, todavía componiendo a esas alturas. Él, en cambio, era trece años menor que él y había quedado yermo por completo tras escribir El juego de los abalorios. Qué paradoja, que siendo ahora un premio Nobel no pudiera escribir apenas una sola línea más. Secretamente, envidiaba a Strauss, y se preguntaba qué tendrían aquellos ingenios poemas de su juventud que tanto llamasen su atención. Decidió repasarlos aquella misma noche, por si acaso le inspiraban también algo nuevo a él.

Richard Strauss fue a su hotel. Telefoneó a su esposa, Pauline, a la que le contó el resultado de la entrevista.

-Que se vaya al diablo ese idiota-dijo ella.

En realidad, no necesitaba el permiso de Hesse, porque, de hecho, las canciones ya estaban escritas desde hacía meses. Y cada vez que se metía en la cama por la noche no podía evitar pensar que acaso fuera la última, y por eso, dejaba que sus huesos se abandonaran dulcemente al frescor de las sábanas, buscando de esta manera que la última sensación de su cuerpo fuese placentera, acaso como el momento de nacer. Y es por ello que fiel a esta costumbre, se metió esa noche en la cama del hotel tarareando en su propia música los versos de alguien de quien ahora sabía que le despreciaba:

“Y el alma despreocupada quiere flotar con alas libres para vivir mil veces, hondamente, en el círculo mágico de la noche”.

El relato de Martín – El último café

johanesbrahms

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 23/01/2015

A lo largo de su vida había aprendido que el hombre resistía mejor sin amor que sin café. Lo aprendió el día en que fue expulsado de casa de Franz Liszt por dormirse mientras éste le tocaba al piano su propia música, que le llevase para obtener su protección. A partir de ese momento se convirtió en un consumidor compulsivo de café, hasta el extremo de que su médico le advirtió en varias ocasiones de los nocivos efectos que esto podría acarrearle.

Pero él replicaba a estas advertencias con una anécdota histórica: “Gustavo III, el rey en el que se inspira ‘Un ballo in maschera’ de Verdi, tenía la teoría de que el café era veneno y para demostrarlo ordenó que dos criminales fueran alimentados sólo a base de café, en lugar de enviarlos al cadalso. Él esperaba que murieran en pocos días, pero paradójicamente no pudo ver el resultado del experimento porque antes lo asesinaron a él, mientras que los dos criminales llegaron a octogenarios. Yo también espero llegar a esa edad. Y de hecho, creo que también preferiría que me pegasen un tiro a tener que ver “Un ballo in maschera’ ”.

El vino le gustaba también. Incluso había tenido el curioso honor de que le pusieran su nombre a uno. Fue un rico melómano al que tuvo ocasión de conocer y que le mostró su bodega, toda llena de barricas con vinos bautizados con los nombres de compositores famosos. Le invitaron a probar el suyo y tras paladearlo detenidamente preguntó: “Está bien sí…¿Pero no tendríais mejor un Beethoven por casualidad?”.

El vino, a diferencia del café, no le dejaba trabajar bien pues provocaba que le temblara el pulso. Con el café, en cambio, sentía el chasquido de los engranajes de su mente poniéndose en funcionamiento y las ideas felices no tardaban en surgir, aunque en ocasiones le costase tiempo plasmarlas. Su primera sinfonía le había llevado 22 años de trabajo y al menos 40.000 tazas de café. Pero el esfuerzo mereció la pena, aunque fuese uno de los músicos más tardíos en estrenarse en el terreno sinfónico. Lo compararon a Beethoven, lo que por un lado le causó un gran embarazo, pero por otro lo halagó enormemente.

Curiosamente, tras haberse desprendido de todo aquel lastre emocional, su segunda sinfonía brotó con la facilidad del agua que surge del caño. Apenas le llevó un verano concluirla y para hacerlo se inspiró en la apacible serenidad de los alpes austríacos. A esta inspiración contribuyeron sus largos paseos por el campo, el canto de los pájaros, lecturas poéticas y sobre todo el café. Una tarde se hallaba imbuido por una feliz idea musical, la que daría cuerpo alallegreto grazioso del tercer movimiento, cuando decidió darse una vuelta por Porstchach, el pueblecito donde se había alojado. Se dio la circunstancia de que el cuerpo le pidió un poco de asueto cuando terminó de ascender por una empinada cuesta, al final de la cual había un pequeño café. Las mesitas de la terraza estaban vacías, lo que le resultó grato. Se sentó y pidió a la encargada del local un café.

Ésta se lo trajo a los pocos minutos. La taza despedía una nubecilla cálida que le acarició la frente. Pero ésta se arrugaría apenas se hubo llevado la porcelana a los labios. Llamó a la dueña.

-Perdone-le dijo-esto es achicoria.

Ella lo negó. Era el mejor café que podía encontrarse en la zona. Él no lo dudó, porque estaban ciertamente aislados. Pero no quería tomarse el contenido de aquella taza. La achicoria le causaba ardor de estómago y, para colmo, la llama de su inspiración acabaría por desvanecerse si no la alimentaba concienzudamente con una adecuada dosis de excitantes. Pidió otra taza y por lo bajo tarareó, para no olvidarse del tema de la sinfonía. Dada la complejidad de sus obras no podía, como los compositores del clasicismo, escribir sin un piano delante. Sólo recopilar frágiles ideas que era preciso pasar de inmediato al papel. Pero el café tenía la virtud de preservarlas durante bastante rato en su cabeza. La mujer volvió. Él sopló detenidamente en la taza, demorando la ingesta de la infusión, a fin de convertirla en más placentera si cabe, por la espera.

Pero cuando probó el contenido de la segunda taza se dio cuenta de que era achicoria. Una vez más. Pérfida mujer. ¿Es que no se daba cuenta de que estaba poniendo en peligro el movimiento más bello de su sinfonía? Caviló. Tardaría al menos una hora en regresar a la cabaña que había alquilado para todo el verano. Las ideas se le desvanecerían al primer soplido de la brisa. Era menester pensar algo. Y de repente, el genio que habitualmente utilizaba para desarrollar la forma sonata, le arrojó la respuesta. Volvió a llamar a la dueña.

-He cambiado de idea-le dijo-creo que tomaré achicoria. ¿Tiene usted?

-Por supuesto, señor. La que quiera.

-¡Pues quiero toda!

-¿Toda?

-Sí…Tengo problemas de estómago y he oído que es muy digestiva. Tráigala, por favor.

Pasado un rato, la mujer apareció toda sonriente, con una bandeja cargada con seis tazas de achicoria. El músico las observó receloso.

-¿Seguro que no tiene más en la bodega?

-Seguro, señor. No podremos servir achicoria aquí hasta dentro de una semana, que es cuando viene el proveedor.

Estupendo. Johannes Brahms hizo crujir sus nudillos. Sentía nuevamente su allegreto bullirle feliz en esa región de la mente situada entre los habitáculos ocupados por la alegría y la astucia.

-Pues ahora, si es tan amable. Tráigame una taza de café, por favor.

El relato de Martín – Gucki y las canciones de papá

Mahler

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 02/02/2015

Gucki contempló con desesperación los agujeros en la alfombra provocados por las tijeritas doradas que todavía se abrían y cerraban como las patas de un saltamontes, en su mano derecha. ¿Había hecho de veras ella aquello? Miró en derredor suyo buscando a María, que era quien le inspiraba siempre nuevos juegos e ideas, que no siempre le divertían. Pero en esta ocasión no la halló. Sólo se encontró el rostro furibundo de Miss Marwood, contemplándola con las pestañas tan rígidas como alfileres por encima de sus anteojos.

-¡Miss Anna!¿Cómo se ha atrevido a hacer esto?-siempre la trataba de Miss, como si fuese una persona mayor. Eso era algo que no acababa de entender, porque en la mesa la ponían en el rincón de los niños, y no le dejaban pronunciar palabra. Aunque lo cierto es que últimamente mamá y papá tampoco hablaban entre sí a la hora de comer. A veces ella le preguntaba qué tal le había ido el ensayo y él removía la sopa, como si tratara en vano de coger su reflejo en ella con la cuchara, y replicaba que bien, aunque su voz no sonase bien para nada. De hecho, papá llevaba tiempo sin sonreír. Había adelgazado y hablaba con si la voz le pesase y apenas pudiera contener más de dos o tres palabras en la boca. Si una de estas palabras era “María”, entonces ya no hablaban más por ese día.

“¿Qué nueva travesura has hecho-le preguntaba Gucki a María ese mismo día cuando estaba junto a sí en la cama-que están tan tristes los dos?”.

Y María se encogía de hombros. “No lo sé” le respondía. “Sólo sé que esto no es divertido”.

Y Gucki le preguntaba de qué manera podría hacer que sonriera. Por lo menos que hubiese alguien feliz en casa. Y María le sugería algunas formas, como colocar garbanzos en los zapatos de Miss Marwood cuando dormía, introducir puñados de sal en los paraguas cerrados para que ésta lloviese sobre quien los abría y la última gracia: “Coge las tijeritas doradas que eran mías-le propuso-y haz unos relieves con ellas en la alfombra. Ya verás qué contento se pone papá”.

Gucki deseaba ver feliz a papá. Últimamente mamá había vuelto a sacar a colación el tema de aquellas canciones, como ella les llamaba, “negras”. “¿Por qué tuviste que escribirlas?”-le decía-“es tu culpa. Todo ha pasado por eso. Te advertí que era llamar a la desgracia”.

Y papá se levantaba de la mesa a todo correr y aunque salía a paso ligero del comedor para que no le vieran, a Gucki no se le pasaba por alto el brillo de su mirada a través de los cristales de las gafas. Quería que él se riera, o sea que obedeció a María e hizo los dibujos en la alfombra. Y ahora Miss Marwood la sostenía furiosa por la oreja hasta ponerla de puntillas.

-Y ahora cuando venga su padre-farfulló-le dirá lo que ha hecho y la castigará, ya verá cómo. Y a lo mejor así le saca la mala sangre que lleva usted acumulando en el cuerpo desde hace tiempo, my Darling.

Se echó a llorar en el rincón donde la puso cara a la pared. No había querido disgustarle. “Es tu culpa”, quiso decirle a María. Pero ésta no aparecía por ningún lado. Como en las anteriores travesuras, había acabado por escabullirse. Papá llegó antes que mamá. No se hubo ni quitado el abrigo cuando Miss Marwood le dijo lo mala que había sido. Papá fue donde ella y se puso en cuclillas para que estuvieran rostro con rostro.

-¿Por qué hiciste algo así?

Gucki sollozó: “Es que María, María…”.

-La excusa de siempre-dijo la institutriz-lo que merece esta niña es una buena tunda.

Papá la ignoró. Cada vez que escuchaba aquel nombre sus labios temblaban ligeramente. Pero esta vez se contuvo y le preguntó qué pasaba con ella.

-Fue María quien me dijo que lo hiciera.

Quiso saber por qué. Gucki se encogió de hombros.

-Supongo que se aburre…Es lo que me suele decir. Se siente sola, pero dice que le divierte que hagamos cosas juntas.

-¿Y está aquí ahora?-preguntó papá. Gucki negó con la cabeza. Aunque entonces la vio. Pero como siempre en el retrato de ella que habían colgado sobre la chimenea. En él parecía tan seria que daba la impresión de no ser ella. En realidad, a Gucki no le gustaban las fotografías, porque daba la impresión de que quienes aparecían en ellas estaban muertos. Por eso pataleaba y se movía cuando trataban de hacerle una. Porque no quería irse al cielo, como María, ya que por lo que ésta le contaba debía de ser un lugar muy aburrido.

-Te diré lo que haremos-propuso papá. Compraremos otra alfombra igual que ésta y no diremos nada a mamá. Después de todo, no queremos que se enfade con María, ¿verdad?

-Pero Herr Mahler-fue a protestar la institutriz-es una consentida. Siempre pone la excusa de su hermana y a cuenta de eso hace todas las barbaridades que quiere.

-Ni una palabra más-dijo él severo. Hablaba una vez más el director de orquesta. Miss Marwood tuvo que bajar la cabeza.

Esa tarde vino mamá, que había estado de compras. Canturreaba algo animada. Gucki se puso contenta. Seguro que ese día no le sacaba a papá el tema de las canciones aquellas de los niños muertos por las que le echaba la culpa de todo. Mamá se puso pálida al ver la alfombra que papá había logrado comprar de segunda mano, casi idéntica a la anterior.

-Gustav-le dijo-¿Has visto qué vieja está esta alfombra? ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Tendremos que tirarla y comprar una nueva.

Gucki fue a decir algo al respecto pero miró entonces a la chimenea y creyó ver la cara de María risueña entre las llamas. Le guiñó un ojo. En efecto, se había salido con la suya una vez más.

El relato de Martín – El relato de un loco

berlioz

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 30/01/2015

El policía, ante tanta agitación determinó arrinconarle bayoneta en mano contra una pared del puesto de guardia. El extraño personaje jadeaba sin parar, exudando un torrente de sudor que destilaba gota a gota la punta de su enorme nariz. Pidió permiso para quitarse el pañuelo de la cabeza. El policía encontró en su poder dos pistolas y un frasco con un líquido ambarino que, a todas luces, parecía ser algo más que un potente narcótico. El tipo, pues no era sino un hombre ridículamente travestido de vieja, trastabillaba al hablar de tal manera que su relato sonaba al oído más increíble si cabe de lo que ya era de por sí:

-“Tenéis que entenderlo-decía el hombre. No tendría todavía treinta años-yo la amaba…y la amo aún. Sólo le pedía un tiempo. Un año, a lo sumo dos, para labrarme un nombre y una fortuna. Camille es su nombre, tan apropiado para un ángel como para un demonio.

Su familia ha estado siempre en mi contra. Comenzando por ese esperpento de su madre, Madame Moke. Pero Camille, que se enamoró de mí por mi talento…Y también por mi apostura…no penséis que voy por ahí siempre con este aspecto de mamarracho…La conocí en el Instituto Ortopédico, por mediación de mi amigo Ferdinand Hiller, quien ya antes había estado perdidamente enamorado de ella. ¿Pero sabéis que al ver mi pasión decidió renunciar a la suya? “No he visto, me decía, ni aún en Ariosto hablando de Angélica, un amor tan demencial como el que ha despertado en ti esta coqueta? Te cedo el relevo de todo el sufrimiento y las noches en vela que me ha hecho pasar”. ¡Y yo lo acepté! No me importaba, porque Hiller, aunque buen pianista, no es sino un compositor mediano, y yo era capaz de brindarle a ella un universo como el que Miguel Ángel hizo brotar del dedo divino en la Capilla Sixtina. ¿Sabéis que hasta un crítico alemán escribió de mí lo siguiente: “Dentro de ese francés hay metido todo un Beethoven”? Pienso que fue eso y no mi victoria en el Premio de Roma lo que motivó que la maldita vieja cediera y me permitiese prometerme con Camille. Ya para entonces la había convertido en la fuente inagotable de la que manaban mis mejores creaciones. La imaginé bajo la piel de Ariel y Ofelia e incluso le hice creer que era ella el objeto inspirador de mi sinfonía…Pero la verdad es que la escribí pensando en otra. Pero daba igual, una flecha saca a otra. Y la saeta de Camille me había penetrado de forma que sólo la muerte podría desprenderme de ella.

Y después de ganar el Premio me vine a Italia e intercambiamos tiernas cartas, pensando en que a mi regreso nos casaríamos. Pero en esto, con la llegada del invierno las cartas comenzaron a escasear tanto como los rayos del sol. Y me escribe Hiller advirtiéndome de que algo se trama contra mí en la distancia. Y luego llega la fatal carta, traición. De la madre de Camille diciéndome que, sintiéndolo mucho, mi prosperidad no parece sino la quimera de un fumador de opio, y que por el bien de la niña y de su nombre han decidido casarla con Pleyel, ¡el fabricante de pianos!

Y yo que recibo esto en Villa Medicis, donde nos alojan a los ganadores del Premio de Roma, entro en cólera y observo que el piano en el que compongo no es sino un Pleyel. Cojo lo primero que tengo a mano, un candelabro, y destrozo el maldito piano, con lo que me expulsan de la Villa y tengo que irme a dormir bajo un puente…Pero no me importa, porque cuento el dinero que tengo y, por un milagro, suma exactamente lo que me costará ir a una botica y comprar un frasco de veneno, y luego dos pistolas en una armería y finalmente un uniforme de criada y un billete en carruaje hasta París. Mi idea no es otra que penetrar en la casa de la infamia, así, disfrazado de criada, y sorprenderles a la hora del té, hablando de los preparativos de sus negros esponsales. Y me digo “si lo he hecho en una sinfonía, que es una creación sólo reservada a genios de la altura del mío, más fácil ha de ser llevarlo a cabo en la vida real, donde los asesinos son con frecuencia mequetrefes y zoquetes consumados”. Pienso “entraré en el salón tras haber maniatado en la cocina a la auténtica criada. Les llevaré el té, pero al verles, Camille sentada con el gato en el regazo, cogidas sus manos de ébano de las frecuentemente abultadas de billetes de Pleyel, y a la asquerosa bruja a su lado, haciendo un bordado, tiraré la bandeja al suelo. Sacaré las dos pistolas a la vez y dispararé sobre la alcahueta y el usurpador…Y luego ingeriré el veneno ante los horrorizados ojos de mi amada…Y así, quedará justamente castigada, ante la visión de nuestros tres cuerpos”.

El plan era perfecto y con ánimo de llevarlo a cabo, salí de Roma en carruaje. Pero con la emoción de los preparativos olvidé el uniforme de criada. Dado que ya no tenía ni un céntimo más, aproveché la parada del coche en Pietra Santa donde tuve que robar estos andrajos de un tendedero. Me quedan ridículamente pequeños y llamo demasiado la atención, como habréis visto. Pero sigo camino hacia aquí y llegando a Niza, experimento en La Corniche la llamada del mar rugiendo contra los escollos vecinos. Y entonces siento resonar dentro de mí la llamada del arte por encima de la del amor. Y comprendo que el plan es ridículo y pienso en escribir urgentemente a Vernet, el director de la Academia de Roma, para pedirle que no me expulsen, prometiendo pagarle el destrozo del piano a mi regreso. Y en esto habéis parado el coche y me habéis sacado de aquí. Y bien, ésta es mi historia. Si alguna vez habéis sido hombre enamorado, comprenderéis lo que es pasar por esto y confío en que…bueno, me dejéis libre para regresar cuanto antes a Roma”.

No había ni concluido el relato el atormentado joven, cuando el capitán de la policía se les acercó.

-Y bien Pierre-preguntó al gendarme-¿qué has sacado en claro?

-Al verle así, vestido de espantajo, pensaba era un espía-dijo el soldado bajando la bayoneta-pero después de lo que me acaba de contar, no me queda ninguna duda de que es un loco. Habrá que llevarlo a un manicomio.

Una idea genial relampagueó en la mirada del compositor.

-¡Tenéis razón! y señaló al horizonte-¡Mirad al cielo, y decidme qué grande ha de ser mi locura, que estoy viendo un burro con alas!

A pesar de lo ridículo de la visión propuesta, el capitán y el policía se volvieron el tiempo suficiente como para que Hector Berlioz se escurriera hábilmente y se montase en un penco que, oh milagro, aguardaba sin atar a su jinete, en la puerta del puesto de guardia. Lo espoleó y salió al galope de allí, ignorando los gritos y las amenazas de pegarle un tiro.

-¡Libertad!-musitó acariciando la crin de su rijosa montura que acaso sí tuviera alas, pero en las patas, a juzgar por su veloz galope-¡Qué extrañas formas adoptas a veces!

 

El relato de Martín – La misteriosa canción del norte

chinacolor

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/02/2015

“Beethoven es una suerte de polución cultural”, “Mozart es veneno para el espíritu”, “abajo el reaccionario Schubert con su melancolía y su pesimismo, evasores del realismo socialista”.

“Que florezca una flor de distinto color en el campo a nadie hará daño” dijo el gran Jardinero Mao. Lo que no se esperaba era un prado multicolor brotando de golpe bajo sus pies. “Yo sabré cómo erradicar la maleza” dijo a los estudiantes “Y vosotros me ayudaréis en esta empresa”.

Por eso, en las universidades sacaron a los catedráticos de sus despachos y les pusieron a limpiar retretes y los enfermeros en prácticas arrancaron sus uniformes a los cirujanos y les hicieron recortar con los dientes la hierba de los jardines públicos. En los conservatorios la cosa no fue mucho mejor. Quemaron los pianos. Cortaron las cuerdas de los violines. Las arpas fueron arrojadas a los ríos. Sacaron a los músicos y los pasearon por las calles con capirotes en la cabeza. “Reaccionarios” les gritaba la gente. Y les arrojaban frutas podridas. A otros los metieron en los armarios donde se guardaban los instrumentos y los tuvieron muchos meses sin salir, sin poder siquiera estirar el cuerpo para dormir o estar de pie.

Cheng Wu Lai fue uno de estos músicos. Había estudiado en París con Nadia Boulanger y alguien llegó a describirlo en su momento como el Debussy chino. En el momento en que fueron a por él estaba ultimando una preciosa sinfonía basada en la canción popular “Sobre los montes del Este la cigüeña cantó”. Los guardias rojos cogieron las partituras todavía frescas de tinta en sus últimas páginas y las arrojaron por la ventana del conservatorio. Cientos de horas de dolor y emoción planearon con la mansedumbre de la grulla al atardecer para caer mansamente en el río amarillo. La corriente las arrastró como lágrimas silenciosas y se perdieron para siempre de la vista de Cheng Wu Lai. Con él se llevaron a otros de sus compañeros y los llevaros a empujones por la ciudad, haciéndoles cantar “Florece, patria de los recolectores de sorgo”. Las humillaciones no acabaron ese día. Los destinaron a las tareas más viles, sin dejar de recordarles una y otra vez que eran gusanos, que inoculaban la ponzoña de lo extranjero. Muchos no lo soportaron y se quitaron de en medio. También la esposa de Cheng Wu Lai, que no fue capaz de sobrevivir a tal deshonor.

A él acabaron enviándole a un pueblecito de la provincia de Sichuán, a trabajar de porquero. Y así, el característico y entrañable rumrúm de los instrumentos afinándose fue sustituido por el gruñido de los cerdos. Sus compañeros de trabajo, sabedores de su situación, apenas le dirigían la palabra.

Pasaron los años, y como todo había sido destruido, sólo le quedaba la música que su memoria era capaz de atesorar. Su mayor temor era olvidarla. Por eso, una y otra vez la tarareaba en silencio, moviendo los labios sin que su garganta emitiera sonido alguno.

Una noche, el encargado de las pocilgas celebraba su cumpleaños y les invitó a beber a su salud. El ambiente se animó como en los viejos tiempos y alguien le preguntó a Cheng Wu si sabía tocar el erhu. Éste, un tanto abstraído de su habitual melancolía, afirmó que sí. Lo pusieron en sus manos y tocó varias melodías populares, que fueron recibidas con aplausos. Pero en esto, se dejó llevar por la evanescente felicidad del alcohol y entre aquellas canciones se le escapó una que no debía ser tocada. Se percató de ello cuando los ojos de sus compañeros se abrieron de par en par, con asombro. De repente, dejaron de bailar. Su encargado susurró algo al oído de uno de ellos y éste se fue para regresar con uno de los responsables culturales del pueblo. Un muchacho de diecinueve años llamado Xian Zhao, que ya había mandado a dos maestros a campos de reeducación.

-Me dicen que has tocado una música muy extraña-dijo Xian Zhao, severo, con su sempiterno cuaderno de notas en la mano-ya fuiste amonestado en el pasado por tus actividades contrarrevolucionarias. Explícate.

Cheng Wu se echó a temblar. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Era, ciertamente, una melodía inofensivamente bella, una de las más conocidas de la música occidental. Pero ahora se le antojaba tan peligrosa como el cañón de un rifle en su nuca. ¿Qué le harían ahora? Decidió mentir.

-Era una canción…Una canción popular del Norte. De Jilin.

-¿Lo veis?-dijo alguien-¡Es del Norte!¡Es una canción extranjera!¡A la cárcel con él!

-Silencio-dijo Xian Zhao, que pese a su fama de implacable, también era riguroso-cántanos esa canción, si es que es verdad lo que estás diciendo.

Por una extraña casualidad, tenía una letra para ella. Y es que en el Conservatorio solían jugar a poner letras a melodías casi imposibles de cantar o siquiera tararear. Y él tenía especial destreza para ello. Carraspeó y acompañándose del erhu, convirtió a la marcha turca en una sencilla historia de un muchacho y una muchacha que se aman pero por oposición de sus padres, acaban poniendo fin a sus vidas en un río, cogidos de la mano.

-¡Los padres de esos muchachos son contrarrevolucionarios!-insistió alguien en la sala.

Cheng Wu estaba empapado por completo en sudor cuando acabó de tocar. ¿Habría sonado aquella música lo suficientemente china? Ya se veía nuevamente con el capirote a la cabeza, apaleado por las calles, cuando Xian Zhao se adelantó y le dio la mano.

-Bellísima canción-le dijo-escribe la letra. Creo que quedará perfecta en el Festival de Primavera.

Y así, sorprendentemente, en el Festival de Primavera siguiente, el pueblo entero, unas quinientas personas, aplaudió y cantó aquella peculiar versión. Se encargó a Cheng Wu dirigir el enorme coro, que sonó maravillosamente bien. Y a pesar del miedo pasado, peligrosas ideas germinaban con la fuerza de las judías en su interior. ¿Qué tal quedaría con letra la Quinta sinfonía de Beethoven, o el Claro de Luna de Debussy? Las haría pasar también por canciones del norte, pero claro, tendría que buscarles hermosos poemas. Se jugaría la vida una vez más, pero en ese momento no le importaba, tal era su felicidad al haber convertido por una vez la música de un decadente occidental muerto casi dos siglos antes, llamado Wolfgang Amadeus Mozart, en la más pura expresión tradicional de la República Popular China.