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El relato de Martin – La recomendación de Carafa

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 29/01/2015

Una deliciosa mañana de la primavera romana, el joven Georges Bizet se desayunaba al aire libre en un mesón situado en la zona del Trastevere. Hacía pocos días que había iniciado su estancia allí como flamante ganador del Premio de Roma y entre sus propósitos iniciales estaba el de visitar a algunas personalidades musicales de la ciudad. Por ejemplo, ese mismo mediodía estaba citado en casa del compositor Saverio Mercadante, reputado operista, del que esperaba obtener algún tipo de apoyo, o cuando menos la introducción en los selectos círculos del teatro musical romano. Para ello contaba con una carta de recomendación firmada por Michele Carafa, un dicharachero napolitano que daba clases de composición en el Conservatorio de París.

“Esta carta-le había dicho Carafa-le abrirá a usted todas las puertas de Roma. Ya lo verá”.

La verdad es que la carta de marras no le había salido gratis porque Carafa, a pesar de su simpatía, era un tipo un tanto maniático. Conservaba en su despacho como oro en paño un armario de nogal, del siglo XVII, que según él había pertenecido a no sé qué Papa, y que estaba decorado con escenas mitológicas un tanto subidas de tono. Carafa adoraba aquel armario más que a cualquier cosa en el mundo. Tanto era así, que todo alumno que quisiera obtener una nota alta en su clase tenía que verse tarde o temprano con un paño y un cubo aplicando cera al dichoso mueble. “Si no sabemos siquiera hacer que la madera reluzca-apostillaba él pasando un dedo por las puertas de su preciado objeto-entonces jamás podremos escribir una música que suene bella y brillante”.

La verdad es que nadie veía el símil por ningún lado, pero como Carafa era también uno de los miembros del jurado que otorgaba el Premio de Roma, incluso los que no eran alumnos suyos se veían obligados a pasarse al menos un par de veces por su despacho, a pulir las puertas del armatoste aquel. Ése había sido el caso de Bizet, que para ganarse la carta de recomendación se pasó un mes entero de rodillas, gamuza en mano.

-¡Ahí, ahí!-le insistía Carafa-todavía se ve polvo en aquella esquina. Esto es como escribir una fuga…¿Qué digo? ¡Como un coral de Bach!

Para amenizar el tiempo de espera hasta su visita a Mercadante, Bizet se puso a leer un tomo que había traído consigo con las tragedias de Shakespeare. Estaba leyendo “Hamlet” y llegó al momento en el que el príncipe de Dinamarca iba a ser enviado por el rey Claudio a Inglaterra, acompañado por Guilderstern y Rosencrantz, con una carta sellada en la que se pedía al rey de Inglaterra que lo matase.

La lectura de este pasaje le hizo pensar en la carta que llevaba consigo. ¿Qué habría escrito Carafa? Empezó a picarle la curiosidad. ¿Sería una simple relación de sus virtudes como alumno o añadiría algún detalle más humano, referente a su don de gentes y cordialidad?¿Y si abría la carta? Naturalmente, no podría entregarla así a Mercadante…Tras muchas dudas volvió a “Hamlet”, donde leyó cómo éste cambiaba entonces la carta por otra en la que se pedía las cabezas de sus dos acompañantes y que a él se le recibiese con honores. Cerró el libro y con la ayuda de un cuchillo despegó el lacre. Luego, diccionario en mano, descifró el contenido de la misma:

“Querido Mercadante. El joven que te entregará esta carta ha obtenido todos los premios del Conservatorio, además del de Roma. Pero a pesar de ello, pienso que nunca hará carrera en el mundo de la ópera, porque posee la misma inspiración que un cántaro y, además, es burro de solemnidad. Deshazte de él sin ninguna contemplación”.

La reacción a esto hubiera debido de ser sin duda airada. Pero Bizet, acaso animado por el dulce vino de la taberna, se echó a reír. ¡Bendito Carafa! ¿Por qué sería que no le extrañaba? Apuró su desayuno y preguntó al tabernero dónde podría encontrar un escribano.

Ese mediodía, puntual como un reloj, Georges Bizet se presentaba ante Saverio Mercadante, que le recibió con expresión un tanto escéptica. Sin embargo, una vez leída la carta que le entregó se mostró mucho más cordial.

-¡Vaya con Carafa!-dijo.

-¿Por qué?

-Siempre me anda diciendo que todos los alumnos del Conservatorio de París son unos cafres, el mayor atajo de borricos que haya visto. Pero no tiene ese concepto de usted. De hecho, después de una larga lista de elogios me pide incluso que le agasaje con una opípara comida. Y por supuesto que lo haré con gusto, ya que ha logrado la aprobación de ese viejo cabezadura. No pensé que viviría para ver esto.

-¿O sea que eso dice de los alumnos del Conservatorio nuestro común amigo?-Bizet estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo-acepto gustoso vuestra invitación maestro…Pero antes decidme, ¿sabéis donde cae por aquí una oficina de Correos?

Dos semanas después Michele Carafa recibió sorprendido la noticia de que todos sus alumnos de composición habían pedido el traslado a la clase de Gounod. No podía entenderlo. Si él era amable y simpático con todos. ¿Qué podría haber pasado? Llamó a algunos de sus discípulos más solícitos y trató de sonsacarles, pero éstos se limitaron a decirle que Gounod aportaba una visión de la música teatral que ellos encontraban más afín a su sensibilidad. Incluso les tentó con el ofrecimiento de una de sus famosas cartas de recomendación, pero esto despertó como mucho alguna risotada.

Pero eso no fue lo peor, ya que una tarde, al regresar de su aula vacía, a la que ya de repente ni las moscas parecían querer entrar, se encontró su preciado bien, su amado armario, cubierto por una grotesca pintada que representaba la cabeza de un asno. Dibujo que alguien había tenido a bien plasmar con pintura roja, la más explícita tonalidad de la vergüenza y el escarnio.

El relato de Martín – Un solo de contrabajo

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 28/01/2015

No hizo falta ni un minuto para darse cuenta de aquel hombre jamás había tocado un contrabajo. Las estridencias brotaron como una descarga eléctrica apenas hubo posado las crines del arco sobre las cuerdas. Adam Kopycinski lo cogió por los hombros.

-¡Tú no eres contrabajista!¿Qué demonios eres?

El tipo, polaco como él, le confesó que había tocado el violín en la orquesta de la parroquia de su pueblo. Les había engañado. Ellos necesitaban desesperadamente a un contrabajista tras la repentina baja del húngaro que ocupaba este puesto y el hombre se ofreció sin dudarlo. Con su cuerpo ya escuchimizado por naturaleza parecía un mosquito junto a una ballena al lado del instrumento. Pero todo fuera. Le aceptaron por la convicción que mostró. No había tiempo más que para un pequeño ensayo y ahora descubrían con espanto que estaban vendidos.

-No ha de ser tan difícil-insistía el tipo-es el mismo concepto. Si me dejáis un rato yo…

-Queda media hora para el concierto-repuso Kopycinski-tendré que hablar con ellos y decirles que no vales.

-¡No, no hagáis eso!-repuso el hombre echándose a temblar -estaré perdido si se enteran…

¿Y a ellos qué? Sólo deseaban cumplir con su trabajo y aquel idiota lo iba a estropear, vaya que sí. Los demás estaban de acuerdo con Kopycinski. Pero cuando éste ya iba a dar parte de la nueva baja reparó en la columna de humo blanco que partía en dos el horizonte. Quedaban un par de horas para que atardeciera. Lo meditó y luego se volvió a sus músicos.

-Está bien. Lo cubriremos. Tú-le dijo al contrabajista- ponte en un rincón y trata de tocar un par de acordes en ostinato, algo que apenas se escuche, que no desentone con nada de lo que interpretemos. Y no mires al frente. Se te notará. ¿Has entendido?

El hombre asintió, nervioso.

-Ahora bien-añadió el director-después de este concierto, te largas de aquí y te buscas la vida.

Apenas un rato después se encontraron al aire libre frente a un público lleno de caras conocidas. Estaban Robert Mulka, el director administrativo Möckel y hasta el responsable de la oficina principal del lugar, Romeikat. Y entre ellos el inefable doctor de la sonrisa partida. Tan risueño como siempre. Empezaron a tocar. Al principio no fue mal. De cuando en cuando se dejaba sentir un gruñido sordo proveniente del contrabajo, que el falso intérprete trataba de amagar. Los demás entonces hacían cantar aún más alto a sus instrumentos. Tocaron swing, Beethoven y Brahms. Un oído no educado apenas se hubiese dado cuenta de que el contrabajista no estaba haciendo realmente nada. Pero he aquí que el susodicho doctor era un conocido melómano. En un momento determinado susurró algo al oído de Mulka, que hizo parar a la orquesta y dijo:

-Nuestro ilustre médico quiere escuchar ahora el tema de La trucha de Schubert y sus variaciones.

¡La trucha!¡Pero si era un tema a cargo del contrabajo! La farsa estaba al descubierto. El pretendido intérprete, al ver que todos los ojos se posaban en él, cerró los suyos y trató de que se obrase un milagro. Comenzó a tocar con intensidad la melodía, que al parecer conocía bien, pero lo único que obtuvo fue un sonido tan espantoso como el de una matanza de cerdos en el marco de una fiesta popular. Los músicos comenzaron a mover sus labios en silencio. Rezaban.

-¿Quién ha pedido que suene Stravinski?-bromeó alguien del público. El pobre hombre arrojó el contrabajo al suelo y se puso en pie. Y de repente, hizo algo que nadie esperaba. Comenzó a cantar la canción de La trucha, aquella en la que se basaba precisamente el quinteto del mismo nombre. Los concurrentes se miraron entre sí, primero perplejos, pero luego alguien empezó a seguir el ritmo aplaudiendo y la interpretación acabó con una inesperada ovación. Hasta Mulka parecía complacido y susurró algo a Romeikat, que se levantó a estrechar su mano al contrabajista.

-La interpretación más sentida que hemos escuchado nunca-le dijo.

-Gracias-musitó el hombre-gracias herr…

No acabó, porque Romeikat sacó su luger y le descerrajó un tiro la frente. El hombre cayó de rodillas y luego su cuerpo se flexionó hacia adelante, como una marioneta a la que cortaran las cuerdas. Salpicones de su sangre perlaron las mejillas y las partituras de los dos violinistas que le flanqueaban. El selecto público estalló en carcajadas.

-¡A eso le llamo yo afinar la orquesta!-dijo uno de ellos.

Los músicos se quedaron paralizados. Las risas se interrumpieron cuando el Hauptsturmführer Mulka hizo oír su voz:

-¿Por qué paráis?¿Es que se ha acabado ya el concierto?

Estaban tan aterrados que sus miembros no respondían. Ya se veían también desparramados por el suelo, unidos sus cuerpos por un común charco de sangre, cuando Kopycinski, haciendo gala de una extraordinaria frialdad, arrancó a tocar algo al piano en solitario. Era el Estudio Revolucionario de Chopin. La pieza había sido prohibida en la Polonia ocupada por ser considerada subversiva, y los otros músicos pensaron que el maestro había acabado su tumba. Pero la fogosidad de su interpretación impresionó hasta al propio comandante, que aplaudió suavemente.

-Vosotros los polacos no sabéis tocar más que a ese Chopin-dijo-es bonito, pero poco viril.

-En realidad-puntualizó el doctor Mengele-Chopin era alemán.

-¿Y eso?-exclamó Mulka.

-Su padre en realidad se llamaba Schopenhauer, pero los polacos, incapaces de pronunciarlo bien, acortaron su apellido. Y la madre no era la que se dice, sino una campesina de origen alemán.

Se levantaron y se fueron. Había fiesta en la casita del comandante Bauer. La orquesta se quedó todavía un rato inmóvil, en torno al cadáver de su compañero. Estaban acostumbrados a ver ese tipo de escenas, pero era la primera vez que les sucedía en plena actuación. Ya ni eso era un escudo. Al verlos así, Kopycinski recuperó su papel de director y les ordenó levantarse y regresar a los barracones.

-Vamos, muchachos-les dijo-mañana será otro día.

Y en efecto sería otro día. El septuagésimo que quedase para la liberación del campo de exterminio de Auschwitz.

El relato de Martin – Un mantón de la China-na-ná

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Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 27/01/2015

La historia de la disputa circuló muy pronto por todos los mentideros madrileños. Los empresarios del Apolo se habían peleado con Ruperto Chapí. ¿La razón? Que éste demandaba que se repusieran algunas de sus obras más exitosas como contrapartida a la pieza de género chico en que trabajaba por aquel entonces, un sainete de Ricardo de la Vega. La respuesta de los empresarios fue despedirle sin importarles que ya hubiese escrito parte de los números y difundieron en la prensa que la ruptura del contrato se debía a que el maestro no había sabido producir una música a la altura del libreto.

-Ni que fuera “Tristán e Isolda”-repuso airado el alicantino-pues ¡quiá!, que se lo meriende otro.

Pero la búsqueda de ese otro resultó compleja. Los otros compositores del género, como Federico Chueca, se negaron a aceptar en solidaridad con Chapí. Airados, los del Apolo se confabularon con los otros teatros y retiraron todas las obras de Chapí del cartel. Un escarmiento que esperaban que resultara un aviso a navegantes para futuros díscolos. Don Ruperto declaró entonces que era inadmisible que el trabajo de los creadores musicales estuviera supeditado a la voluntad de los despiadados propietarios de los teatros.

Así pues, los del Apolo tuvieron que revolver cielo y tierra hasta encontrar a alguien dispuesto a aceptar poner música al sainete. Y tuvieron que conformarse con el salmantino Tomás Bretón. Bretón era lo que entonces se conocía como un músico culto, que ambicionaba crear una ópera nacional española a la altura de Wagner y Verdi. Había escrito sinfonías, cuartetos de cuerda y otras obras de mucha enjundia. Ahora bien, sus escasas zarzuelas habían pasado con más pena que gloria por los escenarios. Él mismo ironizaba sobre su fama de “músico espeso” y el día en que se estrenó “Lohengrin” en Madrid, con el consiguiente estupor de un público acostumbrado a partituras más livianas, exclamó: ¡ahora van a decir por ahí que esta obra la he escrito en realidad yo!

Barbieri lo resumía todavía mejor:

-Bretón es un pesado.

Cuando de la Vega fue a visitarle, se encontraba ya muy enfermo, y su reacción fue la siguiente: “¿Bretón trabajando en tu libreto?¿Música sabia en tu sainete? ¡Pero si Tomás no tié ropa, hombre! Vaya bodrio que va a salir de ahí”.

El propio Bretón, que había interrumpido su ópera La Dolores para escribirlo, también dudaba de su capacidad. Para empezar, porque no entendía ni la mitad de lo que decía el libreto. Fueron tantas veces las que llamó a De la Vega para que le aclarase las dudas, que éste atajó de la siguiente manera:

-Maestro, sal de tu despacho de cartujo y vete a un café, si es de mala nota mejor, y llévate todos los arreos, que la música saldrá sola.

-Oye-le preguntó-¿y si meto leitmotivs tú crees que quedará bien…?

-Tú hazme caso, lo demás son pamplinas-repuso el escritor. Y Bretón se fue de cafés y, en efecto, fue como tirar de un sedal. La música estuvo lista en diecinueve días. La rapidez le sorprendió hasta a él mismo y supuso que había escrito un engendro. Pero el tiempo apremiaba y los del Apolo se pusieron con los ensayos. Para su sorpresa, Chueca asistió a uno de ellos. Bretón siempre había ironizado privadamente sobre las profundas carencias del autor de La Gran Vía, quien no sabía casi ni solfeo. Como era bien sabido, se sentaba al piano y tocaba las melodías que brotaban de su fértil imaginación, dejando que otros, como Joaquín Valverde, las pasaran a papel pautado. Bretón se pasó medio ensayo titubeando y al final se acercó a él, para preguntarle qué le parecía.

-Es bonito-repuso Chueca-pero…¿me permites un consejo?

-Claro…

-El coro ese, “Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de la China te voy a regalar” es muy seco. Tiene que ser más correoso, que la gente lo mastique y no pueda parar de cantarlo. Úntalo con sebo.

-¿Cómo?

-Mira-le dijo- que digan en lugar de eso, “un mantón de la China-na-na te voy a regalar”, eso da aire a la frase y quedará mucho mejor.

-Pero eso no tiene ningún sentido-repuso Bretón.

-Ya, ¿pero qué cosa lo tiene en el mundo de la lírica?-inquirió Chueca.

Y el coro se cambió de esa manera. Después vino el estreno y es de sobra conocido lo que pasó. Bretón, desacostumbrado a las apoteosis, salió a hombros, como los toreros. El pueblo de Madrid le dio durante el trayecto a su casa todos los vivas imaginables, hasta que el que lo llevaba a cuestas exclamó:

-Que viva sí, pero que viva más cerca…

El propio Ricardo de la Vega fue a casa de Barbieri a decírselo, pocas horas después del estreno:

-Maestro, que La verbena de la Paloma es un éxito.

-Madre mía-repuso Barbieri-¡Bretón triunfando con el género chico! Ahora sí que lo he visto todo. Me parece que ya puedo morirme-y en efecto, eso hizo, al día siguiente.

Respecto a Chapí, se tomó el desquite de los empresarios de dos maneras: musicalizando otro sainete madrileño con gran éxito, La revoltosa, y creando la Sociedad General de Autores.

Ciertamente, para su perplejidad y su pesar, Bretón había creado su opus magnum y no lograría jamás un éxito semejante con sus otras creaciones, más ambiciosas y más trabajadas. Hasta el propio Saint-Saëns le escribió efusivamente para calificarla de obra genial. Al final, tuvo que resignarse y querer a una creación que él consideraba menor pero que le aseguraba la inmortalidad. Ahora bien, había una cosa que molestaba especialmente al músico, y era el hecho de que sus muchos admiradores se acercaran de tanto en tanto para decirle:

-¡Qué maravillosa es su “Verbena”, maestro! Y qué divertida…Sin duda alguna, el mejor momento es cuando cantan eso de “Un mantón de la china-na-na te voy a regalar”.

El relato de Martín – Dejadme morir en paz

 verdi

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 22/01/2015

Se dio cuenta de que despertaba recelo en el jurado, apenas entró en la sala. Eran tres examinadores, todos enjutos y con perilla, expresión adusta y un reloj en la mano. Evidentemente, consideraban que su tiempo era demasiado precioso como para perderlo con un provinciano.

-¿Pero dónde está el aspirante?-le preguntaron. Les dijo que era él. Menearon la cabeza con contrariedad. Pensaban que tenía nueve años.

-Diecinueve-repuso sintiendo vergüenza por ello. ¡Diecinueve! Cabecearon perplejos.

-¿Y dónde ha estado usted hasta entonces?-inquirió el que estaba sentado en el centro, acaso el de mayor rango de los tres.

-Pues aprendiendo…

-¿Aprendiendo con quién?

Empezó a tartamudear. Citó un par de nombres que no les sonaron a nada y acabó confesando que en gran medida había prendido a tocar el piano por su cuenta. Primero en una espineta que su padre le había comprado cuando tenía ocho años, y después en el órgano de su pueblo.

-¿A qué se dedica su padre?

-Es…mesonero.

-¿Mesonero?

Cuchichearon entre sí. Parecía un chiste. Aquel joven desgarbado, con su acento de paleto parmesano, pretendía ingresar en el Conservatorio.

-Escuchémosle. Cuando menos, será divertido-propuso el de la derecha.

-A ver, toque algo-le instó el portavoz. Preguntó qué querían escuchar.

-Lo que sea, menos canciones de mesón.

Se sentó frente al piano y respiró hondo. De entrada, no les gustó su forma de encorvarse sobre el teclado, ni cómo colocaba las manos encima de las teclas.

-Pues si les parece bien, interpretaré un capricho de Heinrich Herz y luego…si no les importa-sintió cierto embarazo al decirlo-un tema que he escrito yo.

-¿Compone y todo?-le replicaron-vamos a tener que admitirle directamente en el último curso. Vaya con el organista parmesano.

Tocó. Ni mejor ni peor que en otras ocasiones. Como había aprendido por su cuenta, entre golpes de jarra contra las mesas, tintineo de vajilla y discusiones sobre la cosecha. Pero luego, eso era cierto, cuando sonaba su música los clientes guardaban repentino silencio en el mesón. Y después, cuando la parroquia lo contrató para los servicios religiosos, la iglesia comenzó a experimentar un curioso trasiego de feligreses, algunos venidos incluso de pueblos vecinos para escucharle. Era el orgullo de su pueblo y allí siempre hubiese sido querido, pero sentía que su lugar estaba en otra parte. Aunque ahora comenzaba a dudar de que ese otro sitio fuera el Conservatorio de Milán. Cuando acabó la página virtuosística de Herz tocó  su pieza. Se había inspirado en una canción que recordaba haber escuchado en su infancia a un mendigo ciego que tocaba el violín. Pero las variaciones a las que sometiera el sencillo tema eran suyas por entero. Antes de que acabase de tocar, los tres miembros del jurado se habían enfrascado en una conversación sobre el último estreno de la Scala,L’elisir d’amore de Donizetti.

-Gaetano siempre con sus melodías facilonas-fue la conclusión del presidente.

-La de la “Furtiva lagrima” tenía un pase-repuso el bizco.

-Pero no pegaba ni con cola dentro de esa comedia-fue la conclusión del tercero.

Acabó de tocar. Estuvieron todavía un rato hablando hasta que se percataron de que estaba allí, de espaldas a ellos, aún sentado frente al piano. Miraron el reloj. Iba siendo hora de comer.

-¿Es que piensa quedarse todo el día ahí?-le dijeron al fin. Se levantó e hizo una respetuosa reverencia. Quiso saber si estaba admitido. Se miraron entre sí y aunque no se rieron abiertamente, sus ojos brillaban de hilaridad. El portavoz señaló los retratos que cubrían todas las paredes de la estancia.

-¿Ve esos señores de ahí?-le dijo-son los músicos que han dado nombre a esta institución. Sé que le pareceré duro por esto, pero le haré un favor: nunca estará usted entre ellos. Vuélvase a su pueblo y siga tocando en la iglesia. No hay nada de malo en eso. Dios no le ha llamado para estar aquí. O por lo menos, lo ha hecho demasiado tarde como para corregir sus vicios de principiante.

Se retiraron. Él cogió su abrigo y salió descorazonado de la estancia. Cuando iba a atravesar la puerta del conservatorio, un conserje lo detuvo. Le preguntó si era él quien tocaba aquella pieza tan animada. Quería saber qué era. Repuso que un capricho de Herz.

-Esa no-le dijo-la otra. Le admitió que era suya.

-Pues es maravillosa. Espero verle pronto por aquí-y se alejó silbando el pegadizo tema. El muchacho no se atrevió a decirle que no había sido admitido.

Sesenta y seis años después, el muchacho, que ya había dejado de serlo hacía tiempo, recibió una carta del ministerio de cultura proponiendo poner su nombre al Conservatorio. Ésta fue su respuesta:

“¿Qué tengo que ver yo con el Conservatorio de Milán? No quisieron saber nada de mí en su momento o sea que no quiero que mi nombre sea para nada asociado a él. Dejadme morir en paz”.

Firmado,

Giuseppe Verdi

El relato de Martín – Por la otra puerta por favor

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 21/01/2015

Llegaba tarde porque ningún taxi había querido pararse a recogerlos. Así que tuvieron que verse obligados a tomar un autobús, donde les indicaron amablemente que había varios asientos libres en la parte de atrás.

Con aquellos incómodos tacones, y ayudada por Bobby, que la sujetaba del brazo por si tropezaba en el pavimento empapado por la lluvia, lograron llegar al club. Ella fue a subir las escaleras, pero Bobby la retuvo:

-¿Qué haces?-le preguntó sorprendido.

-Entremos de una vez-le instó ella.

-Pero ya sabes que…

Fue inútil. Llegaban tarde. No estaba para formalismos. En la puerta principal del Club un empleado de traje y corbata se hurgaba entre las encías con un mondadientes, mientras con su otra mano jugueteaba con una goma de plástico. Fue a esconder estos objetos cuando reparó en que alguien subía. Pero su rostro empalideció al verla.

-Perdone, señorita-le dijo con una voz que sinceramente trataba de ser amable-por la puerta de servicio.

-Llegamos tarde-repuso ella sin hacer ademán de detenerse. Endureció la letanía de sus tacones, estaba ya casi en el escalón superior.

-Sí, sí-dijo el hombre-pero usted sabe.

Usted sabe, usted sabe. Estaba harta. En París se le habían abierto todas las puertas. Cientos de hombres se le declararon. Incluso hasta alguna mujer. Y le dijeron cosas en un inglés de manual escolar, tan encantadoras como infantiles: “chocolate hermoso”, “rosa de azabache”, “Venus negra”. Qué simpáticos eran los franceses y con qué cariño la habían tratado.

De su palidez inicial, el portero pasó a un consternado tono rosado en sus mejillas. Tratando de no mostrar abiertamente la contrariedad de la que comenzaba a ser presa, se desplazó unos pasos hasta el centro de la puerta, erigiéndose en un enorme obstáculo de casi dos metros.

-¿Qué hace? ¿No ha oído lo que le he dicho?

Bobby trató de sujetarla por el brazo. No era la primera vez que esto le sucedía. Años atrás fue obligada a utilizar los ascensores del servicio del Hotel Lincoln de Nueva York. ¿La razón? Varios clientes se habían quejado. Pero no fue eso lo que más le dolió, sino el hecho de que Artie Shaw no la defendiera. Tampoco pudo cenar en el restaurante del hotel, ni siquiera tomarse una copa en el bar con los demás de la banda. Por eso se pasó los días que estuvieron allí bebiendo sola en su habitación. Bebía demasiado, es cierto, pero es que siempre encontraba una razón muy sólida para ello. De hecho, había estado bebiendo antes, quizás por eso se mostrase ahora tan testaruda.

El portero continuaba impidiéndole el paso. Ella se echó sobre él, apretando el pecho contra la enorme barriga del tipo.

-¿Qué pasa?-le dijo-¿Es que quemo?

El hombre miró entonces a Bobby con la misma expresión que hubiera acompañado a un puñetazo.

-Chico-le dijo-¿qué demonios es esto? ¿Por qué no te la estás llevando de una maldita vez?

Bobby asintió nerviosamente. La asió por la cintura. Ella quiso resistirse, pero en el fondo se dejó llevar. Como siempre que una escena violenta está a punto de tener lugar, varias cabezas se asomaron por la puerta. Preguntaron al portero lo que le sucedía. Eran otros tantos tipos vestidos igual que él, del mismo tamaño y con idéntica expresión estúpida. Seguro que cada uno de ellos llevaba un mondadientes y una goma de plástico en el bolsillo.

-¿Qué pasa?-Insistieron.

-Nada-repuso-los muchachos, que me preguntaban dónde está la puerta de servicio.

Ella miró el cartel que lucía el club y se preguntó cómo era posible tal paradoja. Arriba, compitiendo con las nubes por un hueco entre las estrellas. Abajo, obligada a lo de siempre. Para ellos seguía siendo un montón de basura envuelta en un abrigo de piel. ¿Cómo no iba a beber? y otras cosas peores.

Entraron por la puerta de servicio y tuvieron que atravesar la cocina. Allí se encontró a varios hermanos, que la abrazaron y besaron. Se dejó querer, aunque ello le supiera a poco. Pidió champán del más caro. Bebió una copa, pese a la insistencia de Bobby en que todos les aguardaban ya en la sala principal. Apenas dio un sorbo, encontró aquella bebida desagradable. ¿Cómo podía ser, si en París le había encantado? Sería que en Francia le sabía todo mejor. No era de extrañar pues allí nadie le mandaba a la parte de atrás, ni de los edificios, ni de los autobuses.

-Bobby-le dijo a su pianista-dile a los chicos que quiero que empecemos con “Strange fruit”.

-Caldeando el ambiente, ¿eh?-repuso él con una sonrisa triste-de acuerdo, me parece bien.

Hizo esperar al público todavía unos minutos y después salió al escenario. La luz de los focos la deslumbró y dos lágrimas le saltaron de los ojos. No pasaba nada. Se acostumbraría en un par de minutos. Como se acostumbraba siempre. Era algo a lo que los suyos parecían estar destinados. Se situó ante el micrófono.

-Y ahora con ustedes-dijo una voz que hizo enardecer al público-recién llegada de su gira por Europa ¡la gran Billie Holliday!

El relato de Martín – El jardín de Dolly

Fauré

Fauré

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 04/12/2014

Tarde de primavera pintada en violeta y jazmín sobre lienzos de esparragueras. Encontró a la pequeña Dolly vestida de azucena ante un circulito de guijarros en un recodo del hermoso jardín de los Bardac. La tarde iba diluyéndose como un terrón de azúcar rosado en la infinita taza de té del firmamento. Los voluminosos dientes de Dolly enfatizaban la alegría de su carita de muñeca Kammer and Reinhardt, a la par que sus ojillos de tonalidad menta proyectaban una acuosa serenidad sobre cuanto la rodeaba. Un angelito sin alas, con bucles de orquídea silvestre.

-¿Qué tenemos aquí?-le preguntó él.

-¡Tío Gabriel!-exclamó ella muy alegre. Le explicó que era su jardín particular, en el que nadie podía entrar, ni siquiera él. Había plantado malamente en él algunos lirios arrancados de otro lugar, una ramita de cerezo y una crucecita hecha con mondadientes.

-Aquí está enterrado mi canario Didi-repuso con un hilillo triste de voz. Las mejillas le refulgían como carboncillos de invierno.

-Vaya-exclamó él-descanse en paz.

-Si has venido a ver a Miau, no está-repuso ella-se ha ido con papá a la ciudad. Miau era como ella llamaba a su hermano, una contracción ingeniosamente infantil de “Monsieur Raoul”.

-¿Y tu madre?

-Mamá está en la caseta del jardín.

El tío Gabriel encontró a Emma vocalizando frente a su atril, en la pequeña cabaña construida en el jardín para esparcimiento de los niños. Emma falló una nota al verle y luego retomó el hilo de su ejercicio vocal con una sonrisa. Una vez acabado, se acercó a él y le tomó de las manos.

-Querido Gabriel. ¿Qué haces aquí? No tocaba clase con Raoul. Está con mi marido, han ido a comprar un piano nuevo.

-Vaya-repuso él fingiendo malamente sorpresa-entonces he perdido la tarde viniendo hasta aquí.

-No seas tonto-Emma le invitó a sentarse junto al atril, sin soltarle la mano-eres un temerario.

-¿Claude Debussy?-exclamó él con cierta perplejidad ojeando la partitura-¿O sea que ahora me eres infiel?

-¿Es que no te gusta su música?-repuso ella-pues algunas de sus piezas para piano me las descubriste tú.

-No, si su música está bien…Pese a las audacias por las que le ha dado últimamente-reflexionó. No era eso lo que le preocupaba. Emma reparó entonces en las partituras que él traía consigo y estiró la mano para cogérselas. A su vez, él quiso abrazarle la cintura. Emma lo apartó con una elegancia digna de prima ballerina y luego se refugió tras una pequeña mesita para el té.

-Suite Dolly-dijo iluminándosele el rostro. Sus mejillas encarnadas era la hoguera de la que brotasen las dos llamitas que palpitaban permanentemente en el rostro de su hija- qué bonito. Le hará mucha ilusión.

-Vosotras sois mi vida, porque la otra es un infierno-repuso Gabriel. Y recordó una vez más, aquel día maldito en que decidiera tomar esposa extrayendo al azar un papelito arrugado de un sombrero entre tres nombres. Se había acabado casando con Marie, la hija del escultor Fremiet y una horrible maniática de la limpieza. Su delirio llegaba al extremo de bañar a los dos hijos de ambos cada vez que volvían de la calle, y a fregar la casa una docena de veces al día, limpiando incluso hasta los mecanismos de los relojes. Ahora vivían puerta con puerta, comunicándose únicamente por carta. Maldita fuera ella y maldito aquel…

-Tu sombrero, tío Gabriel-dijo Dolly asomando la cabecita por la puerta de la cabaña. Se le había caído precisamente dentro de su jardín privado. Gabriel Fauré soltó la mano de Emma Bardac que tenía cogida por debajo de la mesita y meneó la cabeza con agradecimiento. Lo tomó y se lo puso de medio en la cabeza y empezó a imitar el andar oscilante de un borracho. Ambas estallaron en risas.

-Mira-dijo Emma a la niña-qué sorpresa te ha traído.

Y se sentó al piano, tocando la cuarta pieza del álbum. Dolly se aferró a los índices del músico y comenzó a bailar aquel vals, al que pronto se sumó la perrita Kitty, una caniche, que precisamente era quien daba nombre a la pieza.

Fuera la tarde ya era historia. El mundo se deslizaba por una esquina de la noche, como el pañuelo multicolor que regresa a su escondite en la manga del ilusionista. Vendrían muchas primaveras, los árboles perderían sus hojas, y los crucifijos no estarían hechos ya de mondadientes, y aquella niña dejaría de ser niña, y su inocencia, del color del crepúsculo perdido, sería un recuerdo más en la memoria de las que una vez la conocieron. Y todos ellos desaparecerían con la evanescencia del diente de león al soplido de la infancia. Pero nadie podría robarle a Gabriel Fauré aquella tarde, mecida al eco del viento de las campánulas. Siempre había deseado tener una niña y una mujer como aquellas, un jardín en el que siempre fuera abril y hasta un caniche nervioso mordisqueándole las perneras de los pantalones. Y gracias a aquel pequeño álbum de piezas infantiles todo aquello sería para él para siempre, aunque se marchase luego por donde había venido, para no regresar jamás, y otros músicos, acaso más apuestos y mejores compositores que él, amasen a Emma Bardac.

El vals acabó, pero el entusiasmo de Dolly era tan inagotable como el perfume de las magnolias.

-Ven-le dijo risueña-vamos a dormir a mi muñeca.

El relato de Martín – Un hijo del siglo XX

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Un hijo del siglo XX

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 20/01/2015

A lo largo de su prolongada vida contó estos hechos de tantas maneras distintas que, con el tiempo, a él mismo le costaría recordar qué fue realidad y qué sueño. Que había nacido el 1 de enero de 1900 era un hecho probado, y quizás por eso siempre soñó dos cosas: primero, con morir el 31 de diciembre de 1999 y luego, ser una personalidad del siglo XX. Con apenas doce años ¿o eran quince? Tocaba ya el violín en la Sinfónica del Teatro Nacional de la Habana, ciudad a la que habían emigrado sus padres desde España cuando él contaba cuatro años de edad.

El gran Caruso fue a actuar allí y se quedó impresionado con el joven prodigio. ¿O le llamó primero la atención por su destreza para la caricatura? Le descubrió en el patio de butacas retratándole con cuerpo de ballena y destrozando cristales con un torrente de notas que le emergían del lomo. El muchacho empalideció, pero Caruso, que también era un buen caricaturista, le pidió que le regalase el dibujo. Luego le instó a tocar para él. Le interpretó La mare de deu, una canción de su tierra.

-Tú tienes talento-le dijo-te conseguiré una audición en el Carnegie Hall. Serás el nuevo Jascha Heiffetz.

Y le dio su dirección para que fuera a verle a Nueva York cuando acabase su gira latinoamericana. El muchacho se lo tomó en serio, tanto como para convencer al padre de que le comprase un billete de barco.

Cuando llegó a la ciudad de los sueños, con su violín y dos mudas dentro del estuche como único equipaje, se encontró con que Caruso se había marchado ese mismo día de gira por Europa. Preguntó cuando volvería, pero su mayordomo, pensando que no era sino un admirador impertinente, lo echó con cajas destempladas.

Había soñado con que Nueva York se rendiría a sus pies y fue él el que tuvo que agachar la cabeza para dormir en los bancos de Central Park. Por fortuna, era primavera y era joven aún. A punto estuvo de ser detenido por vagabundeo, pero logró ganarse al policía haciéndole una caricatura con una porra de dos metros en la mano.

Pero como estaba decidido a ser el nuevo Jascha Heiffetz, decidió, con Caruso o sin él, abrirse camino con su violín. Y logró un trabajo de músico en un café…de mala muerte -todo hay que decirlo- donde alternaba sus actuaciones junto a un pianista, de fregaplatos. Tocaba rumbas, mambos y habaneras, que eran recibidos por el público con la misma excitación que la cerveza rancia del local.

Un día su padre le escribió. Como él les mandó varias cartas informándoles de su supuesto éxito, habían vendido cuanto tenían en Cuba para instalarse en Nueva York con él. Aterrado, decidió conseguir al precio que fuera la audición en el Carnegie Hall. Se plantó nuevamente en casa de Caruso, donde logró ser recibido por su esposa, Dorothy. Ésta escribió al tenor, que envió un telegrama al muchacho. Por fortuna, le recordaba bien.

“Tú tienes talento. Caruso te lo dijo. Te he conseguido una audición”.

Fue y tocó en el Carnegie Hall. En su entusiasmo, había mandado al cuerno su trabajo en el café de mala muerte. La crítica lo vapuleó sin piedad. Les hubiera gustado explicarles que Caruso veía talento en él. ¿Cómo podían estar tan ciegos? Tuvo que regresar a los bancos de Central Park y a un café aún más infecto que el anterior. Pero lo peor fue informar a sus padres, recién llegados, de que no era el nuevo Heiffetz. De momento.

Pasó el tiempo. Sobrevivió tocando tangos en la Gran Manzana y publicando sus dibujos en los periódicos, se casó con una cubana de hermosa voz (sería la primera de sus cinco esposas) y, supuestamente, se fue de gira con una importante orquesta europea. Cuando contaba esto último incurría en contradicciones. Era músico sí, pero un músico ratonero. Realmente aspiraba a tocar a Beethoven y a Brahms. La cumparsita estaba bien para tomarse unas copas. Él necesitaba el alimento del alma.

Un día Caruso dio con él. Había visto una de sus caricaturas en “Los Angeles Times”. “Yo te hacía en la Filarmónica de Berlín” le dijo. Él le contó el fiasco de su estreno. “Son unos inútiles”. Caruso le prometió una nueva actuación en el Carnegie Hall, a la que acudiría en persona para apoyarle. “¿Quién sabe más de música, los críticos o Caruso?”.

Por desgracia, al poco el gran tenor enfermó y murió. La actuación tuvo que posponerse. Su padre, que había logrado rehacer la economía familiar en Nueva York, decidió vender nuevamente cuanto tenían para pagarle el alquiler del Carnegie Hall. Esa sería su gran oportunidad.

Acudió con una corbata negra, en memoria de su amigo Caruso y tocó con toda su alma. Las críticas fueron todavía más devastadoras. La tarde en que comprendió que era un solista mediocre, tanto como lo era el oído de Caruso para todo aquello que no fuera la voz humana, se dio una vuelta con el violín bajo el brazo por Queens. Estaba nuevamente sin blanca, y desprovisto de lo único que le daba fuerzas en la vida: su sueño de ser un virtuoso. En un callejón solitario se encontró con una hilera de cubos de basura que le impedían continuar su marcha. Debía ser una señal del cielo, se dijo. Abrió uno de ellos y depositó en él su violín. Todavía le quedaba su pasión por el dibujo. ¿Pero qué dibujos? La caricatura era al arte pictórico, lo que las rumbas al repertorio musical. Él sólo sabía hacer monigotes, ya fueran visuales o sonoros. Empezó a asumir que ya no sería una personalidad del siglo XX y que tampoco viviría cien años menos un día. En esto, le llegó el sonido ahogado de la música del interior de un club cercano. No era un local de mala muerte, en absoluto. Pero la interpretación sonaba infame. Se suponía que trataba de parecerse a la música cubana tan de moda por aquel entonces. Por Dios, ¿Era esa forma de tocar El manisero? Como cubano de adopción se sintió ultrajado. ¿Quién sería el inútil que dirigía aquel tinglado? Sin duda, algún despistado incapaz de distinguir el jazz sureño de los ritmos del Caribe. Le entraban ganas de presentarse allí y apartarlo a empujones para ponerse él al frente de la banda. Y bien mirado…¿Qué le impedía hacerlo?

Sacó nuevamente el violín del cubo de la basura y se encaminó hacia el club. Tal vez aquel fuera su lugar. El lugar de Xavier Cugat en el siglo XX. Respiró hondamente, y entró decidido por la puerta grande del Club.

El relato de Martín – Yo estuve allí

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 19/01/2015

Fue un hecho muy comentado en Nueva York. Se estrenaba en los Estados Unidos “El acorazado Potemkin” de Sergei Eisenstein, filmada el año anterior, y el público acudió esperando encontrarse una película bélica al uso. Pero en su lugar recibió un puñetazo en el estómago. Prácticamente muy pocos de los asistentes había oído hablar de los hechos acontecidos en Rusia el nefasto año de 1905, pero eso no les impidió experimentar una fuerte conmoción con la tragedia de los marineros, condenados a muerte por sus oficiales por negarse a comer carne putrefacta. Si ya aquel arranque provocaba reacciones extremas en las salas, la famosa escena de la escalinata de Odessa ponía a prueba los sentidos como no lo hubiese hecho jamás nada en la vida. Desmayos, vómitos y ataques de ansiedad eran frecuentes en las salas. Y eso que las copias distribuidas en América llegaron previamente censuradas desde Alemania, donde se había estrenado poco después que en la Unión Soviética.

Era frecuente que después de los hechos de la escalinata muchas personas acabasen de abandonar la sala. En ellos se mostraba al pueblo de Odessa aguardando la llegada del acorazado Potemkin, comandado por los marineros amotinados. En un momento determinado, aparecían en la escaleras los soldados del ejército del zar, que convertidos en una compacta muralla mortífera abrían fuego contra la multitud desarmada, que les instaba a unirse a ellos. Si ya resultaba para muchos nauseabunda la escena del niño arrollado por la masa en desbandada, era indescriptible contemplar a su madre caer ante una salva de disparos tras implorar con él en brazos clemencia a los soldados. Pero el colmo era aquel carro con un bebé dentro que caía escaleras abajo sin que nadie lo detuviera.

“Que paren la proyección” suplicaban las madres. “Que alguien haga algo” “¿Cómo pueden llamarse seres humanos”. Los que se marchaban de la sala, incapaces de soportarlo, se quejaban en la taquilla. “Se supone que uno viene al cine a entretenerse. Deberían meter en la cárcel a los que han hecho eso”.

“¿Se refiere a los que han hecho la película o a los que han hecho lo que se ve en la película?” preguntaban a veces los responsables de la sala.
“¡A todos!” era la respuesta muy frecuente.

Una de estas proyecciones tuvo lugar en un teatro de Manhattan, donde el avispado empresario colocó como reclamo el siguiente lema en cartel: “La película más desagradable de todos los tiempos”. Además, decidió emplear una pequeña orquesta para ilustrarla musicalmente, con algunos fragmentos de Tchaikovski. Dos periodistas del “New York Times” que se hallaban presentes en una de estas sesiones fueron testigos de un curioso suceso.

Sucedió que uno de los músicos de la orquesta, un flautista, no dejaba de desafinar. Sus equivocaciones, sumadas a lo poco adecuada que era la banda sonora, pues empleaba desde números de la Patética a otros de “El lago de los cisnes”, convirtieron la proyección en algo delirante. Durante la famosa escena de la escalinata, el flautista rompió a llorar y sus sollozos incrementaron el ya de por sí formidable grado de tensión vivido en la sala.

Una vez finalizada dicha escena, el músico continuó sollozando, hasta que finalmente apareció la leyenda “Fin” escrita en caracteres cirílicos en la pantalla.

Los periodistas, que se olieron una historia, acudieron a los camerinos del teatro para hablar con el flautista, y allí fueron testigos de su despido, por parte del propietario. “Vete a llorar a tu casa, imbécil”. Le dijo.

El músico se enjugó los ojos, enfundó su flauta y salió a la calle. Los periodistas fueron tras él y le propusieron invitarle a una copa. El hombre dudó.

-¿Qué quieren de mí?-preguntó. Su acento era ruso. El olfato no les fallaba. Allí había una historia.

Tras muchas dudas, el músico aceptó hablar de la película. Fueron a un café. Él pidió vodka, pero no tenían. Le sirvieron un whisky doble. Debía de tener unos cincuenta años y sus cabellos eran completamente blancos. De alguna manera llevaba el dolor grabado como un bajorrelieve de arrugas y fisuras en el rostro.

-Díganos, señor. ¿Usted ha sido siempre músico?

-No-repuso y tras una pausa confesó: antes fui soldado y después músico militar.

Habían pasado 21 años de aquellos hechos. Les cuadraba la edad. Siguieron preguntándole.

-¿Estuvo usted en Odessa en 1905, señor?

-Sí-dijo tras dar un largo trago-estuve allí.

-¿Y vio esto?

Otra pausa. Inclinó el vaso y casi se derramó el whisky sobre la manga.

-Lo vi.

-¿Y fue así?

Meneo de cabeza. Desesperación.

-Nunca lo hubiera sospechado-confesó-pasó sí. Pero ahora es como si lo hubiese visto a través de los ojos de Dios…

Estaban conmovidos. Pobre hombre. Sin duda un héroe. Arrastraba evidentemente consigo las heridas emocionales de aquella tragedia.

-Y díganos-se atrevieron a preguntarle al fin-¿Qué es lo que sintió?

-Yo…-comenzó el hombre. Y tuvo que apurar el resto del vaso para responder, ahogado por los sollozos-¡Oh, Dios mío!¡Estuve allí, sí! ¡Yo era uno de los que disparaba! Que el cielo se apiade de mí.

El relato de Martín – Nuestro santo patrón

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Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Relato XLV – Nuestro santo patrón

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 16/01/2015

La Puerta del Sol, estaba a rebosar aquella tarde de enero, cada uno en su respectivo puesto, las manos hundidas en sus abrigos; contemplaban el trasiego del paisanaje humano, con aparente indiferencia.

“El Piñata”, se encontraba frente a la Casa de Correos; “Canovitas”, en la parte que da a la Plaza Mayor; mientras que “Gurriato”, controlaba la zona a los parroquianos que se dirigían a la misa en “El Buen Suceso”.

Había helado, y el pavimento deparaba desagradables sorpresas a los viandantes; por ejemplo, a una ancianita que resbaló y a punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo; “Gurriato”, la sujetó a tiempo, a lo que la anciana replicó con un agradecido encogimiento de hombros.

“El Piñata”, miró la hora en el reloj de la Casa de Correos; pronto se haría de noche, y era menester ir pensando en la retirada. Abandonó su puesto, e hizo señas a los otros, que se le acercaron, arrastrando sendas cortinas de vaho emergiendo de sus bocas.

-¿Qué tal fue la pesca? –inquirió “El Piñata”

-Fetén –repuso “Gurriato”.

-De buten –respondió “Canovitas”.

Y, comprobando que no estuviese cerca ningún miembro de la “Respetable”, sacó de su bolsillo una abultada cartera, y un reloj que, o les engañaba la cetrina luz del atardecer invernal, o… ¡era de oro!

Se frotaron los ojos, y “El Piñata” le hizo señas de que volviera a esconder aquello; al menos el reloj.

-¡Qué cadenón! –exclamó–; ni en “Las Navas de Tolosa”; pero, dame la cartera, que si es del mismo “pollo”, seguro que es de plumón fino.

Y examinó la abultada pieza, trabajada en oloroso cuero. Una labor de artesanía, sin duda alguna. La abrió con la misma delicadeza con la que hubiese desenvuelto un paquete de regalo, y examinó su contenido.

¡Billetes de los grandes! Ya tenía pensado lo que hacer con ellos: se iba a comprar un traje de pana, para llevarlo los domingos al Retiro con su moza, “La Carracuca”; así, vestidos ambos de gente honorable, podrían hacer su “agosto” en aquel crudo invierno.

“El Piñata”, siguió examinando la cartera, donde encontró una fotografía, una carta, y un documento acreditativo de la identidad del “desplumado”; al ojearlo, empalideció.

-¡¡Los clavos de Cristo, y parte del madero!! –saltó, sin importarle llamar la atención de varios transeúntes–. ¡¿Pero qué habéis hecho, desgraciados?!

-¿Qué pasa? –preguntó “Canovitas”.

-¿Que qué pasa, so guripa? ¡La que has armado! ¡De ésta vamos al Infierno! ¿A quién le has quitado esto?

-Pues… A un gachó repulido. Con mostachón gris, y que caminaba así: como un general de regimiento.

-Hay que encontrarle –insistió “El Piñata”.

“Canovitas” dijo que, a esas alturas, ya podían echarle un galgo; porque, pasaban ya cinco minutos del “usufructo”. Tanto “Gurriato”, como él, no se explicaban lo que le pasaba al Patrón. “Piñata”, reparó entonces en el Salón de Té de Garín, que también era una afamada confitería.

-Allí –dijo. Es muy aficionado a los pasteles–. Arreando, que es gerundio.

Entraron, y en efecto; allí encontraron al hombre del bigote, revolviendo sus bolsillos un tanto azorado, mientras uno de los dependientes sostenía, ante él, una bandeja de pasteles.

-Pues no me explico dónde la tengo; ni tampoco el reloj –se excusaba el Hombre.

-¿Maestro Chueca? –le abordó “El Piñata”, mostrándole ambos objetos–. Me temo que se le han caído estas cosas en la calle.

Chueca, los miró de arriba abajo un tanto desconcertado. El dependiente, que les conocía de sobra, le susurró algo al oído. El músico palideció desconcertado pero, antes de que dijera nada, “Piñata” pidió cuatro cafés y mesa. “¿Les importaría tomar algo con ellos?”. Chueca dudó, pero aceptó. Una vez sentado, “Piñata” le hizo solemne entrega de la cartera y el reloj.

-Esto es para Usted, maestro –le dijo–: en prueba de nuestro agradecimiento.

-¿Agradecimiento?

-Así es. Usted ha dignificado la “profesión”. La “Jota de los Ratas de la Gran Vía”, es nuestro himno sagrado; y ahora tenemos para el madrileño, la misma consideración de monumento nacional, que las planchadoras, los organilleros y los serenos. Nos ha dado la vida, y le estamos muy agradecidos. Podría decirse, incluso, que es usted nuestro Santo Patrón.

Chueca, asintió azorado. ¿Qué podía decir si no: gracias? Les firmó varios autógrafos y después, se retiró maravillado. Ni siquiera le dejaron pagar la cuenta. Ardía en deseos de ver a Valverde, y contarle el extraño suceso que le había acontecido; y se preguntaba si sería abordado en alguna otra ocasión por más personajes de sus obras, como “La Menegilda”.

Esa noche, al irse a dormir, descubriría con más estupor, que en la cartera había nada menos que trescientas pesetas; un donativo de los “Tres Ratas”, al parecer fruto de la recaudación del día.

En el salón de té, los “Ratas”, contemplaban extasiados los autógrafos. El camarero les miraba de vez en cuando con ganas de pasarles la minuta.

-¿No nos habremos pasado con lo de las trescientas pesetas? –dijo “Canovitas”. Era un pellizco de los gordos; y yo me quería comprar un sombrero nuevo.

-No hay problema –respondió “El Piñata” –, tenemos todavía la tajada de hoy del “Gurriato”. A ver, paga.

“Gurriato”, se llevó las manos a los bolsillos, y luego abrió la boca incrédulo:

-¡Pero, qué diablos! ¡Me han robado la cartera! –y luego cayó en la cuenta–: ¡¡Maldita vieja!!

El relato de Martín – Como decía Gardel

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLIV – Como decía Gardel

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 15/01/2015

Nadia Boulanger había sido la primera en advertirlo. Tras ojear sus partituras por encima, se las devolvió torciendo el labio.

“Es interesante” le advirtió. “Pero me temo que ésa no es su voz. ¿Para qué quiere usted ser Igor Stravinski? Que yo sepa, ya existe uno en el mundo. ¿Por qué dos?”.

Trató de explicarle el impacto que había constituido para “La consagración de la primavera” y cómo su primitivismo había despertado sus ganas de crear, de partir de la destrucción purificadora del fuego para que reverdeciera en él una personalidad musical. Era algo de lo que había hablado en muchas ocasiones con su maestro Ginastera. Boulanger resopló:

“Pero usted ya era músico antes de todo eso. Y además, ¿no es argentino? ¿No proviene de ese maravilloso país de Gardel? ¡Pues escriba esa música!¡Haga tangos y déjese de consagraciones, petruchkas y pulcinellas!”.

¿Que hiciera tangos? ¿Pero no era al fin y al cabo un género arrabalero, un son de casas de mala nota? Al principio el consejo, o más bien orden, le desazonó. Pero cuando se puso a ello se dio cuenta de que Boulanger tenía razón. Los llevaba en la sangre y salían de él con la misma naturalidad con la que hablaba. Mejor aún, porque no era precisamente muy ducho en palabras. De hecho, toda la vida lamentaría no haberse atrevido a hablar antes con Gardel. Supo durante bastante tiempo de su estancia en Nueva York y se lo encontró en muchas ocasiones, cuando él sólo era un muchacho de trece años. Pero cada vez que pensaba en dirigirle la palabra, le entraba un temblor tal que le era imposible dominarse a menos que echase a correr y perdiera de vista a su ídolo.

Sin embargo, el destino los juntó al fin. Pidieron extras para el rodaje de El día que me quieras y allí fue a parar él, con su bandoneón. A Gardel le hizo gracia la forma en la que interpretaba. “Si tocás como un gallego. Vos no habés frecuentado mucho el mercado de Abasto en Buenos Aires, ¿verdad?”. Él se avergonzó. Era cierto. No podía disimular haberse criado lejos de la Argentina, en realidad era un estilo impostado. Hablaba el español sólo en casa, con cierto acento yanqui incluso. Se sentía extraño en aquel plató, con su ídolo riéndose de su forma de tocar. Pero Gardel lo animó y al final del rodaje le dijo:

“Tocá Arrabal amargo pero siguiendo mi voz, ya lo verás”. Y lo hizo. Plegó la sonoridad del bandoneón al prodigioso caudal vocal del “zorzal criollo” y ahí es cuando sintió que por vez primera el tango ya no penetraba sino que salía verdaderamente de él. Gardel lo abrazó emotivamente al acabar. Luego, visitaron juntos “Little Italy”, haciéndole él de intérprete. Y el genio abandonó luego Estados Unidos. Cómo lamentaba no haberse atrevido a abordarle antes.

Y ahora se veía en una nueva tesitura. Su amigo Albino Gómez lo invitaba al Metropolitan Club de Nueva York, con motivo de la presencia de Victoria Ocampo, que venía a presentar el Festival de Cine del Mar del Plata. ¿Y sabía lo mejor? Stravinski estaría entre los invitados.

-Tenés que venir y conocerle-le insistió Albino.

-¿Pero qué decís?-le replicó por teléfono. No estaba para bromas. Albino insistió. Con lo que le admiraba, ¿iba a dejar pasar aquella ocasión? Acabó aceptando a regañadientes. Y llegó el día. Había cientos de personas allí, lo que le tranquilizó. Decidió hacerse el huidizo entre las mesas de los canapés, pero Albino dio con él y lo cogió del brazo, llevándolo a un corrillo en cuyo centro se encontraba un anciano bajito y vivaracho, que arrancaba constantes risas de los demás. Era Stravinski. Albino se lo presentó. Stravinski, sin dejar de sonreír, le tendió la mano. La estrechó. Estaba un poco fría…¿O era que a él le había subido repentinamente la temperatura? El ruso inmediatamente le expresó su interés por la Argentina y su música, y recordó los tangos que él mismo había escrito, uno de ellos para La historia del soldado.

Él no dijo nada. No podía. Era peor que cuando no se atrevía a dirigirle la palabra a Gardel. Llegó un momento en que la locuacidad de Stravinski llegó al peligroso límite de la irritación por no obtener una respuesta. El genio soltó su mano…Los dedos que habían escrito La consagración.

-¿Este tipo es imbécil o qué?-susurró Stravinski en francés a uno de sus acompañantes, lo que él entendió perfectamente. Se dio la vuelta y salió corriendo de allí. Quizás masculló algo así como “Le admiro, maestro”. Pero en todo caso, cuando lo dijo, sólo pudo escucharle un camarero que recogía copas vacías de una mesa.

El disgusto fue tan grande, que estuvo sin coger el teléfono varios días, por si era Albino quien llamaba. No se equivocaba. Éste fue a buscarle a su casa.

-Sos un idiota y me has hecho quedar a mí como un boludo. Ya estás viniendo conmigo a verle a su hotel, antes de que se vaya a California.

Y fueron. Stravinski estaba avisado del encuentro y les aguardaba en el bar de su elegante hotel. Fingiendo admirablemente que el anterior encuentro no había pasado, se levantó y le dio la mano. “Me alegro de conocerle, ¿qué tal y bla bla?”. Pero él seguía sin poder emitir sonido alguno. Albino empezó a sudar copiosamente y el ruso ya daba nuevamente muestras de impaciencia. Ésta vez fue él el que se dio la vuelta airado, dispuesto a meterse en el ascensor. En esto, el apocado músico vio su salvación en el salón del bar. Un piano. Se sentó en él y empezó a tocar. Primero Arrabal amargo y luego sus propias creaciones. Si su boca no era capaz de transmitir lo que su alma experimentaba, por fortuna contaba con un lenguaje secreto, más poderoso que el inglés, el francés y el español juntos. Y ése, Stravinski lo comprendía muy bien. Cuando acabó de tocar se dio la vuelta y descubrió al viejo maestro conmovido, con las manos contraídas en un aplauso. Y le pareció advertir que por vez primera las tornas habían cambiado. Y es que si en su juventud él había deseado ser Igor Stravinski, ahora le estaba pareciendo que por un momento era Stravinski quien deseaba por unos instantes ser como Astor Piazzolla.