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El relato de Martín – Yo estuve allí

Autor: Martín Llade – Dibujo: Javier Castiella

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 19/01/2015

Fue un hecho muy comentado en Nueva York. Se estrenaba en los Estados Unidos “El acorazado Potemkin” de Sergei Eisenstein, filmada el año anterior, y el público acudió esperando encontrarse una película bélica al uso. Pero en su lugar recibió un puñetazo en el estómago. Prácticamente muy pocos de los asistentes había oído hablar de los hechos acontecidos en Rusia el nefasto año de 1905, pero eso no les impidió experimentar una fuerte conmoción con la tragedia de los marineros, condenados a muerte por sus oficiales por negarse a comer carne putrefacta. Si ya aquel arranque provocaba reacciones extremas en las salas, la famosa escena de la escalinata de Odessa ponía a prueba los sentidos como no lo hubiese hecho jamás nada en la vida. Desmayos, vómitos y ataques de ansiedad eran frecuentes en las salas. Y eso que las copias distribuidas en América llegaron previamente censuradas desde Alemania, donde se había estrenado poco después que en la Unión Soviética.

Era frecuente que después de los hechos de la escalinata muchas personas acabasen de abandonar la sala. En ellos se mostraba al pueblo de Odessa aguardando la llegada del acorazado Potemkin, comandado por los marineros amotinados. En un momento determinado, aparecían en la escaleras los soldados del ejército del zar, que convertidos en una compacta muralla mortífera abrían fuego contra la multitud desarmada, que les instaba a unirse a ellos. Si ya resultaba para muchos nauseabunda la escena del niño arrollado por la masa en desbandada, era indescriptible contemplar a su madre caer ante una salva de disparos tras implorar con él en brazos clemencia a los soldados. Pero el colmo era aquel carro con un bebé dentro que caía escaleras abajo sin que nadie lo detuviera.

“Que paren la proyección” suplicaban las madres. “Que alguien haga algo” “¿Cómo pueden llamarse seres humanos”. Los que se marchaban de la sala, incapaces de soportarlo, se quejaban en la taquilla. “Se supone que uno viene al cine a entretenerse. Deberían meter en la cárcel a los que han hecho eso”.

“¿Se refiere a los que han hecho la película o a los que han hecho lo que se ve en la película?” preguntaban a veces los responsables de la sala.
“¡A todos!” era la respuesta muy frecuente.

Una de estas proyecciones tuvo lugar en un teatro de Manhattan, donde el avispado empresario colocó como reclamo el siguiente lema en cartel: “La película más desagradable de todos los tiempos”. Además, decidió emplear una pequeña orquesta para ilustrarla musicalmente, con algunos fragmentos de Tchaikovski. Dos periodistas del “New York Times” que se hallaban presentes en una de estas sesiones fueron testigos de un curioso suceso.

Sucedió que uno de los músicos de la orquesta, un flautista, no dejaba de desafinar. Sus equivocaciones, sumadas a lo poco adecuada que era la banda sonora, pues empleaba desde números de la Patética a otros de “El lago de los cisnes”, convirtieron la proyección en algo delirante. Durante la famosa escena de la escalinata, el flautista rompió a llorar y sus sollozos incrementaron el ya de por sí formidable grado de tensión vivido en la sala.

Una vez finalizada dicha escena, el músico continuó sollozando, hasta que finalmente apareció la leyenda “Fin” escrita en caracteres cirílicos en la pantalla.

Los periodistas, que se olieron una historia, acudieron a los camerinos del teatro para hablar con el flautista, y allí fueron testigos de su despido, por parte del propietario. “Vete a llorar a tu casa, imbécil”. Le dijo.

El músico se enjugó los ojos, enfundó su flauta y salió a la calle. Los periodistas fueron tras él y le propusieron invitarle a una copa. El hombre dudó.

-¿Qué quieren de mí?-preguntó. Su acento era ruso. El olfato no les fallaba. Allí había una historia.

Tras muchas dudas, el músico aceptó hablar de la película. Fueron a un café. Él pidió vodka, pero no tenían. Le sirvieron un whisky doble. Debía de tener unos cincuenta años y sus cabellos eran completamente blancos. De alguna manera llevaba el dolor grabado como un bajorrelieve de arrugas y fisuras en el rostro.

-Díganos, señor. ¿Usted ha sido siempre músico?

-No-repuso y tras una pausa confesó: antes fui soldado y después músico militar.

Habían pasado 21 años de aquellos hechos. Les cuadraba la edad. Siguieron preguntándole.

-¿Estuvo usted en Odessa en 1905, señor?

-Sí-dijo tras dar un largo trago-estuve allí.

-¿Y vio esto?

Otra pausa. Inclinó el vaso y casi se derramó el whisky sobre la manga.

-Lo vi.

-¿Y fue así?

Meneo de cabeza. Desesperación.

-Nunca lo hubiera sospechado-confesó-pasó sí. Pero ahora es como si lo hubiese visto a través de los ojos de Dios…

Estaban conmovidos. Pobre hombre. Sin duda un héroe. Arrastraba evidentemente consigo las heridas emocionales de aquella tragedia.

-Y díganos-se atrevieron a preguntarle al fin-¿Qué es lo que sintió?

-Yo…-comenzó el hombre. Y tuvo que apurar el resto del vaso para responder, ahogado por los sollozos-¡Oh, Dios mío!¡Estuve allí, sí! ¡Yo era uno de los que disparaba! Que el cielo se apiade de mí.

El relato de Martín – Nuestro santo patrón

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Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Relato XLV – Nuestro santo patrón

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 16/01/2015

La Puerta del Sol, estaba a rebosar aquella tarde de enero, cada uno en su respectivo puesto, las manos hundidas en sus abrigos; contemplaban el trasiego del paisanaje humano, con aparente indiferencia.

“El Piñata”, se encontraba frente a la Casa de Correos; “Canovitas”, en la parte que da a la Plaza Mayor; mientras que “Gurriato”, controlaba la zona a los parroquianos que se dirigían a la misa en “El Buen Suceso”.

Había helado, y el pavimento deparaba desagradables sorpresas a los viandantes; por ejemplo, a una ancianita que resbaló y a punto estuvo de dar con sus huesos en el suelo; “Gurriato”, la sujetó a tiempo, a lo que la anciana replicó con un agradecido encogimiento de hombros.

“El Piñata”, miró la hora en el reloj de la Casa de Correos; pronto se haría de noche, y era menester ir pensando en la retirada. Abandonó su puesto, e hizo señas a los otros, que se le acercaron, arrastrando sendas cortinas de vaho emergiendo de sus bocas.

-¿Qué tal fue la pesca? –inquirió “El Piñata”

-Fetén –repuso “Gurriato”.

-De buten –respondió “Canovitas”.

Y, comprobando que no estuviese cerca ningún miembro de la “Respetable”, sacó de su bolsillo una abultada cartera, y un reloj que, o les engañaba la cetrina luz del atardecer invernal, o… ¡era de oro!

Se frotaron los ojos, y “El Piñata” le hizo señas de que volviera a esconder aquello; al menos el reloj.

-¡Qué cadenón! –exclamó–; ni en “Las Navas de Tolosa”; pero, dame la cartera, que si es del mismo “pollo”, seguro que es de plumón fino.

Y examinó la abultada pieza, trabajada en oloroso cuero. Una labor de artesanía, sin duda alguna. La abrió con la misma delicadeza con la que hubiese desenvuelto un paquete de regalo, y examinó su contenido.

¡Billetes de los grandes! Ya tenía pensado lo que hacer con ellos: se iba a comprar un traje de pana, para llevarlo los domingos al Retiro con su moza, “La Carracuca”; así, vestidos ambos de gente honorable, podrían hacer su “agosto” en aquel crudo invierno.

“El Piñata”, siguió examinando la cartera, donde encontró una fotografía, una carta, y un documento acreditativo de la identidad del “desplumado”; al ojearlo, empalideció.

-¡¡Los clavos de Cristo, y parte del madero!! –saltó, sin importarle llamar la atención de varios transeúntes–. ¡¿Pero qué habéis hecho, desgraciados?!

-¿Qué pasa? –preguntó “Canovitas”.

-¿Que qué pasa, so guripa? ¡La que has armado! ¡De ésta vamos al Infierno! ¿A quién le has quitado esto?

-Pues… A un gachó repulido. Con mostachón gris, y que caminaba así: como un general de regimiento.

-Hay que encontrarle –insistió “El Piñata”.

“Canovitas” dijo que, a esas alturas, ya podían echarle un galgo; porque, pasaban ya cinco minutos del “usufructo”. Tanto “Gurriato”, como él, no se explicaban lo que le pasaba al Patrón. “Piñata”, reparó entonces en el Salón de Té de Garín, que también era una afamada confitería.

-Allí –dijo. Es muy aficionado a los pasteles–. Arreando, que es gerundio.

Entraron, y en efecto; allí encontraron al hombre del bigote, revolviendo sus bolsillos un tanto azorado, mientras uno de los dependientes sostenía, ante él, una bandeja de pasteles.

-Pues no me explico dónde la tengo; ni tampoco el reloj –se excusaba el Hombre.

-¿Maestro Chueca? –le abordó “El Piñata”, mostrándole ambos objetos–. Me temo que se le han caído estas cosas en la calle.

Chueca, los miró de arriba abajo un tanto desconcertado. El dependiente, que les conocía de sobra, le susurró algo al oído. El músico palideció desconcertado pero, antes de que dijera nada, “Piñata” pidió cuatro cafés y mesa. “¿Les importaría tomar algo con ellos?”. Chueca dudó, pero aceptó. Una vez sentado, “Piñata” le hizo solemne entrega de la cartera y el reloj.

-Esto es para Usted, maestro –le dijo–: en prueba de nuestro agradecimiento.

-¿Agradecimiento?

-Así es. Usted ha dignificado la “profesión”. La “Jota de los Ratas de la Gran Vía”, es nuestro himno sagrado; y ahora tenemos para el madrileño, la misma consideración de monumento nacional, que las planchadoras, los organilleros y los serenos. Nos ha dado la vida, y le estamos muy agradecidos. Podría decirse, incluso, que es usted nuestro Santo Patrón.

Chueca, asintió azorado. ¿Qué podía decir si no: gracias? Les firmó varios autógrafos y después, se retiró maravillado. Ni siquiera le dejaron pagar la cuenta. Ardía en deseos de ver a Valverde, y contarle el extraño suceso que le había acontecido; y se preguntaba si sería abordado en alguna otra ocasión por más personajes de sus obras, como “La Menegilda”.

Esa noche, al irse a dormir, descubriría con más estupor, que en la cartera había nada menos que trescientas pesetas; un donativo de los “Tres Ratas”, al parecer fruto de la recaudación del día.

En el salón de té, los “Ratas”, contemplaban extasiados los autógrafos. El camarero les miraba de vez en cuando con ganas de pasarles la minuta.

-¿No nos habremos pasado con lo de las trescientas pesetas? –dijo “Canovitas”. Era un pellizco de los gordos; y yo me quería comprar un sombrero nuevo.

-No hay problema –respondió “El Piñata” –, tenemos todavía la tajada de hoy del “Gurriato”. A ver, paga.

“Gurriato”, se llevó las manos a los bolsillos, y luego abrió la boca incrédulo:

-¡Pero, qué diablos! ¡Me han robado la cartera! –y luego cayó en la cuenta–: ¡¡Maldita vieja!!

El relato de Martín – Como decía Gardel

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLIV – Como decía Gardel

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 15/01/2015

Nadia Boulanger había sido la primera en advertirlo. Tras ojear sus partituras por encima, se las devolvió torciendo el labio.

“Es interesante” le advirtió. “Pero me temo que ésa no es su voz. ¿Para qué quiere usted ser Igor Stravinski? Que yo sepa, ya existe uno en el mundo. ¿Por qué dos?”.

Trató de explicarle el impacto que había constituido para “La consagración de la primavera” y cómo su primitivismo había despertado sus ganas de crear, de partir de la destrucción purificadora del fuego para que reverdeciera en él una personalidad musical. Era algo de lo que había hablado en muchas ocasiones con su maestro Ginastera. Boulanger resopló:

“Pero usted ya era músico antes de todo eso. Y además, ¿no es argentino? ¿No proviene de ese maravilloso país de Gardel? ¡Pues escriba esa música!¡Haga tangos y déjese de consagraciones, petruchkas y pulcinellas!”.

¿Que hiciera tangos? ¿Pero no era al fin y al cabo un género arrabalero, un son de casas de mala nota? Al principio el consejo, o más bien orden, le desazonó. Pero cuando se puso a ello se dio cuenta de que Boulanger tenía razón. Los llevaba en la sangre y salían de él con la misma naturalidad con la que hablaba. Mejor aún, porque no era precisamente muy ducho en palabras. De hecho, toda la vida lamentaría no haberse atrevido a hablar antes con Gardel. Supo durante bastante tiempo de su estancia en Nueva York y se lo encontró en muchas ocasiones, cuando él sólo era un muchacho de trece años. Pero cada vez que pensaba en dirigirle la palabra, le entraba un temblor tal que le era imposible dominarse a menos que echase a correr y perdiera de vista a su ídolo.

Sin embargo, el destino los juntó al fin. Pidieron extras para el rodaje de El día que me quieras y allí fue a parar él, con su bandoneón. A Gardel le hizo gracia la forma en la que interpretaba. “Si tocás como un gallego. Vos no habés frecuentado mucho el mercado de Abasto en Buenos Aires, ¿verdad?”. Él se avergonzó. Era cierto. No podía disimular haberse criado lejos de la Argentina, en realidad era un estilo impostado. Hablaba el español sólo en casa, con cierto acento yanqui incluso. Se sentía extraño en aquel plató, con su ídolo riéndose de su forma de tocar. Pero Gardel lo animó y al final del rodaje le dijo:

“Tocá Arrabal amargo pero siguiendo mi voz, ya lo verás”. Y lo hizo. Plegó la sonoridad del bandoneón al prodigioso caudal vocal del “zorzal criollo” y ahí es cuando sintió que por vez primera el tango ya no penetraba sino que salía verdaderamente de él. Gardel lo abrazó emotivamente al acabar. Luego, visitaron juntos “Little Italy”, haciéndole él de intérprete. Y el genio abandonó luego Estados Unidos. Cómo lamentaba no haberse atrevido a abordarle antes.

Y ahora se veía en una nueva tesitura. Su amigo Albino Gómez lo invitaba al Metropolitan Club de Nueva York, con motivo de la presencia de Victoria Ocampo, que venía a presentar el Festival de Cine del Mar del Plata. ¿Y sabía lo mejor? Stravinski estaría entre los invitados.

-Tenés que venir y conocerle-le insistió Albino.

-¿Pero qué decís?-le replicó por teléfono. No estaba para bromas. Albino insistió. Con lo que le admiraba, ¿iba a dejar pasar aquella ocasión? Acabó aceptando a regañadientes. Y llegó el día. Había cientos de personas allí, lo que le tranquilizó. Decidió hacerse el huidizo entre las mesas de los canapés, pero Albino dio con él y lo cogió del brazo, llevándolo a un corrillo en cuyo centro se encontraba un anciano bajito y vivaracho, que arrancaba constantes risas de los demás. Era Stravinski. Albino se lo presentó. Stravinski, sin dejar de sonreír, le tendió la mano. La estrechó. Estaba un poco fría…¿O era que a él le había subido repentinamente la temperatura? El ruso inmediatamente le expresó su interés por la Argentina y su música, y recordó los tangos que él mismo había escrito, uno de ellos para La historia del soldado.

Él no dijo nada. No podía. Era peor que cuando no se atrevía a dirigirle la palabra a Gardel. Llegó un momento en que la locuacidad de Stravinski llegó al peligroso límite de la irritación por no obtener una respuesta. El genio soltó su mano…Los dedos que habían escrito La consagración.

-¿Este tipo es imbécil o qué?-susurró Stravinski en francés a uno de sus acompañantes, lo que él entendió perfectamente. Se dio la vuelta y salió corriendo de allí. Quizás masculló algo así como “Le admiro, maestro”. Pero en todo caso, cuando lo dijo, sólo pudo escucharle un camarero que recogía copas vacías de una mesa.

El disgusto fue tan grande, que estuvo sin coger el teléfono varios días, por si era Albino quien llamaba. No se equivocaba. Éste fue a buscarle a su casa.

-Sos un idiota y me has hecho quedar a mí como un boludo. Ya estás viniendo conmigo a verle a su hotel, antes de que se vaya a California.

Y fueron. Stravinski estaba avisado del encuentro y les aguardaba en el bar de su elegante hotel. Fingiendo admirablemente que el anterior encuentro no había pasado, se levantó y le dio la mano. “Me alegro de conocerle, ¿qué tal y bla bla?”. Pero él seguía sin poder emitir sonido alguno. Albino empezó a sudar copiosamente y el ruso ya daba nuevamente muestras de impaciencia. Ésta vez fue él el que se dio la vuelta airado, dispuesto a meterse en el ascensor. En esto, el apocado músico vio su salvación en el salón del bar. Un piano. Se sentó en él y empezó a tocar. Primero Arrabal amargo y luego sus propias creaciones. Si su boca no era capaz de transmitir lo que su alma experimentaba, por fortuna contaba con un lenguaje secreto, más poderoso que el inglés, el francés y el español juntos. Y ése, Stravinski lo comprendía muy bien. Cuando acabó de tocar se dio la vuelta y descubrió al viejo maestro conmovido, con las manos contraídas en un aplauso. Y le pareció advertir que por vez primera las tornas habían cambiado. Y es que si en su juventud él había deseado ser Igor Stravinski, ahora le estaba pareciendo que por un momento era Stravinski quien deseaba por unos instantes ser como Astor Piazzolla.

El relato de Martín – Entre las brumas

Rachmaninov

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLII – Entre las brumas

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 14/01/2015

-¿Dónde estamos? –preguntó el Músico.

-Dentro de su miedo –repuso una voz familiar.

-Doctor Dahl, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? –le preguntó.

-Yo no estoy ahí, sólo Usted. Es el miedo que ha levantado, como si fuese un Tipi indio. Y ahora, o no puede salir de él, o se siente demasiado cómodo dentro como para volver al Mundo. Descríbame cómo es ese miedo.

El Compositor titubeó.

-Aquí sólo hay bruma. No veo nada.

-Mírese las manos; esas sí las verá, al menos. Dígame cómo están.

-¡Tampoco las veo!

-Pues, muévalas; sienta sus dedos. Que la sangre discurra por ellos. Que respondan a cada latido de su corazón, como un pájaro en el nido que llamase a su madre. ¡Hágalo!

Lo intentó, pero ni siquiera podía sentirlos; debían estar entumecidos. En realidad, en los últimos tiempos, había dejado hasta de tocar el piano.

-No importa –repuso el Doctor Dahl–, estamos dentro de su miedo; de eso tenemos la certeza, al menos. ¿Hace frío?

-No, en realidad es incluso hasta cálido.

-¿Podría decirse que se siente a gusto?

-Pues…Eh… ¿Porqué no? Al menos nadie me hará daño aquí.

-Daño, dolor; ahí quería yo llegar. ¿Qué tal está su eccema nervioso? ¿Le sigue picando?

El Paciente meditó, y al tomar conciencia de que estaba padeciendo aquél eccema desde hacía meses, experimentó una comezón, que le devolvió a la naturaleza quebradiza de su envoltura humana. Sintió deseos de rascarse una vez más en las regiones afectadas de su piel; y al hacerlo, volvió a sentir sus enormes dedos materializándose en aquel vacío en el que se encontraba envuelto.

– ¿Para qué lo ha nombrado, Doctor? Ahora me vuelve a molestar.

-¡Perfecto! Ahí queríamos llegar. Profundicemos. Rásquese a conciencia.

-En serio. Ya sabe que me hago sangre, incluso.

-Rásquese hasta el hueso. No quiero exactamente la sangre; quiero que se abra la carne si es preciso, y extraiga de ella el dolor, su dolor.

-¡Doctor…!

Se rascó hasta que sintió un profundo ardor. Se estaba dejando en carne viva el antebrazo.

-¡Ya no puedo más! ¿De veras debo continuar?

-Continúe. El dolor es malo, cuando le permitimos hacernos daño. Es como una espada antigua de empuñadura de piedras preciosas, y filo de acero templado. Si está dentro de nuestras entrañas nos destruye, pero, si logramos sacarlo, no será si no una hermosa reliquia que podremos colgar de la pared del salón para mostrar a las visitas. ¡Sáqueselo, Sergei Vasilievich!

-No puedo. Es demasiado voluminoso como para sacarlo de un golpe. Incluso aunque mis manos sean grandes, no encuentro por dónde asirlo.

-Vamos a tomar entonces un atajo. Cambiemos de escenario. Regresemos a la Sala de Conciertos.

-No, no, no, no. ¡Eso no!

-Sí, Sergei Vasilievich. Sí. Está Usted en la Sala de Conciertos, otra vez. Tiene la batuta de Director en la mano, y observa desde el podio al Público. La Sinfonía ha terminado, y los asistentes no aplauden.

-¡Pero, si no era yo! Fue aquel idiota de Glazunov el que dirigía, y estaba borracho.

-Pero la Sinfonía es suya. Era una proyección de su Ser y de su Alma que ellos aborrecieron; y con ellos sintió que le repudiaban a Usted; por eso ya no se ve capaz de componer una nota más. Por eso no quiere saber nada de la Música desde entonces. Está en la Sala de Conciertos, Sergei Vasilievich. ¿Qué hacen?

-Me insultan, abuchean. Se levantan airados. ¡Oh, Dios! ¡Sáqueme de aquí! Por favor.

– No tan rápido. Mire, acérquese al piano que hay junto a la orquesta.

-¿De dónde ha salido? Antes no estaba aquí.

-Siéntese frente a él. Rehuya a la gente, porque la Sinfonía es la expresión suma de la Humanidad; pero el Concierto es Usted mismo; la voz sencilla de un hombre que trata de hallar su hueco entre la multitud. Pose sus dedos sobre el teclado. ¿Los siente?

-Los siento.

-Deje que todo discurra con naturalidad. Sí. Y si su dolor ha de materializarse musicalmente será hermoso, como todos los adagios; pero un Concierto tiene dos Allegros, ambos externos. La Melancolía ha de ir únicamente en el centro. Es un estado transitorio de una alegría a otra. ¿Lo escucha?

-Perfectamente, Doctor Dahl.

-Mire ahora a su alrededor; ¿qué ve?

La bruma comenzaba a disiparse. Sergei Vasilievich, ya no se encontraba dentro de la Sala de Conciertos; ni siquiera en la consulta del Doctor Dahl. Estaba en mitad del océano, en un pequeño islote apenas más grande que sus pies. Le dijo al Doctor lo que veía:

-Alce la mirada. ¿Qué se perfila en el horizonte? ¿No ve una costa rocosa; una tierra hostil a la mirada, pero muy probablemente acogedora en su interior?

–  Sí, es cierto, está ahí al fondo.

-Pues salte del islote, Sergei, y nade, no le importen las olas, ni el frío; alcance la costa. Escriba ese Concierto, y volverá a ser quien siempre ha sido. Ya tiene el dolor cogido por la empuñadura; arrójelo bien lejos para siempre de Usted. ¡Hemos vuelto, y esta vez nos quedaremos allí!

Sergei Rachmaninov, se desprendió del dolor, y lo lanzó al fondo del mar, donde se hundió sin dejar cicatrices en el agua. Comenzó a nadar con sus inmensas manos; llegaría a la costa, sí; podía hacerlo, porque, una vez más, se sentía con fuerzas para ello; y vaya que sí lo haría.

El relato de Martín – Un romance de Montmartre

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XLI – Un romance de Montmartre

Satie y Suzanne, las dos “eses” que podrían unirse en un beso. Un embrión de pasión embotellada. Se hubieran intercambiado los nombres y nadie se hubiese dado cuenta: Erik Valadon, y Suzanne Satie ¿Es que nunca te cambias el traje? ¿Es que nunca hablas por dentro de la boca? ¿Siempre por fuera? Si yo fuera esa boca, devoraría los silencios inútiles entre las palabras. Satie; sólo Satie. Yo no le gusto a la gente, y la gente no me gusta a mí. Nunca habréis visto un desequilibrado más ecuánime que yo.

Pianista de lupanar, reconvertido en intelectual de la música. En realidad, nunca dejó de escribir canciones de burdel, solo que las tocaba más lentas, como si fueran chistes verdes contados por Chopin. ¿No recordaba Suzanne aquella canción? Se la escuchó tocar a él, en el Auberge du Clou, en Bass Pigalle; el paraíso de la gente de “baja estofa”. Con sus lentes ahumadas, y su perilla cuidadosamente peinada, la punta fijada con goma; él era el profeta de aquellos artistas, con los codos de las chaquetas rotos.

Suzanne nunca había pensado en el “Profeta del Paraguas” más que en otros; estaba acostumbrada a que la mimasen los más selectos creadores. Toulouse Lautrec la había pintado de pie sobre un caballo en el circo Moliere.  Renoir la imaginó con ínfulas de jacinto y violeta. Y Degas le pidió que bailase para él, ante el lienzo, el “Pas de deux de la zapatilla desatada”.

Antes de que la pintase medio Montmartre, ya fumaba con los pies, se colgaba de un trapecio por la boca; y dejaba que, un ruso borracho, trazara su silueta con cuchillos. Todo aquello terminó el día que no calculó bien su famoso triple salto sin red. Lo lógico hubiera sido que se partiera en pedazos ante centenares de personas; pero en su lugar, se rompió una pierna, y perdió varios dientes. La sacaron en volandas de la pista, la sonrisa deshilachada, saludando a su público con el brazo desencajado.

Ahora era modelo de pintores famélicos. La llamaron Susana por rodearse de vejestorios, que babeaban en azul cian y magenta. Para los veintisiete años ya había hecho de todo, hasta un hijo, Maurece; fruto de una noche de absenta y cartas marcadas, con un español llamado Utrillo. Decidió entonces pasarse al otro lado del lienzo, y tomó los pinceles; y no le fue mal.

De las manzanas arrugadas, y los limones secos, no tardó en pasar a los desnudos. Le bastaba con plasmar el alma de sus modelos, y luego cubrirla de una traslúcida capa de piel. Cuando llovía, se hacía un auto-retrato, y refugiaba su mirada esquiva en la todavía fresca de su “Alter-Ego” de óleo.

Una noche, en el “Gato Negro”, se le acercó aquél tipo. Iba muy arreglado, pero el aliento le apestaba horriblemente. Le invitó a una copa para suavizarle la conversación. A las tres de la mañana, él se arrodilló tras colocar papel de periódico en el suelo, y le pidió matrimonio.

-Los curas duermen, y también los secretarios del juzgado –le replicó ella al músico majareta.

-Pero nuestros corazones saltan, y se retuercen como bistec en una parrilla –repuso él.

Le resultó divertido pero, cuando la besó, ya llevaba muchas copas y encontró su aliento dulce. Le pareció que nunca había hecho eso antes. No al menos de una forma libre; sin mediar un precio, o una orden.

-¿Nunca has estado con una mujer? –le preguntó sorprendida.

-Tampoco he estado en el Festival de Bayreuth –replicó él–. La vida son todas las cosas fascinantes que no hemos hecho; y, cuando las hacemos, va perdiendo, poco a poco, su encanto.

-Entonces, si sigues conmigo, a lo mejor te arruino la Vida –inquirió sagazmente Suzanne.

-Prueba a hacerlo –repuso–. Las vidas arruinadas están llenas de manchas de felicidad; igual que las cajas de bombones vacías.

Al día siguiente, montaron en las barquitas de los jardines de Luxemburgo. Él le regaló un collar hecho de salchichas, fabricado con sus propias manos. Después se la llevó consigo a un recital privado que ofrecían unos amigos; y ella, como una gatita dócil, de mirada fiera, se sentó a sus pies mientras interpretaba sus “Preludios flacos para un perro”. En ocasiones, el carácter canino de la obra, hacía que se le erizase el lomo, y él la calmaba acariciándole la cabeza: “ron, ron, ron,…”.

Decidieron retratarse mutuamente. Ella con su paleta; él al pentagrama. Fue la primera vez que no pintaba, ni desnudos, ni flores. Él encontró que lo sacaba demasiado cuerdo.

-Vas a lograr que un día me pongan en las enciclopedias junto a Bach, o Beethoven –dijo con verdadero temor–; cuando no soy más que un degenerado pianista de cabaret.

-No te encapriches conmigo –le decía ella entre risas–. Un día me iré; siempre me he ido.

-Ni tú conmigo –era su respuesta–. Un día me quedaré; siempre me quedo.

La llamaba de muchas formas cariñosas, entre ellas Biquí; y le escribía pequeños mensajes con frases musicales, que ella no podía leer; y que encontraba al pie de su cama, pegados en el techo, o a la lámpara.

-Buenos días Biquí, ¿se han secado ya tus alas? Si no es así te espero en el Café para dar un paseo por el Bois de Boulogne.

Un día Biquí dijo adiós. No hubo motivo alguno. Era tiempo de partir, y de ser amada por otro artista. Acaso ya había sacado cuanto podía extraerse de aquella relación. Cuando menos su mejor obra. Él también le escribió otras. Suzanne le dejó el retrato. Erik, prefirió guardarse sus partituras.

Dado que ella solía mantener amistades con sus antiguos amantes, no vio nada malo en volver a verle tocar en el Auberge du Clou; y fue allí una noche. Él se mareó y lo achacó a la bebida, escabullándose por la puerta de atrás del local, en mitad de la función. Al día siguiente, ella recibía una citación judicial a requerimiento de Erik Satie, que pedía a los tribunales una orden de alejamiento de aquella arpía. No volvieron a hablarse y cuando se encontraban por la calle, al fin y al cabo, Montmartre era su hábitat natural, cambiaban de acera.

No volvió Satie a amar a ninguna mujer. El día en que murió, y la humanidad penetró, al fin, en la “tumba egipcia”, en que había convertido su inexpugnable hogar; encontraron, entre otras cosas, el retrato de Suzanne, del que pendía una corona de flores secas, y dos obras musicales dedicadas a ella: “Bonjour Biquí”, y “Las Vejaciones” que, tal y como rezaba la partitura, debían de ser interpretadas, ochocientas cuarenta veces seguidas. Acaso las mismas que se repetía el nombre de ella cada noche a modo de mantra para lograr conciliar el sueño.

Ahora Satie, dormía para siempre un Sueño de trapecistas con alas, y barquitas de enamorados, flotando en el cielo con la misma mansedumbre que en el estanque de los jardines de Luxemburgo.

El relato de Martín – El hombre que no quería ser W.A. Mozart

Beethoven

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XL – El hombre que no quería ser W.A. Mozart

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 12/01/2015

A pesar de que no todos los días uno tenía el privilegio de ver a Mozart, el Joven no estaba nervioso; sus Valedores, en cambio, sí que mostraban cierta inquietud. Llevaban ya casi una hora aguardando en el lujoso salón de la enésima casa que “El de Salzburgo” había alquilado en Viena; esta vez en el barrio de Hasengrund. El Joven se levantó y examinó la estancia. Dominada por una imponente mesa de billar, sobre la cual había diseminadas algunas partituras manuscritas, no faltaban en ella los manuscritos más refinados, cristalería de Bohemia, y tabaqueras y otros objetos rematados en nácar. El Músico examinó la obra en la que Mozart estaba trabajando, era una sinfonía en Sol Menor; alguien le pidió que no tocase aquello, puesto que el Maestro era muy susceptible en lo referente a sus composiciones “sin terminar”; y dejó los folios, tal y como los encontrase, en la mesa.

Al poco llegaron otros visitantes con el mismo propósito: “un joven talento al que deseaban que el Maestro viera tocar el piano”. No había sillas suficientes en la casa para tanto suplicante, pero eso al primer muchacho le dio igual; en realidad, estaba deseando que aquello concluyera cuanto antes.

Mozart apareció al fin, con el rostro paliducho, salpicado de viruelas; y aquellos ojos, que no dejaban de moverse de forma irritante, como si quisieran saltársele del rostro, y vivir su propia vida; recordaba a un pájaro cabeceante. Su cabeza, además, era demasiado grande para aquel cuerpecillo, y daba la impresión de estar a punto de caérsele cada dos por tres.

Cuando le presentaron a los muchachos que aguardaban para mostrarle su talento, bostezó. Estaba algo resfriado, y su voz contribuía a reafirmar al Joven en su idea de “un ave caída del nido”. Mozart señaló al muchacho que había llegado en segundo lugar y le pidió que tocase él; naturalmente nadie se atrevió a protestar, puesto que era de origen noble. Mozart le dio un Tema, y luego el joven Aristócrata procedió. Al Muchacho venido de lejanas tierras, le pareció que su técnica era un poco rudimentaria, y lo que era más sorprendente, creyó detectar en Mozart un amago de bostezo, que disimuló acercándose un pañuelo a la boca. Al parecer, había salido de la cama muy a desgana, implorado por su Esposa; el Muchacho se fijó en Ella con detenimiento: no le pareció nada hermosa; y, de echo, su expresión era un poco de “lunática”; eso sí, no podía negarse, que hacía buena pareja con Mozart, aunque ella fuese tan oscura, y Él tan blanco.

Cuando acabaron de despachar al joven Aristócrata, con todos los parabienes del mundo, Mozart prometió buscar tiempo para darle clases; y, curiosamente, ahora era el turno del otro Muchacho. Ahí, “El de Salzburgo” torció el gesto:

-¿No podríais venir otro día? –preguntó– Tengo muchísimo trabajo pendiente.

Los Valedores del Joven, le recordaron que era Hayden quien lo enviaba, a lo que Mozart replicó:

-¡Caray con el viejo Papá! ¡En fin! Todo sea porque aún no me ha perdonado la sonata que le toqué con la nariz.

Y mandó al Muchacho que tocase algo; lo que fuera. Éste, molesto por su indiferencia, no pudo evitar endurecer las facciones, aunque fuera por unos instantes. Esto irritó algo a Mozart, que se sonó ruidosamente las narices.

-A ver –le dijo–; improvísame sobre esto.

El Joven tomó asiento al piano, y por unos instantes convirtió milagrosamente aquella estridencia en una frase musical. Pero… ¿Cómo continuar aquello? Y entonces tuvo una brillante idea: introdujo el tema principal del “Andante de la Sinfonía en Sol Menor”, en la que Mozart estaba trabajando. Éste dio un respingo al escuchar aquello; y luego miró a la mesa de billar y comprendió. Pero, al escuchar la improvisación que el Joven desarrolló, sus facciones se relajaron. Una vez hubo concluido, mucho más amistoso, abrazó al Chico.

-¡Qué bien! –le dijo– Reconozco que me has pillado por sorpresa. Tienes un gran futuro, te lo aseguro. Pero no divulgues este Tema por ahí. ¿Eh?

Lo lógico hubiera sido corresponder aquella muestra de aprecio, pero el Joven no podía; en realidad, aborrecía a Mozart desde su más tierna infancia. Desde que su Padre, el cantor “borracho” de la Capilla de Bonn, se empeñara en hacer de Él un segundo Mozart; pero por desgracia Él, no era un segundo Leopold, y por eso convirtió sus años mozos en un verdadero infierno.

Lo encerraba días enteros, obligándole a practicar al piano; a escribir incluso obras como un Concierto para Piano, que sonase a Mozart; y así, lo había paseado por las Cortes vecinas a la de Bonn, tratando de exhibirlo como un “fenómeno de feria”. Incluso llegó a afirmar que tenía dos años menos de su edad, para que impresionase más.

Y sin embargo, Mozart, sólo había habido uno; concretamente, aquel pasmarote, que tenía delante. Y, cuando no impresionaba a los demás tanto como su Padre hubiese querido, éste le golpeaba sin piedad, y lo dejaba sin comer durante días.

-Necio –le decía–. O hago de ti un genio, o acabo contigo.

Al final, el único aliado con el que pudo contar para que su progenitor no materializase esta última amenaza fue el alcohol, que fue, poco a poco, minándole, hasta convertirle en un despojo que profería improperios en un rincón.

Mozart lo miró de arriba abajo. Ahora entendía porqué nunca había querido ser como él. El de Salzburgo, debió de darse cuenta de que algo tenía en contra suya el de Bonn; porque, cuando le propusieron que le impartiera clases, replicó:

-No tengo tiempo. Id donde Salieri; seguro que él se las da gustoso.

Tres años después, Mozart murió; y por fin dejaron de comparar al Joven con él. Con el tiempo se convertiría en Ludvig Van Beethoven; y aunque llegó a escribir variaciones sobre obras de Mozart, y admiraba su música; nunca dejó de guardarle resentimiento por su infancia arruinada. Por eso, cuando le preguntaban quien era el mejor músico de todos los tiempos, respondía sin dudar:

– Haendel. Eso sin duda; y ante su tumba me descubro.

El relato de Martín – Chocolate amargo

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron

Capítulo XXXIX – Chocolate amargo

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 09/01/2015

El día que se presentó ante el Cabildo Catedralicio se quedaron sorprendidos. Hasta aquel instante algunos habían supuesto que era mudo, pues nunca le escucharon antes articular palabra alguna. El Canónigo Dussolier, lo recibió en su despacho, justo cuando estaba a punto de merendar un gran tazón de chocolate. Él nunca lo había probado pero, encontró el olor deliciosamente tentador, como una corriente de cálida sensualidad que penetrase por sus vías nasales, hasta lo más recóndito de su mente. En cambio, cuánto frío hacía siempre en el órgano de la Catedral.

-¿Qué demonios quieres? –le espetó el Canónigo, mojando un bizcocho en el chocolate.

Farfulló algo de irse a París, a imprimir no se qué. Por lo menos, eso es lo que Dussolier creyó entender; porque hablaba con los labios hacia dentro, como devorando las palabras a medida que las trataba de articular. Parecía un solemne idiota; sin duda, tenía que serlo.

-¿Qué dices de París? ¿Es que te has creído el Duque de Orleans? Tu puesto está aquí, donde tienes ya bastantes obligaciones.

Cierto; además de organista de la Catedral, y encargado del mantenimiento del órgano, era director del Coro de Niños, y otras tantas funciones más. No le daba permiso para ausentarse.

El pobre diablo insistió. Costaba tanto entenderle, que si hubiera dicho que era él, en lugar del Canónigo, quien hablaba con la boca llena de bizcocho. Lo que quería era, no ausentarse, si no que lo liberasen de su contrato.

Dussolier estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero se contuvo, y adoptó una pose severa como correspondía a su dignidad. “¿Qué tontería era esa? Su lugar estaba allí. Cumpliendo sus deberes. Tenía un contrato que le obligaba a cumplir con sus funciones durante diecinueve años más y, si lo incumplía, podría ser multado. Las Autoridades le impedirían salir de la ciudad; e incluso, si se ponía tonto, podría ir a la cárcel. ¿Estaba claro?”

El Organista se retiró sin decir más, cosa que Dussolier agradeció.

Satisfecho por haber resuelto tan prestamente aquel contratiempo, el Canónigo hizo sonar una campanilla para que acudiese su criado. Le apetecía otra taza de chocolate.

El primer síntoma de que “algo” pasaba se produjo cuando, durante el domingo siguiente a Pentecostés, en el que de repente se escuchó al órgano fallar en dos notas durante la Liturgia. En realidad, algo así no hubiera tenido la menor importancia pero, el Obispo, Bochard de Saron, se encontraba en ese momento consagrando la Sagrada Forma con los brazos alzados; y, “sospechosamente”, las notas falladas confirieron otra dimensión al momento. Sonaron muy similares al flautín de reclamo del mercado; y acaso los Fieles, entendieron que el orondo Obispo, se asemejaba a un carnicero elevando una oca para mostrarla a los posibles clientes, en lugar de ser quien era, con el Cáliz de vino, que era lo que estaba sujetando en ese momento. Se produjeron algunas toses en los concurrentes, que no pretendían si no ahogar las risas. Dussolier quiso pensar que era una coincidencia.

Días después, durante la solemnidad de la Santísima Trinidad, sucedió algo todavía más inquietante: el Obispo Bochard, estaba en la cúspide de su sermón, cuando el órgano empezó a sonar de improviso, lo cual nunca sucedía durante la elocución. Trató entonces de hacer sonar su voz por encima del instrumento; pero, cuanto más la alzaba, más se elevaban a las alturas celestiales las cristalinas sonoridades emitidas por los tubos del instrumento. La competición entre el verbo imperioso del Obispo, que ya resultaba imposible escuchar por los feligreses y el órgano, cuando Dussolier mandó furioso al Sacristán:

-Dile a ese idiota que deje de tocar –ordenó.

Y la orden surgió efecto, y tanto, porque el Organista se levantó y se largó; dejando sin acompañamiento el resto de la Liturgia, lo que nadie recordaba que hubiera sucedido jamás allí. El Obispo mandó llamar al Canónigo, al cual aplicó tal reprimenda, que éste se apresuró a buscar al Organista. En un principio pensó en llamarle animal, asno, y plantearle todo tipo de amenazas; pero luego llegó a la conclusión de que con “acémilas” así, había que aplicar el tacto. En su lugar, le invitó a compartir una taza de chocolate con él. El Músico aceptó; y, a juzgar por su expresión bobalicona, encontró delicioso aquel manjar nunca antes probado por él.

-Escucha –le dijo Dussolier–, creo que últimamente has trabajado demasiado; así que estoy dispuesto a…; si te portas bien, concederte una semana de permiso; pero luego volverás aquí, a seguir con lo de siempre. Eso sí, si quieres el permiso, tienes que cumplir durante la ceremonia del Corpus Christi, y sin tonterías. ¿Qué me dices?

El Organista farfulló algo con la boca manchada de chocolate; ¿estaba asintiendo? Le hizo señas de que se marchase ya, sin importarle que aún no hubiera acabado de darle buena cuenta del tazón.

El sábado siguiente, que era el Corpus Christi, todo era expectación; no solo para Dussolier, si no para el Obispo y toda la Feligresía, ya al tanto de que algo pasaba entre el Cabildo y el Organista. La ceremonia comenzó sin aparentes complicaciones; pero, llegado el momento de la Consagración: el órgano estalló en un pandemónium de cacofonías, en estridencias, y notas atropelladas que, por un instante, hubo quienes temieron que las preciosas vidrieras multicolores de la Catedral, estallaran en pedazos.

Estaba claro que algo así ya no podía ser si no fruto de la “mala sangre”, y no del nerviosismo, o la ofuscación. Toda la atención de los presentes, se derivó hacia el órgano y, hasta el propio Brochard de Saron se olvidó del texto de la Liturgia. La burla duró diez minutos, que fueron los que Dussolier necesitó para buscar dos guardias que sacaran a empujones al irreverente Músico de la Catedral.

Al día siguiente, se decidió el despido fulminante de Jean-Philippe Rameau como organista, lo que le dejó vía libre para ir a Paris a publicar su tratado de armonía. En compensación, quiso ofrecer una última Liturgia al Cabildo, pero ésta fue rechazada; no porque tuvieran dudas de que fuera a hacerlo mal una vez más; por el contrario, el espantoso recital ofrecido aquella mañana de Corpus Christi, no hizo si no confirmar al gran artista que perdían; y es que, sólo un músico extraordinario, hubiera sido capaz de tocar tan “acertadamente” mal, y con demoníaca irritabilidad, el noble instrumento de la Catedral de Clermont-Ferrand.

El relato de Martín – La carta

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Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XXXVIII – La carta

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 07/01/2015

Mojó la pluma en tinta, y los labios en vino francés. Estaba sólo, como nunca lo había estado antes. Él, al que las multitudes aclamaban cuando su carruaje penetraba en las murallas de las grandes capitales europeas; al que Príncipes y Reyes se llegaron a disputar, lo mismo que a la más preciada pieza de caza, o el más famoso de los cocineros. Sólo y desconcertado, en aquel cuchitril de París.

Decían que la capital francesa era la ciudad de los sueños, y que después de visitarla, uno podía morirse ya en paz; pero, en modo alguno, hubieran podido esperar que sucediera, especialmente cuando quedaban tantas cosas por hacer; tantos conciertos, obras que presentar a los impresores más prestigiosos, encargos que recibir de los más destacados visitantes de Versalles. Y ahora, todas sus esperanzas se habían evaporado con la misma evanescencia que una tenue llama ante un soplido sin esfuerzo. Así de frágil era la carne, y acaso el día que a él le llegase la hora, bien pudiera sucederle así, con una especie de sueño tembloroso en el que los sentidos se desvanecieran sin dolor.

Los últimos días, Ella ya no había podido siquiera escuchar sonido alguno, pero aún así le pidió que tocase algo para hacerle más llevadera su agonía; y dado que en aquella horrible pensión no había teclado alguno, lo que le obligó a componer directamente sobre papel. Tuvo que pedir prestado un violín. Odiaba aquel instrumento, sí; pero en casos de necesidad como aquél, resultaba útil. Lo había aprendido a tocar a los cinco años, sin esfuerzo alguno; únicamente observando a su Padre.

Todavía podía recordar las lágrimas de emoción de Ella, la tarde en que pidió el instrumento, que apenas podía sostener sobre sus escuálidos hombros; y reprodujo de memoria las partes del primer y segundo violín de un cuarteto de Stamizt que habían estado tocando. En realidad, no entendió el porqué de tanto alboroto, Stamitz no tenía ninguna complicación para Él.

En ese sentido, era difícil sorprenderle, por no decir que imposible; pero tenía que reconocer, que lo que estaba pasando le descolocaba por completo. Aquello no podía estar sucediendo. Se arañó la frente. Pellizcó con sus nudillos; y hasta metió la cabeza en una jofaina de agua fría. No aguardaba si no el instante en que pudiera despertar de la pesadilla. Le daba igual hacerlo en Mannheim, en casa de la encantadora familia Weber, a la que había conocido recientemente; o en Salzburgo, despertado por los impacientes apremios de su Padre. En cualquier parte menos en aquella habitación, con Ella aún envuelta en un extraño hábito; las manos al pecho, una cruz y un rosario entre los dedos; sobre un jergón miserable, traspasado por hebras de la paja. Durante los últimos días no dejó de quejarse de que éstas le rasgaban la piel, he hizo todo lo posible por paliar su sufrimiento; dio la vuelta al jergón, lo envolvió en su propio abrigo, incluso hasta trató de recortar las hebras con una tijerita, pero fue inútil. Se quejó como era lógico en alemán; pero, los perversos dueños de la pensión, fingieron no entender lo que era a todas luces evidente; incluso llegaron a tratar de echarlos de allí, para que la muerte no se produjera bajo su techo; pero eso ya fue demasiado, y ahí Él sacó el carácter fuerte de su Padre, que ignoraba que pudiera pasar más allá de lo musical, y los echó a empujones de la habitación, blandiendo un bastón.

Los dejaron entonces tranquilos.

Por desgracia, los compromisos adquiridos eran ineludibles porque, de algún modo, hubieran podido permitirse siquiera miserable estancia si no daban los recitales apalabrados. Y tuvo que ir; y cada vez que acababa, las lágrimas le nublaban la vista de tal manera, que pedía a alguien que le tomase del brazo, y le sacara de la estancia. En cada ocasión en que regresaba a la pensión, vivía con la angustia de encontrársela allí, sin haber podido despedirse de ella; pero al volver a verla, en medio de las convulsiones que evidenciaban que la vida aún no había abandonado aquel frágil cuerpecillo, sentía regresar por unos instantes la esperanza, para retornar luego al desánimo.

Una tarde, alguien le mandó un sacerdote que hablaba algo de alemán, le dio la extremaunción; cuando éste se hubo marchado, Él se dio cuenta de que ya no le quedaba más que una cosa. Le dijo adiós de noche, sin ruido, tras haber tomado la mano de Él en la suya, y acercársela al vientre donde una vez lo hubo albergado; luego, su cabeza cayó sin ruido.

Habían pasado dos días desde aquello, y la impaciencia de los Dueños del hostal era palpable. Él se encerró, dándole ya igual un concierto que tenía que dar, no recordaba dónde, y para no sabía que Conde imbécil, y trató una y otra vez, de acercar el cálamo al papel:

“Querido Padre…”. Comenzaba siempre. Escribió esa frase, no menos de cincuenta veces, pero luego acababa arrugando el folio. Llegó un momento, en que sólo le quedó una hoja de las que llevaba en el equipaje para componer. Tendría que rendirse a la evidencia.

– <<Extraño sino>> –se dijo.

Haber  escrito ya a sus veintidós años diez óperas treinta sinfonías, quince conciertos; más de veinte sonatas, una docena de divertimentos, y decenas de obras más; y no ser capaz de poner sobre el papel las siguientes palabras: “Padre; Madre ha muerto”.

No, no podía hacerlo. Sabía que él le culparía por ello:

-<<No has sabido cuidar de Ella. Siempre serás un niño. ¿Qué harás el día que no esté yo?>>

Llamaron otra vez a la puerta. Había empezado a entender algo el francés, a fuerza de oírlo gritado:

-¡Va a oler aquí! –creyó que le decían–. ¡Márchese de una vez! ¡Y llévese ese cadáver!

Suspiró. Tendría que decirle misa en una lengua extraña un sacerdote que no la conociera; y no podría visitar nunca su tumba, para la cual ignoraba de dónde sacaría el dinero. En un cementerio a miles de kilómetros de Salzburgo.

Le vino entonces a la mente el nombre del buen Abad Bullinger de Salzburgo; un hombre pío y de verbo envolvente. Él podría decirle a su Padre lo que había pasado. Prefería morir junto a Ella, antes que escribirle directamente a él. Con esa idea en mente, logró que sus dedos recuperaran el pulso, y comenzó al fin la carta:

“Querido Abate, me hallo en París, en medio de una trágica circunstancia, de la que espero que Usted de cuenta a mi Padre, Leopold Mozart”.

El relato de Martín – La polka de los pasteles

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Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Relato XII – La polka de los pasteles

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: “Sinfonía de la Mañana“, por Martín Llade. 06/01/2015 (reposición de noviembre 2014)

El joven Pablo estaba desesperado, su madre necesitaba con urgencia el medicamento para calmar aquella acuciante tos, pero no tenía forma humana de reunir las dos pesetas que costaba. Sus amigos le prestaron cuanto llevaban encima, y apenas juntó treinta céntimos, trató de buscar algo que empeñar, pero la maldita tos ya se había llevado consigo las cortinas, y las sábanas de la casa, además de una sartén, los zarcillos de la abuela y un mantón de Manila.

En el patio de la corrala se encontró con “ ElTieso”, un vecino suyo con el que no se “llevaba”. Éste pasó a su lado, y le retuvo por un hombro, y sin mirarle a la cara, le susurró al oído:

-Irás a Alcalá, 104; y esperarás allí hasta que salga un viejo asomándose al balcón del segundo piso; haz que te vea; pero, no se te ocurra ir contando esto por ahí.

Luego, “El Tieso” se marchó sin decir más. Pablo, escamado, decidió hacerle caso, más que nada porque ya no encontraba ninguna solución. Se sentó en la acera que estaba enfrente del citado número de Alcalá, y, tras hora y media sin que nada sucediera estuvo a punto de marcharse; en esto, apareció el viejito en cuestión, con su tupido bigote en forma de gaviota y su corpachón moldeado por la buena vida, se hubiera dicho un General en su dorado retiro, y sin embargo, se movía con cautela gatuna, como si todavía esperase una ocasión más de volver al campo de batalla.

Una vez hubo comprobado que no le observaban desde el interior de su vivienda, recorrió la Calle de Alcalá con la vista hasta que reparó en él. Le hizo señas de que se situara bajo su balcón.

-¿Quién eres tú? –le preguntó el hombre, tratando de no alzar mucho la voz–. ¿Dónde está “El Tieso”?

Le explicó que era “El Tieso” quien le mandaba. Esto no pareció tranquilizar mucho al anciano que se atusó los bigotes pensativo y luego le dijo:

-Sea. Tú también pareces de fiar. ¿Conoces el número 96 de la calle Duque de Sexto?

Respondió que no lo situaba. Con cierta impaciencia, el hombre dibujó en el aire un plano de la calle y le indicó cómo ir lo más rápido posible.

-No debes pararte a hablar en el camino con nadie; y lo que es más importante: si te preguntan allí para quién es lo que vas a coger, les dirás que para tu abuelo.

El hombre sacó un paquetito de su bolsillo y se lo arrojó discretamente. A Pablo se le escurrió entre los dedos, y casi se coló por el hueco de una alcantarilla. El anciano, nervioso, miraba una y otra vez al interior de la vivienda.

-Nos van a descubrir. Vete ya– le insistió.

Pablo no tardó en encontrar el número 96 de Duque de Sexto, pero, para su sorpresa, no era ni un tugurio tabernario, ni tampoco una biblioteca, punto de encuentro propicio para espías o gentes de mala idea. Era una confitería llamada “La Deliciosa”, y no querían dejarle pasar, debido a su aspecto pero mostró las monedas que venían con el pequeño paquete que incluía un escrito.

El dependiente, lo leyó, y luego seleccionó varios pasteles de los anaqueles. Luego, comentó con sorna:

-¿No te habrán mandado de Alcalá, 104, por casualidad?

– No, no, no. Son para mi abuelo –replicó él.

Pablo volvió corriendo con la bandejita de pasteles. Allí lo aguardaba impaciente el hombre ojeando nerviosamente su reloj. Le indicó que le tirase el insólito contrabando. A pesar de su edad y su abotargamiento físico, cogió al vuelo la bandejita que se apresuró a abrir. Sin pérdida de tiempo, empezó a engullir con un ojo puesto en las sensuales formas de los bollos de crema, las ensaimadas y los borrachos y el otro en el interior de su vivienda. Dejó un solo pastel que arrojó a las manos de Pablo. Era un buñuelo con nata.

-Pruébalo –dijo–. Es delicioso.

Pablo lo miró impotente. ¿Ése iba a ser su pago? ¿Para eso había perdido casi dos horas del tiempo que tenía que haber estado buscando una forma de pagar el maldito medicamento?

Se comió el buñuelo entre lágrimas.

-¿Qué pasa? –dijo el hombre– ¿Es que se ha agriado la nata?

-No –quiso decir–. Es que mi madre, mi madre…

El viejecito suspiró.

-Sois todos iguales. ¡Anda golfo! Que ya eres muy mayorcito para andar hecho un madaleno. Suénate los mocos y vete de mi vista.

Y le arrojó un pañuelo desde el balcón. Pablo estuvo por mandarle “al diablo”, pero lo tomó. Al desenvolverlo, por poco se le cae también por la alcantarilla una pequeña forma plateada, que no era si no, ¡un duro!

Y ya levantó la vista para agradecérselo al hombre, pero éste había desaparecido del balcón. De haber sabido leer, hubiese podido apreciar que las iniciales bordadas en el pañuelo, eran una “F” y una “C”.

Federico Chueca, se sacudió las migas de los labios, y muy feliz, se sentó frente al piano de su salón. Comenzó a improvisar una alegre melodía. Su esposa, Teresa, dejó el bordado que tenía entre sus manos, y se le acercó.

-Pronto estará la cena, “Fede”. Ve lavándote las manos.

-¿Y qué cenamos hoy? –preguntó sin entusiasmo.

Ella repuso que Repollo hervido. La cara de él fue un poema. Ah, no “Fede”, ya sabes lo que dijo el médico, con tu azúcar tenemos que cuidarnos. A mí me duele, sobre todo por ti, pero con la salud no se juega.

– Sea, pues; nos cuidaremos –se resignó él.

-Por cierto –dijo Teresa–, ¿qué es esta pieza? Nunca te la había oído tocar.

-Huumm. Una cosita que se me ha ocurrido en el balcón. La llamo: “La Polka de los Pasteles”.

-¡Ah! Ya te dije que tomar el aire te sentaría bien –sonrió ella.

– Sí –suspiró Chueca–, yo creo que, hoy por hoy, me moriría si tuviéramos que vivir en un piso sin balcón.

El relato de Martín – Un paseo por Leiden

Mahler

Autor: Martín Llade – Transcripción: Phineas Theron – Dibujo: Javier Castiella

Capítulo XXXVII – Un paseo por Leiden

Texto extraído íntegramente del programa de RNE: «Sinfonía de la Mañana«, por Martín Llade. 05/01/2015

En alemán, la palabra “leiden” significa sufrimiento; pero es también el nombre de la ciudad holandesa, en la que el eminente Doctor se hallaba de vacaciones. Por ese motivo, le fastidiaba que aquel histérico Director de Orquesta le enviara un telegrama urgente, pidiendo una sesión con él.

-<<Estoy desesperado>> –suplicaba.

Aceptó entonces una cita, pero debían ajustar horarios. Podían verse, apenas tres horas, el veintiséis de agosto; a fin de que el Músico no tuviera que renunciar a sus compromisos.

Fue a recogerlo a la estación de tren, y le propuso que dieran una vuelta a pie por la parte antigua de la ciudad. Visto de cerca, lejos del oropel del podio de Director, el Músico destacaba por una tez rojiza, que le daba un aspecto de extrema delicadeza; como de vasija antigua recién desenterrada a punto de romperse el primer rayo de sol.

-Usted dirá –le animó a hablar.

Y el Compositor habló. Le sorprendió descubrir que no pronunciaba bien las “erres”; lo que le daba cierto aire trágicamente cómico a su discurso.

-Verá, mi esposa…

Y  le contó todo: desde la aventura de ella con el joven arquitecto, a las frecuentes discusiones; a los reproches por haberla arrinconado, como si fuera un jarrón; hasta su poco recomendable amistad con Zemlinsky, o lo mucho que dependía de sus padres; especialmente de su padre. El Doctor, tomó nota mentalmente de todos aquellos detalles, y luego preguntó “a bocajarro”:

-Hábleme de su Madre.

-¿Y qué tiene que ver mi madre con esto? –inquirió receloso el Compositor.

-¿Era una mujer alegre?

-Mi Madre, era alegre cuando había alegría.

-¿Y no siempre la había?

-No.

-Hábleme de un día en que su Madre fue infeliz por culpa de Padre.

El Músico le miró con la misma expresión que le hubiera ocasionado un desgarro interior; luego, apianando la voz, rememoró un día de su infancia en el que hubo una gran discusión; tan fuerte, que sus hermanos pequeños se pusieron a llorar; y a los gritos, les siguieron piezas de vajilla reventando contra las paredes. Y él, en lugar de defenderla, salió corriendo, y en el camino se encontró a un organillero que tocaba una canción: “Oh! Du lieber Augustin”.

No pudo evitar tararearla mientras lo recordaba. La canción, le había hecho sentirse infelizmente alegre, tristemente dichoso; como un terrón de azúcar escondido en una cucharada de aceite de ricino. Una forma perversamente deliciosa de placer, dentro del más estricto dolor; igual que el día en que llamó a la puerta del Arquitecto. Él, que se había visto como un Jesualdo furibundo, dispuesto a destrozar al amante de su mujer, se sorprendió gratamente al llamar a su puerta y encontrar a un joven de facciones agradables, y modales exquisitos.

Y no pudo evitar, ni aún en medio de los amargos reproches que le dirigió, sentir que aquel muchacho, el arquitecto Oropius, parecía idóneo para ella: culto, refinado; y, a pesar del pecado cometido, de corazón noble. Alguien de quien inmediatamente intuyó que cuidaría de Alma el día que Él faltase; y, a juzgar por el estado de su corazón, quizá no faltara mucho para ello.

Se había despedido del Arquitecto como si se tratase de un viejo amigo; tras lograr de éste, la solemne promesa de no volver a las andadas; al menos mientras Él siguiera en éste mundo. Y, tras este encuentro, no se le ocurrió otra cosa que silbar: “Oh! Du lieber Augustin”.

El Doctor encontró aquello de lo más interesante.

-¿Le parece a Usted normal todo esto? –le preguntó el Músico.

-¿Y qué pasó después? ¿Cómo fue el primer encuentro con Ella, después de haberse enfrentado a su amante?

El Compositor suspiró. Cuando se casaron, le había prohibido que Ella siguiera componiendo; no era algo que la gente fuera a ver bien. Y Ella obedeció. Decidió entonces rescatar algunas de las canciones compuestas por Alma, y se las mostró, animándole a volver a crear; a tratar de recuperar parte de aquella alegría que, de alguna manera, se quedase en el camino durante sus años de matrimonio; especialmente, tras la muerte de la pequeña María, la hija mayor de ambos.

Y Alma, había llorado de alegría al sentir que Él le devolvía una parte de su personalidad, custodiada bajo llave durante demasiado tiempo.

-Interesante. Interesante –volvió a recalcar el Médico–. Y al hacerlo, ¿no se sintió Usted un poco como su Padre?

¿Su Padre? El Músico se mostraba cada vez más abrumado. El Especialista, le brindó al fin su conclusión:

-Usted ha buscado toda la vida una mujer que, de alguna manera, fuera dependiente del dolor; exactamente igual que lo fue su Madre con respecto a su Padre, y la halló en Alma; pero, por otro lado, Alma experimentaba la misma fijación hacia su propio Padre; y por eso, sólo podía hallar la felicidad en un hombre que le recordarse a Él, esto es: Usted.

Habían recorrido todo el casco antiguo de Leiden. Si no desandaban rápidamente lo andado, Él perdería su tren de regreso. Se encaminaron a la estación.

Ambos se despidieron con un formal apretón, con la sensación certera de que no volverían a verse. Cuando el tren hubo partido, Sigmund Freud, encendió un pipa, y decidió regresar a pie hasta su hotel, muy satisfecho, pues creía que, a pesar de la rapidez del encuentro, había logrado que su paciente realizara grandes progresos.

Mientras, en el tren, Gustav Mahler, contempló por la ventanilla la silueta de la ciudad de Leiden, “sufrimiento” en alemán, siendo devorada poco a poco por el horizonte; y pensó a su vez sobre su encuentro con el eminente “Padre del Psicoanálisis”:

<<Este tipo está para que lo encierren.>>