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El cuento Edu :: La canción de Manyi

La canción de Manyi

Nayah y Manyi eran amigas y eso a la gente no le parecía bien.

Porque Manyi era de los bayaka y Nayah era bantú.

Antes la gente llamaba pigmeos a los bayaka, eran mucho más bajitos que los bantúes y muchos bantúes los maltrataban.

Por eso a Manyi le decían que los bantúes no eran buenos. La niña sabía que había bantúes malos pero no Nayah. Nayah era buena, le escuchaba y le ayudaba. Y cuando alguien llamaba pigmea a Manyi, se enfadaba y la defendía.

Las dos vivían en Camerún al borde la selva. Una selva que se alejaba cada vez más por la mano del hombre.

Esta historia, que puede haber ocurrido o puede que ocurra alguna vez, empieza una mañana lluviosa. Llovía como si las nubes no tuvieran otra cosa que hacer. Como si dijeran: “Mira, esas niñas se aburren. Vamos a mojarlas”.

Pero Manyi y Nayah no se aburrían, hablaban. Se habían metido debajo de un tejadillo de chapa y el ruido de las gotas era tan fuerte que pareciera que la lluvia se reía de ellas.

-Es raro -dijo Nayah-. Sueñas con tu abuela y te habla. Es raro.

-¿Tú crees? -preguntó Manyi.

-¿Y cómo sabes que es tu abuela? ¿Te lo ha dicho?

-No, pero yo creo que lo es. Sabe mi nombre y el de mi madre y el de mi padre y me llama como me llamaba mi abuela.

Nayah sacó la mano a la lluvia y dejó que se mojara.

-Manyi, los muertos no hablan en sueños.

-En mi sueño sí.

-¿Y qué te dice tu abuela?

-No. En realidad no me habla. Me canta.

Nayah miró a su amiga.

-¿Y… qué te canta?

-No sé. No conozco esas canciones -Manyi estaba pensativa-. No sé si hablar con mi madre. Pero tiene tantos problemas: los pequeños y el huerto y…

-Podemos hablar con el viejo Massango -propuso Nayah-. Tu gente dice que es un viejo muy sabio.

Massango había sido el jefe de los bayaka en los viejos días. Había salido a cazar a la selva. Incluso se enfrentó a los mineros y a los madereros cuando llegaron. Hoy se sentaba en la puerta de su choza, murmuraba y agitaba la cabeza sacudiéndose pensamientos de tiempos más dulces. Las madres les llevaban a los niños y Massango les asustaba con el espíritu del elefante o la mirada de la mamba negra.

Como había dejado de llover las dos niñas se acercaron a verlo. Estaba sentado como siempre, junto a su choza, aunque hoy estaba solo. Las niñas le saludaron con respeto. Él las miró con su único ojo sano. El otro lo perdió cazando elefantes… o al menos eso contaba él y ya no había nadie tan viejo que pudiera decir lo contrario.

-¿Qué queréis, niñas? ¿Queréis saber de aquel cocodrilo que salió del río buscando un hombre sabio y volvió sin hallar ninguno?

Y habló y habló y las niñas escucharon y escucharon.

Finalmente el ojo brillante y astuto de Massango se clavó en las dos amigas.

-Traéis una pregunta -señaló a Manyi-. Y tú eres quien la trae.

Manyi asintió y contó todo lo de su abuela y sus sueños al viejo jefe. Cuando terminó, el anciano suspiró y asintió.

-Nadjela, la de los pies ligeros.

El único ojo de Massango miró hacia atrás, muchos años hacia atrás y se humedeció. De pronto se volvió a Manyi.

-¿Tú escuchas a Nadjela?

Con un saltito Manyi tragó saliva.

-Claro que la oigo.

-No. No es lo mismo. La oyes, pero ¿la escuchas? Escucha lo que te dice tu abuela. Te está pidiendo algo.

-¿El qué?

-Lo sabrás cuando la escuches.

Noche tras noche, Manyi se esforzó en escuchar en su sueño. Y una mañana se despertó de golpe. No podía esperar a ver a Nayah. Por fin terminó sus tareas y su madre le dijo que podía irse. Así que Manyi corrió en busca de su amiga.

-¡La selva! -exclamó Manyi sin respiración.

-¿Cómo? -Nayah dio un salto del susto que se llevó.

-¡La selva, la selva! -repitió Manyi-. Mi abuela quiere que vaya a la selva.

Nayah miró a su amiga como si se hubiera vuelto loca.

-No puedes ir a la selva. Tú sabes que…

-Voy a ir.

-¿Seguro que has escuchado bien a tu abuela? Es muy peligroso. No debes, lo sabes. No y no. No puedes. Ya está…. Está bien. Iré contigo.

Manyi sonrió.

-Gracias. Al menos una parte del camino. Luego seguiré sola.

La mañana siguiente llegó con tanta lluvia como si no quisiera que las niñas entraran en la selva. Pero no, un rato después paró de llover e incluso el sol se asomó a mirar qué pasaba. Manyi y Nayah planearon el camino. Tenían que evitar a los mineros y a los madereros y también a los guardas forestales, que les daba por golpear antes de preguntar. Estaban nerviosas pero nadie pareció fijarse en que las niñas se alejaban. Sólo el astuto ojo de Massango las siguió hasta que desaparecieron entre las últimas chozas.

Manyi tenía miedo y cuando miró de reojo a Nayah también fue miedo lo que vio. Las dos caminaron en silencio por un sendero que todavía usaban los bayaka. La selva era oscura y verde. El agua escurría por todos lados y un montón de ruidos desconocidos llenaban el poco espacio que dejaban troncos, ramas y hojas. De pronto el sendero desapareció. Una enorme rama caída y una planta de grandes hojas parecían decir: “Hasta aquí”.

Manyi se volvió a Nayah.

-Hasta aquí. Ahora sigo yo. Tú vuelve.

-Pero…

-Lo voy a hacer, Nayah. No te preocupes volveré pronto -Manyi se sonrió-. Además con lo grandota y torpe que eres seguro que te cojo antes de que llegues.

Las dos amigas se abrazaron y se separaron. Cuando Nayah se volvió para decir adiós por última vez, sólo pudo ver el verde sobre verde de la selva.

Manyi estaba asustada. Miraba a su alrededor como si algo fuera a saltar sobre ella. La selva era oscura como si los árboles no quisieran compartir la luz. Los gritos, chillidos y crujidos de animales invisibles se burlaban de ella. En la cabeza todo se le arremolinó. ¿Y si se perdía?

Se arrepintió de haber entrado en la selva y de no tener a Nayah a su lado. Una rama le arañó el hombro y una piedra le hizo resbalar y cayó al suelo. Manyi no se había hecho mucho daño pero no pudo evitar una lágrima. Y en ese momento, desde  una hoja, se escurrió una gota de agua y se unió a la lágrima en su mejilla. Las dos juntas resbalaron por la barbilla al suelo.

Puede que fuera casualidad o puede que no, pero cuando las dos gotas unidas tocaron el suelo algo cambió.

De pronto los ruidos de  la selva ya no eran solo ruidos. Ahora eran una canción. La canción de la selva. Era aquella que le cantaba su abuela.

Y Manyi escuchó a la selva.

La selva cantó sobre el nzambu nzambu, la planta que regalaba agua y sobre la liana bolo, que curaba las picaduras y de aquella otra de frutos dulces. En susurros la selva le cantó cómo recoger el ñame y dejar la raíz para que volviera a crecer y…

Manyi escuchó y aprendió.

Cuando la selva calló, la niña volvió al camino.

Otro día volvería a la selva a aprender más. Ella lo sabía. Lo que no podía saber es si los bayaka podrían regresar algún día al bosque. Pero de algo sí estaba segura, si volvían estarían preparados, porque Manyi le cantaría la canción de la selva a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Clara Heredia – Ilustradora

Ilustradora de la edición en papel, Clara Heredia.

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