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El cuento de Edu :: El árbol de la música

EL ÁRBOL DE LA MÚSICA

 

Érase una vez hace mucho tiempo que no había ni radio ni discos. La gente solo podía oír música yendo a donde tocaran o si eras músico, claro.

¿Y toda la gente que no podía ir o no tenía dinero o vivía muy lejos?

En un pueblo habían descubierto una solución mágica. Bueno, en realidad ellos no, lo había descubierto el viejecito que vivía en la colina de allá a lo lejos.

-Abuelo -le dijo su nieto de ocho años-. ¿Por qué la gente viene los sábados a oír al árbol?

El viejo sonrió y miró a su nieto.

-Porque les gusta mucho la música.

-¿Y por qué el árbol tiene música?

-Esa es una buena pregunta. Imagínate una habitación enorme llena de gente y donde unos músicos tocan. La gente oye la música y se queda con ella ¿entiendes?

-Bueno…

-Es complicado. Pero no toda la música se la queda la gente… o a veces no hay tanta gente… o los músicos no tocan para la gente si no por el gusto de hacer música. Y la música se eleva por el aire y sale por las ventanas. El caso es que el viento la coge y la hace volar de aquí para allá.

-¿En serio?

-Claro. Nuestro árbol la atrapa con las ramas y se la guarda. Y cuando nosotros vamos y agitamos esa rama o la otra, el árbol la devuelve. Es por eso que la gente viene a oírla. O a lo mejor es al revés, el árbol coge la música porque sabe que nos gusta. Es complicado.

-Sí, abuelo. Lo es.

-Pues tienes que entenderlo porque ya eres mayor y me tienes que ayudar. El hijo de la molinera es buen chico pero cuando sube al árbol a veces no tiene cuidado y agita la rama que no es. Estoy seguro que tú puedes hacerlo mucho mejor.

Y así fue como el chico empezó a ayudar a su abuelo con la música del árbol. Las tardes de verano se sentaban a su sombra y el viejo le señalaba cada rama del enorme árbol de corteza oscura y áspera. Cien ramas se levantaban hacia el viento. Cada rama era una promesa de alegría o tristeza, de músicas grandes y pequeñas.

-Mira aquella. Es una rama fina y con las hojas más pequeñas.

-¿Qué música puede tener, abuelo?

-Una música no muy grande, diría yo. Suave. Verás… Sube y mueve la rama. Despacito. Si lo haces muy fuerte espantarás a la música y sonará un churro. Y ten cuidado o tu madre me matará.

Y el niño trepó por el árbol y con mucho cuidado movió la ramita.

 

Entonces bajó del árbol y juntos, abuelo y nieto, escucharon la música que descendía entre las ramas, se desenroscaba del tronco y daba vueltas alrededor de ellos.

Al niño le dieron ganas de levantar la mano para tocarla pero sabía que no podía.

Finalmente la música y la tarde se dieron la mano y se alejaron persiguiendo al sol que se perdía entre las montañas.

El niño casi no se atrevía a respirar.

-¿Hay que aplaudir, abuelo? -dijo en un susurro-. La gente cuando viene aplaude.

-Los aplausos son cosa de la gente, no de nuestro árbol.

Y así fue cómo el viejo enseñó al niño a buscar en el árbol y descubrir la música que tenía enredada entre las hojas aquí y allá.

Los sábados la gente venía con la merienda y manteles y se sentaban alrededor del árbol. Entonces el viejo salía de la casa y se acercaba saludando, preguntando qué música querían hoy.

-¡Alegre!

-¡Divertida!

-¡Con sol! -dijo una niña.

-Con sol ¿eh? -dijo él pensativo-. Veremos que encontramos.

Entonces llamó a su nieto y le señaló una rama larga y flexible con hojas muy verdes.

-¿Ves esa que se agita arriba y abajo, arriba y abajo? Esa.

El niño subió y, con cuidado de no tocar otras, movió la que le había señalado su abuelo.

Y la música con sol sonó. Los niños que corrían por el prado volvieron y se sentaron a escuchar.

Y así pasó la tarde. La merienda fue larga y con mucha música. Algunos se despedían y se iban sin hacer ruido y otros llegaban y se sentaban. A veces los niños perdían el interés y se iban pero siempre volvían cuando escuchaban que la música se volvía más alegre.

El viejo finalmente dio unas palmadas y riendo echó a la gente.

-¡Vamos, hasta el sol está bostezando! Buenas tardes a todos.

La gente le daba al viejo algo de dinero, pero sobre todo le dejaban cestas de fruta o un buen trozo de jamón o botes con guisos. Después se despedían hasta el sábado siguiente.

Una tarde de otoño el niño oyó música y se extrañó. Por esa época el árbol dejaba de dar música y se dormía. Como decía su abuelo, la temporada de conciertos había terminado. Y entonces le vio, estaba con la espalda apoyada contra el tronco y la cabeza baja. Las hojas del árbol caían sobre él. El árbol y el viejo se habían dormido. Pero el árbol despertaría en primavera y el chico supo que su abuelo ya no.

La música sonaba cayendo junto a las hojas amarillas. El niño estaba seguro de que su abuelo no había podido subir a mover ninguna rama del árbol, pero allí estaba la música triste y suave. Puso la mano en el tronco y dio las gracias al árbol.

Todo fue muy raro a partir de entonces. El niño apenas tuvo tiempo de llorar. Unos días después llegó un hombre vestido de gris con un papel  y pusieron una valla alrededor de todo el prado.

Cuando llegó la primavera el hombre vestido de gris abrió la valla y puso un cartel. Nadie podía acercarse al árbol si no pagaba. El hombre siempre tenía mala cara. Después de cobrar dinero a la gente daba con un palo a una rama y sonaba una música. Una cualquiera. El hombre no sabía buscar y tampoco le importaba.

Poco a poco la gente dejó de acudir al prado y el hombre de gris cerró la verja y puso un candado. Y se fue más enfadado que nunca.

Pasaron los años y la gente se fue olvidando del árbol y de la música.

Una tarde… una tarde un joven pasó por al lado de la verja. De pronto le pareció oír algo.

-Es la música del abuelo -murmuró.

El chico puso las dos manos en la valla y dio un empujón. La valla se cayó haciendo un ruido de madera podrida. Pasó por encima de las maderas y se acercó al árbol. Seguía allí, en medio del prado, enorme con sus cien ramas señalando al cielo. Pero no estaba igual. Al chico le pareció que tenía las hojas más grises, un poco marchitas.

-Así que tú también nos necesitas. Necesitas que te escuchemos.

Y entonces tomó una decisión. No le importaron los hombres de gris y las vallas. Fue al pueblo y cogió una pala y un pico.

La gente se extrañó y le preguntaba que qué iba a hacer. Y él contestaba:

-Voy a la colina. La valla.

Y la gente lo entendió. También cogieron palas y subieron la colina con el chico. Para cuando anocheció habían arrancado hasta el último madero de la valla y habían hecho una gran hoguera que iluminó la noche. La gente rodeó al chico esperando. Al final una niña se acercó y le cogió de la mano.

-¿Qué estamos esperando? -le preguntó.

-Nada -contestó el chico-. ¿Qué música te gustaría escuchar?

La niña no entendió qué quería decir pero sonrió.

-No sé, ¿una bonita?

-Muy bien.

Y el chico se subió al árbol y agitó suavemente una rama gruesa con muchas hojas.

Y la Música volvió.

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El cuento Edu :: La canción de Manyi

La canción de Manyi

Nayah y Manyi eran amigas y eso a la gente no le parecía bien.

Porque Manyi era de los bayaka y Nayah era bantú.

Antes la gente llamaba pigmeos a los bayaka, eran mucho más bajitos que los bantúes y muchos bantúes los maltrataban.

Por eso a Manyi le decían que los bantúes no eran buenos. La niña sabía que había bantúes malos pero no Nayah. Nayah era buena, le escuchaba y le ayudaba. Y cuando alguien llamaba pigmea a Manyi, se enfadaba y la defendía.

Las dos vivían en Camerún al borde la selva. Una selva que se alejaba cada vez más por la mano del hombre.

Esta historia, que puede haber ocurrido o puede que ocurra alguna vez, empieza una mañana lluviosa. Llovía como si las nubes no tuvieran otra cosa que hacer. Como si dijeran: “Mira, esas niñas se aburren. Vamos a mojarlas”.

Pero Manyi y Nayah no se aburrían, hablaban. Se habían metido debajo de un tejadillo de chapa y el ruido de las gotas era tan fuerte que pareciera que la lluvia se reía de ellas.

-Es raro -dijo Nayah-. Sueñas con tu abuela y te habla. Es raro.

-¿Tú crees? -preguntó Manyi.

-¿Y cómo sabes que es tu abuela? ¿Te lo ha dicho?

-No, pero yo creo que lo es. Sabe mi nombre y el de mi madre y el de mi padre y me llama como me llamaba mi abuela.

Nayah sacó la mano a la lluvia y dejó que se mojara.

-Manyi, los muertos no hablan en sueños.

-En mi sueño sí.

-¿Y qué te dice tu abuela?

-No. En realidad no me habla. Me canta.

Nayah miró a su amiga.

-¿Y… qué te canta?

-No sé. No conozco esas canciones -Manyi estaba pensativa-. No sé si hablar con mi madre. Pero tiene tantos problemas: los pequeños y el huerto y…

-Podemos hablar con el viejo Massango -propuso Nayah-. Tu gente dice que es un viejo muy sabio.

Massango había sido el jefe de los bayaka en los viejos días. Había salido a cazar a la selva. Incluso se enfrentó a los mineros y a los madereros cuando llegaron. Hoy se sentaba en la puerta de su choza, murmuraba y agitaba la cabeza sacudiéndose pensamientos de tiempos más dulces. Las madres les llevaban a los niños y Massango les asustaba con el espíritu del elefante o la mirada de la mamba negra.

Como había dejado de llover las dos niñas se acercaron a verlo. Estaba sentado como siempre, junto a su choza, aunque hoy estaba solo. Las niñas le saludaron con respeto. Él las miró con su único ojo sano. El otro lo perdió cazando elefantes… o al menos eso contaba él y ya no había nadie tan viejo que pudiera decir lo contrario.

-¿Qué queréis, niñas? ¿Queréis saber de aquel cocodrilo que salió del río buscando un hombre sabio y volvió sin hallar ninguno?

Y habló y habló y las niñas escucharon y escucharon.

Finalmente el ojo brillante y astuto de Massango se clavó en las dos amigas.

-Traéis una pregunta -señaló a Manyi-. Y tú eres quien la trae.

Manyi asintió y contó todo lo de su abuela y sus sueños al viejo jefe. Cuando terminó, el anciano suspiró y asintió.

-Nadjela, la de los pies ligeros.

El único ojo de Massango miró hacia atrás, muchos años hacia atrás y se humedeció. De pronto se volvió a Manyi.

-¿Tú escuchas a Nadjela?

Con un saltito Manyi tragó saliva.

-Claro que la oigo.

-No. No es lo mismo. La oyes, pero ¿la escuchas? Escucha lo que te dice tu abuela. Te está pidiendo algo.

-¿El qué?

-Lo sabrás cuando la escuches.

Noche tras noche, Manyi se esforzó en escuchar en su sueño. Y una mañana se despertó de golpe. No podía esperar a ver a Nayah. Por fin terminó sus tareas y su madre le dijo que podía irse. Así que Manyi corrió en busca de su amiga.

-¡La selva! -exclamó Manyi sin respiración.

-¿Cómo? -Nayah dio un salto del susto que se llevó.

-¡La selva, la selva! -repitió Manyi-. Mi abuela quiere que vaya a la selva.

Nayah miró a su amiga como si se hubiera vuelto loca.

-No puedes ir a la selva. Tú sabes que…

-Voy a ir.

-¿Seguro que has escuchado bien a tu abuela? Es muy peligroso. No debes, lo sabes. No y no. No puedes. Ya está…. Está bien. Iré contigo.

Manyi sonrió.

-Gracias. Al menos una parte del camino. Luego seguiré sola.

La mañana siguiente llegó con tanta lluvia como si no quisiera que las niñas entraran en la selva. Pero no, un rato después paró de llover e incluso el sol se asomó a mirar qué pasaba. Manyi y Nayah planearon el camino. Tenían que evitar a los mineros y a los madereros y también a los guardas forestales, que les daba por golpear antes de preguntar. Estaban nerviosas pero nadie pareció fijarse en que las niñas se alejaban. Sólo el astuto ojo de Massango las siguió hasta que desaparecieron entre las últimas chozas.

Manyi tenía miedo y cuando miró de reojo a Nayah también fue miedo lo que vio. Las dos caminaron en silencio por un sendero que todavía usaban los bayaka. La selva era oscura y verde. El agua escurría por todos lados y un montón de ruidos desconocidos llenaban el poco espacio que dejaban troncos, ramas y hojas. De pronto el sendero desapareció. Una enorme rama caída y una planta de grandes hojas parecían decir: “Hasta aquí”.

Manyi se volvió a Nayah.

-Hasta aquí. Ahora sigo yo. Tú vuelve.

-Pero…

-Lo voy a hacer, Nayah. No te preocupes volveré pronto -Manyi se sonrió-. Además con lo grandota y torpe que eres seguro que te cojo antes de que llegues.

Las dos amigas se abrazaron y se separaron. Cuando Nayah se volvió para decir adiós por última vez, sólo pudo ver el verde sobre verde de la selva.

Manyi estaba asustada. Miraba a su alrededor como si algo fuera a saltar sobre ella. La selva era oscura como si los árboles no quisieran compartir la luz. Los gritos, chillidos y crujidos de animales invisibles se burlaban de ella. En la cabeza todo se le arremolinó. ¿Y si se perdía?

Se arrepintió de haber entrado en la selva y de no tener a Nayah a su lado. Una rama le arañó el hombro y una piedra le hizo resbalar y cayó al suelo. Manyi no se había hecho mucho daño pero no pudo evitar una lágrima. Y en ese momento, desde  una hoja, se escurrió una gota de agua y se unió a la lágrima en su mejilla. Las dos juntas resbalaron por la barbilla al suelo.

Puede que fuera casualidad o puede que no, pero cuando las dos gotas unidas tocaron el suelo algo cambió.

De pronto los ruidos de  la selva ya no eran solo ruidos. Ahora eran una canción. La canción de la selva. Era aquella que le cantaba su abuela.

Y Manyi escuchó a la selva.

La selva cantó sobre el nzambu nzambu, la planta que regalaba agua y sobre la liana bolo, que curaba las picaduras y de aquella otra de frutos dulces. En susurros la selva le cantó cómo recoger el ñame y dejar la raíz para que volviera a crecer y…

Manyi escuchó y aprendió.

Cuando la selva calló, la niña volvió al camino.

Otro día volvería a la selva a aprender más. Ella lo sabía. Lo que no podía saber es si los bayaka podrían regresar algún día al bosque. Pero de algo sí estaba segura, si volvían estarían preparados, porque Manyi le cantaría la canción de la selva a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Clara Heredia – Ilustradora

Ilustradora de la edición en papel, Clara Heredia.

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El cuento de Edu :: La banqueta de Rossini

 

LA BANQUETA DE ROSSINI

 En este cuento se va a pronunciar una palabra bastantes veces. Y es una palabra que sieeeempre que la digo en un cuento causa mucha risa. Claro, si la digo y os empezáis a reír no vais a oír bien el cuento, que es buenísimo. Así que he pensado hablar de la palabra un poco al principio y así después ya no os hará tanta gracia.

Bien… la palabra es CULO.

¿Y hace falta ser grosero y hablar de culos? Pues sí. Este culo fue un culo muy importante en el mundo de los culos… ¡perdón! De la Música, un culo muy importante en el mundo de la Música.

Había pensado usar otras palabras como trasero, tafanario, glúteos, nalgas, posaderas, pandero, pompis,… Pero al final pensé que lo mejor es llamar al pan, pan y al culo, culo.

Y ahora ya sí, empezamos…

Érase una vez un piano y su banqueta. El piano era grande e importante porque pertenecía a un músico grande e importante. El músico era muy grande…. Enorme. Pero no solo como músico. Era enorme de cuerpo… y de culo, claro. Se llamaba Rossini, Gioachino Rossini y era uno de los músicos más famosos de su época.

Y esto nos lleva a la banqueta. Era de madera, de cuatro patas y era giratoria, es decir, la parte del asiento daba vueltas si la movías. Y claro, teniendo en cuenta que Rossini era enorme y su culo también era enorme, la banqueta era muy fuerte y de la mejor madera. Los criados de Rossini la revisaban todas las semanas porque claro, imaginaos que en una de esas, catacroc, la banqueta se rompe.

El piano no hacía más que recordarle a la banqueta lo importante que era, aunque fuera él el que hiciera la música. Así que los dos se admiraban mutuamente. Uno por la música que hacía y el otro por aguantar ese culo.

-Cuidado, ahí viene -decía el piano.

Y la banqueta se preparaba para el enorme esfuerzo que tenía que hacer cuando Rossini hacía música. Puede parecer una tontería pero imaginaos que a vosotros os ponen una vaca en brazos y tenéis que quedaros sujetando durante horas.

Cada vez que la banqueta oía a Rossini gritar: “¡Tengo hambre! ¿Está la comida lista?” se echaba a temblar. Porque ¡cómo comía Rossini! Un dragón, un ogro y un gigante juntos hubieran perdido en un concurso con Rossini. Además le gustaba inventar platos. Él inventó los canelones y un fabuloso turnedó (que es un filete de la mejor carne con foie grass). Un día me contó una persona muy sabia que Rossini  casi se tiró a un río sin saber nadar para rescatar a un pavo relleno que se había caído al agua. Sí, era un comilón.

Así que podemos decir que la banqueta tenía mucho mérito.

Por si no lo sabíais, Rossini había compuesto treinta y nueve óperas antes de cumplir los treinta y tres años. Esto es una barbaridad. Se había hecho famosísimo y había ganado montañas de dinero.

Pero ya hacía muchos años que no componía óperas y el piano y la banqueta estaban preocupados. Su dueño parecía unas veces contento y otras triste. La gente decía de él que era así, distinto, especial. Al piano y a la banqueta no les preocupaba la gente, lo que querían es que Rossini volviera a componer óperas. Vale que eso le agotaba, pero los dos amigos echaban de menos cuando escribía una ópera tras otra. Así que lo hablaron y pensaron un plan.

El piano y la banqueta estaban preparados. La próxima vez que Rossini se acercara se iba a enterar.

Estaban en tensión, cada vez que pasaba cerca contenían la respiración (bueno, ya me entendéis) pero nada. Rossini movía su enorme corpachón de acá para allá metido en mil asuntos.

-¡Maldito duque de Alba! ¿Dónde están mis dieciséis mil ducados? Lo voy a freír en aceite de oliva y servir con trufas -y se alejó dando voces.

El piano y la banqueta sabían que su dueño siempre estaba con líos de dinero… o mejor, los demás tenían líos con el dinero de Rossini.

Al cabo de un rato volvía a pasar llamando a los criados.

-¡Es un desastre! ¡No hay foie grass! ¿Queréis matarme de hambre? ¡Rápido que alguien me traiga un par de kilos… o mejor tres!

-Así no hay forma -exclamó la banqueta-.  Hay que hacer algo. Mira, me voy a tirar cuando pase.

-No seas bruta -contestó el piano-. Déjame a mí.

Y así fue. Cuando Rossini entró en la sala con unos papeles que parecían importantes, el piano dijo ¡PLON!

El músico paró en seco y algunos papeles se le cayeron.

-Juraría que el piano ha sonado… -dijo con voz baja-. Un ratón. ¡Un ratón dentro de mi piano!

Dejó los papeles en un sofá, menos unos cuantos que enrolló como si fuera una porra. De puntillas se acercó al piano. Escuchó con atención y… ¡PLON! ¡Cayó de culo sobre una silla despistada que no esperaba ese ataque! Menos mal que todos los muebles eran resistentes si no hubiera ido al suelo.

-¡Maldito ratón! Ahora verás.

Rossini dio un salto, abrió la tapa del piano, levantó la porra de papel y…

¡Nada! Ni ratón ni nada. Era cosa de brujas. El piano estaba embrujado. ¡Muy bien! Pues él lo iba a desembrujar.

Se acercó a la banqueta y esta se preparó para el enorme impacto del culo del músico. Hizo fuerza y ahí estaba ya ¡pof! La banqueta casi había olvidado de la fuerza que había que hacer… o el músico había engordado en las últimas semanas. Pero no le importó. Estaba contenta de volver a la música otra vez.

¡Plin, plon! Rossini dio en dos teclas con mucho cuidado. Nada. ¡Plin, plon, plan! Nada. El músico cogió aire y levantó las manos para tocar. En ese momento la banqueta y el piano pusieron en práctica su plan.

No importaba lo que quisiera tocar Rossini, la banqueta giraba y le daba a otra tecla y cuando la banqueta no podía, era el piano el que sonaba como quería. Y lo que tocaban entre los tres era la obertura del Barbero de Sevilla, una de sus óperas más famosas. Rossini se esforzaba pero no paraba de girar y darle a otras teclas. Soltó un rugido, sudaba en su lucha, pero no había forma: “el barbero” seguía sonando.

Finalmente con un salto, Rossini se alejó del piano, sacó un pañuelo y se secó el sudor señalando con un dedo a la banqueta y al piano.

-¡Estregati! ¡Maledetti! ¡Io ti distruggo! -que en italiano viene a significar “como coja un hacha vais a ver lo malditos que estáis”.

Y Rossini se fue dando un portazo.

-Oye -dijo la banqueta-. Yo no es que sea muy espabilada pero ¿tú crees que así lo conseguiremos?

-Volverá.

Y sí, el piano tenía razón. A la mañana siguiente se abrió la puerta poco a poco y primero una sartén y después la nariz de Rossini se asomaron al salón. Después el corpachón del músico pasó muy muy despacio por la puerta. Levantó la sartén y se acercó a los dos amigos.

-Como escuche el Barbero, me lío a sartenazos ¿entendido?

Movió muy despacio la banqueta, la hizo girar, miró por debajo y con mucho cuidado acabó sentándose.

-Muy bien. Vamos allá…

Y todo volvió a empezar. Hay que decir que la banqueta y el piano habían hecho caso al músico porque no sonaba El Barbero. No. Ahora era otra ópera de Rossini famosisíma: La Urraca Ladrona. Y allí estaba el gran músico luchando furiosamente para no tocar su propia música mientras la banqueta giraba tan rápido que casi tiraba a Rossini.

Y de pronto ya no era la Urraca, ahora sonaba Guillermo Tell. Si la música parecía galopar, no os cuento Rossini subido en la banqueta. Parecía que estaba intentando domar un caballo salvaje. Un caballo salvaje que no se rendía. Rossini tampoco. Era un duelo terrible. La furia del músico contra la cabezonería de la banqueta. Parecía que la victoria debía ser de Rosssini, al fin y al cabo él estaba encima, pero no, la banqueta aguantó como una campeona. Finalmente el músico se rindió.

-¡Parad! -rugió-. Basta.

El piano y la banqueta obedecieron.

 

-Me he dado cuenta de lo que queréis. ¡Ópera! Queréis que vuelva a escribir ópera.

El piano volvió a sonar.

Rossini levantó la sartén.

-¡Eh! He dicho basta.

-¿No lo entendéis? Ya no quiero componer más óperas. No necesito escribir más. Pero sí tengo mucha más música. Escuchad.

-¿Lo escucháis? Tengo mucha música, pero no más ópera. Música para mí, para vosotros y para otra gente. Es lo que quiero hacer. ¿Estamos de acuerdo?

La banqueta y el piano decidieron que sí, que vale, que esa música también les gustaba y dejaron que Rossini la tocara.

-Y ahora es hora de comer. Tengo hambre.

Se levantó y se fue gritando.

-¡Espero que mi comida esté lista! Un turnedó de medio kilo será suficiente… y unos caneloni.

La banqueta de Rossini le vio alejarse. Puede que tuvieran música otra vez, pero algunas cosas no cambiarían… o mejor, sí cambiarían. Seguro, seguro que el culo de Rossini sería más gordo.

Rossini dibujado por Inma, ilustradora y teatrera amiga de Martín Llade

El cuento de Edu :: El zapatero, las zapatillas y la chica

EL ZAPATERO, LA CHICA Y LAS ZAPATILLAS

Érase una vez un chico y una chica.

El chico era zapatero y hacía zapatos y la chica bailarina y bailaba.

Una mañana el chico terminó unas zapatillas. Eran blancas y con unas cintas largas. Eran unas preciosas zapatillas de ballet. El caso es que el zapatero las acababa de… acabar y ya estaban las dos, la zapatilla derecha y la zapatilla izquierda, discutiendo. Una persona mayor os diría que siempre están así pero ese… ese es otro cuento.

El zapatero las colgó de un clavo por las cintas. Las zapatillas seguían peleando todo el tiempo. Que si tus cintas son más largas que las mías, que si no me des con la suela, que si… y así tooodo el día. Y se peleaban porque se aburrían. Sí, como tú con tu hermana.

Ellas eran zapatillas de ballet y lo que les hubiera gustado es bailar sin parar. Y se aburrieron hasta que un día entró la chica en la zapatería. Los dos, la chica y el chico hablaron y él señaló a las zapatillas.

-¡Que nos venden! -gritó la derecha.

-¿Tú crees? -preguntó la izquierda.

-Ya verás.

Y sí, el zapatero descolgó las zapatillas del clavo, le ayudó a ponérselas a la bailarina y le ató las cintas.

-¿Qué tal? -preguntó la derecha a la izquierda.

-Muy bien. Muy cómoda. Creo que encajamos bien -contestó la izquierda.

-Yo también -dijo muy contenta la zapatilla derecha.

El zapatero le quitó las zapatillas a la chica con una sonrisita un poco tonta. La zapatilla izquierda se quedó mirando al zapatero.

-Oye, ¿por qué él pone esa cara de bobo?

La derecha también le miró.

-¡Uf! Ya sé lo que pasa.

-¿El qué?

-Que a nuestro chico le gusta la chica -respondió la derecha.

-¿Seguro? -la izquierda miró a la chica de arriba a abajo… o mejor de abajo a arriba-. Pues yo no la veo tan guapa.

-Es que tú eres una zapatilla.

-Ya, claro. Calla, a ver qué dicen.

-Sí, están muy bien -dijo la chica-, pero creo que son demasiado caras. No puedo pagarlas.

-Bueno… no pasa nada -contestó el zapatero-. Te las llevas y las pruebas y ya después otro día… es decir, que no te preocupes.

-Este chico nos va a regalar -dijo la zapatilla izquierda.

-¿En serio? -preguntó la derecha.

-Verás.

Y el zapatero envolvió las zapatillas en papel de seda y después las metió en una caja. Las zapatillas notaron como la chica cogía la caja y oyeron como se despedían.

-¿Y ya está? ¿Se acabó? -la zapatilla derecha estaba muy preocupada.

-Supongo que sí. ¿Por qué? -preguntó la izquierda.

-Pues porque la chica no volverá. Le dará vergüenza porque no ha pagado y a nuestro chico le gustaba ella -la zapatilla derecha habría fruncido el ceño si hubiera tenido ceño que es eso que está por encima de los ojos.

-Ya sé qué vamos a hacer para que ella vuelva.

Y allí mismo, en la caja, la zapatilla izquierda se quitó una de las cintas. ¿Cómo? Es imposible saberlo porque estaba metida en una caja y nadie lo vio.

Unos minutos después la chica estaba otra vez con el zapatero contándole lo que pasaba.

-Cuanto lo siento -dijo él-. Te la arreglo en un momento.

Un momento y medio después la zapatilla estaba como nueva otra vez en su caja. Cuando la chica salió a la calle las zapatillas hablaron.

-Bueno, sí -dijo la derecha-. Han hablado un poquito pero ya estamos otra vez aquí. Así que ahora me toca a mí.

Y con mucho cuidado la zapatilla derecha soltó un poco la suela. Así que otro rato después allí estaba otra vez la chica con las zapatillas. Se las enseñó al zapatero y este se sorprendió mucho.

-Es muy raro. Mis zapatillas son muy buenas.

-¿No creerás que las estropeo yo?

-No, pero es muy raro. Trae que la arreglo.

-Yo no quería que me las regalaras, pero si no están bien hechas yo no puedo…

-Están muy bien hechas -dijo el zapatero.

El zapatero cosió la suela con mala cara. La chica también parecía enfadada.

-“¡Uy! -pensó la izquierda-. Creo que lo estamos haciendo fatal. Ahora están enfadados”.

Y mientras el zapatero arreglaba la derecha, la izquierda con mucho, mucho cuidado se escondió detrás de un cajón. Entonces se dio cuenta de que asomaban las cintas y muy despacito tiró de ellas hasta que no se vieron. ¿Qué cómo lo hizo? Ni idea. Esto tampoco lo vio nadie. Cuando el zapatero muy enfadado metió la derecha en la caja no se dio cuenta de que faltaba la otra zapatilla.

La chica cogió la caja y diciendo adiós flojito se fue.

-Vamos -decía la zapatilla izquierda al zapatero-. Vamos, encuéntrame.

El zapatero miraba la puerta con cara de enfado. ¡Dudar de sus zapatillas! ¿Qué se había creído esa chica? Resopló y se puso a trabajar.

La zapatilla izquierda estaba muy nerviosa. Era la primera vez que se separaba de su hermana y no sabía qué hacer. Al final decidió arriesgarse. Poco a poco se movió detrás de la caja y se tiró al suelo.

El zapatero dio un salto como si hubiera visto un fantasma. Miró la zapatilla, miró la puerta y de un salto salió corriendo con la zapatilla agarrada por las cintas.

-“No la va a encontrar” -pensó la zapatilla izquierda.

Pero el zapatero sí sabía dónde encontrarla. Corrió por la calle. La gente le miraba como si estuviera loco. Allí iba corriendo con su delantal de cuero, un martillo en una mano y una zapatilla blanca en la otra.

-¡El teatro! ¡Ahí está!

El zapatero corrió hacia el teatro pero se encontró la puerta cerrada. Empezó a dar una vuelta alrededor buscando otra entrada y sí, la encontró. Allí había un hombre que pareció contento de ponerle cara de enfado al zapatero. Contento… enfado… ya me entendéis.

-Le he vendido unas zapatillas a la chica que acaba de entrar y se ha dejado una.

El hombre le miró muy serio pero al final hizo un gesto con la cabeza y le dejó pasar. El zapatero buscó a la chica. ¡Allí estaba! Miraba dentro de la caja con cara triste. El zapatero se acercó.

-Hola.

-Hola -contestó ella abriendo mucho los ojos.

-Tu zapatilla… te la has dejado… eh, no sé cómo te llamas.

-Maya. Gracias por traérmela. Bueno…voy a ponérmelas. Es que me toca ensayar ahora.

-Claro.

La chica se puso las zapatillas y salió al escenario del teatro. Las zapatillas pudieron hablar.

-Te echaba de menos.

-Y yo a ti. Me estaba asustando al ver que no venías. ¿Qué va a pasar?

-Creo que vamos a bailar.

-¿En serio?

-Muy en serio.

En el escenario había un hombre con un piano que se puso a tocar.

Y la chica empezó a bailar. Se movía como si no necesitara el suelo para moverse. Como si las zapatillas la hicieran volar. Era el primer baile de las zapatillas pero el zapatero las había hecho para eso y sabían exactamente qué hacer.  Juntas, las zapatillas y la chica, llenaron aquel teatro de música hecha movimiento. Las zapatillas se esforzaron en bailar como nunca antes lo habían hecho otras zapatillas y no se sabe si lo consiguieron o no, pero ellas lo intentaron.

El pianista casi no acertaba con las teclas intentando mirar a la bailarina. Y también miraban el que manejaba el telón y el de las luces y los demás bailarines. Todos se quedaron paralizados mirando.

¿Y el zapatero? El zapatero miraba desde un rincón con la cara más asombrada que hubiera puesto nunca ningún zapatero.

-¿Le ves? -dijo la zapatilla izquierda.

-Sí, le veo -contestó la derecha-. ¿Y ahora qué?

-¿Sabes? Pienso que ya es hora de que ellos dos hagan algo ¿no? ¡No vamos a hacerlo todo nosotras!

Y la zapatilla derecha tenía toda la razón. Y como esto es cuento y no la vida real, el zapatero y la bailarina fueron felices para siempre y ella siempre tuvo  aquellas maravillosas zapatillas para bailar maravillosamente. Así empezó otro cuento que se llamó “La bailarina, el zapatero y las zapatillas, claro”… o algo así.

El dibujo de Anita

El cuento de Edu :: Paula y la viola da gamba

 

PAULA Y LA VIOLA DA GAMBA

Hoy nuestro cuento no empieza con “Érase una vez hace mucho tiempo”. Y no empieza así porque ocurre ahora o quizá mañana y la protagonista no es una princesa ni un dragón. Es una chica como vosotros. A lo mejor está con vosotros en el cole o la habéis visto jugando en un parque. ¿Y cómo la distinguiréis? Porque se llama Paula y lleva un estuche muy grande para un instrumento musical. ¿Y qué pasa con Paula? Veréis…

Paula estaba segura  que no se había despistado ni un segundo. Estaba allí hablando con sus padres en el parque y tenía perfectamente sujeto el estuche. No lo había soltado ni un momento. Estaba completamente segura. Un solo segundo después tenía el puño cerrado y el estuche había desaparecido. Le dio un vuelco el corazón. ¡Se lo habían robado!

-Ahora vuelvo -dijo a sus padres y salió zumbando.

Y lo vio allí, sentado en un banco. Era un niño pequeño. Tenía el estuche sobre las rodillas y lo miraba fijamente.

Paula sintió alivio y furia. Corrió hacia aquel niño.

Un momento. Aquel no era un niño. Era pequeño, sí. No más alto que un niño de siete años pero no era un niño. Tenía unas piernas delgadas que balanceaba y unas manos de dedos larguísimos.

-“Y hábiles -pensó Paula-. No me he dado cuenta de cómo me lo ha quitado”.

Se acercó despacio a aquella… persona tan rara. Acariciaba el estuche con aquellos dedos largos. Movió la cabeza y sonrió. Fue una sonrisa de mil años aunque en su piel no había ni una arruga.  La persona rara levantó la vista y la miró. Los ojos eran de un verde tan intenso que si viera aquellos ojos entre las hojas de un árbol, estas parecerían grises. Paula se acercó al banco y pudo verlo mejor. Su cuerpo era pequeño como un violín y tenía un pelo tan fino y tan claro que parecía deshacerse en el aire como niebla.

Clavó en Paula aquella mirada verde sobre verde.

-Hola.

Paula tragó saliva.

-¿Estás enfadada?

Claro que estaba enfadada. Se había llevado un susto enorme y aquella cosa de ojos verdes estaba ahí tan tranquila con su estuche en las rodillas.

-No te quería asustar ni hacerte enfadar. Solo es que necesitaba saber qué era esto.

Ya se sentía mejor pero no sabía qué hacer. Recordaba perfectamente a sus padres y lo de hablar con extraños y desde luego aquel, loquefuera, era el extraño más extraño que había visto en su vida.

El extraño sonrió.

-Pues si yo te parezco extraño, tendrías que ver a los de la percusión…

-¿Cómo? -el susto se le había pasado pero enfado le quedaba para un rato. Si se pensaba el extraño que con bromas….

-Perdóname. No debería hacer bromas. Esto -y levantó el estuche-, parece muy importante para ti.

-¿Quién eres? -preguntó Paula.

-Oh, bueno, eso no importa mucho. A mí me interesa más saber qué hay en el estuche.

-Es mi viola.

-No parece una viola.

-Es… una viola da gamba.

-Ah.

-¿No te ríes? A mucha gente le hace gracia el nombre. “¿Gamba? Qué rica. ¿Me la pudo comer? ¿Y no tienes una trompeta de calamares?” La gente se cree muy graciosa. Se llama viola da gamba porque se sujeta con las piernas y pierna en italiano se dice gamba.

-Claro.

-¿Tú ya sabías eso, verdad?

El ser de la mirada verde dijo que sí con la cabeza.

-¿A ti te gusta tu viola da gamba?

Paula la miró.

-Sí. Es decir, es difícil y llevo años y me quedan muchos más. A veces…

-¿Sí?

-A veces no sé…

-¿Puedo verla? -y el extraño le dio el estuche a Paula.

Ella se lo pensó pero al final se sentó. Desde luego el extraño no parecía peligroso si no contaba que parecía leerle la mente. Abrió el estuche y sacó la viola.

-Vaya, es una bonita viola da gamba.

-Sí.

-Te quiero contar una historia.

-¿Un cuento? dijo Paula. Creo que soy ya mayor para…

-¡Ah, ya eres mayor para cuentos! Una pena porque hay muchos cuentos, debajo de las piedras, en el agua de los ríos,… Una pena, en fin.

-No, perdona, me gustaría oír tu cuento.

-Esta es la historia de dos árboles: un arce y un abeto. Ya sabes, el abeto es como un árbol de Navidad y el arce tiene hojas como manos y eso… Nacieron casi a la vez el uno al lado del otro. Crecieron y crecieron durante años. En invierno el arce perdía las hojas y se dormía pero el abeto seguía tan campante y tan verde. Cuando el arce despertaba en primavera, su amigo el abeto le contaba todo lo que había ocurrido durante el invierno. Y no es que pasara mucho. Todos los años eran muy parecidos. Pero esto no importaba a los dos árboles. Les gustaba la lluvia, el viento, ver nacer la hierba y ponerse amarilla, mirar las nubes y darle sombra a los animales en verano.

Un día ocurrió algo terrible. Un día llegaron los hombres y con hachas cortaron a los dos amigos. Después de cien años uno al lado del otro viendo pasar las nubes, oyendo caer la lluvia y soplar al viento, allí estaban los dos tumbados. En lugar de quejarse, se animaban el uno al otro para no tener miedo. Ahora estaban apilados con otros troncos y las cosas ocurrían como en un largo sueño.

-¿Es un cuento triste? -interrumpió Paula-. No sé si me gustan los cuentos que terminan mal.

-No hay cuentos siempre tristes ni siempre alegres, dijo el ser. ¿Quieres que siga?

Paula asintió con la cabeza.

-El tronco de arce y el de abeto no entendían por qué les habían hecho aquello. ¿Por qué hacían aquello los hombres? Los dos troncos pensaban que no había nada bueno en los hombres. Los troncos de arce y abeto no podían odiar porque nadie les había enseñado a hacerlo, pero los hombres no les gustaban nada. Un día de un año los dos amigos vieron a un hombre que se acercaba a ellos, los miraba, los tocaba y, con la ayuda de otros hombres los cogían y los cargaban en un carro. Entonces todo ocurrió muy rápido… muy rápido para unos árboles, piensa que durante más de cien años habían estado ahí de pie, sin ir a ningún lado… ni ganas que tenían de hacerlo. El caso que es que en una ruidosa máquina hicieron tablas de los dos amigos y las llevaron a un taller. Las tablas de arce y abeto no sabían lo que era un taller. Tampoco tenían ni idea de qué hacía aquel hombre del taller. Durante horas las miró y remiró, las acarició y las volvió a mirar. Después se puso a trabajar. Semanas y meses el hombre trabajó con las tablas. Puede que pareciera mucho tiempo pero las maderas de los árboles estaban acostumbradas a esperar y mirar. Durante toda su vida no habían hecho otra cosa. Tenían curiosidad por saber qué hacía el hombre aquel. Curiosidad… nunca habían tenido curiosidad. Y una noche fría y lluviosa el hombre se levantó del banco en el que había trabajado, suspiró y miró lo que había hecho. Sí, allí estaba la viola.

El duende (o lo que fuera) miró a Paula y a la viola da gamba.

-¿Son… ellos? -susurró Paula como si le diera cosa que la viola la escuchara.

-Claro, ¿de quién te creías que era esta historia?

Paula miró la viola.

-Entonces ahora los amigos están juntos.

El duende (o lo que fuera) afirmó.

-Para siempre. Nacieron para esto y los dos necesitan al otro para que haya música… y a ti, claro.

-Oh -Paula miró a la viola como nunca la había mirado antes.

-¿Y ahora me harías un favor? -los ojos verdes miraban a Paula fijamente.

-Claro, ¿cuál?

-Me gustaría oír tocar tu viola da gamba.

-Es que ahora… Acabamos de ponerle una cuerda nueva y claro, al principio no suena muy bien y…

-¡Toooca!

Y Paula tocó y en su música estaba el viento en las hojas de los árboles y el crujir de las ramas. Había nubes, nieve, sol y la charla de los pájaros.

-¿Paula? ¿Qué música es esa?

Paula se detuvo y levantó la vista. El duende o lo que fuera aquel ser ya no estaba. En su lugar estaban sus padres mirándola con curiosidad.

-No lo sé. Creo que es la música de la viola.

-¿De la viola?

-Sí, es música que he encontrado dentro de ella. Creo que es la música de ellos.

-¿De ellos?

-Papá, mamá; algún día os contaré la historia de mi viola. Es bonita pero algo triste, como todas las historias de verdad.

Y este es el final del cuento y el principio de una amistad.

El cuento de Edu :: La princesa Teresa, el príncipe Rodolfo y el dragón Ernesto

 

LA PRINCESA TERESA, EL PRÍNCIPE RODOLFO Y EL DRAGÓN ERNESTO

Bueno pues vamos a ver, haría falta una música tipo Star Wars pero no tan… espacial. Algo para héroes, princesas y tal con muchas trompetas y eso…

Esta es la historia del príncipe Rodolfo, el dragón Ernesto y la princesa Teresa que ocurrió hace mucho tiempo… bueno, en realidad no ocurrió nunca porque esto es un cuento, claro.

Bien, pues en este cuento que os cuento la cosa empezó el día que el príncipe Rodolfo  oyó hablar de una princesa que vivía prisionera en el castillo de un malvado dragón.

Y os preguntareis ¿cómo oyó hablar si en aquella época no había radio, ni internet, ni facebook, ni twiter?  Muy fácil. Por los trovadores. Los trovadores eran unos tipos que iban de pueblo en pueblo cantando las aventuras, amores y dolores de caballeros, princesas y otras gentes. Y nuestro príncipe Rodolfo oyó a un trovador la canción titulada  “La bella princesa Teresa es triste prisionera del malvado dragón Ernesto y languidece en la más alta habitación de la más alta torre”. Sí, en aquella época le ponían unos títulos larguísimos a las canciones.

Decidió salvarla y dicen que salió galopando en su caballo tan rápido que se le olvidó pagar al trovador por su canción. Unos días después el trovador estrenaba una nueva canción: “El príncipe Rodolfo es más tacaño que los enanitos de Blancanieves”. Trovadores del reino entero la cantaron. Un éxito. Un hit musical medieval.

De todo esto no se enteró el príncipe Rodolfo porque galopaba más rápido que el viento en busca de la pobre princesa Teresa. Preguntaba en pueblos y ciudades por el castillo del dragón y en todos los sitios le decían: “Por allá”. Y “por allá” estaba lejísimos. Pero Rodolfo era audaz y persistente que viene a ser algo así como machacón.

Atravesó bosques y praderas. Siempre yendo por allá. Subió valles y bajó montañas. Lo sé. Es al revés: bajó valles y subió montañas, pero es que Rodolfo era muy despistado. Caramba, machacón, despistado,… no sé yo si este Rodolfo llegará a algún sitio.

Un día el príncipe y su caballo caminaban desanimados hacia “por allá” cuando llegaron a un pueblo y Rodolfo preguntó ooootra vez por el castillo del dragón.

-Es ese -contestó una mujer.

-Por allá, gracias… ¿cómo ha dicho, señora?

-Que es ese.

-¿Seguro? ¿Seguro que no es por allá?

-Claro. Es ese. El castillo del dragón.

-Ay ay ay ¡Por fin! -exclamó Rodolfo-. ¡Prepárate, malvado dragón, allá voy!

-¡Uuf! Yo no iría, oh príncipe -dijo la señora.

-¿Es sin duda cruel y peligroso el malvado dragón?

-Depende. Veréis, yo es que soy de aquí y sé cómo es el dragón y de verdad que yo no iría.

-Pero yo soy el príncipe Rodolfo. Y no hay nadie más valiente que yo.

-Ya, bueno. Luego no me vengáis con historias. Yo os he avisado.

El príncipe dio las gracias y galopó hacia el castillo… en realidad galopó el caballo y el príncipe iba encima, ya me entendéis. Pero antes de entrar al castillo había que atravesar un bosque muy oscuro… muy oscuro y lleno de… ¿animales salvajes? No ¿Ruidos misteriosos? No, no. Lleno de… música de mucho miedo.

En serio, en las pelis lo que da más miedo es la música. Pues eso mismo le ocurrió a Rodolfo. Avanzaba entre los árboles y una música terrorífica le seguía. Tragó saliva, miró a un lado y a otro y se dijo a sí mismo que los monstruos no existían. Bueno, menos los dragones, claro… y las arpías y los trolls y los trasgos y… Total, que sí existían y encima no podía mirar debajo de la cama y en el armario como hacemos todos. Así que se dio prisita para salir de aquel bosque. Suspiró aliviado cuando dejó atrás el bosque y la música de mucho miedo.

Allí delante se levantaba el gigantesco castillo.

Torres, murallas, almenas, foso (sin cocodrilos, claro ¿quién fue el idiota que dijo que en los fosos había cocodrilos?)… foso, torreones, barbacanas (que no sé lo que es pero suena muy bien) es decir, el típico castillo, vamos. Sin pensarlo dos veces, y acordándose del repelús de la música de mucho miedo, se acercó al castillo. Había que ir con cuidado. Si el dragón le oía estaba perdido. Avanzó sin hacer ruido por el puente de madera.

-¡COTOCLOC, COTOCLOC! -sonaron los cascos del caballo.

-Chsssss.

-Perdón. Cotocloc, cotocloc,…

Allí estaba el dragón, en medio de una sala enorme. Estaba de espaldas sin darse cuenta de nada y tocaba el arpa.

Rodolfo bajó del caballo, sacó la espada y se acercó por detrás…

Entonces le dio cosa ir a escondidillas así que le gritó al dragón:

-¡Ajaaaa! ¡Malvado dragón, date la vuelta, pelea, muere y libera a la princesa! O mejor, ¡libera a la princesa primero, pelea y muere después!

El dragón ni se movió.

-He dicho: ¡Malvado dragón!!! ¡La princesa!!!

Nada.

–Oye, dragón, que te estoy diciendo que….

Y el dragón le miró y dijo:

-Chissssss.

-Perdón.

El tiempo pasaba y el príncipe se impacientaba.

-Mira dragón, es que tengo un poco de prisa. Yooo es que he venido a rescatar a la princesa y…

-¿Qué?- preguntó el dragón.

-¡Ah, por fin! ¡Malvado dragón! ¡Libera a la princesa!

-Lo primero: buenas tardes ¿no?

-Eh… buenas tardes, malvado dragón.

-Lo segundo, Don Ernesto para ti.

-Buenas tardes, malvado dragón, don Ernesto.

-Y lo tercero es que estoy muy ocupado. Perdona.

-Verás. Si no es por molestar. Es que vengo a rescatar a la princesa y…

-¿Serías capaz de tocar esta sencilla melodía?

-Hmmm… ni esa ni ninguna. No sé tocar el arpicordio da gamba.

El dragón movió la cabeza.

-Es un arpa. Pues si no hay música, no hay ayuda. Hale.

Entonces Rodolfo se acordó de la canción que decía que estaba prisionera en la torre más alta

-¡Ya lo sé, en la torre más alta!

-Eres muy listo -contestó el dragón.

Y el príncipe muy contento se puso a mirar las puertas. En una había un cartel que ponía “Torre más alta”.

-Ajá.

La abrió y vio una escalera muy larga, muy larga. Empezó a subir escalones. Y subió… y subió… Cuando llegó arriba del todo, agotado, se acercó a la puerta y  se preparó para el asombro que le produciría la belleza inigualable de la princesa. Abrió y se asombró porque… ¡la habitación estaba vacía! Muy enfadado empezó a bajar y bajar y bajar.

-¡Malvado dragón don Ernesto mentiroso, la princesa no estaba en la torre más alta!

-¿Mentiroso? No. Tú dijiste que estaba en la torre más alta y yo contesté: Eres muy listo. Si quieres que te ayude tendrás que hacer música. ¿Serías capaz de tocar esto? -y cogió una trompeta.

-Vamos a ver si me entiendes: yo de música nada de nada. Ni flauta dulce en el cole, para que veas. Fíjate tú que me aprobaron percusión, ya sabes eso de los tambores, con un curso de combate con maza y escudo… como era de pimpam pimpam…

-Si no hay música, no hay ayuda.

Rodolfo se puso a mirar por la sala y de pronto vio una puerta rosa en la que ponía “Torre de la princesa”.

-No necesito tu ayuda, malvado dragón don Ernesto.

Rodolfo abrió la puerta y empezó a subir. La torre de la princesa no sería la más alta pero tenía escalones para aburrir. Por eso, cuando llegó arriba, Rodolfo estaba ya un poco harto de su tremenda aventura, así que llamó a la puerta y al no recibir repuesta entró sin más prolegómenos… sin más, vamos.

Era una habitación supermona, llena de detalles supercucos. Una cama con dosel de seda, una cómoda con espejo, la colección de muñecas más grande que hubiera visto nunca Rodolfo, una bici de montaña llena de barro y la princesa… no estaba.

Bajó las escaleras encolerizado (encolerizado es como se ponen tus padres cuando te tiras el cola-cao encima de la ropa nueva)

-¡Malvado dragón don Ernesto! ¡La princesa no estaba en la torre de la princesa! Estoy hasta las narices de tus escaleras y tus jueguecitos.

-¿Escaleras?  Sin duda habrás subido en ascensor.

-¿Ascensor?

-Sí, ascensor. Al lado de la puerta rosa llamada “Torre de la princesa” hay una puerta amarilla que pone “Ascensor para subir a la torre de la princesa”. ¿La has visto, no?

-Eeeh sí, sí, claro, no soy tonto. Pero da igual. No había princesa y…

Ernesto movió su gran cabeza.

-Si quisieras hacer un poco de música todo sería más sencillo.

El príncipe Rodolfo estaba ya hasta los pelos. Cogió aire y conteniendo la ira dijo:

-Ya te he dicho que no sé música. Nada. ¡Por favor! Una peleita a espada, un poco de fuego por tu parte y yo te prometo que no le diré a nadie que me dejaste pasar sin hacer música. ¿Está la princesa en el castillo? ¿Eh? ¿Está?

El dragón suspiró.

-Eres un aguafiestas. En fin. No, no está. Ha salido con sus amigos.

-Estoy ya un pelín quemado. Vamos a ver que me entere yo ¿La princesa no estaba secuestrada?

-No, claro. Sus padres la han matriculado en mi castillo para estudiar Música, Contrapunto, Dirección de Orquesta e Instrumentos medievales para princesas modernas.

-Entonces ¿yo que hago aquí? ¿El bobo?

-A eso sí te puedo contestar. Sí, señor, el bobo.

El príncipe se dio media vuelta y muy enfadado salió del castillo. En la puerta se cruzó con una bella joven de largas trenzas y vestido vaporoso.

-¡Ernesto! ¿Dónde estás? ¡Anda que no nos hemos reído! En el bosque hemos estado tocando la música de miedo que nos enseñaste y hemos asustado a un tipo que iba a caballo. Si vieras la cara de miedo que ponía… ¡Anda! -se sorprendió la chica-. ¿Tú no eres el que…?

-¿Yo? Concreta y precisamente yo soy el bobo de este cuento.

Y así acaba esta historia. Dicen las leyendas que años después el príncipe Rodolfo se construyó un castillo en el que no había bosques, torres, escaleras,… ni princesas. Eso sí, no le quedó más remedio que estudiar música por si las moscas y se convirtió en el más popular en los fuegos de campamento antes de las batallas.

¿Y qué fue de Ernesto, el dragón músico? Pues que siguió con sus clases e inventó un instrumento llamado contratrompeolín a cuatro manos y que dicen que todavía está buscando alguien que tenga cuatro manos para poder tocarlo.

 

El cuento de Edu :: La pluma que quería volar

 

LA PLUMA QUE QUERÍA VOLAR

Esto ocurrió hace bastante tiempo cuando no había ni coches, ni tele, ni ordenadores. Los barcos navegaban a vela y la gente viajaba en carros… o andando.

Los pájaros no, los pájaros volaban igual que ahora. Y volaban muy, muy lejos. Los hombres miraban al cielo y se preguntaban dónde irían. Los pájaros pasaban por encima de las montañas, de los mares, de las ciudades y de los hombres que les miraban.

Aquel ganso era un gran volador. ¿Sabéis lo que es un ganso, verdad? Es como un pato con el cuello largo y con bastante mal genio. Él decía que se conocía el mundo entero, que se lo sabía de memoria. No sabemos si esto era verdad pero sí es verdad que había volado muchísimo.

El ganso estaba orgulloso de sus plumas. Eran bonitas: marrones con dibujos blancos y grises.  Pero sobre todo eran grandes, fuertes y suaves. Las mejores para volar muy lejos. Y sus plumas sabían esto. Nunca habréis oído hablar de plumas que piensan que son lo mejor del mundo. Ni siquiera de plumas que piensan. Bueno pues este cuento trata de eso, de una pluma que pensaba que volar era lo mejor del mundo. Claro que en realidad no sabía hacer otra cosa. Pero le gustaba cortar el aire como si fuera un cuchillo. Le encantaba ver la nieve de las montañas y mirar las hojas de los árboles que, pobrecillas, caían tristes al suelo en otoño.

Hasta que un día, en un fuerte aleteo del ganso, la pluma se soltó del ala. No le dio tiempo a decir ni ¡ay! Un momento antes remaba con sus compañeras en el ala del ganso y un momento después caía tristemente como una hoja de árbol en otoño.

Le pidió al viento que la ayudara a volar y amablemente el viento la ayudó. La subió y la bajó y casi era como antes mirándolo todo y viendo campos y pueblos. Después de un  buen rato el viento le habló en un susurro, que es hablar flojito.

-Sssssh. Te tengo que dejar. He de soplar en las velas de los barcos, empujar a las nubes y hacer girar los molinos… -quí el viento rió- y quitarle el sombrero a ese señor gordote. Adiós. SSSSSsss…

Y el viento se fue dejando caer a la pluma.

Y la pluma cayó.

Suavemente, giraba una y otra vez en su caída. La pluma estaba horrorizada. Ahora alguien la pisaría o acabaría en un charco llena de barro y todo terminaría. Adiós a ver montañas y mares.

Acababa de tocar el suelo y todavía se lamentaba cuando un niño que jugaba por la calle la cogió. La miró sonriendo y antes de que la pluma pudiera pensar nada, le había atado una cuerda y la llevaba corriendo como si fuera una cometa pequeñita.

Ahora entra en el cuento el hombre. Ese bajito con cara seria que camina por la misma calle por la que corre el niño y vuela la pluma.

El hombre era músico y tenía que componer una ópera. Sabéis lo que es una ópera ¿verdad? Son como obras de teatro en la que los personajes cantan. Pero no cantan como en las pelis de princesas de hielo y tal. No, cantan toooodo el tiempo. El chico y la chica se quieren… y cantan. El bueno y el malo se odian… y cantan. El chico y la chica se pelean… y cantan. Bueno Casi siempre acaban mal pero hasta el último momento, cantan. Son un poco largas, pero son muy bonitas. Bueno pues al hombre de nuestro cuento le habían dado un cuaderno con la historia y él le tenía que poner la música. Tenía un montón de música en la cabeza pero no le gustaba la historia así que estaba muy enfadado.

Se sentó en el borde del río mirando las aguas grises. Entonces vio al chico. Venía corriendo levantando la pluma como si fuera una bandera. El niño se paró al lado del hombre y lo miró.

-Es una pluma muy bonita -dijo el hombre.

-Estoy volando con ella.

-Ah.

-¿Le interesa esta pluma? ¿Podemos hacer negocio señor…? -preguntó el niño.

Mozart. Bueno… es bonita, sí.

-Y muy valiosa también, señor Mozart.

-¿La has comprado tú?

-Sí… es mía, claro.

-Ah.

-¿La quiere? ¿Cuánto me daría por ella?

El hombre miró al niño y vio que tenía las ropas sucias y viejas. Estaba flaco y parecía tener hambre.

-No sé si tendré suficiente para comprarte una pluma tan especial.

– Pruebe a ver, pruebe.

El hombre sacó unas monedas, las contó y se las enseñó al chico.

-Esto es todo lo que puedo darte.

El niño miró al hombre como si este se hubiera vuelto loco. Había muchas monedas allí.

-Bueno… creo… está bien… por esta vez ¿vale?

El hombre le dio el dinero y el chico le entregó la pluma.

-Es muy buena para jugar a volar. Hay que cogerla muy fuerte porque se quiere marchar volando.

-Gracias. La cuidaré bien.

-Adiós.

-Adiós.

Y el niño salió corriendo de nuestro cuento.

La pluma estaba un poco enfadada y muy triste. Había escuchado muy calladita todo esto. Ahora lo sabía, ya no viajaría más. Ahora ni siquiera iría por el aire por las calles con aquel chico. El hombre, Mozart,  parecía muy serio y a la pluma no le gustó nada. Pero notó que el hombre la miraba y la miraba. Incluso la soplaba flojito. La levantó y la miró al trasluz. La pluma sintió un poco de vergüenza. No estaba acostumbrada a que la miraran tanto. El hombre la miraba tanto que parecía ser capaz de leer en los pelillos y los dibujos los viajes que la pluma había hecho y todo lo que había visto.

-Bueno. Me has costado muy cara, por muy bonita que seas.

La pluma se sintió orgullosa. No podía peinarse mejor o poner buena cara como nosotros cuando queremos parecer más guapos en las fotos, pero se esforzó en brillar al sol y que sus dibujos grises, blancos y marrones resultaran bonitos.

-¿De dónde vendrás? Habrás visto muchas cosas. Seguro que sabes si en el mundo hay magos y magia y dónde viven las reinas misteriosas que gobiernan la noche. ¿De quién habrás sido? ¿De quién? ¿De un pájaro extraño? ¿De un cazador de aves? ¡Eso es! ¡Lo tengo!

La reina de la noche, y el cazador de pájaros y el malvado que no será tan malo, y… y… además habrá una flauta; una flauta mágica. De un salto se levantó y echó a correr por la calle, subió las escaleras y, casi sin parar, abrió una puerta, entró en una habitación  y se sentó ante una cosa que la pluma no había visto nunca: un piano. Ya sabéis, ese instrumento más grande que una mesa y que parece que tiene una boca enorme llena de dientes. Si la pluma pensó que le iba a morder, la idea le duró poco porque el hombre recorrió con las manos esa… boca y la música salió de golpe del piano.

La pluma estaba asombrada. De repente el hombre cogió la pluma y ¡la mojó en un bote de líquido negro! ¡Qué susto! Porque la pluma no sabía (y casi seguro que vosotros tampoco) que en esa época se escribía mojando una pluma en tinta. Y tinta era en lo que el hombre había mojado la pluma.

Y entonces el hombre se puso a escribir. Mojar y escribir, mojar y escribir… El hombre tenía mucha música que escribir. ¿Y cómo se puede escribir la música? Pues el papel que el señor Mozart utilizaba estaba lleno de rayas y él pintaba unos signos sobre las rayas. Puede que parecieran un montón de hormigas agarradas a esas rayas negras, pero cualquier músico era capaz de entender los dibujos de hormigas y hacer música con ellas. Mozart, cantaba en voz baja, tocaba el piano y apuntaba en el papel a toda velocidad con la pluma.

Y la pluma se dio cuenta.

-“¡Yo hago Música! -pensó-. Esto, esto es como volar. O casi tan bonito”.

Con el paso de los días la pluma sintió que no era “casi tan bonito”. Era fantástico. Distinto pero fantástico. El hombre estaba lleno de música y la pluma le ayudó a ponerla en el papel. Y se emocionó con las aventuras de Pamina y Tamino, y se rió con las canciones de Papageno y Papagena y se asustó con la reina de la noche… La pluma y el señor Mozart estaban componiendo una ópera maravillosa llamada “La Flauta mágica”.

Y así que de nuevo la pluma voló y voló. Solo que ahora volaba con la música de aquel hombre… Mozart. Y otra vez fue feliz.