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El cuento de Edu :: El árbol de la música

EL ÁRBOL DE LA MÚSICA

 

Érase una vez hace mucho tiempo que no había ni radio ni discos. La gente solo podía oír música yendo a donde tocaran o si eras músico, claro.

¿Y toda la gente que no podía ir o no tenía dinero o vivía muy lejos?

En un pueblo habían descubierto una solución mágica. Bueno, en realidad ellos no, lo había descubierto el viejecito que vivía en la colina de allá a lo lejos.

-Abuelo -le dijo su nieto de ocho años-. ¿Por qué la gente viene los sábados a oír al árbol?

El viejo sonrió y miró a su nieto.

-Porque les gusta mucho la música.

-¿Y por qué el árbol tiene música?

-Esa es una buena pregunta. Imagínate una habitación enorme llena de gente y donde unos músicos tocan. La gente oye la música y se queda con ella ¿entiendes?

-Bueno…

-Es complicado. Pero no toda la música se la queda la gente… o a veces no hay tanta gente… o los músicos no tocan para la gente si no por el gusto de hacer música. Y la música se eleva por el aire y sale por las ventanas. El caso es que el viento la coge y la hace volar de aquí para allá.

-¿En serio?

-Claro. Nuestro árbol la atrapa con las ramas y se la guarda. Y cuando nosotros vamos y agitamos esa rama o la otra, el árbol la devuelve. Es por eso que la gente viene a oírla. O a lo mejor es al revés, el árbol coge la música porque sabe que nos gusta. Es complicado.

-Sí, abuelo. Lo es.

-Pues tienes que entenderlo porque ya eres mayor y me tienes que ayudar. El hijo de la molinera es buen chico pero cuando sube al árbol a veces no tiene cuidado y agita la rama que no es. Estoy seguro que tú puedes hacerlo mucho mejor.

Y así fue como el chico empezó a ayudar a su abuelo con la música del árbol. Las tardes de verano se sentaban a su sombra y el viejo le señalaba cada rama del enorme árbol de corteza oscura y áspera. Cien ramas se levantaban hacia el viento. Cada rama era una promesa de alegría o tristeza, de músicas grandes y pequeñas.

-Mira aquella. Es una rama fina y con las hojas más pequeñas.

-¿Qué música puede tener, abuelo?

-Una música no muy grande, diría yo. Suave. Verás… Sube y mueve la rama. Despacito. Si lo haces muy fuerte espantarás a la música y sonará un churro. Y ten cuidado o tu madre me matará.

Y el niño trepó por el árbol y con mucho cuidado movió la ramita.

 

Entonces bajó del árbol y juntos, abuelo y nieto, escucharon la música que descendía entre las ramas, se desenroscaba del tronco y daba vueltas alrededor de ellos.

Al niño le dieron ganas de levantar la mano para tocarla pero sabía que no podía.

Finalmente la música y la tarde se dieron la mano y se alejaron persiguiendo al sol que se perdía entre las montañas.

El niño casi no se atrevía a respirar.

-¿Hay que aplaudir, abuelo? -dijo en un susurro-. La gente cuando viene aplaude.

-Los aplausos son cosa de la gente, no de nuestro árbol.

Y así fue cómo el viejo enseñó al niño a buscar en el árbol y descubrir la música que tenía enredada entre las hojas aquí y allá.

Los sábados la gente venía con la merienda y manteles y se sentaban alrededor del árbol. Entonces el viejo salía de la casa y se acercaba saludando, preguntando qué música querían hoy.

-¡Alegre!

-¡Divertida!

-¡Con sol! -dijo una niña.

-Con sol ¿eh? -dijo él pensativo-. Veremos que encontramos.

Entonces llamó a su nieto y le señaló una rama larga y flexible con hojas muy verdes.

-¿Ves esa que se agita arriba y abajo, arriba y abajo? Esa.

El niño subió y, con cuidado de no tocar otras, movió la que le había señalado su abuelo.

Y la música con sol sonó. Los niños que corrían por el prado volvieron y se sentaron a escuchar.

Y así pasó la tarde. La merienda fue larga y con mucha música. Algunos se despedían y se iban sin hacer ruido y otros llegaban y se sentaban. A veces los niños perdían el interés y se iban pero siempre volvían cuando escuchaban que la música se volvía más alegre.

El viejo finalmente dio unas palmadas y riendo echó a la gente.

-¡Vamos, hasta el sol está bostezando! Buenas tardes a todos.

La gente le daba al viejo algo de dinero, pero sobre todo le dejaban cestas de fruta o un buen trozo de jamón o botes con guisos. Después se despedían hasta el sábado siguiente.

Una tarde de otoño el niño oyó música y se extrañó. Por esa época el árbol dejaba de dar música y se dormía. Como decía su abuelo, la temporada de conciertos había terminado. Y entonces le vio, estaba con la espalda apoyada contra el tronco y la cabeza baja. Las hojas del árbol caían sobre él. El árbol y el viejo se habían dormido. Pero el árbol despertaría en primavera y el chico supo que su abuelo ya no.

La música sonaba cayendo junto a las hojas amarillas. El niño estaba seguro de que su abuelo no había podido subir a mover ninguna rama del árbol, pero allí estaba la música triste y suave. Puso la mano en el tronco y dio las gracias al árbol.

Todo fue muy raro a partir de entonces. El niño apenas tuvo tiempo de llorar. Unos días después llegó un hombre vestido de gris con un papel  y pusieron una valla alrededor de todo el prado.

Cuando llegó la primavera el hombre vestido de gris abrió la valla y puso un cartel. Nadie podía acercarse al árbol si no pagaba. El hombre siempre tenía mala cara. Después de cobrar dinero a la gente daba con un palo a una rama y sonaba una música. Una cualquiera. El hombre no sabía buscar y tampoco le importaba.

Poco a poco la gente dejó de acudir al prado y el hombre de gris cerró la verja y puso un candado. Y se fue más enfadado que nunca.

Pasaron los años y la gente se fue olvidando del árbol y de la música.

Una tarde… una tarde un joven pasó por al lado de la verja. De pronto le pareció oír algo.

-Es la música del abuelo -murmuró.

El chico puso las dos manos en la valla y dio un empujón. La valla se cayó haciendo un ruido de madera podrida. Pasó por encima de las maderas y se acercó al árbol. Seguía allí, en medio del prado, enorme con sus cien ramas señalando al cielo. Pero no estaba igual. Al chico le pareció que tenía las hojas más grises, un poco marchitas.

-Así que tú también nos necesitas. Necesitas que te escuchemos.

Y entonces tomó una decisión. No le importaron los hombres de gris y las vallas. Fue al pueblo y cogió una pala y un pico.

La gente se extrañó y le preguntaba que qué iba a hacer. Y él contestaba:

-Voy a la colina. La valla.

Y la gente lo entendió. También cogieron palas y subieron la colina con el chico. Para cuando anocheció habían arrancado hasta el último madero de la valla y habían hecho una gran hoguera que iluminó la noche. La gente rodeó al chico esperando. Al final una niña se acercó y le cogió de la mano.

-¿Qué estamos esperando? -le preguntó.

-Nada -contestó el chico-. ¿Qué música te gustaría escuchar?

La niña no entendió qué quería decir pero sonrió.

-No sé, ¿una bonita?

-Muy bien.

Y el chico se subió al árbol y agitó suavemente una rama gruesa con muchas hojas.

Y la Música volvió.

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El cuento Edu :: La canción de Manyi

La canción de Manyi

Nayah y Manyi eran amigas y eso a la gente no le parecía bien.

Porque Manyi era de los bayaka y Nayah era bantú.

Antes la gente llamaba pigmeos a los bayaka, eran mucho más bajitos que los bantúes y muchos bantúes los maltrataban.

Por eso a Manyi le decían que los bantúes no eran buenos. La niña sabía que había bantúes malos pero no Nayah. Nayah era buena, le escuchaba y le ayudaba. Y cuando alguien llamaba pigmea a Manyi, se enfadaba y la defendía.

Las dos vivían en Camerún al borde la selva. Una selva que se alejaba cada vez más por la mano del hombre.

Esta historia, que puede haber ocurrido o puede que ocurra alguna vez, empieza una mañana lluviosa. Llovía como si las nubes no tuvieran otra cosa que hacer. Como si dijeran: “Mira, esas niñas se aburren. Vamos a mojarlas”.

Pero Manyi y Nayah no se aburrían, hablaban. Se habían metido debajo de un tejadillo de chapa y el ruido de las gotas era tan fuerte que pareciera que la lluvia se reía de ellas.

-Es raro -dijo Nayah-. Sueñas con tu abuela y te habla. Es raro.

-¿Tú crees? -preguntó Manyi.

-¿Y cómo sabes que es tu abuela? ¿Te lo ha dicho?

-No, pero yo creo que lo es. Sabe mi nombre y el de mi madre y el de mi padre y me llama como me llamaba mi abuela.

Nayah sacó la mano a la lluvia y dejó que se mojara.

-Manyi, los muertos no hablan en sueños.

-En mi sueño sí.

-¿Y qué te dice tu abuela?

-No. En realidad no me habla. Me canta.

Nayah miró a su amiga.

-¿Y… qué te canta?

-No sé. No conozco esas canciones -Manyi estaba pensativa-. No sé si hablar con mi madre. Pero tiene tantos problemas: los pequeños y el huerto y…

-Podemos hablar con el viejo Massango -propuso Nayah-. Tu gente dice que es un viejo muy sabio.

Massango había sido el jefe de los bayaka en los viejos días. Había salido a cazar a la selva. Incluso se enfrentó a los mineros y a los madereros cuando llegaron. Hoy se sentaba en la puerta de su choza, murmuraba y agitaba la cabeza sacudiéndose pensamientos de tiempos más dulces. Las madres les llevaban a los niños y Massango les asustaba con el espíritu del elefante o la mirada de la mamba negra.

Como había dejado de llover las dos niñas se acercaron a verlo. Estaba sentado como siempre, junto a su choza, aunque hoy estaba solo. Las niñas le saludaron con respeto. Él las miró con su único ojo sano. El otro lo perdió cazando elefantes… o al menos eso contaba él y ya no había nadie tan viejo que pudiera decir lo contrario.

-¿Qué queréis, niñas? ¿Queréis saber de aquel cocodrilo que salió del río buscando un hombre sabio y volvió sin hallar ninguno?

Y habló y habló y las niñas escucharon y escucharon.

Finalmente el ojo brillante y astuto de Massango se clavó en las dos amigas.

-Traéis una pregunta -señaló a Manyi-. Y tú eres quien la trae.

Manyi asintió y contó todo lo de su abuela y sus sueños al viejo jefe. Cuando terminó, el anciano suspiró y asintió.

-Nadjela, la de los pies ligeros.

El único ojo de Massango miró hacia atrás, muchos años hacia atrás y se humedeció. De pronto se volvió a Manyi.

-¿Tú escuchas a Nadjela?

Con un saltito Manyi tragó saliva.

-Claro que la oigo.

-No. No es lo mismo. La oyes, pero ¿la escuchas? Escucha lo que te dice tu abuela. Te está pidiendo algo.

-¿El qué?

-Lo sabrás cuando la escuches.

Noche tras noche, Manyi se esforzó en escuchar en su sueño. Y una mañana se despertó de golpe. No podía esperar a ver a Nayah. Por fin terminó sus tareas y su madre le dijo que podía irse. Así que Manyi corrió en busca de su amiga.

-¡La selva! -exclamó Manyi sin respiración.

-¿Cómo? -Nayah dio un salto del susto que se llevó.

-¡La selva, la selva! -repitió Manyi-. Mi abuela quiere que vaya a la selva.

Nayah miró a su amiga como si se hubiera vuelto loca.

-No puedes ir a la selva. Tú sabes que…

-Voy a ir.

-¿Seguro que has escuchado bien a tu abuela? Es muy peligroso. No debes, lo sabes. No y no. No puedes. Ya está…. Está bien. Iré contigo.

Manyi sonrió.

-Gracias. Al menos una parte del camino. Luego seguiré sola.

La mañana siguiente llegó con tanta lluvia como si no quisiera que las niñas entraran en la selva. Pero no, un rato después paró de llover e incluso el sol se asomó a mirar qué pasaba. Manyi y Nayah planearon el camino. Tenían que evitar a los mineros y a los madereros y también a los guardas forestales, que les daba por golpear antes de preguntar. Estaban nerviosas pero nadie pareció fijarse en que las niñas se alejaban. Sólo el astuto ojo de Massango las siguió hasta que desaparecieron entre las últimas chozas.

Manyi tenía miedo y cuando miró de reojo a Nayah también fue miedo lo que vio. Las dos caminaron en silencio por un sendero que todavía usaban los bayaka. La selva era oscura y verde. El agua escurría por todos lados y un montón de ruidos desconocidos llenaban el poco espacio que dejaban troncos, ramas y hojas. De pronto el sendero desapareció. Una enorme rama caída y una planta de grandes hojas parecían decir: “Hasta aquí”.

Manyi se volvió a Nayah.

-Hasta aquí. Ahora sigo yo. Tú vuelve.

-Pero…

-Lo voy a hacer, Nayah. No te preocupes volveré pronto -Manyi se sonrió-. Además con lo grandota y torpe que eres seguro que te cojo antes de que llegues.

Las dos amigas se abrazaron y se separaron. Cuando Nayah se volvió para decir adiós por última vez, sólo pudo ver el verde sobre verde de la selva.

Manyi estaba asustada. Miraba a su alrededor como si algo fuera a saltar sobre ella. La selva era oscura como si los árboles no quisieran compartir la luz. Los gritos, chillidos y crujidos de animales invisibles se burlaban de ella. En la cabeza todo se le arremolinó. ¿Y si se perdía?

Se arrepintió de haber entrado en la selva y de no tener a Nayah a su lado. Una rama le arañó el hombro y una piedra le hizo resbalar y cayó al suelo. Manyi no se había hecho mucho daño pero no pudo evitar una lágrima. Y en ese momento, desde  una hoja, se escurrió una gota de agua y se unió a la lágrima en su mejilla. Las dos juntas resbalaron por la barbilla al suelo.

Puede que fuera casualidad o puede que no, pero cuando las dos gotas unidas tocaron el suelo algo cambió.

De pronto los ruidos de  la selva ya no eran solo ruidos. Ahora eran una canción. La canción de la selva. Era aquella que le cantaba su abuela.

Y Manyi escuchó a la selva.

La selva cantó sobre el nzambu nzambu, la planta que regalaba agua y sobre la liana bolo, que curaba las picaduras y de aquella otra de frutos dulces. En susurros la selva le cantó cómo recoger el ñame y dejar la raíz para que volviera a crecer y…

Manyi escuchó y aprendió.

Cuando la selva calló, la niña volvió al camino.

Otro día volvería a la selva a aprender más. Ella lo sabía. Lo que no podía saber es si los bayaka podrían regresar algún día al bosque. Pero de algo sí estaba segura, si volvían estarían preparados, porque Manyi le cantaría la canción de la selva a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Clara Heredia – Ilustradora

Ilustradora de la edición en papel, Clara Heredia.

https://zercaylejos.org/

 

El cuento de Edu :: El dragón y el hombre gruñón

EL DRAGÓN Y EL HOMBRE GRUÑÓN

Érase una vez… eeeh… hace mucho mucho tiempo… mmm… en un lejano país… y ¡uf! Bien… bueno… es que resulta que esto es un cuento. Es que contar un cuento no es tan fácil. Hay días que no se me ocurre nada y… vamos a ver… ¡Ah, ya!

Ésta es la historia de un dragón… pero no era como los dragones que conocéis.

Todo empezó en una lejana montaña en la que había un nido con cinco huevos de dragón. Cuatro eran grandes, brillantes como si fueran de plata… o mejor, como acero muy brillante. El quinto… el quinto era pequeñito y gris como un pedrusco pequeñito y gris. Papá dragón y mamá dragona ni siquiera se habían fijado en él confundiéndolo con un pedrusco pequeñito y gris.

Un mañana los huevos grandes y brillantes se abrieron soltando humo y vapor. Como una cazuela al fuego, ya me entendéis. Cuatro hermosos dragoncitos salieron de ellos bostezando. Estiraron colas y patas cubiertas de escamas brillantes como el acero y aletearon con alas finas como la seda. Y sí que eran hermosos. Si cogierais uno en brazos (suponiendo que fuerais valientes como el más valiente de los caballeros) no aguantaríais el peso ni medio minuto. Papá dragón y mamá dragona estaban felices. Les lanzaron chorros de fuego, que era su forma de dar besos y les empujaron fuera del nido, que era su forma de decir: “Ya está bien, niños, a volar fuera de casa”. Aquí muchos padres pensarán: “¡Ojalá fuera tan fácil!”.

Los seis dragones se alejaron volando muy contentos dejando atrás un montón de cáscaras vacías… y un huevo pequeñito y gris.

El huevo se movió, tembló y se abrió con un diminuto ¡pluf! El dragón que salió de él era tan pequeñito que si lo cogierais en las manos os sobrarían dedos por los dos lados. Y lo cogeríais seguro porque era tan mono como esos cachorritos que cuando la gente los ve pone una sonrisa tonta y dice: “¡Oooh!”

Aunque no deberíais coger dragones con las manos, eso lo sabe todo el mundo. Y menos todavía nuestro dragón que si bostezaba, echaba fuego; estornudaba y echaba fuego. Se le escapaba el fuego como a los niños pequeños el pis. Pero claro, a un dragón no se le puede poner un pañal en la cabeza porque lo quemaría y… ya, ya, lo sé. Ya me estoy despistando. Volvamos al cuento.

El dragón pequeñito (tan pequeñito que le podríamos llamar draguín en vez de dragón) se asomó por el borde del nido y miró para abajo. Desde lo alto de la montaña se podían ver ríos, campos, árboles.

El dragón abrió unas alas pequeñas como las de un gorrión, aleteó y despegó dándose un susto enorme. Nadie le había avisado que si movía las alas saldría volando. Así que dejó de aletear y se cayó dentro del nido dándose un porrazo. Movió la cabeza confundido y pensó que las cosas eran difíciles para un dragón que estaba solo. Como nuestro dragón era pequeño pero valiente, cogió aire, abrió las alas y salió volando como un cohete… como un cohete manejado por un astronauta que no supiera volar.

Bajaba cuando quería subir, se iba para la derecha cuando parecía que iba a la izquierda… es decir que no sabía por donde iba… como un político, que dirían los mayores.

Consiguió esquivar un árbol, no se dio de milagro contra una piedra muy gorda y por un pelín no terminó en la boca de una vaca que estaba bostezando.

Voló y revoloteó de acá para allá. Vio hombres y animales. Vio ríos y lagos. Pero no vio ningún dragón. No sabía que los dragones se escondían de los hombres. Seguro que pocos de vosotros habéis visto un dragón.

Al final, por casualidad, acertó a entrar por una ventana, chocó con la pared y aterrizó dando botes en una mesa. Tropezó con un frasco lleno de líquido negro que se volcó. Todavía mareado, se levantó mojándose en el líquido que sí, era tinta. La mesa estaba llena de papeles llenos de rayas. Tambaleándose, intentó andar dejando un montón de huellas pequeñitas en los papeles. El dragón miró los papeles. ¡Vaya, aquello era divertido! ¿Podría andar por aquellas rayas sin caerse?

Se mojó más en la tinta y jugó a hacer equilibrios. ¡Ahora a la pata coja! ¡Más difícil, con las manos!

¡Andá, si se mojaba las manos podía dejar filas de gotitas! Jugó a ver si acertaba con las gotas en las rayas.

Al final todos los papeles estaban llenos de puntos, huellas y extraños dibujitos. Quedaba bonito.

Y en aquel momento ocurrieron dos cosas. Que se oyó un ruido y que el dragón se dio cuenta de que, a lo peor, aquello que estaba haciendo no estaba demasiado bien. Así que por si las moscas, salió volando y se escondió detrás de un montón de papeles que había encima de un mueble.

Y entonces entró el hombre. Tenía cara de enfadado y los pelos revueltos. Daba miedo.  El hombre cogió los papeles con los que había jugado el dragón y, sin fijarse en ellos, se acercó a un piano. El dragón no sabía que aquella cosa negra enorme era un piano pero se iba a enterar enseguida. Desde su escondite vio como el hombre abrió la tapa, colocó los papeles y sin pensárselo dos veces empezó a tocar.

Sí, lo habéis adivinado aquellos papeles con rayas y dibujitos eran partituras. Los que utilizan los músicos para escribir música. Y el hombre tocaba aquello como si estuviera distraído. De pronto miró los papeles fijamente sin dejar de tocar. Su cara parecía más enfadada que nunca. Cogió otro papel y volvió a tocar.

Y después otro más.

Miraba el papel después miraba las teclas como si alguien se las hubiera cambiado y entonces soltó un grito.

-¡Esta no es mi música! ¿Qué es esto? ¿Quién?

Y en ese momento algo de polvo debió entrar en la nariz del dragón porque le dieron unas ganas horribles de estornudar. Y estornudó y ¡una llamarada salió de su boca y quemó los papeles tras los que se escondía!

 

El hombre vio aquello, se levantó de golpe y corrió hacia el incendio. El pobre dragón no sabía qué hacer para ayudar. Sopló y sopló y nuevas llamaradas salieron de su boca.

-¡Mi música, mi música! -gritaba el hombre agarrando los papeles y tirándolos al suelo.

Los pisoteó para apagarlos pero era tarde. Un montón de trocitos negros de partituras era todo lo que quedaba.

El hombre se volvió al dragón.

-¡Tú, tú has hecho esto! ¿Qué será de mi concierto? ¡Dos días tengo para…!

El dragón se asustó tanto que huyó por la ventana y se sentó muy triste en el tejado de la casa. Él no sabía, no había querido…

Y entonces… y entonces el dragón oyó el piano. Muy enfadado no debía seguir aquel hombre si tocaba aquello. Así que se asomó a la ventana y lo vio tocando. No parecía muy contento pero tampoco más enfadado. El hombre vio al dragón en la ventana.

-¡Tú, ven aquí! ¡Vamos!

El dragón fue a posarse en la esquina del piano.

-¿Tú has hecho eso? -el animal bajó la cabeza avergonzado-. No está… mal. He pensado seguir así. Escucha…

En fin, que el dragón escuchó con atención moviendo la cola.

-Si vas a ayudarme, por lo menos deberías saber mi nombre: Ludwig van Beethoven ¿y tú?

El dragón se encogió de hombros.

-Ya -murmuró Beethoven-. Creo que te llamaré Coriolano. Sí. ¡Ah! Coriolano, por favor, nunca, nunca te acerques a las partituras.

Y así fue cómo Beethoven y el dragón Coriolano se hicieron amigos y compusieron la música más bonita que se haya compuesto nunca.

¿Qué os parece muy raro? No me extraña… porque esto es un cuento.

El cuento de Edu :: La banqueta de Rossini

 

LA BANQUETA DE ROSSINI

 En este cuento se va a pronunciar una palabra bastantes veces. Y es una palabra que sieeeempre que la digo en un cuento causa mucha risa. Claro, si la digo y os empezáis a reír no vais a oír bien el cuento, que es buenísimo. Así que he pensado hablar de la palabra un poco al principio y así después ya no os hará tanta gracia.

Bien… la palabra es CULO.

¿Y hace falta ser grosero y hablar de culos? Pues sí. Este culo fue un culo muy importante en el mundo de los culos… ¡perdón! De la Música, un culo muy importante en el mundo de la Música.

Había pensado usar otras palabras como trasero, tafanario, glúteos, nalgas, posaderas, pandero, pompis,… Pero al final pensé que lo mejor es llamar al pan, pan y al culo, culo.

Y ahora ya sí, empezamos…

Érase una vez un piano y su banqueta. El piano era grande e importante porque pertenecía a un músico grande e importante. El músico era muy grande…. Enorme. Pero no solo como músico. Era enorme de cuerpo… y de culo, claro. Se llamaba Rossini, Gioachino Rossini y era uno de los músicos más famosos de su época.

Y esto nos lleva a la banqueta. Era de madera, de cuatro patas y era giratoria, es decir, la parte del asiento daba vueltas si la movías. Y claro, teniendo en cuenta que Rossini era enorme y su culo también era enorme, la banqueta era muy fuerte y de la mejor madera. Los criados de Rossini la revisaban todas las semanas porque claro, imaginaos que en una de esas, catacroc, la banqueta se rompe.

El piano no hacía más que recordarle a la banqueta lo importante que era, aunque fuera él el que hiciera la música. Así que los dos se admiraban mutuamente. Uno por la música que hacía y el otro por aguantar ese culo.

-Cuidado, ahí viene -decía el piano.

Y la banqueta se preparaba para el enorme esfuerzo que tenía que hacer cuando Rossini hacía música. Puede parecer una tontería pero imaginaos que a vosotros os ponen una vaca en brazos y tenéis que quedaros sujetando durante horas.

Cada vez que la banqueta oía a Rossini gritar: “¡Tengo hambre! ¿Está la comida lista?” se echaba a temblar. Porque ¡cómo comía Rossini! Un dragón, un ogro y un gigante juntos hubieran perdido en un concurso con Rossini. Además le gustaba inventar platos. Él inventó los canelones y un fabuloso turnedó (que es un filete de la mejor carne con foie grass). Un día me contó una persona muy sabia que Rossini  casi se tiró a un río sin saber nadar para rescatar a un pavo relleno que se había caído al agua. Sí, era un comilón.

Así que podemos decir que la banqueta tenía mucho mérito.

Por si no lo sabíais, Rossini había compuesto treinta y nueve óperas antes de cumplir los treinta y tres años. Esto es una barbaridad. Se había hecho famosísimo y había ganado montañas de dinero.

Pero ya hacía muchos años que no componía óperas y el piano y la banqueta estaban preocupados. Su dueño parecía unas veces contento y otras triste. La gente decía de él que era así, distinto, especial. Al piano y a la banqueta no les preocupaba la gente, lo que querían es que Rossini volviera a componer óperas. Vale que eso le agotaba, pero los dos amigos echaban de menos cuando escribía una ópera tras otra. Así que lo hablaron y pensaron un plan.

El piano y la banqueta estaban preparados. La próxima vez que Rossini se acercara se iba a enterar.

Estaban en tensión, cada vez que pasaba cerca contenían la respiración (bueno, ya me entendéis) pero nada. Rossini movía su enorme corpachón de acá para allá metido en mil asuntos.

-¡Maldito duque de Alba! ¿Dónde están mis dieciséis mil ducados? Lo voy a freír en aceite de oliva y servir con trufas -y se alejó dando voces.

El piano y la banqueta sabían que su dueño siempre estaba con líos de dinero… o mejor, los demás tenían líos con el dinero de Rossini.

Al cabo de un rato volvía a pasar llamando a los criados.

-¡Es un desastre! ¡No hay foie grass! ¿Queréis matarme de hambre? ¡Rápido que alguien me traiga un par de kilos… o mejor tres!

-Así no hay forma -exclamó la banqueta-.  Hay que hacer algo. Mira, me voy a tirar cuando pase.

-No seas bruta -contestó el piano-. Déjame a mí.

Y así fue. Cuando Rossini entró en la sala con unos papeles que parecían importantes, el piano dijo ¡PLON!

El músico paró en seco y algunos papeles se le cayeron.

-Juraría que el piano ha sonado… -dijo con voz baja-. Un ratón. ¡Un ratón dentro de mi piano!

Dejó los papeles en un sofá, menos unos cuantos que enrolló como si fuera una porra. De puntillas se acercó al piano. Escuchó con atención y… ¡PLON! ¡Cayó de culo sobre una silla despistada que no esperaba ese ataque! Menos mal que todos los muebles eran resistentes si no hubiera ido al suelo.

-¡Maldito ratón! Ahora verás.

Rossini dio un salto, abrió la tapa del piano, levantó la porra de papel y…

¡Nada! Ni ratón ni nada. Era cosa de brujas. El piano estaba embrujado. ¡Muy bien! Pues él lo iba a desembrujar.

Se acercó a la banqueta y esta se preparó para el enorme impacto del culo del músico. Hizo fuerza y ahí estaba ya ¡pof! La banqueta casi había olvidado de la fuerza que había que hacer… o el músico había engordado en las últimas semanas. Pero no le importó. Estaba contenta de volver a la música otra vez.

¡Plin, plon! Rossini dio en dos teclas con mucho cuidado. Nada. ¡Plin, plon, plan! Nada. El músico cogió aire y levantó las manos para tocar. En ese momento la banqueta y el piano pusieron en práctica su plan.

No importaba lo que quisiera tocar Rossini, la banqueta giraba y le daba a otra tecla y cuando la banqueta no podía, era el piano el que sonaba como quería. Y lo que tocaban entre los tres era la obertura del Barbero de Sevilla, una de sus óperas más famosas. Rossini se esforzaba pero no paraba de girar y darle a otras teclas. Soltó un rugido, sudaba en su lucha, pero no había forma: “el barbero” seguía sonando.

Finalmente con un salto, Rossini se alejó del piano, sacó un pañuelo y se secó el sudor señalando con un dedo a la banqueta y al piano.

-¡Estregati! ¡Maledetti! ¡Io ti distruggo! -que en italiano viene a significar “como coja un hacha vais a ver lo malditos que estáis”.

Y Rossini se fue dando un portazo.

-Oye -dijo la banqueta-. Yo no es que sea muy espabilada pero ¿tú crees que así lo conseguiremos?

-Volverá.

Y sí, el piano tenía razón. A la mañana siguiente se abrió la puerta poco a poco y primero una sartén y después la nariz de Rossini se asomaron al salón. Después el corpachón del músico pasó muy muy despacio por la puerta. Levantó la sartén y se acercó a los dos amigos.

-Como escuche el Barbero, me lío a sartenazos ¿entendido?

Movió muy despacio la banqueta, la hizo girar, miró por debajo y con mucho cuidado acabó sentándose.

-Muy bien. Vamos allá…

Y todo volvió a empezar. Hay que decir que la banqueta y el piano habían hecho caso al músico porque no sonaba El Barbero. No. Ahora era otra ópera de Rossini famosisíma: La Urraca Ladrona. Y allí estaba el gran músico luchando furiosamente para no tocar su propia música mientras la banqueta giraba tan rápido que casi tiraba a Rossini.

Y de pronto ya no era la Urraca, ahora sonaba Guillermo Tell. Si la música parecía galopar, no os cuento Rossini subido en la banqueta. Parecía que estaba intentando domar un caballo salvaje. Un caballo salvaje que no se rendía. Rossini tampoco. Era un duelo terrible. La furia del músico contra la cabezonería de la banqueta. Parecía que la victoria debía ser de Rosssini, al fin y al cabo él estaba encima, pero no, la banqueta aguantó como una campeona. Finalmente el músico se rindió.

-¡Parad! -rugió-. Basta.

El piano y la banqueta obedecieron.

 

-Me he dado cuenta de lo que queréis. ¡Ópera! Queréis que vuelva a escribir ópera.

El piano volvió a sonar.

Rossini levantó la sartén.

-¡Eh! He dicho basta.

-¿No lo entendéis? Ya no quiero componer más óperas. No necesito escribir más. Pero sí tengo mucha más música. Escuchad.

-¿Lo escucháis? Tengo mucha música, pero no más ópera. Música para mí, para vosotros y para otra gente. Es lo que quiero hacer. ¿Estamos de acuerdo?

La banqueta y el piano decidieron que sí, que vale, que esa música también les gustaba y dejaron que Rossini la tocara.

-Y ahora es hora de comer. Tengo hambre.

Se levantó y se fue gritando.

-¡Espero que mi comida esté lista! Un turnedó de medio kilo será suficiente… y unos caneloni.

La banqueta de Rossini le vio alejarse. Puede que tuvieran música otra vez, pero algunas cosas no cambiarían… o mejor, sí cambiarían. Seguro, seguro que el culo de Rossini sería más gordo.

Rossini dibujado por Inma, ilustradora y teatrera amiga de Martín Llade

El cuento de Edu :: La Cenicienta

LA CENICIENTA

Érase una vez hace mucho tiempo una chica a la que llamaban Cenicienta. Ya sé lo que vais a decir. ¡Me lo sé de memoria: Cenicienta, la calabaza, el zapatito, lo de siempre! Pues no. Ya sabéis que aquí os contamos los cuentos de otra manera. Os vamos a contar la versión auténtica. Bueno… hay otra versión, pero no la contaremos para que vuestros padres no tengan pesadillas.

Vamos con Cenicienta…

Cenicienta tenía la típica madrastra malvada que la tenía todo el día trabajando y limpiando chimeneas y por eso estaba llena de ceniza y la llamaban Cenicienta. Y también estaban las típicas hermanastras. ¿Las hermanastras eran malas con Cenicienta? Bueno, sí… ¿Eran bobas? Hombre, no eran las más listas del reino pero tampoco… ¿Y feas? Pues mira, no. Es que ya está bien ¿no? Los malos de los cuentos siempre son feos y tontos y no es así. Yo mismo conozco gente que… bueno, en fin, el caso es que Cenicienta lo pasaba muy mal.

Y en este momento de la vida de nuestra querida Cenicienta es  cuando el príncipe decide casarse invitando a un baile a todas las chicas del reino.

En serio ¿que el príncipe necesitaba invitar a todas las chicas para tener novia? ¿Era bobo? ¿El típico pesao? Un poco bobo debía ser si pensaba que en una noche iba a poder conocer a tooodas las chicas.

Como todos sabemos, la gran noticia se anunció en todo el reino y se montó la parda. No os penséis que la única que tuvo problemas fue Cenicienta. Hubo chicas que escondieron los vestidos de fiesta de sus amigas, otras cogieron todas las horas de la peluquería para que las demás no pudieran peinarse, alguna invitó a sus amigas a comer guisos que sentaban fatal, hinchaban las tripas y daban retortijones.

¿Y los chicos?

Algunos estropearon las ruedas de las carrozas para que no pudieran ir. Otros regalaron a las chicas flores, bombones con planes divertidos, incluso intentaron casarse con ellas a todo correr. Las chicas dijeron que vale, que ya si eso, después del baile del príncipe. Los peores fueron los que dijeron a las chicas: “Tú no vas porque lo digo yo”. ¡Uuuf! Fatal. Estos se quedaron todos sin novia para una buena temporada.

Los problemas de Cenicienta ya son conocidos:

-“No vas a la fiesta”, “yo quiero ir”, “tienes que limpiar las chimeneas”, “que las limpie Rita”, “me da igual, no tienes vestido y no vas”.

Y entra en juego la famosa hada madrina. Que sepáis que en algunos cuentos no hay hada madrina. Hay un pajarito mágico, una oveja, un pez y hasta un árbol. Sí, sí. Vamos a quedarnos con el hada madrina porque que un pez o una oveja metan la pata me parece lo más normal, pero ¿toda un hada madrina?

Nuestra querida Cenicienta llevaba un vestido, genial, superchupi. Muy bien, hada madrina.

Pero aquí acaba lo superchupi del hada porque ¡anda que ponerle zapatitos de cristal para ir a un baile!

¡La calabaza! ¿En serio que no había otra cosa para convertir en carroza? Un carrito de los postres, un sofá… se transforma y Cenicienta siempre podría sentar y decir “no pasa nada, estoy aquí tan ricamente esperando a mi carroza”. No, tenía que ser una calabaza. Graciosilla el hada madrina.

Más… ¿Por qué tiene que volver a las doce? ¿Por qué? ¡Aguafiestas! ¿Cientos de chicas y tiene sólo hasta las doce para poder ligar con el príncipe? ¡Pues no, a las doce la carroza vuelve a ser calabaza y el vestido supermono se convierte en ropa sucia y rota! ¿Esta mujer estaba tonta o le faltaba un tornillo?

Claro, con estas cosas el cuento se va a complicar seguro, pero pensadlo, si no se complica sería un rollo.

Así que tenemos a la inteligente, buena y bella Cenicienta con su vestido supermono, sus zapatitos de cristal y su carroza calabaza, camino del baile del rico y tímido príncipe.

Lo que no se cuenta en los cuentos es que en la puerta del palacio había una manifestación de hombres. Se oían gritos de “príncipe, o todos o ninguno” o  “ote, ote, ote, príncipe el que no vote”, que no es que fuera muy ingenioso pero la gente no estaba para bromitas. Un grupo de guardias abría paso a la carroza de Cenicienta rodeada de gritos de “no nos mires, únete”. Los más osados gritaban “¡Viva la república!”.

Una vez pasada esta incómoda situación, Cenicienta pudo acceder al palacio no sin antes advertir al aparca-carrozas:

-No te la lleves muy lejos, que voy con el tiempo un poco pegado al culo.

El aparca-carrozas se sorprendió de este lenguaje pero entendió perfectamente.

Cenicienta cruzó las puertas del palacio.

Lámparas enormes de cristal con mil velas, suelos de mármol, espejos, cortinajes bordados de oro, música de una orquesta allí a la derecha, una mesa gigantesca llena de comida allá a la izquierda y cientos de chicas por todas partes. ¿Qué podía hacer Cenicienta? Los malditos zapatitos de cristal la estaban matando. Decidió picar algo esquivando a docenas de chicas que iban de acá para allá. Comió rapidito porque ya sabemos que tenía prisa. Algo ligero: unos montaditos, una ensalada,  langostinos (¡qué gordos eran!), albóndigas y unos tiramisú. Luego cogió una macedonia de fruta y un zumo de fresa y se dio la vuelta para chocar con…

¡El rey! El zumo de fresa se derramó por el uniforme del monarca decorándolo de rosa. Todos los que acompañaban al rey pusieron cara de espanto.

-No, gracias. No quiero zumo de fresas -dijo el rey con tranquilidad.

Cenicienta intentó pedir perdón pero tenía la boca llena de tiramisú, se atragantó, tosió y un montón de nata cayó sobre el rey: uniforme, barba,…

-Tampoco quería tiramisú. ¿Joven, hay algo más que desee que pruebe?

Tragando la nata, dijo que no con la cabeza e intentó limpiar al rey con el pañuelo de seda que llevaba en la mano. Lo que no recordaba ella es que en lugar de pañuelo llevaba un tazón de macedonia y ¡chof!

-¡Oh, vaya! -dijo el rey con tranquilidad-. Desde luego hoy voy servido de postres.

Uno de los acompañantes del rey, un tipo de enormes bigotes y lleno de medallas, se enfrentó a Cenicienta.

-¡Una vez es un descuido, dos una lamentable torpeza pero tres es un delito de lesa majestad!

Cenicienta no entendió muy bien qué quería decir aquel hombre, pero sonaba a que el baile se acabaría para ella mucho antes de las doce.

En ese momento una avalancha de chicas interrumpió esta dramática escena. Allí en medio se podía ver al príncipe intentando respirar. Se abrió paso entre la multitud y se acercó al rey.

-Vamos, papá. ¿Otra vez abusando de los postres? Vete a cambiar antes de que te vea mamá. Y en cuanto a usted, señorita, arreglemos este enojoso asunto.

Antes de que Cenicienta pudiera decir “tiramisú con chocolate” el príncipe la cogió del brazo y se alejaron de allí.

-¡Rápido, bailemos o esas locas volverán a atacarme!

-Estaría encantada, oh príncipe, pero esta música es un poco podre ¿no? Es tan… rusa.

-Eso puede arreglarse.

El príncipe hizo un gesto a la orquesta, que se detuvo. Todo el mundo dejó de bailar. El director acudió corriendo.

-¿Sí, mi príncipe?

-¿Sería posible que la música no sonara tan…

… podre -ayudó Cenicienta.

-Eso, tan podre.

-¿Podre, mi señor?

-Hijo, es que es más rollo que barrer el suelo soplando -dijo Cenicienta.

-Claro… menos podre….

Y el director salió corriendo.

Ciento veintisiete parejas se pusieron a bailar con entusiasmo la nueva melodía.

-Mucho mejor, sí. Un tanto rusa pero más animada. Si pudiera ser menos rusa…

Al final todo el mundo estaba más pendiente de las carreras del director de orquesta que de los langostinos del buffet.

 -Sí, ahora es más alegre que un cuervo cantando, sí. Pero…

-¿Sí? -el príncipe se había ganado fama de ser muy paciente pero hasta con aquella chica tan bella y simpática se estaba empezando a impacientar.

-Superrusa.

El director no paraba de hacer reverencias y correr. Volvió a la orquesta, rebuscó en una carpeta y repartió partituras entre los músicos.

-¡Esta! ¡Justo! Fenomenal. Aunque claro con estos zapatitos de cristal…

-¡Oh, son muy…!

-¡Sí, muy chulos y más incómodos que pelar patatas con un tenedor! Tengo los pies destrozados. Y además si me pongo a dar saltitos se me van a romper…

-No se hable más. ¡Que traigan la alfombra más grande que haya!

Un grupo de esforzados criados llegaron con una alfombra enorme. Apartaron a los invitados y la desenrollaron.

-Y ahora misteriosa y bella joven, ¿me haréis el honor de bailar conmigo?

-Nada me gustaría más, oh príncipe, pues sois inteligente, paciente y más atractivo que una tarta de chocolate, pero…  Se me ha hecho tardísimo. Adiós.

Cenicienta salió corriendo, digamos patinando, con sus zapatitos de cristal. Al llegar a la escalinata de la puerta de palacio, se quitó los zapatitos y uno se le resbaló y se quedó allí, en el segundo escalón. No le dio tiempo a recogerlo, las campanadas seguían sonando, corrió, metió la cabeza en la carroza y… ¡sonó la última campanada! La carroza volvió a ser calabaza alrededor de la cabeza de Cenicienta. Imaginaos: Corriendo por ahí moviendo los brazos, con el vestido roto y sucio y con una cabeza de calabaza. La manifestación de hombres desapareció y los guardias huyeron espantados. Finalmente Cenicienta acertó a estrellarse contra un árbol librándose de la calabaza.

En todo el reino no se hablaba de otra cosa que de la fiesta. La misteriosa desconocida que había pringado al rey y plantado al príncipe, la estupenda forma física del director de orquesta y lo gordos y sabrosos que eran los langostinos.

Docenas de parejas se reconciliaron. Centenares de chicas volvieron a ser amigas para siempre otra vez.

Y entonces ya sabéis: el bombazo. El príncipe buscaba a la misteriosa desconocida del zapatito de cristal.

Aquí, otra vez, el cuento es muy raro. Al príncipe no se le ocurre otra cosa que ir casa por casa probando el dichoso zapatito. No se sabe la cantidad de pies que tuvo que ver. Lo que sí está claro es que era un poco torpe. ¿No hubiera sido mejor poner un anuncio en plan: “Se busca chica de alrededor de veinte años, rubia, ojos azules, talla M, zapatos del 34, le gusta el tiramisú y odia la música rusa. Se recompensará con matrimonio y nombramiento de princesa”?

Pues no, hale, casa por casa. Resumiremos: la casa de Cenicienta no fue ni la primera ni la segunda.

Al final ya la gente comentaba:

-¿Ha estado el príncipe en tu casa? Es supersimpático.

-¡Uy, claro! Y se tomó un aperitivo.

-Ah, pues en mi casa estuvo charlando un rato.

-Pues yo le preparé unos tiramisú. Como le encantan.

Y como todo llega, un día apareció por la casa de la malvada madrastra. Las hermanastras, como todos sabemos, tenían unos pies como sacos de patatas, lo que las descalificaba como princesas.

A Cenicienta la habían encerrado en la carbonera así que estaba negra de furia y de carbón. ¿Y dónde estaba el hada madrina cuando de verdad hacía falta? Porque para poner hora y hacer carrozas chapuza sí ¿no? Y ahora que se la necesitaba fueron los ratones los que tuvieron que conseguir la llave y liberar a nuestra heroína. Cuando ya el príncipe se iba, aparecíó corriendo Cenicienta entre nubes de polvo negro.

-¡Vaya! Otra joven… creo.

Cenicienta se enfadó al no ser reconocida pero aquí hay que perdonar al príncipe. Entre aquella desconocida elegante del baile y este montón de carbonilla…

-Muy bien, probaos el zapato, por favor.

-¡Este no es mi zapato!

-¿Cómo decís, señora?

-Mi zapato era de cristal. ¡Si lo sabré yo! Eran más incómodos que comerse un huevo frito con guantes de boxeo. Este es rojo con lentejuelas. ¿Qué os creéis? ¿Qué esto es el Mago de Oz?

El príncipe intervino.

-Cierto es. El de cristal lo perdí porque alguien lo tiró a reciclar al contenedor de vidrio. Sólo tú podías saber cómo era el zapato, luego tú eres la misteriosa desconocida.

-¡Y una porra! -gritó una de las hermanastras-. Todos estuvimos allí y vimos como aquella niñata no paraba de lucir sus zapatitos y de quejarse de la música.

-¡Eso es! -exclamó el príncipe-. ¡La música! Joven, ¿cómo era la música que sonaba?

-Podre.

-¡Sois vos! ¡Casaos al instante conmigo!

-Momentito -dijo Cenicienta-. ¿Qué es eso de casarse con la primera que calce el zapatito? ¿No os acordáis de mí?

-Francamente no lo sé. Vuestro aspecto ahora es… ligeramente distinto.

-Vale, algo de razón tenéis. Mirad, os voy a dar una oportunidad. Me pensaré lo de casarme siempre y cuando se acaben las fiestas temáticas en plan “todas las chicas del reino”.

-Mujer, ya casados no haría falta…

-Es que en tu familia sois más simples que el mecanismo de una escoba -le interrumpió Cenicienta-.  Se rompe una silla y hale, fiesta para todos los carpinteros del reino. No. Y se acabaron las calabazas, los zapatitos de cristal y la música rusa.

El príncipe pensó que por una vez era mejor callarse y bailar y allí que se pusieron los dos a dar vueltas soltando nubes de polvo de carbón.

Y así es como acaba el cuento. Hay quien dice que a las hermanastras les ocurrieron cosas horribles. No es verdad. Lo que pasó es que solo veían a Cenicienta un día al año: el día de la fiesta de “ponte unos zapatones como sacos de patatas”.

Y fueron felices… como una burra en un maizal y comieron tiramisú.

El cuento de Edu :: El zapatero, las zapatillas y la chica

EL ZAPATERO, LA CHICA Y LAS ZAPATILLAS

Érase una vez un chico y una chica.

El chico era zapatero y hacía zapatos y la chica bailarina y bailaba.

Una mañana el chico terminó unas zapatillas. Eran blancas y con unas cintas largas. Eran unas preciosas zapatillas de ballet. El caso es que el zapatero las acababa de… acabar y ya estaban las dos, la zapatilla derecha y la zapatilla izquierda, discutiendo. Una persona mayor os diría que siempre están así pero ese… ese es otro cuento.

El zapatero las colgó de un clavo por las cintas. Las zapatillas seguían peleando todo el tiempo. Que si tus cintas son más largas que las mías, que si no me des con la suela, que si… y así tooodo el día. Y se peleaban porque se aburrían. Sí, como tú con tu hermana.

Ellas eran zapatillas de ballet y lo que les hubiera gustado es bailar sin parar. Y se aburrieron hasta que un día entró la chica en la zapatería. Los dos, la chica y el chico hablaron y él señaló a las zapatillas.

-¡Que nos venden! -gritó la derecha.

-¿Tú crees? -preguntó la izquierda.

-Ya verás.

Y sí, el zapatero descolgó las zapatillas del clavo, le ayudó a ponérselas a la bailarina y le ató las cintas.

-¿Qué tal? -preguntó la derecha a la izquierda.

-Muy bien. Muy cómoda. Creo que encajamos bien -contestó la izquierda.

-Yo también -dijo muy contenta la zapatilla derecha.

El zapatero le quitó las zapatillas a la chica con una sonrisita un poco tonta. La zapatilla izquierda se quedó mirando al zapatero.

-Oye, ¿por qué él pone esa cara de bobo?

La derecha también le miró.

-¡Uf! Ya sé lo que pasa.

-¿El qué?

-Que a nuestro chico le gusta la chica -respondió la derecha.

-¿Seguro? -la izquierda miró a la chica de arriba a abajo… o mejor de abajo a arriba-. Pues yo no la veo tan guapa.

-Es que tú eres una zapatilla.

-Ya, claro. Calla, a ver qué dicen.

-Sí, están muy bien -dijo la chica-, pero creo que son demasiado caras. No puedo pagarlas.

-Bueno… no pasa nada -contestó el zapatero-. Te las llevas y las pruebas y ya después otro día… es decir, que no te preocupes.

-Este chico nos va a regalar -dijo la zapatilla izquierda.

-¿En serio? -preguntó la derecha.

-Verás.

Y el zapatero envolvió las zapatillas en papel de seda y después las metió en una caja. Las zapatillas notaron como la chica cogía la caja y oyeron como se despedían.

-¿Y ya está? ¿Se acabó? -la zapatilla derecha estaba muy preocupada.

-Supongo que sí. ¿Por qué? -preguntó la izquierda.

-Pues porque la chica no volverá. Le dará vergüenza porque no ha pagado y a nuestro chico le gustaba ella -la zapatilla derecha habría fruncido el ceño si hubiera tenido ceño que es eso que está por encima de los ojos.

-Ya sé qué vamos a hacer para que ella vuelva.

Y allí mismo, en la caja, la zapatilla izquierda se quitó una de las cintas. ¿Cómo? Es imposible saberlo porque estaba metida en una caja y nadie lo vio.

Unos minutos después la chica estaba otra vez con el zapatero contándole lo que pasaba.

-Cuanto lo siento -dijo él-. Te la arreglo en un momento.

Un momento y medio después la zapatilla estaba como nueva otra vez en su caja. Cuando la chica salió a la calle las zapatillas hablaron.

-Bueno, sí -dijo la derecha-. Han hablado un poquito pero ya estamos otra vez aquí. Así que ahora me toca a mí.

Y con mucho cuidado la zapatilla derecha soltó un poco la suela. Así que otro rato después allí estaba otra vez la chica con las zapatillas. Se las enseñó al zapatero y este se sorprendió mucho.

-Es muy raro. Mis zapatillas son muy buenas.

-¿No creerás que las estropeo yo?

-No, pero es muy raro. Trae que la arreglo.

-Yo no quería que me las regalaras, pero si no están bien hechas yo no puedo…

-Están muy bien hechas -dijo el zapatero.

El zapatero cosió la suela con mala cara. La chica también parecía enfadada.

-“¡Uy! -pensó la izquierda-. Creo que lo estamos haciendo fatal. Ahora están enfadados”.

Y mientras el zapatero arreglaba la derecha, la izquierda con mucho, mucho cuidado se escondió detrás de un cajón. Entonces se dio cuenta de que asomaban las cintas y muy despacito tiró de ellas hasta que no se vieron. ¿Qué cómo lo hizo? Ni idea. Esto tampoco lo vio nadie. Cuando el zapatero muy enfadado metió la derecha en la caja no se dio cuenta de que faltaba la otra zapatilla.

La chica cogió la caja y diciendo adiós flojito se fue.

-Vamos -decía la zapatilla izquierda al zapatero-. Vamos, encuéntrame.

El zapatero miraba la puerta con cara de enfado. ¡Dudar de sus zapatillas! ¿Qué se había creído esa chica? Resopló y se puso a trabajar.

La zapatilla izquierda estaba muy nerviosa. Era la primera vez que se separaba de su hermana y no sabía qué hacer. Al final decidió arriesgarse. Poco a poco se movió detrás de la caja y se tiró al suelo.

El zapatero dio un salto como si hubiera visto un fantasma. Miró la zapatilla, miró la puerta y de un salto salió corriendo con la zapatilla agarrada por las cintas.

-“No la va a encontrar” -pensó la zapatilla izquierda.

Pero el zapatero sí sabía dónde encontrarla. Corrió por la calle. La gente le miraba como si estuviera loco. Allí iba corriendo con su delantal de cuero, un martillo en una mano y una zapatilla blanca en la otra.

-¡El teatro! ¡Ahí está!

El zapatero corrió hacia el teatro pero se encontró la puerta cerrada. Empezó a dar una vuelta alrededor buscando otra entrada y sí, la encontró. Allí había un hombre que pareció contento de ponerle cara de enfado al zapatero. Contento… enfado… ya me entendéis.

-Le he vendido unas zapatillas a la chica que acaba de entrar y se ha dejado una.

El hombre le miró muy serio pero al final hizo un gesto con la cabeza y le dejó pasar. El zapatero buscó a la chica. ¡Allí estaba! Miraba dentro de la caja con cara triste. El zapatero se acercó.

-Hola.

-Hola -contestó ella abriendo mucho los ojos.

-Tu zapatilla… te la has dejado… eh, no sé cómo te llamas.

-Maya. Gracias por traérmela. Bueno…voy a ponérmelas. Es que me toca ensayar ahora.

-Claro.

La chica se puso las zapatillas y salió al escenario del teatro. Las zapatillas pudieron hablar.

-Te echaba de menos.

-Y yo a ti. Me estaba asustando al ver que no venías. ¿Qué va a pasar?

-Creo que vamos a bailar.

-¿En serio?

-Muy en serio.

En el escenario había un hombre con un piano que se puso a tocar.

Y la chica empezó a bailar. Se movía como si no necesitara el suelo para moverse. Como si las zapatillas la hicieran volar. Era el primer baile de las zapatillas pero el zapatero las había hecho para eso y sabían exactamente qué hacer.  Juntas, las zapatillas y la chica, llenaron aquel teatro de música hecha movimiento. Las zapatillas se esforzaron en bailar como nunca antes lo habían hecho otras zapatillas y no se sabe si lo consiguieron o no, pero ellas lo intentaron.

El pianista casi no acertaba con las teclas intentando mirar a la bailarina. Y también miraban el que manejaba el telón y el de las luces y los demás bailarines. Todos se quedaron paralizados mirando.

¿Y el zapatero? El zapatero miraba desde un rincón con la cara más asombrada que hubiera puesto nunca ningún zapatero.

-¿Le ves? -dijo la zapatilla izquierda.

-Sí, le veo -contestó la derecha-. ¿Y ahora qué?

-¿Sabes? Pienso que ya es hora de que ellos dos hagan algo ¿no? ¡No vamos a hacerlo todo nosotras!

Y la zapatilla derecha tenía toda la razón. Y como esto es cuento y no la vida real, el zapatero y la bailarina fueron felices para siempre y ella siempre tuvo  aquellas maravillosas zapatillas para bailar maravillosamente. Así empezó otro cuento que se llamó “La bailarina, el zapatero y las zapatillas, claro”… o algo así.

El dibujo de Anita