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El cuento de Edu :: Caperucita roja

 

CAPERUCITA ROJA

Érase una vez hace mucho tiempo una chica con muy mala suerte. ¿Y por qué tenía mala suerte? Porque su abuela le había regalado una capa con caperuza roja y entonces todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. En inglés era peor porque la llamaban Little Red Riding Hood.

Todos conocemos el cuento ¿verdad? Y claro, Caperucita no queda muy bien porque no sabe distinguir a su abuela de un lobo, cosa que sabemos hacer casi todos. Además es que el rojo es fatal para combinar con otros colores.

Y no acaba aquí la cosa. Es muy injusto lo que ocurre a Caperucita Roja. Nadie compone óperas o ballets para ella. La Cenicienta, la Bella Durmiente, Cascanueces y hasta Pedro y el lobo. ¡Pedro! Encima que es un mentiroso y no es ni la mitad de valiente que Caperucita. Todo el mundo tiene cosas muy famosas y muy conocidas. Mientras tanto Caperucita solo tiene un triste estudio para piano. Este que está sonando.

Pues que sepáis que vamos a elegir la música más chula para ella, hale. Es más, vamos a usar música de la Bella Durmiente, del Cascanueces y todos esos enchufados.

En fin, la cosa es que la abuela estaba enferma y vivía en un bosque lleno de lobos. Bien, parece que la abuela no era muy espabilada. Eso sí, todas las versiones coinciden en que sí, que estaba pocha.

Entonces la madre le manda con una cesta con la merienda. Vamos, vamos a ver… ¿manda a su hija a través de un bosque lleno de lobos? ¿En serio? No, pero es que le avisa de que no se salga del camino y tenga cuidado con los lobos. Aaah, menos mal, qué cuidadosa.  De verdad, esta madre está peor todavía que la abuela.

Otra cosa, ¿qué llevaba Caperucita en la cestita?  He buscado montones de cuentos de Caperucita para saberlo y aquí ya es el desmadre. Uno dice que un pastel y una botella de vino. ¡Hale, a una abuela enferma! Otros que pasteles recién horneados, pan y mantequilla. Ahí,  cuidando la salud. Otro que pan, chocolate, azúcar, dulces o  bizcochos, vino dulce, miel, más dulces,… ¿De verdad que esta es la dieta que necesita la pobre abuela? Sólo hay alguno que dice que sí, que fruta. En serio, ¿no se puede poner la gente de acuerdo con el menú? Blancanieves no lo tuvo tan difícil. ¿Enanos? Siete. ¿Fruta envenenada? Una manzana. Y ya está. Nadie habla de peras, chirimoyas o aguacates y menos pasteles y dulces. No señor. El veneno iba en una manzana que es una fruta muy sana. Todo el mundo de acuerdo.

El caso es que la pobre Caperucita salió con su cesta camino de la casa de su abuela. Y claro, como todo el mundo sabe, se encuentra con el lobo. La gente se empeña en que el lobo engaña a Caperucita y le sonsaca dónde va y dónde vive la abuelita. Pues no. El lobo sabe de sobra dónde vive la abuelita. Tooodos los lobos de la comarca saben que hay una chiflada que vive sola en el bosque. ¿Cómo fue la cosa de verdad? Así…

El lobo estaba sentado a la sombra cuando vio venir a lo lejos a Caperucita. Tenía que prepararse. Se puso de pie, se alisó la ropa, carraspeó y se puso a cantar.

Caperucita escuchó muy educada al lobo. Cuando este terminó no sabía muy bien qué decir.

-Ah, pues muy bonito y eso… Me voy porque mi madre no me deja hablar con extraños.

-Yo no soy un extraño. Soy un lobo.

-Todo el mundo sabe que los lobos no hablan y tú hablas.

-Por tanto no seré un lobo.

-Entonces eres un extraño y me han prohibido hablar con extraños. Adiós.

-Si tienes un minuto te querría yo comentar una cosa…

-Adiós.

-¡Oye! ¿Qué llevas en la cestita?

-Que no, hombre, que no pico. Vete a tomarle el pelo a los tres cerditos.

Y Caperucita se alejó muy digna y altanera. Esto viene a ser como medio enfadada medio chulita.

El lobo corrió por otro camino para adelantarse a Caperucita.

Estaba furioso. No es que no hubiera convencido a Caperucita es que ni siquiera le había escuchado. Pues lo iba a conseguir de una forma o de otra. Por aquel atajo llegaría a casa de la abuelita antes y entonces llevaría a cabo su plan.

Mientras tanto Caperucita seguía su camino muy contenta porque aquel lobo cantarín no le había engañado. La cosa había resultado más fácil de lo que pensaba así que tampoco se dio mucha prisa. Caperucita no habló con ningún extraño, no. Pero se paró a mirar todas las flores, a beber en una fuente, a leer un rato un libro que llevaba, ensayó un baile  y todo lo que se le ocurrió.

Lo cierto es que el lobo se podía haber ahorrado el sofocón de la carrera porque llegó con tanto tiempo que se aburrió de esperar a la chica. Ya sabéis lo que viene ahora ¿no? Se puso un camisón y un gorro de la abuelita y se metió en la cama esperando la llegada de Caperucita…

Finalmente Caperucita llegó y abrió la puerta. Al momento se dio cuenta que quien le esperaba en la cama no era su abuelita, estaba clarísimo. Aquel gorro le sentaba fatal. También tuvo algo que ver que asomaba la cola negra y peluda por un lado de la cama. Era el lobo cantarín y charlatán. ¿Qué podía hacer? Lo importante es que el lobo no supiera que le había reconocido. Había que darle conversación normalita, que no notara nada raro…

-Mmmm… Abuelita, qué ojos más grandes tienes… -al momento Caperucita se dio cuenta que por ese camino la cosa iba fatal.

-Para verte mejor -improvisó el lobo.

-Qué orejas más grandes tienes.

-Para oírte mejor.

-Qué… codos más grandes tienes.

-Pffff… Para apoyarme mejor.

-Qué… bigotes más grandes tienes.

-Hmmm… Para depilarme mejor

A Caperucita ya no se le ocurrían más cosas y sabía que no podía pronunciar la palabra fatídica: “dientes”.  El lobo se estaba poniendo muy nervioso.

-Vamos, rica, ¿qué opinas de mis dientes?

-Pues opino que como los dientes de la abuela están en ese vaso de agua en la mesilla tú no eres mi abuela.

El lobo saltó de la cama pero se hizo un lío con las sábanas, la manta y el camisón y acabó en el suelo. Caperucita aprovechó y rápida como el rayo le ató la manta alrededor y lo inmovilizó.

-Y ahora mismo vas a vomitar a mi abuela.

-¡Pero si no me la ha comido! ¿Qué tipo de salvaje te crees que soy? Está encerrada en el armario.

Y mientras Caperucita rescataba a su abuela, el lobo se lamentaba.

-¿Y todo esto para comerme? ¡Te parecerá bonito! Porque reconoce que querías comerme. Por eso querías que dijera dientes. Para comerme mejor.

-Noooo. Lo de los dientes es para frasear mejor.

-¿Frasear mejor?

-¡Claro! A mí lo que me gusta es cantar. Pero nadie me escucha. Todo el mundo sale corriendo “¡El lobo, el lobo!”. Bueno, tu abuela sí, pero tiene unos gustos…  Sólo le gusta la copla ¡la copla! Pues pensaba pedirte que me escucharas y convencieras a tu abuela. Ya sabes, poder cantar a Puccini, Rossini, Verdi,…

-Ya, ya, Spaghetti, Ravioli, Panetone… Es que a mí la ópera pichís pichás.

-Vamos, ¿qué te cuesta? Si es muy chula. Verás como te acaba gustando. Insisto. Y además traigo esta cesta con una merienda mucho mejor que la tuya.

Caperucita miró la cesta y, aunque quería mucho a su madre, reconoció que la merienda del lobo era mucho mejor y más sana con sus ensaladas, pollo adobado a la plancha, pan integral y zumos de frutas.

-Bueno, vale. Pero de vez en cuando nos cantas otras cosas: boleros y eso. En plan moderno.

El lobo se sentó ante el piano y empezó a cantar.

Y allí se quedaron la abuela y Caperucita merendando tan ricamente mientras el lobo cantaba un aria tras otra.

Y el lobo fue feliz y comió perdiz que estaba mucho más rica que la abuela, donde va a parar.

El cuento de Edu :: La princesa Teresa, el príncipe Rodolfo y el dragón Ernesto

 

LA PRINCESA TERESA, EL PRÍNCIPE RODOLFO Y EL DRAGÓN ERNESTO

Bueno pues vamos a ver, haría falta una música tipo Star Wars pero no tan… espacial. Algo para héroes, princesas y tal con muchas trompetas y eso…

Esta es la historia del príncipe Rodolfo, el dragón Ernesto y la princesa Teresa que ocurrió hace mucho tiempo… bueno, en realidad no ocurrió nunca porque esto es un cuento, claro.

Bien, pues en este cuento que os cuento la cosa empezó el día que el príncipe Rodolfo  oyó hablar de una princesa que vivía prisionera en el castillo de un malvado dragón.

Y os preguntareis ¿cómo oyó hablar si en aquella época no había radio, ni internet, ni facebook, ni twiter?  Muy fácil. Por los trovadores. Los trovadores eran unos tipos que iban de pueblo en pueblo cantando las aventuras, amores y dolores de caballeros, princesas y otras gentes. Y nuestro príncipe Rodolfo oyó a un trovador la canción titulada  “La bella princesa Teresa es triste prisionera del malvado dragón Ernesto y languidece en la más alta habitación de la más alta torre”. Sí, en aquella época le ponían unos títulos larguísimos a las canciones.

Decidió salvarla y dicen que salió galopando en su caballo tan rápido que se le olvidó pagar al trovador por su canción. Unos días después el trovador estrenaba una nueva canción: “El príncipe Rodolfo es más tacaño que los enanitos de Blancanieves”. Trovadores del reino entero la cantaron. Un éxito. Un hit musical medieval.

De todo esto no se enteró el príncipe Rodolfo porque galopaba más rápido que el viento en busca de la pobre princesa Teresa. Preguntaba en pueblos y ciudades por el castillo del dragón y en todos los sitios le decían: “Por allá”. Y “por allá” estaba lejísimos. Pero Rodolfo era audaz y persistente que viene a ser algo así como machacón.

Atravesó bosques y praderas. Siempre yendo por allá. Subió valles y bajó montañas. Lo sé. Es al revés: bajó valles y subió montañas, pero es que Rodolfo era muy despistado. Caramba, machacón, despistado,… no sé yo si este Rodolfo llegará a algún sitio.

Un día el príncipe y su caballo caminaban desanimados hacia “por allá” cuando llegaron a un pueblo y Rodolfo preguntó ooootra vez por el castillo del dragón.

-Es ese -contestó una mujer.

-Por allá, gracias… ¿cómo ha dicho, señora?

-Que es ese.

-¿Seguro? ¿Seguro que no es por allá?

-Claro. Es ese. El castillo del dragón.

-Ay ay ay ¡Por fin! -exclamó Rodolfo-. ¡Prepárate, malvado dragón, allá voy!

-¡Uuf! Yo no iría, oh príncipe -dijo la señora.

-¿Es sin duda cruel y peligroso el malvado dragón?

-Depende. Veréis, yo es que soy de aquí y sé cómo es el dragón y de verdad que yo no iría.

-Pero yo soy el príncipe Rodolfo. Y no hay nadie más valiente que yo.

-Ya, bueno. Luego no me vengáis con historias. Yo os he avisado.

El príncipe dio las gracias y galopó hacia el castillo… en realidad galopó el caballo y el príncipe iba encima, ya me entendéis. Pero antes de entrar al castillo había que atravesar un bosque muy oscuro… muy oscuro y lleno de… ¿animales salvajes? No ¿Ruidos misteriosos? No, no. Lleno de… música de mucho miedo.

En serio, en las pelis lo que da más miedo es la música. Pues eso mismo le ocurrió a Rodolfo. Avanzaba entre los árboles y una música terrorífica le seguía. Tragó saliva, miró a un lado y a otro y se dijo a sí mismo que los monstruos no existían. Bueno, menos los dragones, claro… y las arpías y los trolls y los trasgos y… Total, que sí existían y encima no podía mirar debajo de la cama y en el armario como hacemos todos. Así que se dio prisita para salir de aquel bosque. Suspiró aliviado cuando dejó atrás el bosque y la música de mucho miedo.

Allí delante se levantaba el gigantesco castillo.

Torres, murallas, almenas, foso (sin cocodrilos, claro ¿quién fue el idiota que dijo que en los fosos había cocodrilos?)… foso, torreones, barbacanas (que no sé lo que es pero suena muy bien) es decir, el típico castillo, vamos. Sin pensarlo dos veces, y acordándose del repelús de la música de mucho miedo, se acercó al castillo. Había que ir con cuidado. Si el dragón le oía estaba perdido. Avanzó sin hacer ruido por el puente de madera.

-¡COTOCLOC, COTOCLOC! -sonaron los cascos del caballo.

-Chsssss.

-Perdón. Cotocloc, cotocloc,…

Allí estaba el dragón, en medio de una sala enorme. Estaba de espaldas sin darse cuenta de nada y tocaba el arpa.

Rodolfo bajó del caballo, sacó la espada y se acercó por detrás…

Entonces le dio cosa ir a escondidillas así que le gritó al dragón:

-¡Ajaaaa! ¡Malvado dragón, date la vuelta, pelea, muere y libera a la princesa! O mejor, ¡libera a la princesa primero, pelea y muere después!

El dragón ni se movió.

-He dicho: ¡Malvado dragón!!! ¡La princesa!!!

Nada.

–Oye, dragón, que te estoy diciendo que….

Y el dragón le miró y dijo:

-Chissssss.

-Perdón.

El tiempo pasaba y el príncipe se impacientaba.

-Mira dragón, es que tengo un poco de prisa. Yooo es que he venido a rescatar a la princesa y…

-¿Qué?- preguntó el dragón.

-¡Ah, por fin! ¡Malvado dragón! ¡Libera a la princesa!

-Lo primero: buenas tardes ¿no?

-Eh… buenas tardes, malvado dragón.

-Lo segundo, Don Ernesto para ti.

-Buenas tardes, malvado dragón, don Ernesto.

-Y lo tercero es que estoy muy ocupado. Perdona.

-Verás. Si no es por molestar. Es que vengo a rescatar a la princesa y…

-¿Serías capaz de tocar esta sencilla melodía?

-Hmmm… ni esa ni ninguna. No sé tocar el arpicordio da gamba.

El dragón movió la cabeza.

-Es un arpa. Pues si no hay música, no hay ayuda. Hale.

Entonces Rodolfo se acordó de la canción que decía que estaba prisionera en la torre más alta

-¡Ya lo sé, en la torre más alta!

-Eres muy listo -contestó el dragón.

Y el príncipe muy contento se puso a mirar las puertas. En una había un cartel que ponía “Torre más alta”.

-Ajá.

La abrió y vio una escalera muy larga, muy larga. Empezó a subir escalones. Y subió… y subió… Cuando llegó arriba del todo, agotado, se acercó a la puerta y  se preparó para el asombro que le produciría la belleza inigualable de la princesa. Abrió y se asombró porque… ¡la habitación estaba vacía! Muy enfadado empezó a bajar y bajar y bajar.

-¡Malvado dragón don Ernesto mentiroso, la princesa no estaba en la torre más alta!

-¿Mentiroso? No. Tú dijiste que estaba en la torre más alta y yo contesté: Eres muy listo. Si quieres que te ayude tendrás que hacer música. ¿Serías capaz de tocar esto? -y cogió una trompeta.

-Vamos a ver si me entiendes: yo de música nada de nada. Ni flauta dulce en el cole, para que veas. Fíjate tú que me aprobaron percusión, ya sabes eso de los tambores, con un curso de combate con maza y escudo… como era de pimpam pimpam…

-Si no hay música, no hay ayuda.

Rodolfo se puso a mirar por la sala y de pronto vio una puerta rosa en la que ponía “Torre de la princesa”.

-No necesito tu ayuda, malvado dragón don Ernesto.

Rodolfo abrió la puerta y empezó a subir. La torre de la princesa no sería la más alta pero tenía escalones para aburrir. Por eso, cuando llegó arriba, Rodolfo estaba ya un poco harto de su tremenda aventura, así que llamó a la puerta y al no recibir repuesta entró sin más prolegómenos… sin más, vamos.

Era una habitación supermona, llena de detalles supercucos. Una cama con dosel de seda, una cómoda con espejo, la colección de muñecas más grande que hubiera visto nunca Rodolfo, una bici de montaña llena de barro y la princesa… no estaba.

Bajó las escaleras encolerizado (encolerizado es como se ponen tus padres cuando te tiras el cola-cao encima de la ropa nueva)

-¡Malvado dragón don Ernesto! ¡La princesa no estaba en la torre de la princesa! Estoy hasta las narices de tus escaleras y tus jueguecitos.

-¿Escaleras?  Sin duda habrás subido en ascensor.

-¿Ascensor?

-Sí, ascensor. Al lado de la puerta rosa llamada “Torre de la princesa” hay una puerta amarilla que pone “Ascensor para subir a la torre de la princesa”. ¿La has visto, no?

-Eeeh sí, sí, claro, no soy tonto. Pero da igual. No había princesa y…

Ernesto movió su gran cabeza.

-Si quisieras hacer un poco de música todo sería más sencillo.

El príncipe Rodolfo estaba ya hasta los pelos. Cogió aire y conteniendo la ira dijo:

-Ya te he dicho que no sé música. Nada. ¡Por favor! Una peleita a espada, un poco de fuego por tu parte y yo te prometo que no le diré a nadie que me dejaste pasar sin hacer música. ¿Está la princesa en el castillo? ¿Eh? ¿Está?

El dragón suspiró.

-Eres un aguafiestas. En fin. No, no está. Ha salido con sus amigos.

-Estoy ya un pelín quemado. Vamos a ver que me entere yo ¿La princesa no estaba secuestrada?

-No, claro. Sus padres la han matriculado en mi castillo para estudiar Música, Contrapunto, Dirección de Orquesta e Instrumentos medievales para princesas modernas.

-Entonces ¿yo que hago aquí? ¿El bobo?

-A eso sí te puedo contestar. Sí, señor, el bobo.

El príncipe se dio media vuelta y muy enfadado salió del castillo. En la puerta se cruzó con una bella joven de largas trenzas y vestido vaporoso.

-¡Ernesto! ¿Dónde estás? ¡Anda que no nos hemos reído! En el bosque hemos estado tocando la música de miedo que nos enseñaste y hemos asustado a un tipo que iba a caballo. Si vieras la cara de miedo que ponía… ¡Anda! -se sorprendió la chica-. ¿Tú no eres el que…?

-¿Yo? Concreta y precisamente yo soy el bobo de este cuento.

Y así acaba esta historia. Dicen las leyendas que años después el príncipe Rodolfo se construyó un castillo en el que no había bosques, torres, escaleras,… ni princesas. Eso sí, no le quedó más remedio que estudiar música por si las moscas y se convirtió en el más popular en los fuegos de campamento antes de las batallas.

¿Y qué fue de Ernesto, el dragón músico? Pues que siguió con sus clases e inventó un instrumento llamado contratrompeolín a cuatro manos y que dicen que todavía está buscando alguien que tenga cuatro manos para poder tocarlo.

 

El cuento de Edu :: La pluma que quería volar

 

LA PLUMA QUE QUERÍA VOLAR

Esto ocurrió hace bastante tiempo cuando no había ni coches, ni tele, ni ordenadores. Los barcos navegaban a vela y la gente viajaba en carros… o andando.

Los pájaros no, los pájaros volaban igual que ahora. Y volaban muy, muy lejos. Los hombres miraban al cielo y se preguntaban dónde irían. Los pájaros pasaban por encima de las montañas, de los mares, de las ciudades y de los hombres que les miraban.

Aquel ganso era un gran volador. ¿Sabéis lo que es un ganso, verdad? Es como un pato con el cuello largo y con bastante mal genio. Él decía que se conocía el mundo entero, que se lo sabía de memoria. No sabemos si esto era verdad pero sí es verdad que había volado muchísimo.

El ganso estaba orgulloso de sus plumas. Eran bonitas: marrones con dibujos blancos y grises.  Pero sobre todo eran grandes, fuertes y suaves. Las mejores para volar muy lejos. Y sus plumas sabían esto. Nunca habréis oído hablar de plumas que piensan que son lo mejor del mundo. Ni siquiera de plumas que piensan. Bueno pues este cuento trata de eso, de una pluma que pensaba que volar era lo mejor del mundo. Claro que en realidad no sabía hacer otra cosa. Pero le gustaba cortar el aire como si fuera un cuchillo. Le encantaba ver la nieve de las montañas y mirar las hojas de los árboles que, pobrecillas, caían tristes al suelo en otoño.

Hasta que un día, en un fuerte aleteo del ganso, la pluma se soltó del ala. No le dio tiempo a decir ni ¡ay! Un momento antes remaba con sus compañeras en el ala del ganso y un momento después caía tristemente como una hoja de árbol en otoño.

Le pidió al viento que la ayudara a volar y amablemente el viento la ayudó. La subió y la bajó y casi era como antes mirándolo todo y viendo campos y pueblos. Después de un  buen rato el viento le habló en un susurro, que es hablar flojito.

-Sssssh. Te tengo que dejar. He de soplar en las velas de los barcos, empujar a las nubes y hacer girar los molinos… -quí el viento rió- y quitarle el sombrero a ese señor gordote. Adiós. SSSSSsss…

Y el viento se fue dejando caer a la pluma.

Y la pluma cayó.

Suavemente, giraba una y otra vez en su caída. La pluma estaba horrorizada. Ahora alguien la pisaría o acabaría en un charco llena de barro y todo terminaría. Adiós a ver montañas y mares.

Acababa de tocar el suelo y todavía se lamentaba cuando un niño que jugaba por la calle la cogió. La miró sonriendo y antes de que la pluma pudiera pensar nada, le había atado una cuerda y la llevaba corriendo como si fuera una cometa pequeñita.

Ahora entra en el cuento el hombre. Ese bajito con cara seria que camina por la misma calle por la que corre el niño y vuela la pluma.

El hombre era músico y tenía que componer una ópera. Sabéis lo que es una ópera ¿verdad? Son como obras de teatro en la que los personajes cantan. Pero no cantan como en las pelis de princesas de hielo y tal. No, cantan toooodo el tiempo. El chico y la chica se quieren… y cantan. El bueno y el malo se odian… y cantan. El chico y la chica se pelean… y cantan. Bueno Casi siempre acaban mal pero hasta el último momento, cantan. Son un poco largas, pero son muy bonitas. Bueno pues al hombre de nuestro cuento le habían dado un cuaderno con la historia y él le tenía que poner la música. Tenía un montón de música en la cabeza pero no le gustaba la historia así que estaba muy enfadado.

Se sentó en el borde del río mirando las aguas grises. Entonces vio al chico. Venía corriendo levantando la pluma como si fuera una bandera. El niño se paró al lado del hombre y lo miró.

-Es una pluma muy bonita -dijo el hombre.

-Estoy volando con ella.

-Ah.

-¿Le interesa esta pluma? ¿Podemos hacer negocio señor…? -preguntó el niño.

Mozart. Bueno… es bonita, sí.

-Y muy valiosa también, señor Mozart.

-¿La has comprado tú?

-Sí… es mía, claro.

-Ah.

-¿La quiere? ¿Cuánto me daría por ella?

El hombre miró al niño y vio que tenía las ropas sucias y viejas. Estaba flaco y parecía tener hambre.

-No sé si tendré suficiente para comprarte una pluma tan especial.

– Pruebe a ver, pruebe.

El hombre sacó unas monedas, las contó y se las enseñó al chico.

-Esto es todo lo que puedo darte.

El niño miró al hombre como si este se hubiera vuelto loco. Había muchas monedas allí.

-Bueno… creo… está bien… por esta vez ¿vale?

El hombre le dio el dinero y el chico le entregó la pluma.

-Es muy buena para jugar a volar. Hay que cogerla muy fuerte porque se quiere marchar volando.

-Gracias. La cuidaré bien.

-Adiós.

-Adiós.

Y el niño salió corriendo de nuestro cuento.

La pluma estaba un poco enfadada y muy triste. Había escuchado muy calladita todo esto. Ahora lo sabía, ya no viajaría más. Ahora ni siquiera iría por el aire por las calles con aquel chico. El hombre, Mozart,  parecía muy serio y a la pluma no le gustó nada. Pero notó que el hombre la miraba y la miraba. Incluso la soplaba flojito. La levantó y la miró al trasluz. La pluma sintió un poco de vergüenza. No estaba acostumbrada a que la miraran tanto. El hombre la miraba tanto que parecía ser capaz de leer en los pelillos y los dibujos los viajes que la pluma había hecho y todo lo que había visto.

-Bueno. Me has costado muy cara, por muy bonita que seas.

La pluma se sintió orgullosa. No podía peinarse mejor o poner buena cara como nosotros cuando queremos parecer más guapos en las fotos, pero se esforzó en brillar al sol y que sus dibujos grises, blancos y marrones resultaran bonitos.

-¿De dónde vendrás? Habrás visto muchas cosas. Seguro que sabes si en el mundo hay magos y magia y dónde viven las reinas misteriosas que gobiernan la noche. ¿De quién habrás sido? ¿De quién? ¿De un pájaro extraño? ¿De un cazador de aves? ¡Eso es! ¡Lo tengo!

La reina de la noche, y el cazador de pájaros y el malvado que no será tan malo, y… y… además habrá una flauta; una flauta mágica. De un salto se levantó y echó a correr por la calle, subió las escaleras y, casi sin parar, abrió una puerta, entró en una habitación  y se sentó ante una cosa que la pluma no había visto nunca: un piano. Ya sabéis, ese instrumento más grande que una mesa y que parece que tiene una boca enorme llena de dientes. Si la pluma pensó que le iba a morder, la idea le duró poco porque el hombre recorrió con las manos esa… boca y la música salió de golpe del piano.

La pluma estaba asombrada. De repente el hombre cogió la pluma y ¡la mojó en un bote de líquido negro! ¡Qué susto! Porque la pluma no sabía (y casi seguro que vosotros tampoco) que en esa época se escribía mojando una pluma en tinta. Y tinta era en lo que el hombre había mojado la pluma.

Y entonces el hombre se puso a escribir. Mojar y escribir, mojar y escribir… El hombre tenía mucha música que escribir. ¿Y cómo se puede escribir la música? Pues el papel que el señor Mozart utilizaba estaba lleno de rayas y él pintaba unos signos sobre las rayas. Puede que parecieran un montón de hormigas agarradas a esas rayas negras, pero cualquier músico era capaz de entender los dibujos de hormigas y hacer música con ellas. Mozart, cantaba en voz baja, tocaba el piano y apuntaba en el papel a toda velocidad con la pluma.

Y la pluma se dio cuenta.

-“¡Yo hago Música! -pensó-. Esto, esto es como volar. O casi tan bonito”.

Con el paso de los días la pluma sintió que no era “casi tan bonito”. Era fantástico. Distinto pero fantástico. El hombre estaba lleno de música y la pluma le ayudó a ponerla en el papel. Y se emocionó con las aventuras de Pamina y Tamino, y se rió con las canciones de Papageno y Papagena y se asustó con la reina de la noche… La pluma y el señor Mozart estaban componiendo una ópera maravillosa llamada “La Flauta mágica”.

Y así que de nuevo la pluma voló y voló. Solo que ahora volaba con la música de aquel hombre… Mozart. Y otra vez fue feliz.

El cuento de Edu :: El flautista de Hamelin

 

EL FLAUTISTA DE HAMELIN

Acordaos de cómo era el flautista de Hamelín. Era un tipo con una flauta se lleva a las ratas de un pueblo. A ver, a ver… Eso no se lo cree nadie. No, verás, es que era una flauta mágica. ¡Ya, claro, como la de Mozart!

Bien, pues hoy os vamos a contar el auténtico cuento del flautista de Hamelín. Vamos allá. Por favor, música en plan “Érase una vez”… Gracias.

Érase una vez hace mucho tiempo un flautista que iba de pueblo en pueblo tocando música para ganarse la vida.

El flautista se llamaba Hans Kischkernweitspucke y claro, con ese nombre todo el mundo le llamaba flautista o Hans a secas. Hans Kischkernweitspucke no era de Hamelín ni mucho menos. Había llegado a la ciudad huyendo de otro pueblo donde había tenido unos problemillas que no es el momento de comentar. Es que Kischkernweitspucke era buen músico pero tenía mucha facilidad para meterse en líos: chicas, dinero, chicas, dinero…

Kischkern… Hans había llegado al mesón de Hamelín con más hambre que vergüenza (de la primera tenía mucha y de la segunda poca) y calculaba si tendría suficiente para pagar la sopa y las salchichas que le habían servido. En su vida de artista había pasado muchas veces por apuros como aquel. La puerta estaba lejos, el mesonero parecía ágil y él llevaba una pesada bolsa con sus instrumentos. No podía huir corriendo.

-“Bueno -pensó-. Hablemos”.

-¡Mesonero! -llamó Hans.

-Sí, ¿Qué quería el señor?

-Lo cierto es que no quisiera ofenderos, pero he visto agua de fregar con pinta más sabrosa que esta sopa y en cuanto a las salchichas…

Para sorpresa del flautista, el mesonero agitó tristemente la cabeza.

-Tenéis razón, señor. Andamos muy escasos de comida. Tenemos una plaga de ratas que saquea almacenes y despensas.

-Vaya, últimamente solo encuentro gente gruñona y ratas -murmuró Hans.

-Si sabéis cómo arreglar esta situación el pueblo entero lo agradecería… y el alcalde ha prometido una gran recompensa.

¿Arreglar aquello? Hans no tenía ni idea, claro, pero… ¿no decían que la música amansaba a las fieras? A lo mejor… No perdía nada con probar. Al fin y al cabo del último pueblo había salido por pies con todos los habitantes corriendo detrás.

-¿Cuánto os debo? -preguntó-. ¿Quizá pudiera pagar con una bonita canción?

El mesonero se encogió de hombros.

-Da igual. Mañana tendré que cerrar el negocio.

Hans salió de allí pensando en los mesoneros que hacían sopas horribles y no les gustaba la música. Se dirigió al ayuntamiento para ver al alcalde.

El alcalde era un tipo gordote al que la ropa le venía grande, lo que significaba que había sido mucho más gordo. Miró al flautista como si quisiera meterlo en una cazuela con verduras para zampárselo.

-Señor alcalde, he oído que tenéis un problema con las ratas. Yo, Hans Kischkernweitspucke puedo solucionarlo. Soy músico y no hay boda, fiesta o celebración que yo no haya alegrado. Soy el perejil de todas las salsas.

-¿Salsa, decís? -preguntó el alcalde relamiéndose.

-Sí, bueno. Mi música es tan maravillosa que no es raro que todo el mundo vaya detrás de mí.

Lo que no dijo Hans es que la gente le seguía con palos y había tenido que esquivar más de un zapato viejo arrojado a su cabeza.

-¿Y cómo realizaríais ese milagro si se puede saber? -preguntó el alcalde.

-Mis instrumentos musicales están dotados de una rara cualidad y en consonancia…

El alcalde puso cara de no entender.

-¿Cómo… cómo decís?

Hans abrió su bolsa y sacó una flauta.

-Mirad, esto es una flauta dulce que…

-¡¿Dulce?! -el alcalde le arrebató la flauta y empezó a chupetearla como si fuera un caramelo-. ¡Aagh! ¡Sabe a madera!

-¡Claro que sabe a madera, es de madera! – asombrado, Hans sacó otro instrumento hecho de muchas cañas unidas-. Y esto es una flauta de Pan y…

-¡Pan! -y el alcalde le dio un mordisco que por poco se lleva un dedo de Hans -. ¡Ayyy! ¡Mis dientes!

-Señor alcalde, no es de pan, se llama así. Os aseguro que ninguna de mis flautas se puede comer.

-Ya, ya me voy dando cuenta. En fin, arreglad nuestro problema y la recompensa será generosa.

Hans salió a la calle y se puso en medio de la plaza.

-“Y ahora era el momento de saber si suena la flauta por casualidad” -pensó Hans.

Sacó su mejor flauta y se puso a tocar.

Al principio nada pasó, pero al cabo de unos minutos un montón ratas asomaron el hocico por una esquina. Hans estaba asombrado. Las ratas empezaron a llevar el compás con el rabo y a seguir la alegre música con las patas. ¡Estaba funcionando! Hans nunca había tenido tanto público y tan bueno. De pronto apareció una enorme rata gris que parecía muy enfadada, empezó a dar empujones a las ratas y todas salieron corriendo. Hans estaba furioso. Casi lo había conseguido. ¿Qué pasaba con aquellas ratas?

Los bichos se metieron por un callejón. Muy despacito el flautista las siguió por una escalera que bajaba a un enorme sótano. Allí había cientos y cientos de ratas. Y lo más raro es que un grupo de ellas que estaba justo enfrente de Hans tenía todo tipo de instrumentos musicales de su tamaño.

(Una cosa, a ver… el que esté pensando que esto no hay quien se lo crea, que se acuerde de Caperucita y el lobo y también de Blancanieves, que limpiaba y cocinaba gratis para los enanitos y los muy tacaños, que trabajaban en una mina de diamantes,  ni un detalle tuvieron con ella)

Seguimos…

El flautista estaba asombrado.

-¡Ratas melómanas!

Hans no estaba insultando a las ratas. Melómano significa que les gustaba mucho la música.

Ahí estaban con sus instrumentos musicales: pequeños violines, trompetas, flautas, tambores,… Hans no podía creer lo que estaba viendo cuando en ese instante las ratas se pusieron a afinar los instrumentos…

Lo de afinar es una cosa que hacen los músicos y que parece que se hayan vuelto majaretas.

Un momento después apareció la rata gris, se inclinó ante las demás, cogió un palito que se llama batuta, lo movió como si fuera un mago y la orquesta de ratas se puso a tocar.

Hans tuvo que reconocer que eran muy buenas. Y entonces tuvo una idea genial. Salió de su rincón y le hizo gestos a la rata gris que significaban algo así como. “¡Jo, que chuli, ¿puedo tocar con vosotras, por fi?”

La rata gris le miró, se acarició los bigotes y finalmente le hizo una señal para que se acercara. Hans se sentó en el suelo junto al resto de la orquesta.

Entonces el flautista sacó un pequeño instrumento y se lo levó a la boca. Hans lo llamaba arpa de boca pero sonaba como dar saltos en un colchón viejo. Al principio los “ploing, ploing” iban con la música pero después, Hans, tocaba sin ton ni son. Las ratas músicos le miraban y la rata directora parecía a puntito de explotar. Para colmo, Hans, gritaba “¡yujuuu!” cada dos por tres.

La rata directora estaba furiosa, amenazaba a Hans con la batuta pero él tocaba cada vez peor. Al final todas las ratas se hicieron un lío y la música se convirtió en un ruido infernal.

 Todas las ratas salieron corriendo por las calles con Hans persiguiéndolas tocando aquel trasto como si estuviera loco.  Al cabo de un minuto no quedaba una rata en el pueblo.

Bueno, ya sabéis lo que viene ahora ¿no? Que el flautista se lleva a los niños fuera del pueblo cuando no le quisieron pagar. Pues no. Hans era un caradura pero no un malvado. Nada de llevarse a los niños.

Lo que hizo fue ir al río y cortar un montón de cañas con las que hizo un montón de flautas. Luego regaló una a cada niño del pueblo y les enseñó una única canción. Solo una.

En las casas, en las calles, por la mañana, por la tarde… Durante tres días no se oyó otra cosa en el pueblo.

Al final el alcalde, desesperado, mandó llamar a Hans.

-Arreglad esto, por favor. Preferimos las ratas. Lo que sea pero acabad con esta tortura.

-Muy bien. Me pagaréis lo que me debéis. Además abriré una escuela de música para que yo dé clase a los niños. En un sitio aislado, no temáis. Mi sueldo podemos discutirlo ahora…

-¡Pero eso es un abuso y…!

Hans abrió la ventana y por ella se coló la canción.

-Está bien acepto. Acepto todo.

Y así fue como Hans Kischkernweitspucke se convirtió en el flautista oficial de Hamelin.

¿Y qué pasó con las ratas? Cuentan que muchas viajaron lejos y acabaron en ciudades como Venecia, Salzburgo y Bonn y que sus bisnietas y tataranietas acabaron como animales de compañía de gente como Vivaldi, Mozart y Beethoven, lo que explicaría muchas cosas.

Y así acaba el Flautista de Hamelín. De verdad de la buena que así ocurrieron las cosas y si miento, que vengan las ratas y se coman el desayuno de Martín Llade.

 

El cuento de Edu :: EL VIOLÍN Y TOMASSINO

 

EL VIOLÍN Y TOMASSINO

Este cuento empieza con una siesta. No hay que sorprenderse demasiado, sí, con una siesta. Lo más raro es que esta siesta era la siesta de un violín.

¿Sabéis lo que es un violín? Ese instrumento musical que tiene cuatro cuerdas y unas rendijas que parecen unos ojos enfadados o que se ríen mucho… dependiendo de la música que toquen. Pues bien este cuento es de un violín muy bueno y muy caro que había hecho un constructor de violines muy bueno y muy caro. Se llamaba Guarneri y todo el mundo le llamaba señor Guarneri.

Esto ocurrió hace muchos años en una ciudad muy bonita llamada Venecia. ¿Y porqué es bonita? Tiene muchos edificios antiguos y palacios e iglesias. Pero lo más raro (y bonito) es que en Venecia no hay calles… calles normales. Hay canales de agua y todo el mundo tiene que ir en barcas, botes o góndolas que son las barcas más raras que os podáis imaginar. Cuando ocurre esta historia la gente llevaba unas pelucas muy grandes y graciosas y paseaban en coches de caballos muy adornados. Pero no en nuestro cuento. Es decir, todo el mundo lleva pelucas graciosas, sí, pero las carrozas y eso, no.  Ya hemos dicho que en Venecia no había calles si no canales de agua así que nadie tenía carrozas en Venecia.

Volvamos con el violín del señor Guarneri.

El violín que había hecho el señor Guarneri dormitaba en su estuche. De vez en cuando lo sacaban de allí y algunas personas lo admiraban. Esto aburría tanto al violín que hubiera bostezado si hubiera sido un maleducado… o hubiera tenido boca. El señor Guarneri lo tocaba todos los días un ratito porque es lo que les gusta a los violines. El resto del tiempo lo pasaba en una vitrina de cristal o en su estuche forrado de terciopelo. El señor Guarneri hacía muchos violines y violas (que son un poco más grandes) y violonchelos (que son un violín tan grande que parece que hace falta tres músicos para sujetarlo y tocarlo). Pero este violín, el protagonista de este cuento, era su favorito.

Un día estaba el señor Guarneri en su taller limpiando el violín con un trapo suave. Esto le gustaba tanto al violín como que a un perro le rasquen detrás de las orejas. De pronto un grito rompió en mil pedazos el silencio del taller.

-¡Señor Guarneri!

El señor Guarneri resopló, dejó el violín encima de la mesa y fue hacia una cortina y la descorrió. Al otro lado había un niño no mucho mayor que vosotros con cara de “siento haber gritado”. El violín miraba desde la mesa y pensó que qué podría querer un niño como aquel.

-¿Qué puede querer un niño como tú? -preguntó el señor Guarneri.

-Un violín.

-¿Un violín? ¿Tú?

-Sí. Yo.

-Ah, un violín. ¿Cómo te llamas?

Tomassino.

-Bien, Tomassino. Mira, es que mis violines son muy especiales y…

-Lo sé, lo sé. Pero por eso quiero uno.

-… Y muy caros también.

-Eso no importa.

-¡Oh! ¿No importa? ¿Eres rico, eh?

-No. Pero mi padre sí. ¿A que sí? -y Tomassino se dio la vuelta mirando a un joven que estaba detrás de él con cara de aburrido-. Mi padre le ha dado dinero a mi hermano mayor para que me compre el violín que yo quiera. Eso dijo. El que yo quiera. Y yo quiero uno de sus violines.

-¿Y para qué quieres tú uno de mis violines?

El violín vio que el niño se mordía el labio. Se dio cuenta de que Tomassino había pensado mucho en esto y que, aunque no tenía muchos años, sabía porqué quería un violín.

-Tengo música aquí -y se señaló la cabeza-, y aquí -y se señaló el corazón.

El señor Guarneri miró a Tomassino a los ojos.

-Música ¿eh?

-Si no quiere venderme uno a lo mejor mi padre me consigue un Stradivarius… -Tomassino era pequeño pero muy astuto.

-¡Un Stradivarius!

El señor Guarneri bufó y volvió al otro lado de la cortina. Cogió el violín y lo miró con mucho cariño. El violín se espantó. ¡No podía ser! ¿Su creador se lo iba a vender a ese niño?

-Adiós, viejo amigo.

¡Sí, se lo iba a vender! El señor Guarneri cogió el estuche y volvió junto al niño.

-¿Crees que este podría ser tu violín?

Tomassino abrió mucho los ojos. Alguien que no supiera nada de violines diría que aquel violín era un violín como otros muchos pero a Tomassino le pareció la cosa más bonita que había visto nunca.

El violín no opinaba lo mismo que Tomassino. Estaba aterrado. ¡Este niño lo iba a coger y romper! Pero el niño no lo cogió.

-¿No lo vas a coger? -preguntó el señor Guarneri ante el pavor del violín.

Tomassino dijo que no con la cabeza. El violín suspiró de alivio.

-¿Usted cree que este violín es bueno para mí?

-El mejor.

El violín pensó que claro que era el mejor pero no para ese niño.

-Entonces este es mi violín.

Y Tomassino cogió el violín con todo cuidado.

Guarneri volvió a mirar a los ojos al niño.

-¿No vas a tocarlo?

-No, ahora no. Luego.

-Ahora tienes que pagarlo.

Dijo el precio y el aburrido hermano  de Tomassino, puso cara de susto.

El violín se alegró. Verás, ahora no pueden pagarlo y…

-Págalo -dijo Tomassino-. Padre dijo que me comprara el violín que yo quisiera y quiero este.

El joven movió la cabeza pero pagó. Tomassino cerró la tapa del estuche y se despidió del señor Guarneri.

El violín hubiera llorado si hubiera sabido cómo hacerlo.

-Adiós -dijo el hombre con una sonrisa rara-. ¡Ah, chico! Cuando sepas tocarlo y lo hagas bien de verdad vuelve y enséñame lo que haces con mi violín.

Tomassino miró al señor Guarneri.

-Para eso falta mucho.

-Sí. Mucho.

Meciéndose en la góndola (que son esas barcas tan raras que hay en Venecia) el niño estaba deseando tocar el violín… lo contrario que el violín. Éste sólo pensaba en volver con el señor Guarneri y maldecía su mala pata mareado por el movimiento de la góndola. Los violines no pueden vomitar pero este tenía muchas ganas de hacerlo.

Al llegar a su casa le esperaba una sorpresa. Al abrir la puerta el niño se encontró con un señor con peluca blanca y traje negro. Allí, serio y formal como sólo los adultos saben estar, miró a Tomassino como si éste hubiera hecho algo malo. Con voz solemne (que es casi como enfadado) el hombre le habló.

-Buenos días, Tomaso. Soy tu nuevo profesor de música, el señor Giovanni Legrenzi. ¿Eso que traes es tu violín?

Tomassino sólo pudo decir que sí con la cabeza.

-Muy bien. Vamos a ver qué sabes hacer.

Y se dio la vuelta y se metió en un salón. Tomassino corrió detrás. El nuevo profesor se sentó en un sillón y dio unas palmadas. El niño sacó el violín muy nervioso.

-¿Te has comprado un Guarneri?

-Mi padre me dijo que me comprara el violín que quisiera.

-Este es un gran violín. Vamos, toca.

Tomassino había tocado a escondidas otros violines y pensaba que lo hacía bastante bien, así que cogió aire, cogió el violín y cogió el arco que es el palo con el que se toca el violín y…  un sonido horroroso salió del violín. ¿Como un gato maullando?

No, peor. ¿Como un burro cantando? No, peor. ¿Cómo era posible? ¡Un violín tan bueno! La culpa era del violín, claro. Estaba tan enfadado que no quiso tocar bien. A pesar de los esfuerzos del pobre Tomassino, del violín sólo salían quejidos y ruidos horribles.

-¡Basta, basta! -gritó el señor  Legrenzi-. Nunca he oído nada tan espantoso.

Y se levantó y se fue de la sala muy enfadado. Con tantos gritos y ruidos salió el padre de Tomassino que se puso a discutir con el profesor de música.

Tomassino no entendía nada. Miró al violín y el violín le miró a él. Al niño le entraron ganas de llorar. Pero Tomassino era un niño testarudo, que es como cabezota pero dicho más bonito. Él tenía música dentro, claro que sí. En lugar de llorar se puso a cantar.

Era una canción que él se había inventado.

Era una canción pequeñita pero muy, muy bonita. Y el violín la escuchó y se asombró. Vaya. Así que el niño sí tenía música dentro. Vaya. Bueno… quizás al final sí que podían hacer cosas juntos. Al menos podían probar ¿no? Esto no significa que sea para siempre eh pero… en fin. Si quisieras probar otra vez… Vamos, toca otra vez.

Tomassino cogió el violín, lo miró y tocó. Y aunque Tomassino era un niño no mucho mayor que vosotros, tocó y tocó muy bien.

El padre de Tomassino y el señor Legrenzi se callaron y fueron a la puerta del salón donde el niño y el violín tocaban. Cuando la música terminó el señor Legrenzi se acercó y  mirando a los dos, niño y violín, dijo:

-Tomaso, serás un gran músico.

Y el señor Legrenzi tenía toda la razón.

Dibujo de Anita

El cuento de Edu

@elcuentodeedu